Media hora más tarde, estaba solo en la cocina, apagando el teléfono tras hablar con Sergio Lawrence, uno de los esquiladores. A causa de una tormenta de nieve que había tenido lugar varias semanas atrás la temporada se había retrasado, y debían concluirla en dos semanas para llegar a tiempo a la temporada de cría de corderos. A partir de aquel mismo día, los trabajos tendrían que acelerarse para cumplir el calendario. Sergio había llamado para decirle que dos ovejas preñadas se habían escapado del corral de esquila y vagaban por el campo, y que los perros estaban teniendo dificultades para devolverlas al redil. Pedro no podía permitir que la esquila se retrasara, así que tendría que acudir con la mayor prontitud posible al establo de la zona norte. Fue hacia la puerta al oír aproximarse un coche. Miró el reloj. Ya era hora de que la cocinera llegara. Se había retrasado más de una hora, y tendría que explicarle que ése era un comportamiento inaceptable.
Paula detuvo el coche ante un rancho de dos pisos y suspiró. No estaba dispuesta a aceptar el «no» que Pedro Alfonso le había dado por respuesta a Sofía. Esa era la razón de que hubiera cancelado sus merecidas vacaciones en las Bahamas para convencerlo en persona. Siguiendo el GPS cada vez más lejos de Denver y adentrándose en lo que los residentes locales llamaban Territorio Alfonso, no había dejado de preguntarse por qué alguien querría vivir tan lejos de la civilización, algo que para ella era un misterio insondable. Al mirar por la ventanilla, pensó en el hombre que ocupaba su mente desde hacía dos semanas y al que estaba decidida a convencer para que ocupara la portada de su revista. Si había un hombre irresistible, era él. Tras abandonar la carretera principal, había encontrado una gran señal de madera que anunciaba Rancho Shady Tree, y debajo: Territorio Alfonso. Sofia le había dicho que cada uno de los quince Alfonso poseía una propiedad de cien acres en la que habían construido su residencia. La casa principal ocupaba un terreno de trescientos acres. Durante el recorrido, había ido encontrando distintas señales que indicaban a cuál de los miembros de la familia pertenecía el correspondiente rancho: Juan, Tomás, Federico…, hasta que finalmente, había llegado al de Pedro.
Paula había hecho todas las averiguaciones precisas sobre Pedro Alfonso. Tenía treinta y seis años, se había graduado en economía agraria y se dedicaba a la cría de ganado ovino desde hacía cinco años. Con anterioridad, él y su primo Marcos, que era siete meses mayor que él, habían dirigido una constructora multimillonaria, Blue Ridge, que habían heredado de sus padres. Tras asegurarse de que la compañía funcionaba sin problemas, Pedro le había cedido la gestión a Marcos para dedicarse a lo que siempre había querido ser: ranchero. También supo que sus padres y sus tíos habían muerto en un accidente cuando Pedro estaba en el último año de universidad, y que los últimos quince años él y Marcos habían cuidado de sus hermanos pequeños. Marcos se había casado hacía tres meses, y él y su mujer, Pamela, repartían su tiempo entre el rancho y la ciudad de Wyoming. En conjunto, Pedro era el tipo de hombre que cualquier mujer querría llegar a conocer y por tanto, perfecto para su revista. Aunque no podía evitar sentir mariposas en el estómago al pensar que iba a volver a verlo, estaba decidida a actuar como la profesional que era, y explicarle que la lana que sus ovejas producían terminaba convertida en las prendas que las mujeres compraban, por lo que explicar ese proceso sería de gran interés para sus lectoras. Respiró profundamente y abrió la puerta del coche al mismo tiempo que el hombre que la atormentaba hacía días salía de la casa con gesto huraño.
—¡Llega tarde! —dijo con severidad.
Pedro intentó no quedarse mirándola, pero no pudo evitarlo. ¿Aquélla iba a ser su cocinera? Con el cabello negro ondulado y unos ojos de mirada seductora, parecía una modelo, y se sintió sexualmente vivo por primera vez en mucho tiempo. El despertar de su libido era lo último que necesitaba cuando debía concentrar toda su energía en el trabajo, y por un instante estuvo a punto de decirle que se fuera. Pero recordó que tenía veinte hombres que alimentar, a los que tras un nefasto desayuno que él mismo había preparado, les había prometido un buen almuerzo. Si esa mujer se quedaba, tenía la certeza de que todos ellos pensarían que era un verdadero manjar.
—Perdón, no he entendido bien.
Pedro bajó los escalones del porche y fue hacia ella.
—He dicho que llega tarde y que se lo descontaré de su salario. La agencia me dijo que llegaría a las ocho y son las nueve. Mis hombres necesitan comer. Espero que sepa llevar una cocina.
En lugar de preguntarle de qué hablaba, Paula se limitó a decir:
—Claro que sé llevar una cocina.
—Pues ponga manos a la obra. Ya hablaremos cuando venga a almorzar, pero será mejor que sepa que no soporto la falta de puntualidad —concluyó Pedro mientras se acercaba a su camioneta.
Paula dedujo que esperaba una cocinera que, evidentemente, no había llegado. Lo mejor sería decirle que estaba equivocado.
—¡Espere!
Él se volvió y su mirada hizo que Paula sintiera una oleada de calor y que se le endurecieran los pezones.
—Lo siento, pero no tengo tiempo. Encontrará todo lo que necesite en la cocina.
Y antes de que Paula pudiera protestar, subió a la camioneta y partió.
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