—¿Cuándo has llegado a casa? —preguntó Paula, riendo mientras le devolvía a Jimena el abrazo.
—De hecho, aún no he pasado por allí —los ojos de Jimena recorrieron el local, empapándose de todo. —Éste es el primer sitio al que vengo.
—Es fantástico verte.
—Ya me lo imagino —Jimena soltó una risita.
—No lo decía en ese sentido —afirmó Paula muy seria— Lo creas o no, ha sido una experiencia divertida.
—Ya, claro.
—Lo digo en serio.
—Créeme, me alegro. Temía que no volvieras a hablarme.
—Sólo espero que no pienses que he destrozado tu negocio con mi ineptitud.
—Eso no ha ocurrido —declaró Jimena. —Si eres capaz de servir café y hacer estofado, puedes dirigir este sitio —se rió y su cuerpo, alto y de huesos grandes, se sacudió. Los ojos verdes chispearon. —Aunque las dos sepamos que no has hecho ninguna de las dos.
—Sí que he hecho las dos —Paula se colocó las manos en las caderas, como si la hubiera insultado. —De vez en cuando, claro.
—Eh, bromeaba, ya lo sabes. Vamos a casa para que me pongas al corriente de todo.
—No puedo esperar.
—¿Paula? —llamó Daniela.
Ella se dio la vuelta y vió a Daniela con el teléfono en la mano.
—Es el señor Mangunm, para tí.
—¿Quién es? —preguntó Jimena, notando la reacción de su prima.
—Te lo explicaré después. Adelántate tú, yo te seguiré —Paula cerró la puerta del diminuto despacho y descolgó.
Para Pedro, ese era el momento de la verdad.
—Hola, señor Mangunm.
—Pensé que tal vez te encontrase aquí.
Pedro se quitó el sombrero y fue hacia Paula, dejando a Bruno jugueteando con una pieza de maquinaria.
—Hola, nena —saludó, se inclinó y la besó.
Desconcertada por esa familiaridad, sobre todo delante de Bruno, Paula se sonrojó levemente. Pedro se rió.
—Me asombra que aún puedas sonrojarte, después de todo lo que hemos compartido.
—Calla —ordenó ella, aunque una sonrisa afloró a sus labios. —Bruno podría oírte.
—No, está demasiado ocupado jugando con esa pieza —hizo una pausa. —Yo preferiría jugar contigo.
—Eres imposible —protestó Paula.
—Y te encanta, sólo que no quieres admitirlo.
—Tienes razón, no lo haré.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Pedro.
—Buenas noticias.
—Dímelas.
—Julián Ross se hizo la prueba del ADN y falló.
—¡Glorioso! —gritó Pedro.
Tiró el casco al aire y después agarró a Paula y la hizo girar y girar. Cuando volvió a dejarla en el suelo, estaba tan mareada que tuvo que apoyarse en él.
—Has usado los dos brazos —dijo con asombro.
—Correcto. Eso es lo que consigue la felicidad. Además, el brazo apenas me molesta.
—El doctor Carpenter debe de ser un buen cirujano.
—¿Qué demonios pasa aquí? —Bruno se reunió con ellos. —Te he oído gritar como un poseso.
—Todo se ha solucionado —Pedro dió una palmada en el hombro de Bruno. —Por fin.
—¿Eso significa que podemos poner las máquinas en marcha? —gritó Bruno.
—Significa exactamente eso —dijo Paula, risueña.
—Muchas gracias, señora —dijo Bruno, haciéndole una reverencia.
—Fuera de aquí —dijo ella entre risas.
—¿Aviso a los trabajadores? —preguntó Bruno a Pedro.
—Diles que se presenten mañana a primera hora.
—Eso haré.
Cuando Bruno se fue, Pedro se puso serio.
—Gracias. Sabes que lo digo en serio.
—Sí que lo sé.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Por lo visto, Ross tenía problemas económicos por culpa del juego. Como necesitaba el dinero y estaba seguro de ser un heredero legal, accedió a hacerse la prueba —sonrió a Pedro. — Como se suele decir, el resto es historia.
—Que tú pusiste en marcha. Sí no hubieras exigido la prueba de ADN, seguiría con la soga al cuello —la agarró, la apretó contra él y la besó con fuerza. —Ésta es mi demostración práctica de agradecimiento.
Sin aliento, Paula se apartó. Iba a hablar cuando Bruno los interrumpió.
—Venga, ustedes dos. Denme un respiro —sonrió y los dos le devolvieron la sonrisa. — Entonces, tenemos a Ross por lo del ADN, pero ¿Qué hay de tu hombro? Aún no estoy seguro de que no sea responsable de eso.
—Mi instinto me dice que no es tan estúpido, pero quién sabe —Pedro se puso serio. —Cuando salga de aquí iré a ver a Fabián.
En ese momento sonó su móvil. Era el sheriff.
—Hola, Fabián, deben de haberte pitado los oídos —Pedro escuchó un minuto y añadió. —De acuerdo. Llegaré enseguida.
—¿Y? —preguntaron Paula y Bruno casi al unísono.
—Ross está limpio. Tiene una coartada perfecta para la hora en que se produjo el disparo.
—Maldición —masculló Bruno.
—Entonces, ¿Quién te disparó? —preguntó Paula. —¿Lo sabe Fabián?
—Sí, pero quiere hablar conmigo en persona.
—Al menos el misterio está resuelto —dijo Bruno. —Ya me contarás los detalles.
—Tenemos que hablar —le dijo Paula a Pedro cuando Bruno se marchó.
—Ya lo creo que sí. ¿Qué te parece si hago unos filetes esta noche y vienes a cenar?
—Allí estaré.
Todo estaba tan perfecto como estaba en la mano de Pedro. Había limpiado la casa y comprado flores para la rústica mesa del comedor. Aunque parecían un poco fuera de lugar, estaba orgulloso de ellas. La ensalada estaba hecha, la cerveza fría y el vino fresco. La patatas estaban asándose y los filetes listos para ponerlos en la parrilla. Y él para ver a Paula. Entonces y siempre. Se le encogió el estómago al pensar en siempre. Se preguntó sí estaba enamorado. Aunque la idea le daba pánico, quería saber la respuesta. Para él, lujuria y amor iban tan unidos que le resultaba difícil distinguir cuál era cuál.
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