Ella oyó el titubeo y desgana de su voz, pero optó por no tenerlo en cuenta. Cuando llegó a la puerta, Pedro se volvió hacía ella.
—Gracias por acompañarme.
—Gracias por llevarme —dijo ella con voz tensa.
—Bien —salió y cerró la puerta a su espalda.
Se preguntaba cómo había vuelto a ocurrir La intimidad compartida la noche anterior fue lo primero que se le pasó a Paula por la cabeza al despertarse. Aunque no había querido involucrarse más con Pedro, la vida no siempre iba como uno deseaba. Lo había aprendido, de la peor manera, hacía tiempo. Y, en el caso que la ocupaba, no se había hecho ningún daño. Pedro y ella eran adultos sin compromiso, así que nada impedía que compartieran un beso o dos. Hizo una mueca. Tenía que admitir que había sido mucho más que eso. Habían emprendido un baile físico sin paliativos. Los besos que había sentido en los senos y labios habían sido calientes, profundos y personales, como si Pedro y ella intentaran tocarse el alma.
Estremeciéndose, Paula miró el reloj, salió de la cama y fue hacia el cuarto de baño. Avanzó lentamente, por el pie y por sus pensamientos sobre Grant. Se preguntó por qué tenía que saber tan bien y tener un tacto tan fantástico siempre. Nunca había pensado en esas cosas con respecto a Ariel. No entendía en qué consistía la diferencia. Tener pensamientos eróticos con respecto a Pedro en cierto modo suponía traicionar a su marido muerto. Fue hacia el armario, se puso unos pantalones, camisola y chaqueta, porque el aire de febrero seguía siendo bastante fresco para Texas. Se miró en el espejo, convencida de que debía de haber evidencia tangible de que algo le había ocurrido: mejillas sonrosadas, brillo en los ojos, algún indicativo de que Pedro y ella se habían hecho el amor con los labios. No percibió nada distinto. Con la confianza de que su secreto estaba a salvo, fue a la cocina y se preparó un té, con la esperanza de que tranquilizase sus nervios y le devolviera la compostura habitual. Después telefoneó para concertar una cita con Adrián Mangunm, el abogado de Julián Ross. No le había contado a Pedro sus planes porque podían no fructificar. Pero si quería salvarlo de la bancarrota, tenía que moverse rápido. Cuando terminó el té y miró la taza vacía, deseó poder hacer lo mismo con Pedro; vaciar su mente de él. Pero no parecía ser capaz. En cualquier caso, darle vueltas a su obsesión con él no solucionaría el problema. La panacea para eso era estar ocupada. Agarró el bolso y salió, temiendo su próximo e inevitable encuentro con Pedro.
Debería haberse guardado sus manos, y la boca, para sí, pensaba Pedro, pero no lo había hecho y no tenía sentido flagelarse por algo que no podía cambiar. En cuanto Jimena regresara, Paula Chaves se iría de esos bosques como alma que lleva el diablo. Y no podía culparla. Lo entendía bien, porque él sentía lo mismo con respecto a la ciudad. Si él hubiera estado en el caso de tener que hacer un favor a un amigo, por ejemplo en Houston, habría estado contando los días que faltaban para volver al campo. Sin embargo, la idea de que ella se fuera lo deprimía. Y no era capaz de enfrentarse al porqué. Si pensaba en eso, rememoraría cómo lo había besado; como si le supiera tan bien que deseara comérselo. Cuando sus labios se abrasaban y ella había succionado su lengua, había deseado arrancarle la ropa, bajarse la bragueta, subírsela al regazo y hacer que lo montara hasta que ambos quedaran exhaustos. Si no se hubiera apartado cuando lo hizo, Pedro habría perdido el control y hecho exactamente eso, estropeándolo todo. ¡Era su abogada! Debía recordarlo.
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