Paula fue la primera en despertar. Durante un momento se sintió completamente desorientada, pero luego recordó; estaba en casa de Pedro. En el suelo, ante un fuego que casi se había apagado. Debía de haber pasado allí toda la noche, como atestiguaba el increíble amanecer rosado que se veía por la ventana. La belleza del cielo le quitó el aliento, era espectacular. Nunca vería algo así en la ciudad. Miró a Pedro, que dormía, o simulaba dormir. No se movía, pero ya era hora de que lo hiciera. Y ella también. Tenía que abrir la cafetería. Daniela y Leandro tenían llaves para entrar, pero no les gustaba trabajar de cara al público excepto en situaciones de emergencia. Ésa no lo era.
Aun así, Paula no se movió. Se sentía demasiado cómoda y caliente. Demasiado amada. Un nudo de pánico le atenazó el estómago, y después se relajó. Se recordó que hacer el amor no era lo mismo que estar enamorada. No iba a martirizarse por lo ocurrido. Había disfrutado de cada segundo de pasión. Una experiencia asombrosa. Pedro era el amante perfecto; incluso mejor que Ariel, aunque admitirlo le doliera. Y había amado a Pedro sin restricciones. Eran adultos y no tenían que justificar sus acciones ante nadie. No estaban casados ni comprometidos. Se preguntó por qué, entonces, no eran la pareja perfecta.
—Vaya, parece que llevas el peso del mundo sobre los hombros.
Mientras Paula estaba absorta en sus pensamientos, Pedro se había despertado y la observaba.
—Estoy bien —dijo, con una sonrisa tentativa.
Él la atrajo hacia su cuerpo desnudo.
—Adoré cada segundo que estuve dentro de tí —le susurró, recorriendo el perfil de su oreja con la lengua.
—Yo también —dijo ella, estremeciéndose.
—Tienes un cuerpo fantástico —puso una mano entre sus piernas provocándole otra oleada de escalofríos.
—Cuando tengo tiempo, voy a un gimnasio que hay cerca de la oficina —Paula apenas podía hablar; se le había cerrado la garganta al sentir esa mano deslizarse por el interior de su muslo, deteniéndose en todos los sitios correctos.
—¿No te arrepientes? —preguntó él poco después.
—No me arrepiento —replicó Paula, sabiendo exactamente a qué se refería.
—Yo tampoco.
Siguió un breve silencio.
—No te hice daño, ¿Verdad?
—No, en realidad no.
—Pero debes de estar algo dolorida.
A pesar suyo, Paula notó que se sonrojaba, lo que, dadas las circunstancias, era ridículo. Se alegró de que él no pudiera ver su rostro. Pedro la apretó contra sí, para no dejar duda de que estaba tan duro como ella húmeda.
—¿No habías estado con nadie desde la muerte de tu marido?
—No —un nudo le atenazó la garganta.
—Sigo sin poder imaginar cómo es tener una familia un día y haberla perdido al siguiente — apretó una de sus manos. —Eres una mujer fuerte, Paula Chaves. Su voz había adquirido un tono tan espeso y ronco que ella apenas podía oírla. —Te admiro muchísimo.
—Por favor, no digas eso. Si tú supieras... —se le cascó la voz.
Percibiendo cuánto la afectaba el tema. Grant la apretó contra él y se situó entre sus muslos. Ella tragó saliva y no se movió.
—Podría acostumbrarme a esto —le susurró él.
—¿A... a qué?
—A despertarme contigo en mis brazos. Pero preferiría que fuese en una cama.
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