martes, 16 de abril de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 37

Paula no podía dejar de pasear por la sala de espera. Sus piernas no cooperaban y le impedían sentarse.

—Vas a desgastarte tú, y también la alfombra —farfulló Bruno.

Estaba recostado en una silla, con las piernas extendidas ante él. Había más gente en la sala, pero no mucha, y Paula podía pasear sin molestar.

—Lo sé —admitió, parándose un momento. —Pero me siento como si me hubieran vuelto del revés.

Bruno alzó las cejas, como si fuera a preguntar que había entre Pedro y ella. Era demasiado intuitivo, así que tendría que estar en guardia. Pero resultaba difícil cuando no podía disimular su ansiedad.

Una hora antes un hombre había entrado en la cafetería y anunciando que había habido un accidente en el bosque y que habían disparado a Pedro Alfonso; Paula se había puesto en marcha. Había dicho a Daniela que iba al hospital de Wellington y había llamado a Bruno. Había llegado a urgencias justo cuando llevaban a Pedro al quirófano. Al verla, él había pedido al camillero que esperase. Ella, sintiendo que el corazón iba a salirse le del pecho, se había detenido junto a la camilla, sin oxigeno en los pulmones.

—¿Qué... qué ha ocurrido?

—Algún idiota me disparó en el hombro, poca cosa —dijo él con ligereza, aunque ella sabía que debía dolerle mucho.

—¡Poca cosa! —Gimió— ¿Cómo puedes decir eso cuando te llevan al quirófano?

—Podría haber sido en el corazón.

Aunque ese sobrio comentario ponía las cosas en perspectiva, a Paula no le parecía poca cosa recibir un disparo. Los hombres tenían una lógica muy extraña.

—Señora, tenemos que irnos.

Paula había estirado el brazo y agarrado su mano, mirándola a los ojos. Ella le dió un apretón.

—Estaré esperando.

—Te veré pronto—le había guiñado un ojo.

Para cuando llegó a la sala de espera, Paula tenía la garganta demasiado cerrada para hablar, Y allí estaba Bruno, que la miró con ojos inquisitivos. Ninguno dijo nada. Sí hubiera querido, podría haberse ido a una esquina y dado rienda suelta a las lágrimas, pero no habría servido de nada. Pedro iba a estar perfectamente, se decía con convicción. Saldría del quirófano enseguida, como nuevo. Era ridículo que su estómago fuera un nudo de puro miedo. De pronto, se quedó helada. Amor. No por Pedro, no podía ser. Imposible. No podía haber sido tan tonta como para enamorarse de ese forestal. Pero sabía que sí. Antes de que se le doblaran las rodillas, se sentó en la silla más cercana, que era la contigua a la de Bruno.

—Gracias a Dios —dijo él con media sonrisa, —por fin te has sentado.

Paula intentó sonreír, pero no pudo. Bruno se inclinó hacia ella y le dió una palmadita en la mano.

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