Pero levantó una ceja.
—¿Tan obvio es?
Paula asintió con la cabeza mientras sacaba dos tazas del armario.
—Venga, cuéntamelo. ¿Qué quieres?
—Bueno, de acuerdo. Primero, quería darte las gracias por sugerir que fuese a buscar a mi hermana a Francia. Lo pasamos muy bien durante el viaje.
—¿Y?
—Los dos sabemos que las cosas van a cambiar cuando se case, pero me alegro por ella.—¿Se pelearon?
Pedro hizo una mueca.
—Nos peleamos un poco. Por mi padre, como siempre. Y por eso necesito que me apoyes el viernes por la noche, en la cena familiar.
—¿La cena familiar? Pero yo sólo soy la dama de honor.
—No, eres mucho más que eso. Tú conoces a mi hermana desde la universidad. ¿Qué te contó sobre nuestro padre?
Paula se encogió de hombros.
—No mucho, que era contable o algo así. Y que lo habían enviado a la cárcel por un desfalco, pero que ella no lo recordaba. Lo que sí me dijo es que tu madre se divorció y empezó una nueva vida, y que ella y tú sois la única familia que ha tenido.
—Sí, es cierto. Caro tenía diez años cuando pasamos de una mansión al apartamento que te enseñé el otro día, sobre el taller mecánico. Yo tuve que dejar el colegio, perdí a mis amigos, a mis profesores... todo lo que conocía. Y algo más, algo mucho más importante. Yo pensaba que mi padre era el mejor hombre del mundo y me equivoqué. Resultó ser un sinvergüenza, un delincuente —Pedro sacudió la cabeza—. Y ni siquiera era un buen delincuente, así que tampoco estaba a la altura de los otros chicos del barrio porque se supone que la policía no debe pillarte. Lucy no sabe qué clase de hombre era porque mi madre no le contó toda la verdad. Le hizo creer que no era el canalla que la prensa y el juez decían que era, sólo alguien que había cometido un error. Pero no es cierto, era un borracho, Pau. Un borracho que se gastaba el dinero de su familia en los casinos. Y el dinero que no tenía porque no era suyo, sino de la empresa. Yo tardé mucho tiempo en darme cuenta de la verdad.
—No tenía ni idea, lo siento.
—Caro no tenía edad para saber nada de eso.
—¿Por qué me lo cuentas, Pedro? —le preguntó ella apoyándose en la encimera—. ¿Por qué ahora?
—Mi padre salió de la cárcel hace tres años, pero mi madre y yo decidimos no contárselo a Caro porque su buen corazón podría haber causado muchos problemas. De modo que ella creía que seguía en prisión. Hasta hoy. Parece que mi padre ha estado viviendo en Sudáfrica, pero leía los periódicos británicos y vió el anuncio de la boda de mi hermana...
—¿Y quiere asistir?
—Por lo visto, ha decidido que tiene derecho a asistir. Como si fuéramos a recibirlo con los brazos abiertos —Pedro se pasó una mano por el pelo, nervioso.
El dolor del niño que había perdido a su padre, su vida, su futuro. Todo estaba en ese gesto.
—¿Entonces va a venir a Londres?
—Ya está aquí. Caro ha hablado con él después de comer y estaba contentísima... ¿Te lo puedes creer? Se alegra porque mi padre quiere ir a su boda. Tanto que lo ha invitado a la cena familiar del viernes —Pedro dejó escapar un largo suspiro—. Yo quiero estar allí, pero no sé si puedo estrechar la mano de ese hombre. Y si no voy, le rompería el corazón a mi hermana.
—¿Y cómo puedo ayudar yo?
—Ven a la cena el viernes. Sé mi acompañante.
—¿Tu acompañante? ¿Y no pensará tu familia que somos novios o algo así? ¿Y la chica con la que ibas a ir a la boda?
—No voy a ir con ninguna chica —dijo él, sorprendido—. Debes de tener una pobre opinión de mí si crees que estoy tonteando contigo mientras tengo una novia en algún sitio.
¿Tonteando con ella? Paula tuvo que rogarle a su corazón que no se hiciera ilusiones.
—Pero en la lista de invitados dice «Pedro Alfonso y acompañante».
Suspirando, Pedro sacó una agenda Pilot del bolsillo.
—Me paso ocho meses al año viajando de un país a otro para supervisar construcciones y el resto del tiempo trabajando en Nueva York para generar más trabajo. No me queda mucho tiempo libre para tener una vida social. No estoy casado, ni prometido ni tengo novia. Ésta es mi agenda para el resto del año, puedes echarle un vistazo si quieres.
—No me hace falta, tonto —sonrió Paula—. Pero eres un hombre muy guapo, simpático, rico... Me sorprende que no salgas con nadie.
—Gracias —se rió Pedro—. Pero en tu invitación dice lo mismo: «Paula Chaves y acompañante». Y, a menos que tengas un novio secreto, me parece que los dos estamos en el mismo barco. Tú eres una chica guapísima, inteligente, trabajadora... y sigues soltera. De modo que soy un hombre afortunado. ¿Irás conmigo a la cena del viernes? Por favor, dí que sí.
Haciendo un enorme esfuerzo, Paula consiguió no echarse en sus brazos.
jueves, 26 de abril de 2018
Dulce Tentación: Capítulo 27
Tenía veintiocho años y no podía mirar su propio cuerpo sin pensar en lo que había ocurrido esa tarde. El terror, el dolor, la expresión de pánico en la cara del chico que le había disparado...Unos segundos. Apenas habían sido unos segundos y tantas vidas habían cambiado desde entonces... Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que apoyar las manos en la pared para sujetarse.El viernes sería el segundo aniversario del «accidente» y hasta entonces había podido soportarlo, pero...Carolina la quería mucho, evidentemente. Unas horas antes había descubierto la verdad: había cambiado el diseño de los vestidos por ella, para que no pasara un mal rato. Y el sábado por la mañana debería ir a la boda como la alegre y simpática chica que había sido siempre.Qué mentira. Como el resto de su vida. Estaba cansada, se dijo. Los médicos le habían advertido de que no debía trabajar tanto y allí estaba, estresada por una boda. Y por el hermano de la novia.Sí, Jared podía tener algo que ver, pero pronto desaparecería de su vida. Estaría de vuelta en Nueva York, con su avión privado, sus limusinas, sus reuniones. De vuelta en la vida que ella solía vivir.La próxima semana todo volvería a la normalidad. Mientras tanto, tenía trabajo que hacer, pensó, apartando la cortina para dejar entrar los rayos de sol. Aquélla era la habitación en la que había dormido cuando llegó a casa de los Chaves, el cuarto que se había convertido en un santuario cuando más falta le hacía. Había tantos recuerdos allí... las lágrimas, las risas, los sueños. Paula acarició el papel de flores de la pared, que estaba perdiendo el color. El mismo papel de su adolescencia.Pero aquélla ya no era su habitación, era para la hija a la que aún no conocía. Era hora de olvidar tristezas y seguir adelante, se dijo. De modo que tomó la brocha, la metió en el bote de pintura y borró las primeras flores con una capa de color malva.Luego dio un paso atrás, sorprendida de haber cometido tal sacrilegio. Pero siguió mojando la brocha y pintando cada rincón de la habitación de ese alegre color. Mejor. Mucho mejor. Harían falta varias capas, pero ya parecía una habitación diferente. Aunque ahora el techo parecía sucio. Claro que eso tenía fácil solución. Se puso de puntillas para ver si llegaba al techo con la brocha. Si midiera diez o doce centímetros más...Suspirando, se subió a una silla. Así, estupendo. No podría vivir con un techo sucio. La pobre niña tendría que verlo desde la cama todas las noches. Estaba a punto de bajar de la silla para volver a mojar la brocha cuando algo tocó su pierna. Al volverse, asustada, perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró... que resultó ser la cabeza de Pedro. Y, durante los segundos más largos su vida, se quedó mirando aquellos ojos azules mientras él apretaba su cintura.
—¿A esto es a lo que llamas trabajar?
Paula intentó fingir que era perfectamente normal mantener una conversación mientras estaba en los brazos del hombre más atractivo y deseable que había conocido en su vida.
—¿Te importaría sujetarme un ratito más? Tengo que pintar el techo.
Él soltó una carcajada.
—¿Te he dicho que uno de mis primeros trabajos en la construcción fue pintar casas? Y nunca tenía que subirme a una escalera. De modo que, o compras una o me das esa brocha a mí para que termine el trabajo.
Diez minutos después, Paula, en jarras, supervisaba la pintura del techo.
—Bueno, debo decir que ha hecho un trabajo razonablemente bueno, señor Alfonso. Si alguna vez quiere cambiar de empleo, les hablaré bien de usted a todos mis amigos.
—Gracias, señorita Chaves, lo tendré en cuenta. Pero si yo no estoy disponible, por favor compre una escalera. Lo digo por Caro. Mi pobre hermana no querría que le pasara nada malo a su dama de honor antes de la boda.
—Me lo pensaré. Pero... no tienes una sola mancha de pintura en la ropa. ¿Cómo lo has hecho? Trucos del oficio, supongo.
—Naturalmente.
—¿Lo han pasado bien durante el almuerzo?
Pedro no contestó y cuando Paula siguió la dirección de su mirada, descubrió que la pechera del vaquero había desabrochado y se le veía la camisola. Y, debajo, el inicio de la cicatriz. Nerviosa, se dió la vuelta para abrocharse la pechera a toda prisa y luego entró en la cocina para hacer café. Intentaba disimular, pero sus temblorosos dedos la delataron cuando se le cayó la cuchara al suelo. Y antes de que pudiera inclinarse para buscarla sintió las manos de Pedro en su cintura. Paula cerró los ojos, con el pulso acelerado. Había pasado tanto tiempo... Y olía de maravilla. Pedro apretó la cara contra su cuello y ella echó la cabeza hacia atrás porque deseaba estar en contacto con aquel hombre.
—Caro se quedó muy preocupada cuando te fuiste —le dijo en voz baja—. Y Tamara se puso a llorar. Yo no sabía nada sobre la cicatriz. Lo siento.
—No tienes que sentir nada —replicó ella—. Ocurrió y yo tengo que vivir con las consecuencias. Además, ir de compras habría sido agotador.
—Caro me ha enviado para comprobar que estabas bien... aunque tuve que usar mis encantos para convencer a Laura de que me abriese la puerta. Intuyo que no confía en mí.
—Laura, la guardiana de mi virtud. Eso me gusta.
Pedro deslizó una mano por su brazo.
—Llevas una pechera feísima , pero la mujer que hay debajo es una preciosidad. Por favor, dime que no llevas ropa interior de seda bajo esas enormes camisetas azul marino.
—No, claro que no. Ésta es la ropa interior que uso cuando no estoy trabajando. Y hablando de trabajo... —Paula se apartó suavemente—. Tengo que terminar de pintar, pero siento mucho que Caro esté disgustada. Luego la llamaré.
—Yo no pienso irme.
Pensativa, ella se volvió para encender la cafetera.
—¿Qué pasa, Pedro? ¿Por qué estás aquí?
—¿A esto es a lo que llamas trabajar?
Paula intentó fingir que era perfectamente normal mantener una conversación mientras estaba en los brazos del hombre más atractivo y deseable que había conocido en su vida.
—¿Te importaría sujetarme un ratito más? Tengo que pintar el techo.
Él soltó una carcajada.
—¿Te he dicho que uno de mis primeros trabajos en la construcción fue pintar casas? Y nunca tenía que subirme a una escalera. De modo que, o compras una o me das esa brocha a mí para que termine el trabajo.
Diez minutos después, Paula, en jarras, supervisaba la pintura del techo.
—Bueno, debo decir que ha hecho un trabajo razonablemente bueno, señor Alfonso. Si alguna vez quiere cambiar de empleo, les hablaré bien de usted a todos mis amigos.
—Gracias, señorita Chaves, lo tendré en cuenta. Pero si yo no estoy disponible, por favor compre una escalera. Lo digo por Caro. Mi pobre hermana no querría que le pasara nada malo a su dama de honor antes de la boda.
—Me lo pensaré. Pero... no tienes una sola mancha de pintura en la ropa. ¿Cómo lo has hecho? Trucos del oficio, supongo.
—Naturalmente.
—¿Lo han pasado bien durante el almuerzo?
Pedro no contestó y cuando Paula siguió la dirección de su mirada, descubrió que la pechera del vaquero había desabrochado y se le veía la camisola. Y, debajo, el inicio de la cicatriz. Nerviosa, se dió la vuelta para abrocharse la pechera a toda prisa y luego entró en la cocina para hacer café. Intentaba disimular, pero sus temblorosos dedos la delataron cuando se le cayó la cuchara al suelo. Y antes de que pudiera inclinarse para buscarla sintió las manos de Pedro en su cintura. Paula cerró los ojos, con el pulso acelerado. Había pasado tanto tiempo... Y olía de maravilla. Pedro apretó la cara contra su cuello y ella echó la cabeza hacia atrás porque deseaba estar en contacto con aquel hombre.
—Caro se quedó muy preocupada cuando te fuiste —le dijo en voz baja—. Y Tamara se puso a llorar. Yo no sabía nada sobre la cicatriz. Lo siento.
—No tienes que sentir nada —replicó ella—. Ocurrió y yo tengo que vivir con las consecuencias. Además, ir de compras habría sido agotador.
—Caro me ha enviado para comprobar que estabas bien... aunque tuve que usar mis encantos para convencer a Laura de que me abriese la puerta. Intuyo que no confía en mí.
—Laura, la guardiana de mi virtud. Eso me gusta.
Pedro deslizó una mano por su brazo.
—Llevas una pechera feísima , pero la mujer que hay debajo es una preciosidad. Por favor, dime que no llevas ropa interior de seda bajo esas enormes camisetas azul marino.
—No, claro que no. Ésta es la ropa interior que uso cuando no estoy trabajando. Y hablando de trabajo... —Paula se apartó suavemente—. Tengo que terminar de pintar, pero siento mucho que Caro esté disgustada. Luego la llamaré.
—Yo no pienso irme.
Pensativa, ella se volvió para encender la cafetera.
—¿Qué pasa, Pedro? ¿Por qué estás aquí?
Dulce Tentación: Capítulo 26
Iba a matar a Tamara... a menos que alguien lo hiciera antes. La chica estaba a punto de convertirse en la cuñada de Carolina, pero ¿Cuándo iba a aprender a hacer las cosas con tacto? ¡Y eso que era periodista!
—Paula—contestó Tamara—. ¡Y no deberías poner la oreja, pesado!
—Pero uno tiene derecho a soñar, ¿No? Especialmente cuando se trata de ropa interior.
Cuando Paula salió del probador, vió a Pedro con un corsé rosa horrible en la mano.
—Buenos días, señorita Chaves. ¿Lista para ir a comer?
Llevaba una camisa azul y una chaqueta de tweed colgando al hombro.
—Sí, claro.
—Espero que el vestido tenga un gran escote.
—De eso nada, amigo, es muy discreto —se rió Tamara—. Tendrás que buscar escotes en otro sitio. Nosotras no podemos llevar vestidos escotados por... lo de Paula.
—¿Lo de Paula? —repitió él.
—¡Tamara! —exclamó Carolina, atónita.
—No pasa nada —dijo Paula, volviéndose hacia Pedro con una sonrisa en los labios—. Me operaron hace un par de años y tengo una cicatriz en el pecho. Me da un poco de vergüenza, así que nunca llevo vestidos escotados. No es ningún misterio.
Pero se quedó mirando al suelo durante un segundo más del necesario antes de sonreír de nuevo. Y Pedro estaba mirándola ahora con esa cara de compasión que ella detestaba...
—Gracias por la invitación, pero tengo que volver a la pastelería. Te llamo después, Caro.
Y dejando a Pedro, Carolina y Tamara absolutamente helados, Paula besó a su amiga en la mejilla, agarró su bolso y salió de la tienda a toda velocidad para tomar un taxi. En su dormitorio, dejó escapar un suspiro. Una suave brisa movía las cortinas de encaje, llegando con ella el ruido de la calle; el sonido de gente normal viviendo un miércoles normal. Ella estaba sentada en el suelo, mirando una lámpara de tornasol donde caballitos de mar y peces tropicales nadaban de un lado a otro. Una escena tranquila, serena. Alejandra Chaves había querido tirar la lámpara o donarla a un orfanato cuando se mudó a Austria, pero ella había insistido en conservarla.
Aquélla era la lámpara que había tenido de niña, su constante compañía durante muchas noches desde que se la regaló su madre. Y quizá algún día otra niña encontraría el mismo consuelo que había encontrado ella. La frenética actividad de la pastelería la había ayudado a olvidar el incidente con Tamara, como siempre, pero no había durado mucho. Y la tensión que sentía en el cuello no desaparecía. Jugó con la camisola de seda que llevaba puesta. A Marcos le encantaba que usara ropa interior sexy y a ella le encantaba usarla. Le gustaba sentir el roce de la seda sobre su piel, sabiendo que el hombre que se sentaba a su lado durante el desayuno recordaría esa imagen todo el día... hasta que volvieran a reunirse por la noche.Los dos trabajaban tanto que sólo podían pasar todo el día juntos cuando se iban de vacaciones a la playa, donde Marcos podía hacer surf y jugar al voleibol. Desde luego, no fue una sorpresa que él volviera a su casa, en Sidney, seis semanas después de que rompieran. Al menos habían podido separarse amistosamente. No hubo discusiones, ni insultos, sólo el reconocimiento de que se habían convertido en dos personas diferentes y era hora de tomar caminos separados después de cuatro años maravillosos. Pero Marcos estaría en la boda de Carolina con su prometida y no sabía cómo iba a reaccionar al verlo otra vez.¿Para qué se había puesto esa camisola de seda? Nadie iba a verla. Era evidente que ningún hombre volvería a tener interés en su ropa interior.Tendría que ponérsela sólo para ella misma. Y podía hacerlo. Incluso podía pintar la habitación llevando un conjunto de ropa interior de encaje rojo si le daba la gana. Aquello era patético, pensó entonces. Seguía siendo Paula Chaves. Seguía siendo la primera de la clase, la primera de su promoción. La misma que siempre había tenido éxito en la vida. Antes de que un chico de diecisiete años decidiese robar pistola en mano una tienda en la que ella acababa de entrar.Un rayo de sol entró por la ventana entonces, cayendo justo sobre la cicatriz, en medio de su pecho. Sintió un escalofrío, como si un viento helado la recorriese y, sin perder un segundo, se puso el peto vaquero para bloquear lo que no quería ver. No podía respirar, no podía pensar. El último cirujano plástico le había advertido de que era normal, que podía pasar. Pero no tendría que pasar.
—Paula—contestó Tamara—. ¡Y no deberías poner la oreja, pesado!
—Pero uno tiene derecho a soñar, ¿No? Especialmente cuando se trata de ropa interior.
Cuando Paula salió del probador, vió a Pedro con un corsé rosa horrible en la mano.
—Buenos días, señorita Chaves. ¿Lista para ir a comer?
Llevaba una camisa azul y una chaqueta de tweed colgando al hombro.
—Sí, claro.
—Espero que el vestido tenga un gran escote.
—De eso nada, amigo, es muy discreto —se rió Tamara—. Tendrás que buscar escotes en otro sitio. Nosotras no podemos llevar vestidos escotados por... lo de Paula.
—¿Lo de Paula? —repitió él.
—¡Tamara! —exclamó Carolina, atónita.
—No pasa nada —dijo Paula, volviéndose hacia Pedro con una sonrisa en los labios—. Me operaron hace un par de años y tengo una cicatriz en el pecho. Me da un poco de vergüenza, así que nunca llevo vestidos escotados. No es ningún misterio.
Pero se quedó mirando al suelo durante un segundo más del necesario antes de sonreír de nuevo. Y Pedro estaba mirándola ahora con esa cara de compasión que ella detestaba...
—Gracias por la invitación, pero tengo que volver a la pastelería. Te llamo después, Caro.
Y dejando a Pedro, Carolina y Tamara absolutamente helados, Paula besó a su amiga en la mejilla, agarró su bolso y salió de la tienda a toda velocidad para tomar un taxi. En su dormitorio, dejó escapar un suspiro. Una suave brisa movía las cortinas de encaje, llegando con ella el ruido de la calle; el sonido de gente normal viviendo un miércoles normal. Ella estaba sentada en el suelo, mirando una lámpara de tornasol donde caballitos de mar y peces tropicales nadaban de un lado a otro. Una escena tranquila, serena. Alejandra Chaves había querido tirar la lámpara o donarla a un orfanato cuando se mudó a Austria, pero ella había insistido en conservarla.
Aquélla era la lámpara que había tenido de niña, su constante compañía durante muchas noches desde que se la regaló su madre. Y quizá algún día otra niña encontraría el mismo consuelo que había encontrado ella. La frenética actividad de la pastelería la había ayudado a olvidar el incidente con Tamara, como siempre, pero no había durado mucho. Y la tensión que sentía en el cuello no desaparecía. Jugó con la camisola de seda que llevaba puesta. A Marcos le encantaba que usara ropa interior sexy y a ella le encantaba usarla. Le gustaba sentir el roce de la seda sobre su piel, sabiendo que el hombre que se sentaba a su lado durante el desayuno recordaría esa imagen todo el día... hasta que volvieran a reunirse por la noche.Los dos trabajaban tanto que sólo podían pasar todo el día juntos cuando se iban de vacaciones a la playa, donde Marcos podía hacer surf y jugar al voleibol. Desde luego, no fue una sorpresa que él volviera a su casa, en Sidney, seis semanas después de que rompieran. Al menos habían podido separarse amistosamente. No hubo discusiones, ni insultos, sólo el reconocimiento de que se habían convertido en dos personas diferentes y era hora de tomar caminos separados después de cuatro años maravillosos. Pero Marcos estaría en la boda de Carolina con su prometida y no sabía cómo iba a reaccionar al verlo otra vez.¿Para qué se había puesto esa camisola de seda? Nadie iba a verla. Era evidente que ningún hombre volvería a tener interés en su ropa interior.Tendría que ponérsela sólo para ella misma. Y podía hacerlo. Incluso podía pintar la habitación llevando un conjunto de ropa interior de encaje rojo si le daba la gana. Aquello era patético, pensó entonces. Seguía siendo Paula Chaves. Seguía siendo la primera de la clase, la primera de su promoción. La misma que siempre había tenido éxito en la vida. Antes de que un chico de diecisiete años decidiese robar pistola en mano una tienda en la que ella acababa de entrar.Un rayo de sol entró por la ventana entonces, cayendo justo sobre la cicatriz, en medio de su pecho. Sintió un escalofrío, como si un viento helado la recorriese y, sin perder un segundo, se puso el peto vaquero para bloquear lo que no quería ver. No podía respirar, no podía pensar. El último cirujano plástico le había advertido de que era normal, que podía pasar. Pero no tendría que pasar.
Dulce Tentación: Capítulo 25
—Según lo cuenta él, dejaste solo a mi pobre hermano durante cuarenta minutos para relacionarte con los ricos y famosos —se rió Carolina, mientras la diseñadora desabrochaba el vestido de tafetán de seda—. Debería darte vergüenza, Paula Chaves.
—No le hagas caso, no es verdad.
—Mi hermano no está acostumbrado a que sus amigas lo dejen plantado.
—¿Sus amigas, en plural? —se rió Paula—. Ya le pedí disculpas por dejarlo esperando, aunque lo pasé bien. Me encanta hablar de Viena.
—Te perdonaré si prometes hacerle caso a Javier esta tarde. ¿Quién sabe? Podría contratarte como proveedora.
—No lo creo.
—Vamos, te toca a tí probarte el vestido —dijo Carolina entonces—. Pero en media hora nos vamos de aquí. Aún tenemos mucho que hacer.
Media hora era más que suficiente para ella. Antes le encantaba ir de compras y pasaba días probándose vestidos. Pero ahora se conformaba con pantalones y camisetas. Y aunque hubiese una sólida puerta con cerrojo en el probador, que no era el caso, no le hacía mucha gracia quitarse la parte de arriba. Porque no le hacía mucha gracia ver su cuerpo. Paula se miró en el espejo de cuerpo entero y tuvo que sonreír. La diseñadora había seguido las instrucciones de Carolina al detalle y el vestido de seda de color ostra, con discreto escote a la caja, estaba perfectamente cortado para acentuar su estrecha cintura.Se inclinó un poco hacia delante para ver si así se podía ver su clavícula... Nada. Excelente. Ahora podía respirar tranquila y relajarse durante el gran día de su amiga. El espejo le devolvía la imagen de una Paula feliz, con un vestido precioso. Una versión alegre, incluso coqueta.Y Pedro tenía mucho que ver, pensó. Quizá por eso estaba sonriendo como una tonta. Un besito y estaba de vuelta en el instituto. ¿Cómo era posible?Afortunadamente, la charla de sus amigas al otro lado de la cortina la devolvió al presente y empezó a quitarse el vestido. Estaba colgándolo en la percha cuando sonó su móvil y la última voz que hubiera esperado escuchar le gritó con un fondo de tráfico y gente:
—¡Hola, preciosa!
—¿Marcos? ¿Dónde estás?
—He llegado a Nueva York desde Sidney hace media hora. Pablo insiste en que vaya a Londres con varios días de antelación y ya sabes cómo es. No se permite el desfase horario cuando hay una boda. ¡Especialmente siendo uno de los testigos!
—Sí, claro. Es un vuelo muy largo —dijo ella, tragando saliva—. Bueno, pues tú nunca adivinarías dónde estoy: probándome un vestido de dama de honor. Carolina también está aquí, probándose el vestido de novia... y no puedo decirte nada, pero la gente se va a quedar boquiabierta.
—No esperaba menos de ella —se rió Marcos—. Oye, ¿Carolina te ha dicho que voy a ir con mi novia?
—Sí, me comentó algo. Y lo menos que podías haber hecho es enviarme una fotografía.
Marcos se rió y el corazón de Paula se encogió al imaginarse al hombre de ojos y pelo oscuros que le había robado el corazón una vez. Aún tenía una parte de él y siempre la tendría.
—No hace falta porque Ailén llegará a Londres mañana. Por fin he convencido a esa maravillosa chica para que me dijera que sí. De modo que estás hablando con un hombre prometido. ¿Qué te parece?
Paula tuvo que llevar aire a sus pulmones antes de atreverse a hablar:
—Es una noticia estupenda, Marcos. Me alegro mucho por tí.
—Eres la primera en saberlo. Ya verás cuando la conozcas, es fabulosa, se dedica al surf. En fin, tengo que irme. ¡Estoy deseando contarte toda la historia!
—Sí, claro.
Las piernas no la sujetaban y tuvo que sentarse, sin darse cuenta que aún estaba en ropa interior, con el teléfono en la mano. Marcos estaba prometido. Con una surfista. Sabía que tenía que pasar tarde o temprano. Marcos encontraría a una chica que lo quisiera tanto como lo había querido ella; una chica que compartiese su pasión por los deportes acuáticos. Su amiga Carolina iba a casarse en unos días y ahora él, su ex novio, también estaba prometido...Entonces oyó la voz de un hombre al otro lado de la cortina y dejó escapar un suspiro de angustia. Pedro. Claro. Había llegado para llevarlas a comer. ¿Cómo iba a sobrevivir a un almuerzo cuando estaba desolada? Frustrada, empezó a ponerse la blusa de colorrosa y estaba abrochándosela cuando Tamara asomó la cabeza por la cortina. La hermana de Pablo nunca había sido una chica muy discreta.
—Pedro acaba de llegar. ¿Estás lista?
—Sí, salgo enseguida.
—Unas bragas muy bonitas, por cierto.
—¿Quién lleva unas bragas muy bonitas?
Era la voz de Pedro.
—No le hagas caso, no es verdad.
—Mi hermano no está acostumbrado a que sus amigas lo dejen plantado.
—¿Sus amigas, en plural? —se rió Paula—. Ya le pedí disculpas por dejarlo esperando, aunque lo pasé bien. Me encanta hablar de Viena.
—Te perdonaré si prometes hacerle caso a Javier esta tarde. ¿Quién sabe? Podría contratarte como proveedora.
—No lo creo.
—Vamos, te toca a tí probarte el vestido —dijo Carolina entonces—. Pero en media hora nos vamos de aquí. Aún tenemos mucho que hacer.
Media hora era más que suficiente para ella. Antes le encantaba ir de compras y pasaba días probándose vestidos. Pero ahora se conformaba con pantalones y camisetas. Y aunque hubiese una sólida puerta con cerrojo en el probador, que no era el caso, no le hacía mucha gracia quitarse la parte de arriba. Porque no le hacía mucha gracia ver su cuerpo. Paula se miró en el espejo de cuerpo entero y tuvo que sonreír. La diseñadora había seguido las instrucciones de Carolina al detalle y el vestido de seda de color ostra, con discreto escote a la caja, estaba perfectamente cortado para acentuar su estrecha cintura.Se inclinó un poco hacia delante para ver si así se podía ver su clavícula... Nada. Excelente. Ahora podía respirar tranquila y relajarse durante el gran día de su amiga. El espejo le devolvía la imagen de una Paula feliz, con un vestido precioso. Una versión alegre, incluso coqueta.Y Pedro tenía mucho que ver, pensó. Quizá por eso estaba sonriendo como una tonta. Un besito y estaba de vuelta en el instituto. ¿Cómo era posible?Afortunadamente, la charla de sus amigas al otro lado de la cortina la devolvió al presente y empezó a quitarse el vestido. Estaba colgándolo en la percha cuando sonó su móvil y la última voz que hubiera esperado escuchar le gritó con un fondo de tráfico y gente:
—¡Hola, preciosa!
—¿Marcos? ¿Dónde estás?
—He llegado a Nueva York desde Sidney hace media hora. Pablo insiste en que vaya a Londres con varios días de antelación y ya sabes cómo es. No se permite el desfase horario cuando hay una boda. ¡Especialmente siendo uno de los testigos!
—Sí, claro. Es un vuelo muy largo —dijo ella, tragando saliva—. Bueno, pues tú nunca adivinarías dónde estoy: probándome un vestido de dama de honor. Carolina también está aquí, probándose el vestido de novia... y no puedo decirte nada, pero la gente se va a quedar boquiabierta.
—No esperaba menos de ella —se rió Marcos—. Oye, ¿Carolina te ha dicho que voy a ir con mi novia?
—Sí, me comentó algo. Y lo menos que podías haber hecho es enviarme una fotografía.
Marcos se rió y el corazón de Paula se encogió al imaginarse al hombre de ojos y pelo oscuros que le había robado el corazón una vez. Aún tenía una parte de él y siempre la tendría.
—No hace falta porque Ailén llegará a Londres mañana. Por fin he convencido a esa maravillosa chica para que me dijera que sí. De modo que estás hablando con un hombre prometido. ¿Qué te parece?
Paula tuvo que llevar aire a sus pulmones antes de atreverse a hablar:
—Es una noticia estupenda, Marcos. Me alegro mucho por tí.
—Eres la primera en saberlo. Ya verás cuando la conozcas, es fabulosa, se dedica al surf. En fin, tengo que irme. ¡Estoy deseando contarte toda la historia!
—Sí, claro.
Las piernas no la sujetaban y tuvo que sentarse, sin darse cuenta que aún estaba en ropa interior, con el teléfono en la mano. Marcos estaba prometido. Con una surfista. Sabía que tenía que pasar tarde o temprano. Marcos encontraría a una chica que lo quisiera tanto como lo había querido ella; una chica que compartiese su pasión por los deportes acuáticos. Su amiga Carolina iba a casarse en unos días y ahora él, su ex novio, también estaba prometido...Entonces oyó la voz de un hombre al otro lado de la cortina y dejó escapar un suspiro de angustia. Pedro. Claro. Había llegado para llevarlas a comer. ¿Cómo iba a sobrevivir a un almuerzo cuando estaba desolada? Frustrada, empezó a ponerse la blusa de colorrosa y estaba abrochándosela cuando Tamara asomó la cabeza por la cortina. La hermana de Pablo nunca había sido una chica muy discreta.
—Pedro acaba de llegar. ¿Estás lista?
—Sí, salgo enseguida.
—Unas bragas muy bonitas, por cierto.
—¿Quién lleva unas bragas muy bonitas?
Era la voz de Pedro.
martes, 24 de abril de 2018
Dulce Tentación: Capítulo 24
Hubo un tiempo en el que habían sido muy parecidas: trabajadoras y alegres, contentas de volver a casa para pasar el resto del día con la persona a la que querían o cenando fuera con los amigos.¿Cuándo fue la última vez que ella había cenado con sus amigas? Qué curioso que hubiera dado por sentado todo eso entonces, pensando que nada iba a cambiar nunca. Qué equivocada estaba. Cuando el teléfono volvió a sonar, vaciló un momento. Tenía demasiadas cosas que hacer y le apetecería tomarse un café en la puerta de la pastelería. Maldito fuese Pedro por hacerla ver todo lo que se estaba perdiendo.Claro que ella no podía perder ningún pedido...
—Pastelería Chaves.
—Hola, Pastelería Chaves.
Su tonto corazón dió un vuelco dentro de su pecho. ¡Era él!Había pasado el domingo, lunes y martes pegada al teléfono, pero allí estaba. El hombre que se había convertido en un personaje fijo en sus sueños.«Respira», se dijo a sí misma. «Tranquila».
—Buenos días, señor Alfonso. ¿Qué tal se ve el cielo desde su lujoso ático?
—No lo sé, señorita Chaves. Pero desde aquí, en la acera, se ve estupendo. ¿Qué haces?
—Trabajar —contestó ella—. Ahora mismo, batir claras de huevo. Tengo que hacer tres merengues de limón para una chef amiga mía que se ha puesto enferma. ¿Y qué haces tú, planear una fusión comercial o reformar algún otro edificio?
Al otro lado del teléfono sonó una risita.
—En realidad, esperaba que te reunieras conmigo, Caro y Tamara para comer juntos antes de irse de compras. Invito yo. ¿Te apetece?
Esa invitación la dejó tan sorprendida que estuvo a punto de tirar el cuenco con las claras de huevo. Tenía una hora para terminar el trabajo y media hora más para ducharse y cambiarse de ropa. A lo mejor encontraba un hueco para comer con sus amigos...
—Cuéntame más.
—¿Te acuerdas de Javier Brooks, el propietario de Noodles y Strudels?
—Sí, claro.
—Pues me ha invitado a la inauguración de su primer café en Inglaterra. ¿Cómo puedo ir a tal evento sin llevar del brazo a la mejor repostera de Londres? ¿Qué dices? ¿Te arriesgas a ser vista en público conmigo?
—¿Cómo puedo resistir la tentación? —se rió Paula—. Trato hecho.
—Francisco irá a buscarte a la tienda. Y, por cierto...
—¿Sí?
—Javier Brooks parece creer que tú y yo somos novios y sería una pena desilusionarlo. ¿No te parece?
—¿Javier Brooks estará allí en persona? —le preguntó Paula. Cuando no hubo respuesta, miró el teléfono, perpleja—. ¿Pedro?
Pero Pedro había colgado y ella se dejó caer sobre una silla, sorprendida. ¿Cómo lo hacía aquel hombre? ¿Y por qué de repente sentía el deseo de reír a carcajadas?
—Pastelería Chaves.
—Hola, Pastelería Chaves.
Su tonto corazón dió un vuelco dentro de su pecho. ¡Era él!Había pasado el domingo, lunes y martes pegada al teléfono, pero allí estaba. El hombre que se había convertido en un personaje fijo en sus sueños.«Respira», se dijo a sí misma. «Tranquila».
—Buenos días, señor Alfonso. ¿Qué tal se ve el cielo desde su lujoso ático?
—No lo sé, señorita Chaves. Pero desde aquí, en la acera, se ve estupendo. ¿Qué haces?
—Trabajar —contestó ella—. Ahora mismo, batir claras de huevo. Tengo que hacer tres merengues de limón para una chef amiga mía que se ha puesto enferma. ¿Y qué haces tú, planear una fusión comercial o reformar algún otro edificio?
Al otro lado del teléfono sonó una risita.
—En realidad, esperaba que te reunieras conmigo, Caro y Tamara para comer juntos antes de irse de compras. Invito yo. ¿Te apetece?
Esa invitación la dejó tan sorprendida que estuvo a punto de tirar el cuenco con las claras de huevo. Tenía una hora para terminar el trabajo y media hora más para ducharse y cambiarse de ropa. A lo mejor encontraba un hueco para comer con sus amigos...
—Cuéntame más.
—¿Te acuerdas de Javier Brooks, el propietario de Noodles y Strudels?
—Sí, claro.
—Pues me ha invitado a la inauguración de su primer café en Inglaterra. ¿Cómo puedo ir a tal evento sin llevar del brazo a la mejor repostera de Londres? ¿Qué dices? ¿Te arriesgas a ser vista en público conmigo?
—¿Cómo puedo resistir la tentación? —se rió Paula—. Trato hecho.
—Francisco irá a buscarte a la tienda. Y, por cierto...
—¿Sí?
—Javier Brooks parece creer que tú y yo somos novios y sería una pena desilusionarlo. ¿No te parece?
—¿Javier Brooks estará allí en persona? —le preguntó Paula. Cuando no hubo respuesta, miró el teléfono, perpleja—. ¿Pedro?
Pero Pedro había colgado y ella se dejó caer sobre una silla, sorprendida. ¿Cómo lo hacía aquel hombre? ¿Y por qué de repente sentía el deseo de reír a carcajadas?
Dulce Tentación: Capítulo 23
—Ha sido muy generoso por parte de tu empresa patrocinar el evento de esta noche. Pero una pregunta: Haywood y Alfonso. ¿Quién es Haywood? ¿Está vivo, acude a algún evento?
—Más bien no.
—¿Qué?—Es una larga historia. Pero ¿Por qué no te lo demuestro en lugar d contártelo?
Pedro siguió conduciendo hasta detenerse ante el restaurante que habían visitado esa tarde. Y cuando salieron del coche y él le puso su chaqueta sobre los hombros, Paula fingió que el roce de sus dedos no la afectaba.
—Gracias —sonrió.
Y Pedro, como respuesta, la tomó por la cintura con una mano mientras con la otra señalaba el cartel con el nombre de la calle. Calle Haywood. Paula estaba a punto de volverse, sorprendida, cuando él señaló las ventanas del segundo piso.
—Hace dieciocho años esto era un pequeño taller mecánico, con un departamento en el piso de arriba. Y durante dieciocho meses y seis días, Caro, mi madre y yo tuvimos que vivir aquí. Era el único sitio que podíamos permitirnos. El casero era un completo... bueno, ya ha muerto y no se debe hablar mal de los muertos, pero te aseguro que hoy en día no le habrían dado el permiso de habitabilidad.
—¿Estaba en malas condiciones?
—Peor que eso, era un horror. Solo tenía un dormitorio, así que yo dormía en el salón mientras mi madre y Caro compartían la única cama. Lo odiábamos entonces y yo sigo odiándolo ahora. De modo que la calle Haywood se convirtió en Haywood, mi socio silencioso.
Paula se volvió para poner las dos manos sobre su pecho.
—¿Le pusiste ese nombre a tu empresa para no olvidar nunca de dónde venías? Supongo que no es asunto mío, pero...
Él la silenció inclinando la cabeza para apoyarla sobre su frente. Un coche pasó por la calle, luego un ciclista... pero Paula no podía oír nada salvo la respiración de Pedro mientras él se apartaba un poco para acariciarle la espalda por debajo de la chaqueta. La sensación fue tan inesperada, tan deliciosa, que tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones. Mientras acariciaba su espalda, buscó su boca para darle un beso lleno de ternura, tan breve que Paula sólo tuvo un segundo para disfrutarlo antes de que se apartase.
—Venga, te llevo a tu casa.
—¿A qué hora voy a buscarte? —le preguntó Carolina—. He quedado con la diseñadora a las once.
Paula, con el teléfono entre la barbilla y la oreja y un cuenco de claras de huevo en las manos, intentó mirar el reloj.
—¿Puedes venir a las diez y media? Me he levantado al amanecer, pero aún tengo un millón de cosas que hacer.
—Estoy deseando verte con el vestido de dama de honor. ¡Y luego prepárate para ir de compras!
—Por supuesto —se rió Paula—. Bueno, cuéntame qué tal el viaje. ¿Has podido soportar a tu hermano?
—Mi hermano puede ser encantador cuando quiere, así que lo hemos pasado de maravilla. Y, por lo visto, tengo que darte a tí las gracias. Ha sido una idea fabulosa. Apenas hemos discutido.
—¿Entonces no ha sido un viaje idílico del todo?
—Bueno, Pedro y yo tenemos nuestros desacuerdos, pero nada que no se pueda solucionar. Incluso lo he convencido para que me preste su ático el viernes por la noche para organizar una fiesta. Ah, por cierto, las flores para el ramo... olvídate de las orquídeas. Era una idea muy tonta.
—¿Y qué has decidido llevar entonces?
—Rosas y lirios. Rosas de color amarillo pálido. Llevo dos semanas cuidando el jardín de mi madre y me vuelven loca. A menos, claro, que tú ya hayas hecho las orquídeas de azúcar. Porque no quiero que tengas que volver a hacerlo todo.
—No, qué va —mintió Paula, mirando hacia el congelador. Allí estaban las orquídeas de azúcar de color amarillo y naranja que la habían tenido ocupada todo el día anterior—. ¿Podrías enviarme una fotografía del ramo? Así podré hacerlas exactamente del mismo color.
—Haremos algo mucho mejor: la chica de la floristería te enviará el ramo que ella misma ha sugerido... es precioso. Esa Carla es un genio, por cierto. Bueno, tengo que colgar. Francisco está esperando fuera con Tamara. Nos vemos luego. ¡Y espero que estés dispuesta a pasarlo bien!
Paula estaba deseando reunirse con ella. Hacía meses que no se veían. La última vez había sido durante un viaje relámpago de Carolina a Londres. Carolina Alfonso, decoradora y empresaria afincada en Nueva York.Durante un tiempo habían sido como hermanas gemelas; elegantes, alegres, vestidas siempre para matar. Y esa mañana irían a la tienda de una conocida diseñadora londinense para probarse el vestido por última vez antes de la boda. La boda de su amiga Caro...
—Más bien no.
—¿Qué?—Es una larga historia. Pero ¿Por qué no te lo demuestro en lugar d contártelo?
Pedro siguió conduciendo hasta detenerse ante el restaurante que habían visitado esa tarde. Y cuando salieron del coche y él le puso su chaqueta sobre los hombros, Paula fingió que el roce de sus dedos no la afectaba.
—Gracias —sonrió.
Y Pedro, como respuesta, la tomó por la cintura con una mano mientras con la otra señalaba el cartel con el nombre de la calle. Calle Haywood. Paula estaba a punto de volverse, sorprendida, cuando él señaló las ventanas del segundo piso.
—Hace dieciocho años esto era un pequeño taller mecánico, con un departamento en el piso de arriba. Y durante dieciocho meses y seis días, Caro, mi madre y yo tuvimos que vivir aquí. Era el único sitio que podíamos permitirnos. El casero era un completo... bueno, ya ha muerto y no se debe hablar mal de los muertos, pero te aseguro que hoy en día no le habrían dado el permiso de habitabilidad.
—¿Estaba en malas condiciones?
—Peor que eso, era un horror. Solo tenía un dormitorio, así que yo dormía en el salón mientras mi madre y Caro compartían la única cama. Lo odiábamos entonces y yo sigo odiándolo ahora. De modo que la calle Haywood se convirtió en Haywood, mi socio silencioso.
Paula se volvió para poner las dos manos sobre su pecho.
—¿Le pusiste ese nombre a tu empresa para no olvidar nunca de dónde venías? Supongo que no es asunto mío, pero...
Él la silenció inclinando la cabeza para apoyarla sobre su frente. Un coche pasó por la calle, luego un ciclista... pero Paula no podía oír nada salvo la respiración de Pedro mientras él se apartaba un poco para acariciarle la espalda por debajo de la chaqueta. La sensación fue tan inesperada, tan deliciosa, que tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones. Mientras acariciaba su espalda, buscó su boca para darle un beso lleno de ternura, tan breve que Paula sólo tuvo un segundo para disfrutarlo antes de que se apartase.
—Venga, te llevo a tu casa.
—¿A qué hora voy a buscarte? —le preguntó Carolina—. He quedado con la diseñadora a las once.
Paula, con el teléfono entre la barbilla y la oreja y un cuenco de claras de huevo en las manos, intentó mirar el reloj.
—¿Puedes venir a las diez y media? Me he levantado al amanecer, pero aún tengo un millón de cosas que hacer.
—Estoy deseando verte con el vestido de dama de honor. ¡Y luego prepárate para ir de compras!
—Por supuesto —se rió Paula—. Bueno, cuéntame qué tal el viaje. ¿Has podido soportar a tu hermano?
—Mi hermano puede ser encantador cuando quiere, así que lo hemos pasado de maravilla. Y, por lo visto, tengo que darte a tí las gracias. Ha sido una idea fabulosa. Apenas hemos discutido.
—¿Entonces no ha sido un viaje idílico del todo?
—Bueno, Pedro y yo tenemos nuestros desacuerdos, pero nada que no se pueda solucionar. Incluso lo he convencido para que me preste su ático el viernes por la noche para organizar una fiesta. Ah, por cierto, las flores para el ramo... olvídate de las orquídeas. Era una idea muy tonta.
—¿Y qué has decidido llevar entonces?
—Rosas y lirios. Rosas de color amarillo pálido. Llevo dos semanas cuidando el jardín de mi madre y me vuelven loca. A menos, claro, que tú ya hayas hecho las orquídeas de azúcar. Porque no quiero que tengas que volver a hacerlo todo.
—No, qué va —mintió Paula, mirando hacia el congelador. Allí estaban las orquídeas de azúcar de color amarillo y naranja que la habían tenido ocupada todo el día anterior—. ¿Podrías enviarme una fotografía del ramo? Así podré hacerlas exactamente del mismo color.
—Haremos algo mucho mejor: la chica de la floristería te enviará el ramo que ella misma ha sugerido... es precioso. Esa Carla es un genio, por cierto. Bueno, tengo que colgar. Francisco está esperando fuera con Tamara. Nos vemos luego. ¡Y espero que estés dispuesta a pasarlo bien!
Paula estaba deseando reunirse con ella. Hacía meses que no se veían. La última vez había sido durante un viaje relámpago de Carolina a Londres. Carolina Alfonso, decoradora y empresaria afincada en Nueva York.Durante un tiempo habían sido como hermanas gemelas; elegantes, alegres, vestidas siempre para matar. Y esa mañana irían a la tienda de una conocida diseñadora londinense para probarse el vestido por última vez antes de la boda. La boda de su amiga Caro...
Dulce Tentación: Capítulo 22
Pedro no podía saber que a Paula le sudaban las manos no por el calor sino por cómo estaba acariciando su palma con un dedo. Si fuese la novia, pensaba ella, eso sería algo normal. Como sería normal salir a cenar o a la ópera, por ejemplo.Pero no estaban saliendo juntos. Sólo era un gesto amable hacia la dama de honor de su hermana. Sólo podía ser eso.De modo que, ¿Por qué no disfrutar el momento? Aquellos serían los recuerdos que guardaría durante los próximos meses, cuando Pedro y Caro hubieran vuelto a sus emocionantes vidas al otro lado del océano y ella no fuera más que un rostro en las fotografías de la boda. En unos días habría vuelto a su vida normal. Y eso era lo que quería, ¿No?
—¡Cuidado!
Un ciclista había tenido que girar bruscamente para no atropellar a un peatón y Pedro, por instinto, se colocó delante de Paula. El repentino movimiento la dejó sin aire y tardó un momento en darse cuenta de que estaba cara a cara con él, los brazos masculinos alrededor de su cintura, su mano sobre la pechera de la camisa blanca. El exquisito aroma a after shave, desodorante y ropa limpia se mezclaba con el aire cálido de la noche... y algo más. Algo único, Pedro Alfonso. Su calor, su olor. Sentía tal atracción que tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Una atracción tal que hacía que separarse fuera casi doloroso.El efecto era tan embriagador que, sin darse cuenta, se inclinó hacia delante para apoyar la frente en su pecho. Aquél era su sueño, su fantasía. Durante unos preciosos segundos, podía fingir que era como las demás chicas que paseaban por allí con sus novios. Creer que a aquel hombre le importaba, que la había elegido a ella, que quería estar con ella. Su amante. Que la cicatríz de su pecho no existía.¡La cicatríz! El corazón de Paula empezó a latir con tanta fuerza que, de repente, sintió náuseas y tuvo que respirar profundamente para mantenerse en pie. No iba a marearse delante de Pedro.Aunque no hubiese caído al suelo, porque él la sujetaba por la cintura. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre la abrazó así... Pero no podía ser. ¿Por qué había aceptado ir a dar un paseo con él? Pedro volvería a Nueva York en unos días y ella estaría donde siempre. Sola.
—¿Te has hecho daño?
—No, no, estoy bien —suspiró ella—. Pero te he manchado la camisa de colorete. Lo siento.
Pedro sonrió, mirando su rostro de lado a lado, como buscando algo.
—No pasa nada. Y tú sigues estando preciosa. Ah, pero parece que tenemos público...
—¿Qué? —Paula giró la cabeza y vió a un grupo de hombres sentados frente a un café levantando el pulgar en señal de aprobación. Riendo, corrieron por la plaza para alejarse de los indiscretos espectadores.
—Su carroza la espera, señorita.
Pedro abrió la puerta del deportivo de color verde oscuro y no pudo resistir el impulso de admirar el trasero de Paula mientras subía al asiento, con las rodillas juntas, inclinando elegantemente la cabeza... Ah, había hecho eso antes. La falda se levantó un poco, dejando al descubierto unas piernas estupendas que no podía dejar de mirar. Él era un hombre de piernas, siempre lo había sido. Y las de Paula eran fabulosas.
—Es un coche de la empresa. Espero que te guste.
—Si, claro... pero tengo que estar en la pastelería antes de medianoche y no me gustaría que este cochazo se convirtiera en una calabaza.
—¿Y yo? —se rió Pedro—. No me sienta nada bien convertirme en rana.
—Cierto, no sería muy agradable.
Paula esperó hasta que estuvieron saliendo del aparcamiento para volver a hablar:
—Sabrás que tu horrible secreto ha quedado al descubierto.
—¿Qué secreto? Tengo tantos...
—Me refería a tu propensión a comprar coches carísimos, señor Alfonso, presidente de Haywood y Alfonso.
—Sí, me gustan los coches buenos.
—Pero no bebes alcohol. O, al menos, yo no te he visto beber. Y parece que las mujeres no se te dan mal, de modo que sólo nos queda una cuestión: ¿Sabes cantar?
Pedro soltó una carcajada.
—Ni siquiera en la ducha. Nunca. Yo era el único chico del colegio al que no le dejaban participar en el coro. Aunque me dejaban tocar un instrumento en la función de Navidad.
—¿Qué tocabas?
—El triángulo.
—¿En serio?
—No, la guitarra, con un grupo de amigos —se rió él—. Y nos imaginábamos ya como la nueva banda de moda. El hecho de que sólo supiéramos tocar una canción no tenía la menor importancia, el caso era ligar con las chicas.
Paula soltó una carcajada.
—¡Cuidado!
Un ciclista había tenido que girar bruscamente para no atropellar a un peatón y Pedro, por instinto, se colocó delante de Paula. El repentino movimiento la dejó sin aire y tardó un momento en darse cuenta de que estaba cara a cara con él, los brazos masculinos alrededor de su cintura, su mano sobre la pechera de la camisa blanca. El exquisito aroma a after shave, desodorante y ropa limpia se mezclaba con el aire cálido de la noche... y algo más. Algo único, Pedro Alfonso. Su calor, su olor. Sentía tal atracción que tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Una atracción tal que hacía que separarse fuera casi doloroso.El efecto era tan embriagador que, sin darse cuenta, se inclinó hacia delante para apoyar la frente en su pecho. Aquél era su sueño, su fantasía. Durante unos preciosos segundos, podía fingir que era como las demás chicas que paseaban por allí con sus novios. Creer que a aquel hombre le importaba, que la había elegido a ella, que quería estar con ella. Su amante. Que la cicatríz de su pecho no existía.¡La cicatríz! El corazón de Paula empezó a latir con tanta fuerza que, de repente, sintió náuseas y tuvo que respirar profundamente para mantenerse en pie. No iba a marearse delante de Pedro.Aunque no hubiese caído al suelo, porque él la sujetaba por la cintura. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre la abrazó así... Pero no podía ser. ¿Por qué había aceptado ir a dar un paseo con él? Pedro volvería a Nueva York en unos días y ella estaría donde siempre. Sola.
—¿Te has hecho daño?
—No, no, estoy bien —suspiró ella—. Pero te he manchado la camisa de colorete. Lo siento.
Pedro sonrió, mirando su rostro de lado a lado, como buscando algo.
—No pasa nada. Y tú sigues estando preciosa. Ah, pero parece que tenemos público...
—¿Qué? —Paula giró la cabeza y vió a un grupo de hombres sentados frente a un café levantando el pulgar en señal de aprobación. Riendo, corrieron por la plaza para alejarse de los indiscretos espectadores.
—Su carroza la espera, señorita.
Pedro abrió la puerta del deportivo de color verde oscuro y no pudo resistir el impulso de admirar el trasero de Paula mientras subía al asiento, con las rodillas juntas, inclinando elegantemente la cabeza... Ah, había hecho eso antes. La falda se levantó un poco, dejando al descubierto unas piernas estupendas que no podía dejar de mirar. Él era un hombre de piernas, siempre lo había sido. Y las de Paula eran fabulosas.
—Es un coche de la empresa. Espero que te guste.
—Si, claro... pero tengo que estar en la pastelería antes de medianoche y no me gustaría que este cochazo se convirtiera en una calabaza.
—¿Y yo? —se rió Pedro—. No me sienta nada bien convertirme en rana.
—Cierto, no sería muy agradable.
Paula esperó hasta que estuvieron saliendo del aparcamiento para volver a hablar:
—Sabrás que tu horrible secreto ha quedado al descubierto.
—¿Qué secreto? Tengo tantos...
—Me refería a tu propensión a comprar coches carísimos, señor Alfonso, presidente de Haywood y Alfonso.
—Sí, me gustan los coches buenos.
—Pero no bebes alcohol. O, al menos, yo no te he visto beber. Y parece que las mujeres no se te dan mal, de modo que sólo nos queda una cuestión: ¿Sabes cantar?
Pedro soltó una carcajada.
—Ni siquiera en la ducha. Nunca. Yo era el único chico del colegio al que no le dejaban participar en el coro. Aunque me dejaban tocar un instrumento en la función de Navidad.
—¿Qué tocabas?
—El triángulo.
—¿En serio?
—No, la guitarra, con un grupo de amigos —se rió él—. Y nos imaginábamos ya como la nueva banda de moda. El hecho de que sólo supiéramos tocar una canción no tenía la menor importancia, el caso era ligar con las chicas.
Paula soltó una carcajada.
Dulce Tentación: Capítulo 21
—Siento haberte hecho esperar, pero Javier es muy apasionado sobre su negocio —Paula le apretó el brazo a Pedro—. Y dice maravillas de tí.
—En ese caso, estás perdonada. Pero tu castigo por dejarme solo es ir a dar un paseo conmigo. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Me apetece.
Claro que le apetecía. Hacía una noche estupenda y Pedro Alfonso estaba más rico que el pan. Su traicionero corazón aún no se había recuperado de la sonrisa que le dedicó al ganar la supuesta «clase maestra» de repostería, pero era muy agradable caminar con él del brazo, charlando como si fueran viejos amigos.
—Me han dicho que Caro y tú van a ir de compras el miércoles y estaba pensando en alertar a todos los grandes almacenes de Londres.
—Yo estoy deseando —se rió Paula—. Las mujeres trabajadoras no solemos tener un día libre. Siempre es trabajo, trabajo y trabajo.
—Oh, sí, la alegría de tener las manos llenas de masa todo el día. Por cierto, estás guapísima.
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
Pedro se alisó cómicamente la pajarita mientras se abrían paso entre la multitud que paseaba por Covent Garden.
—¿Este esmoquin de nada? Lo he encontrado en el fondo del armario y he decidido ponerme guapo para la prensa.
Paula soltó una carcajada.
—¿Has hablado con el otro fotógrafo, por cierto?
—Sí. Afortunadamente, está dispuesto a hacer las fotografías de la boda de Caro porque le debe un favor al primero —contestó Pedro—. ¿Puedo hacer una sugerencia, señorita Chaves? A menos que estés desesperada por volver a casa, creo que podríamos alargar el paseo.
—Muy bien. ¿Adónde vamos?
—Mira al otro lado de la calle... ¿Qué ves?
Paula miró la plaza cubierta de Covent Garden y las columnas de un edificio de piedra.
—¿Me llevas al teatro de la Ópera?
—Ahora mismo no, pero quizá otro día. Caro y yo solíamos venir todas las Navidades cuando éramos niños para ver El cascanueces, La cenicienta o El lago de los cisnes.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa, señor Alfonso. Pensé que a los niños había que llevarlos a rastras al ballet.
—Es que nuestra madre sabía todo lo que había detrás de cada ballet: la historia de los compositores, los cotilleos, los estrenos originales. Por eso era una profesora excelente. No sólo veníamos encantados, le rogábamos que nos trajera. Los tres nos poníamos nuestras mejores galas y bebíamos limonada en el entreacto. Era mejor que el día de Navidad.
Algo en su tono de voz hizo que Paula lo mirase, sorprendida. Allí estaba el joven Pedro, tan lleno de sueños y esperanzas...Pero su rostro se había ensombrecido. Los tres, no los cuatro. Carolina, Pedro y su madre. No había mencionado a su padre en absoluto. Por lo poco que Carolina le había contado, sabía que su padre acabó en la cárcel cuando ella tenía diez años, de modo que Pedro debía de tener unos catorce.
—Son unos recuerdos preciosos —murmuró, apretando su mano—. ¿Ves mucho a Caro y a tu madre? Bueno, ya sé que Caro pasa la mitad del tiempo en Nueva York...
—Mi madre suele ir a Nueva York un par de veces al año. Ha vuelto a casarse y vive en Francia, me imagino que ya lo sabes.
—Sí, claro. ¿Y a Caro? ¿La ves fuera del trabajo?
—No, qué va. O yo estoy de viaje o ella está trabajando en algún proyecto con Mike. En realidad, llevan la oficina por mí.
—Tengo una idea —dijo Paula entonces—. Puedes decirme que me meta en mis propios asuntos, pero verás: el sábado se va a casar tu única hermana...
—¿No me digas?
—Ahora mismo está en Francia y no llegará a Londres hasta el martes por la noche, pero si fueras a Francia a buscarla, podríais estar juntos un par de días, los dos solos. No sé, como la última oportunidad para que recordéis viejos tiempos antes de que se convierta en la señora de Pablo Fernandez. Tu madre y el resto de la familia pueden venir el jueves, como teníais pensado. ¿Qué te parece?
Pedro la miró a los ojos durante unos segundos antes de preguntar en voz baja:
—¿Te gusta La Bohème? Había pensado que podríamos ir a verla.
Paula dejó escapar un suspiro.
—Es mi ópera favorita.
—Entonces compraré entradas para la semana que viene.
—¿La semana que viene? ¿Pero no tienes que volver a Nueva York?
—Creo que hay un pequeño cambio de planes —sonrió Pedro—. Puede que vaya a Francia a buscar a mi hermana, así que estaré aquí unos días más... si puedes soportarme.
Y después de eso siguieron caminando de la mano, en silencio, como si eso fuera algo que hicieran todos los días.
—En ese caso, estás perdonada. Pero tu castigo por dejarme solo es ir a dar un paseo conmigo. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Me apetece.
Claro que le apetecía. Hacía una noche estupenda y Pedro Alfonso estaba más rico que el pan. Su traicionero corazón aún no se había recuperado de la sonrisa que le dedicó al ganar la supuesta «clase maestra» de repostería, pero era muy agradable caminar con él del brazo, charlando como si fueran viejos amigos.
—Me han dicho que Caro y tú van a ir de compras el miércoles y estaba pensando en alertar a todos los grandes almacenes de Londres.
—Yo estoy deseando —se rió Paula—. Las mujeres trabajadoras no solemos tener un día libre. Siempre es trabajo, trabajo y trabajo.
—Oh, sí, la alegría de tener las manos llenas de masa todo el día. Por cierto, estás guapísima.
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
Pedro se alisó cómicamente la pajarita mientras se abrían paso entre la multitud que paseaba por Covent Garden.
—¿Este esmoquin de nada? Lo he encontrado en el fondo del armario y he decidido ponerme guapo para la prensa.
Paula soltó una carcajada.
—¿Has hablado con el otro fotógrafo, por cierto?
—Sí. Afortunadamente, está dispuesto a hacer las fotografías de la boda de Caro porque le debe un favor al primero —contestó Pedro—. ¿Puedo hacer una sugerencia, señorita Chaves? A menos que estés desesperada por volver a casa, creo que podríamos alargar el paseo.
—Muy bien. ¿Adónde vamos?
—Mira al otro lado de la calle... ¿Qué ves?
Paula miró la plaza cubierta de Covent Garden y las columnas de un edificio de piedra.
—¿Me llevas al teatro de la Ópera?
—Ahora mismo no, pero quizá otro día. Caro y yo solíamos venir todas las Navidades cuando éramos niños para ver El cascanueces, La cenicienta o El lago de los cisnes.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa, señor Alfonso. Pensé que a los niños había que llevarlos a rastras al ballet.
—Es que nuestra madre sabía todo lo que había detrás de cada ballet: la historia de los compositores, los cotilleos, los estrenos originales. Por eso era una profesora excelente. No sólo veníamos encantados, le rogábamos que nos trajera. Los tres nos poníamos nuestras mejores galas y bebíamos limonada en el entreacto. Era mejor que el día de Navidad.
Algo en su tono de voz hizo que Paula lo mirase, sorprendida. Allí estaba el joven Pedro, tan lleno de sueños y esperanzas...Pero su rostro se había ensombrecido. Los tres, no los cuatro. Carolina, Pedro y su madre. No había mencionado a su padre en absoluto. Por lo poco que Carolina le había contado, sabía que su padre acabó en la cárcel cuando ella tenía diez años, de modo que Pedro debía de tener unos catorce.
—Son unos recuerdos preciosos —murmuró, apretando su mano—. ¿Ves mucho a Caro y a tu madre? Bueno, ya sé que Caro pasa la mitad del tiempo en Nueva York...
—Mi madre suele ir a Nueva York un par de veces al año. Ha vuelto a casarse y vive en Francia, me imagino que ya lo sabes.
—Sí, claro. ¿Y a Caro? ¿La ves fuera del trabajo?
—No, qué va. O yo estoy de viaje o ella está trabajando en algún proyecto con Mike. En realidad, llevan la oficina por mí.
—Tengo una idea —dijo Paula entonces—. Puedes decirme que me meta en mis propios asuntos, pero verás: el sábado se va a casar tu única hermana...
—¿No me digas?
—Ahora mismo está en Francia y no llegará a Londres hasta el martes por la noche, pero si fueras a Francia a buscarla, podríais estar juntos un par de días, los dos solos. No sé, como la última oportunidad para que recordéis viejos tiempos antes de que se convierta en la señora de Pablo Fernandez. Tu madre y el resto de la familia pueden venir el jueves, como teníais pensado. ¿Qué te parece?
Pedro la miró a los ojos durante unos segundos antes de preguntar en voz baja:
—¿Te gusta La Bohème? Había pensado que podríamos ir a verla.
Paula dejó escapar un suspiro.
—Es mi ópera favorita.
—Entonces compraré entradas para la semana que viene.
—¿La semana que viene? ¿Pero no tienes que volver a Nueva York?
—Creo que hay un pequeño cambio de planes —sonrió Pedro—. Puede que vaya a Francia a buscar a mi hermana, así que estaré aquí unos días más... si puedes soportarme.
Y después de eso siguieron caminando de la mano, en silencio, como si eso fuera algo que hicieran todos los días.
jueves, 19 de abril de 2018
Dulce Tentación: Capítulo 20
—Estaba a punto de abandonar. Imagina mi sorpresa al descubrir que cierta Paula Chaves estaba dispuesta a dar una clase de repostería al mejor postor. ¿Cómo iba a resistirme?
—¿Has pagado mil libras para que te enseñe a hacer un strudel?
—No, en absoluto. Acabo de donar mil libras a un proyecto benéfico que me interesa y, además, tendré el placer de tu compañía para mí solito.
—Acepto el cumplido, señor Alfonso.
—Pero tienes que cumplir con tu parte del trato.
—Sí, claro, pero ya hablaremos de eso. Por ahora, tengo que despedirme de Silvana, ha sido un día muy largo.
—¿Puedo escoltarla a casa, señorita Chaves? Quizá podríamos discutir nuestro acuerdo por el camino.
Paula lo miró a los ojos y se dio cuenta de que nada le gustaría más.
—Por supuesto, señor Alfonso, pero me parece que alguien está intentando llamar su atención...
—¡Pedro Alfonso!
Un hombre de mediana edad y agradable sonrisa se acercó para saludarlo e intercambiaron un apretón de manos. Paula recordó enseguida quién era: Javier Brooks, el propietario de la cadena Noodles y Strudels, un texano.
—Javier, quiero presentarte a mi amiga Paula Chaves, Paula es la propietaria de la Pastelería Chaves y...
—¿Tú te has hecho cargo de la Pastelería Chaves de Londres? —exclamó el hombre—. Ése es un nombre que no escuchaba en mucho tiempo.
—Me alegra que la conozca, señor Brooks.
—¿Dónde tenías escondida a esta joya? —se rió el texano—. ¡La Pastelería Chaves! Mi padre creció en Viena, cerca de la esquina donde se encontraban el Café y la Pastelería Chaves original, y nunca ha dejado de contar maravillas sobre ella. Tienes que hablarme de las antiguas recetas y... —Brooks se volvió hacia Pedro—. Espero que no te importe que te robe a tu novia un momento. Nos vemos enseguida.
Y, antes de que Pedro pudiera decir nada, Javier Brooks tomó a Paula del brazo para llevarla a uno de los comedores privados. Pedro se quedó en silencio, viendo a Paula desaparecer entre la gente. La había conocido el día anterior, pero una cosa era segura: ahora sabía por qué Carolina confiaba tanto en ella. Paula Chaves era una de las mujeres más sorprendentes e interesantes que había conocido nunca y los últimos diez minutos sólo habían servido para aumentar su admiración por ella.Pero había desaparecido, dejándolo solo con un vaso de agua en la mano. Y, además, uno de sus mejores clientes pensaba que era su novia. Era curioso que ella no lo hubiera corregido.Y más curioso, que él no dejase de recordar el roce de su cuerpo.Y más curioso aún, que siguiera en el mismo sitio cinco minutos después, mirando el sitio por el que ella había desaparecido. Esperando. Por si acaso volvía la mujer más bella de la fiesta.Y estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
—¿Has pagado mil libras para que te enseñe a hacer un strudel?
—No, en absoluto. Acabo de donar mil libras a un proyecto benéfico que me interesa y, además, tendré el placer de tu compañía para mí solito.
—Acepto el cumplido, señor Alfonso.
—Pero tienes que cumplir con tu parte del trato.
—Sí, claro, pero ya hablaremos de eso. Por ahora, tengo que despedirme de Silvana, ha sido un día muy largo.
—¿Puedo escoltarla a casa, señorita Chaves? Quizá podríamos discutir nuestro acuerdo por el camino.
Paula lo miró a los ojos y se dio cuenta de que nada le gustaría más.
—Por supuesto, señor Alfonso, pero me parece que alguien está intentando llamar su atención...
—¡Pedro Alfonso!
Un hombre de mediana edad y agradable sonrisa se acercó para saludarlo e intercambiaron un apretón de manos. Paula recordó enseguida quién era: Javier Brooks, el propietario de la cadena Noodles y Strudels, un texano.
—Javier, quiero presentarte a mi amiga Paula Chaves, Paula es la propietaria de la Pastelería Chaves y...
—¿Tú te has hecho cargo de la Pastelería Chaves de Londres? —exclamó el hombre—. Ése es un nombre que no escuchaba en mucho tiempo.
—Me alegra que la conozca, señor Brooks.
—¿Dónde tenías escondida a esta joya? —se rió el texano—. ¡La Pastelería Chaves! Mi padre creció en Viena, cerca de la esquina donde se encontraban el Café y la Pastelería Chaves original, y nunca ha dejado de contar maravillas sobre ella. Tienes que hablarme de las antiguas recetas y... —Brooks se volvió hacia Pedro—. Espero que no te importe que te robe a tu novia un momento. Nos vemos enseguida.
Y, antes de que Pedro pudiera decir nada, Javier Brooks tomó a Paula del brazo para llevarla a uno de los comedores privados. Pedro se quedó en silencio, viendo a Paula desaparecer entre la gente. La había conocido el día anterior, pero una cosa era segura: ahora sabía por qué Carolina confiaba tanto en ella. Paula Chaves era una de las mujeres más sorprendentes e interesantes que había conocido nunca y los últimos diez minutos sólo habían servido para aumentar su admiración por ella.Pero había desaparecido, dejándolo solo con un vaso de agua en la mano. Y, además, uno de sus mejores clientes pensaba que era su novia. Era curioso que ella no lo hubiera corregido.Y más curioso, que él no dejase de recordar el roce de su cuerpo.Y más curioso aún, que siguiera en el mismo sitio cinco minutos después, mirando el sitio por el que ella había desaparecido. Esperando. Por si acaso volvía la mujer más bella de la fiesta.Y estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
Dulce Tentación: Capítulo 19
«Seré tonta», pensó. Pedro se parecía a los hombres con los que solía flirtear cuando trabajaba en el mundo de la banca: alto, apuesto, elegante, un espécimen perfecto. Pero ya no estaba a su alcance.Esa parte de su vida había muerto. Ningún hombre volvería a encontrarla atractiva. Los hombres perfectos no perdían el tiempo con chicas como ella y, sin duda, el día de la boda aparecería con alguna belleza del brazo. Y no sería ella. Aquel hombre era de otra chica. Bueno, había sido un bonito sueño mientras duró.¿Por qué estaría pujando exactamente? ¿Una lección de repostería o tiempo para estar a solas? ¿Por qué estaba interesado en ella? Paula sólo podía mirar, asombrada, cuando Silvana golpeó el atril con la maza y el público empezó a aplaudir. Todo el mundo vio a Pedro acercarse a ella y besar su mano, haciéndole un guiño privado, antes de aceptar los aplausos y las fotografías.
—La clase maestra es para Pedro Alfonso de Haywood y Alfonso, a quien queremos agradecer el patrocinio de este evento —anunció Silvana Waters.
—Bueno, habías dicho que no te gustaba ser predecible.
—Sí, es verdad.
Paula le dió un golpecito en el hombro.
—¿Por qué no me habías dicho que estarías aquí esta noche? Silvana Waters habla maravillas de tí. Aparentemente, eres un hombre de muchos talentos... aunque la mayoría de ellos ocultos —Paula arrugó la nariz, burlona.
—La sorpresa habrá sido mayúscula entonces —se rió Pedro.
—No te preocupes, sobreviviré, pero cuéntame ahora mismo de qué conoces a Silvana.
—Cuando Caro y yo éramos niños, Silvana fue la asistente social que nos ayudó. Incluso me consiguió mi primer trabajo en la construcción.
—¿En serio? Caro no me había dicho nada.
—Ella era demasiado joven entonces y sólo vivió en la zona durante unos meses. Aunque, ahora que lo pienso es una pena.
—¿Por qué?
—Si hubiera vivido más tiempo cerca de Ashcroft, Caro podría haberme presentado a cierta niña antes de que se convirtiera en Paula Chaves.
Ella intentó disimular la alegría que le producían esas palabras, pero le resultó imposible.
—No te perdiste mucho, pero es raro pensar que podríamos habernos cruzado por la calle —sonrió—. Yo adoro a Silvana y veo que tú también la aprecias mucho.
—Mi empresa apoya muchos proyectos benéficos, pero ella es la única que consigue convencerme para que aparezca en persona.
—Ah, entonces eres susceptible al encanto de ciertas mujeres.
—Desde luego que sí. Aunque algunos de los invitados de Silvana son deleznables. ¿Ves a ese hombre que se está comiendo todas las gambas? —Pedro señaló a un hombre de pelo gris y traje de chaqueta a juego.
—Sí. ¿Lo conoces?
—Era el director del colegio privado donde yo estudiaba. Y el último día me dijo, muy satisfecho, que no había sitio en su elegante colegio para el hijo de un delincuente y que yo no llegaría a nada en la vida.
—¡Dios mío! ¿Pero por qué fue tan cruel? Tú sólo eras un niño —exclamó Paula.
—No lo sé, pero ya sabes lo que dicen: el éxito es la mayor de las venganzas.
—Y esa sonrisa es muy sospechosa —se rió ella—. ¿Qué has hecho, comprar el colegio y convertirlo un club nocturno?
—Algo mucho más infantil —respondió Pedro—. Tiraron el colegio hace unos años, pero antes de que lo hicieran aparecí por allí con un Lamborghini rojo, que estacioné en el espacio reservado para el director, di una charla de media hora sobre la educación formal en el mundo moderno y luego me llevé a todos los de sexto a un pub. El tipo se quedó pálido. Fue una tontería, pero a mí me sentó muy bien.
—¡Un Lamborghini rojo! —se rió Paula—. ¿Ese hombre sabe que tú pagas la comida y la bebida esta noche? ¿Debería ser mala e ir a decírselo?
—¿La señorita Chaves, mala? —sonrió él—. Ah, ése es un pensamiento muy interesante. ¿Se te ocurre alguna otra manera de mostrarme esa vena malvada?
—Yo castigo a los hombres haciéndoles amasar pan y diciéndoles luego que lo hacen fatal. Ah, se me había olvidado... tú ya has pasado por eso.
—Yo esperaba que me ayudases con un problema técnico que tengo.
—¿Un problema técnico tú?
—Lo digo en serio. ¿Conoces la cadena de repostería Noodles y Strudels, de Estados Unidos?
—Sí.
—Pues acaban de convertirse en clientes míos, pero a mí no me gustan los dulces y te puedes imaginar el daño que eso podría hacerle a mi reputación. Como hombre de negocios, reconozco cuándo tengo un problema y necesito ayuda profesional.
—Eso siempre es buena idea.
—La clase maestra es para Pedro Alfonso de Haywood y Alfonso, a quien queremos agradecer el patrocinio de este evento —anunció Silvana Waters.
—Bueno, habías dicho que no te gustaba ser predecible.
—Sí, es verdad.
Paula le dió un golpecito en el hombro.
—¿Por qué no me habías dicho que estarías aquí esta noche? Silvana Waters habla maravillas de tí. Aparentemente, eres un hombre de muchos talentos... aunque la mayoría de ellos ocultos —Paula arrugó la nariz, burlona.
—La sorpresa habrá sido mayúscula entonces —se rió Pedro.
—No te preocupes, sobreviviré, pero cuéntame ahora mismo de qué conoces a Silvana.
—Cuando Caro y yo éramos niños, Silvana fue la asistente social que nos ayudó. Incluso me consiguió mi primer trabajo en la construcción.
—¿En serio? Caro no me había dicho nada.
—Ella era demasiado joven entonces y sólo vivió en la zona durante unos meses. Aunque, ahora que lo pienso es una pena.
—¿Por qué?
—Si hubiera vivido más tiempo cerca de Ashcroft, Caro podría haberme presentado a cierta niña antes de que se convirtiera en Paula Chaves.
Ella intentó disimular la alegría que le producían esas palabras, pero le resultó imposible.
—No te perdiste mucho, pero es raro pensar que podríamos habernos cruzado por la calle —sonrió—. Yo adoro a Silvana y veo que tú también la aprecias mucho.
—Mi empresa apoya muchos proyectos benéficos, pero ella es la única que consigue convencerme para que aparezca en persona.
—Ah, entonces eres susceptible al encanto de ciertas mujeres.
—Desde luego que sí. Aunque algunos de los invitados de Silvana son deleznables. ¿Ves a ese hombre que se está comiendo todas las gambas? —Pedro señaló a un hombre de pelo gris y traje de chaqueta a juego.
—Sí. ¿Lo conoces?
—Era el director del colegio privado donde yo estudiaba. Y el último día me dijo, muy satisfecho, que no había sitio en su elegante colegio para el hijo de un delincuente y que yo no llegaría a nada en la vida.
—¡Dios mío! ¿Pero por qué fue tan cruel? Tú sólo eras un niño —exclamó Paula.
—No lo sé, pero ya sabes lo que dicen: el éxito es la mayor de las venganzas.
—Y esa sonrisa es muy sospechosa —se rió ella—. ¿Qué has hecho, comprar el colegio y convertirlo un club nocturno?
—Algo mucho más infantil —respondió Pedro—. Tiraron el colegio hace unos años, pero antes de que lo hicieran aparecí por allí con un Lamborghini rojo, que estacioné en el espacio reservado para el director, di una charla de media hora sobre la educación formal en el mundo moderno y luego me llevé a todos los de sexto a un pub. El tipo se quedó pálido. Fue una tontería, pero a mí me sentó muy bien.
—¡Un Lamborghini rojo! —se rió Paula—. ¿Ese hombre sabe que tú pagas la comida y la bebida esta noche? ¿Debería ser mala e ir a decírselo?
—¿La señorita Chaves, mala? —sonrió él—. Ah, ése es un pensamiento muy interesante. ¿Se te ocurre alguna otra manera de mostrarme esa vena malvada?
—Yo castigo a los hombres haciéndoles amasar pan y diciéndoles luego que lo hacen fatal. Ah, se me había olvidado... tú ya has pasado por eso.
—Yo esperaba que me ayudases con un problema técnico que tengo.
—¿Un problema técnico tú?
—Lo digo en serio. ¿Conoces la cadena de repostería Noodles y Strudels, de Estados Unidos?
—Sí.
—Pues acaban de convertirse en clientes míos, pero a mí no me gustan los dulces y te puedes imaginar el daño que eso podría hacerle a mi reputación. Como hombre de negocios, reconozco cuándo tengo un problema y necesito ayuda profesional.
—Eso siempre es buena idea.
Dulce Tentación: Capítulo 18
Aquella Paula llevaba un vestido de cóctel azul sin mangas, y el cuello halter le dejaba la espalda al aire. Estaba absolutamente preciosa. Pedro había visto muchos vestidos de alta costura, además de comprar varios para Carolina, y sabía que el de ella lo era.Tenía unos brazos y unos hombros espectaculares. Quizá hubiera algún beneficio en eso de amasar pan, después de todo, pensó. La tela del vestido se ajustaba a su cuerpo perfectamente, la falda caía en capas sobre las rodillas, las medias negras cubrían unas piernas esbeltas y bien formadas.Y zapatos de tacón alto. Aquella noche, Paula Chaves era la joven ejecutiva que había visto en fiestas por todo el mundo. Parecía la chica que Carolina le había descrito en sus días de universidad: guapa, sofisticada, brillante. Pero él conocía a la auténtica Paula. La mujer que había comprado una pastelería y la había transformado en algo espectacular para hacer lo que más le gustaba hacer. ¿Cuándo fue la última vez que conoció a alguien así? Nunca se había topado con una mujer semejante.Sí, conocía a muchas chicas guapas e inteligentes que decían hacer lo que les gustaba. Pero muy poca gente sabía lo que quería de la vida antes de cumplir los treinta años. Él sí lo había sabido. Paula, también. Tal vez era por eso por lo que conectaba tan bien con ella. Eran diferentes de los demás.Su energía y su fuerza brillaban tanto como la pulsera que llevaba en la muñeca. Era efervescente y tan atractiva que tuvo que controlar la testosterona que encogía los músculos de su pecho y ponía su corazón al galope. Sólo con verla. La oyó contestar en francés a alguien y luego decir algo que sonaba como ruso. Ah, claro. Era licenciada en Lenguas Modernas, recordó.¿Cómo podía haber pensado que Carolinahabía cometido un error al elegir a su dama de honor?La otra dama de honor era la hermana de Pablo, Tamara, una encantadora y simpatiquísima periodista. Pero Paula Chaves era un misterio. Tal vez porque Carolina y ella se habían conocido durante el último año de universidad, cuando empezó a salir con Mike Gerard. De hecho, casi había olvidado su nombre hasta que Carolina lo mencionó en relación con la boda.
Pedro se dirigió al bar para no quedarse mirándola como un tonto, pero no podía apartar la vista del ella. Se deslizaba por el salón charlando con políticos y gente de la alta sociedad con la tranquilidad que daba haber estudiado en una buena universidad.Él había trabajado mucho para que Lucy tuviera esas mismas oportunidades y sabía que su hermana se lo agradecería siempre. Incluso su madre se había quedado sorprendida por lo fácil que le resultaba vivir lejos de casa, con desconocidos... pero con un título de primera clase en la mano.Era una educación diseñada para abrir puertas. Y así había sido.Adoraba a su hermana y era el primero en admitir que había logrado el éxito trabajando tanto como él. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo habrían sido las cosas si no hubiera tenido que dejar el colegio a los dieciséis años. En fin, eso era historia pasada.Con un vaso de agua mineral en la mano, decidió buscar a Silvana Waters, que estaría a punto de dar comienzo a la subasta benéfica.
—Señoras y señores, el siguiente objeto en ser subastado es una clase maestra para las papilas gustativas. Supongo que todos conocerán la Pastelería Chaves. Bueno, pues el mejor postor recibirá una clase personal de repostería impartida por la propietaria, la señorita Paula Chaves. Empecemos con cincuenta libras.
Paula se apoyó en el respaldo de su silla, en la primera fila, e intentó respirar con normalidad mientras la gente iba pujando. ¿Por qué había dicho que sí? Silvana lo había sugerido diez minutos antes de que empezase la subasta y ella había aceptado vender su tiempo y su trabajo a un perfecto desconocido...Habían ofrecido cien libras cuando una voz familiar sonó desde el otro lado de la sala:
—¡Mil libras!
Todas las cabezas se volvieron para ver quién había pujado por esa cantidad. Era Pedro, por supuesto.Llevaba un esmoquin que, evidentemente, estaba de a medida y parecía un modelo de una revista de moda. Sus ojos estaban clavados en ella, como si fuera la única persona que había en el salón, y le sonreía de una manera... En esa sonrisa había burla, alegría y también un evidente deseo. Sin pretensiones, sin disfraces.El adjetivo «guapo» no definía a aquel hombre y su traicionero corazón empezó a latir como si quisiera salírsele del pecho. Mientras miraba los seductores labios de Pedro Alfonso se le encogió el estómago y empezó a sudar.Podría ser un virus, pensó. Claro que, no había tenido ningún síntoma cinco minutos antes de clavar la mirada en él. Oh, no. No podía quedarse encandilada con el hermano de su amiga a los veintiocho años, era absurdo. No podía gustarle Pedro. En unos días tendrían que estar juntos en la boda de Carolina. Y, además, Pedro vivía a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York.No, esa idea tenía que desaparecer de su cabeza inmediatamente.
Pedro se dirigió al bar para no quedarse mirándola como un tonto, pero no podía apartar la vista del ella. Se deslizaba por el salón charlando con políticos y gente de la alta sociedad con la tranquilidad que daba haber estudiado en una buena universidad.Él había trabajado mucho para que Lucy tuviera esas mismas oportunidades y sabía que su hermana se lo agradecería siempre. Incluso su madre se había quedado sorprendida por lo fácil que le resultaba vivir lejos de casa, con desconocidos... pero con un título de primera clase en la mano.Era una educación diseñada para abrir puertas. Y así había sido.Adoraba a su hermana y era el primero en admitir que había logrado el éxito trabajando tanto como él. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo habrían sido las cosas si no hubiera tenido que dejar el colegio a los dieciséis años. En fin, eso era historia pasada.Con un vaso de agua mineral en la mano, decidió buscar a Silvana Waters, que estaría a punto de dar comienzo a la subasta benéfica.
—Señoras y señores, el siguiente objeto en ser subastado es una clase maestra para las papilas gustativas. Supongo que todos conocerán la Pastelería Chaves. Bueno, pues el mejor postor recibirá una clase personal de repostería impartida por la propietaria, la señorita Paula Chaves. Empecemos con cincuenta libras.
Paula se apoyó en el respaldo de su silla, en la primera fila, e intentó respirar con normalidad mientras la gente iba pujando. ¿Por qué había dicho que sí? Silvana lo había sugerido diez minutos antes de que empezase la subasta y ella había aceptado vender su tiempo y su trabajo a un perfecto desconocido...Habían ofrecido cien libras cuando una voz familiar sonó desde el otro lado de la sala:
—¡Mil libras!
Todas las cabezas se volvieron para ver quién había pujado por esa cantidad. Era Pedro, por supuesto.Llevaba un esmoquin que, evidentemente, estaba de a medida y parecía un modelo de una revista de moda. Sus ojos estaban clavados en ella, como si fuera la única persona que había en el salón, y le sonreía de una manera... En esa sonrisa había burla, alegría y también un evidente deseo. Sin pretensiones, sin disfraces.El adjetivo «guapo» no definía a aquel hombre y su traicionero corazón empezó a latir como si quisiera salírsele del pecho. Mientras miraba los seductores labios de Pedro Alfonso se le encogió el estómago y empezó a sudar.Podría ser un virus, pensó. Claro que, no había tenido ningún síntoma cinco minutos antes de clavar la mirada en él. Oh, no. No podía quedarse encandilada con el hermano de su amiga a los veintiocho años, era absurdo. No podía gustarle Pedro. En unos días tendrían que estar juntos en la boda de Carolina. Y, además, Pedro vivía a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York.No, esa idea tenía que desaparecer de su cabeza inmediatamente.
Dulce Tentación: Capítulo 17
Mirando el reloj, se estiró un poco el pantalón.
—Gracias por enseñarme el restaurante... y su maravilloso jardín —le dijo, poniéndose de puntillas para darle un beso en la cara—. Y sobre todo, gracias por recordarme esas vacaciones tan maravillosas.
Pedro la vió alejarse en silencio, asombrado por lo que acababa de pasar.
—De nada —murmuró—. Vuelve cuando quieras. Cuando quieras, de verdad.
Pedro recorrió la alfombra roja para entrar en el hotel, sin importarle los fogonazos de las cámaras. Era el patrocinador más joven de la velada y aquél era el único día del año en el que estaba dispuesto a ponerse un esmoquin de Armani para la prensa.Y sólo había una persona que pudiera convencerlo para hacer eso. Silvana Waters. La misma Silvana Waters que dirigía el orfanato al que había ido con Paula esa tarde. Se quedó helado cuando ella dijo su nombre, pero ¿Cómo podía Paula saber que era la misma asistente social que veinte años antes se había encargado de atender a su familia? Silvana Waters era la única persona a la que Pedro temía y respetaba al mismo tiempo. Sabía que un simple error, la más mínima señal de suciedad en la casa, una falta en el colegio... y toda la pantomima se habría desintegrado.Su madre trabajaba en tres sitios, usando todos los contactos posibles de su vida anterior, para llevar dinero a casa. Tenía que hacerlo porque su padre estaba en la cárcel después de haberse gastado una fortuna en drogas y casinos.Y el trabajo de Silvana consistía en comprobar que tanto Jared como Lucy estaban bien cuidados. Los había apoyado en todo y, al final, tuvo que reconocer que él estaba más capacitado para cuidar de su hermana que cualquier otra persona.Su propia educación había sido otra cosa.La constante preocupación de ir a buscar a Lucy al colegio a tiempo o tener hecha la colada y la cena para que nadie pudiera decir que no iban bien vestidos o cenados lo dejaba demasiado exhausto como para prestar atención en el colegio.Y cuando su madre sufrió una infección intestinal y tuvo que ser hospitalizada, supo que el juego había terminado. De modo que empezó a suspender los exámenes y, al final, no fue una sorpresa para los profesores que decidiera dejar el colegio y ponerse a trabajar con Francisco Richards, el propietario del taller del reparación de coches que había bajo su departamento. Los dos sabían que él podía hacer algo más que lavar y reparar coches, pero de esa manera Carolina nunca se encontraba sola cuando volvía a casa. Y Silvana jamás lo había defraudado. Al contrario, hizo todo lo posible para ayudar a una familia que no quería separarse por nada del mundo. Habría sido más fácil para ella llevar a los niños a alguna casa de acogida, pero se puso de su lado. Y había sido gracias a Silvana Waters por quien consiguió su primer trabajo en la construcción.Y allí estaba la propia Silvana, saludando a los invitados en la puerta, la misma de siempre.
—Buenas noches, señorita Waters. ¿Puedo decir que está más guapa cada vez que la veo?
Su recompensa fue un beso en la mejilla.
—Mentiroso. Pero tú sí que estás guapo, Pedro Alfonso. Y, de nuevo, gracias por tu apoyo. No podríamos organizar este evento sin tí.
—De nada. ¿Qué es eso que he oído de que se retira? Un terrible rumor, sin duda, lanzado por los funcionarios a los que usted aterroriza a diario.
—No —suspiró la mujer—. No tengo que decirte que la situación está mal. En algunas zonas de Londres es peor que nunca y hace falta alguien más joven para darles a los niños la ayuda que necesitan. Es hora de pasar el relevo a alguien más acostumbrado a la palabra «tecnología» —Silvana lo miró coquetamente por encima de sus gafas—. Alguien como tú, por ejemplo. ¿Te interesaría un cambio de dirección en tu vida?
—¿Qué? Lo dirá en broma —se rió Pedro—. ¿Me imagina reuniéndome con funcionarios y asociaciones benéficas sabiendo que los niños necesitan ayuda inmediata? Me tiraría de los pelos. De los que me quedan, claro.
Silvana levantó la mano para acariciar su pelo corto.
—Mira, mi último acto de locura. Una clara señal de que debo retirarme. Y tú, jovencito, serías la persona perfecta para el trabajo. Piénsatelo, Pedro. Te necesitamos.
Él frunció el ceño.
—¿Lo dice en serio?—Absolutamente. Pero ahora no es el sitio ni el momento para hablar del asunto. Ve a hablar conmigo la semana que viene, pero ahora disfruta de la fiesta.
Pedro la dejó saludando al resto de los invitados, ¿Volver al infierno? ¿Volver a ver el dolor y la tristeza en los ojos de otros niños?¿Cómo podía Silvana sugerir algo así? Aunque tuviera tiempo, y no lo tenía, no les serviría de nada. Además, la semana siguiente se marcharía de Londres para no volver jamás. Aquél era el final del camino para él.¿Y confiar en que otras personas hicieran el trabajo? No, imposible. Había tardado años en reunir un equipo en Nueva York al que podía dejar solo durante días sabiendo que el trabajo estaría hecho. El fiasco del restaurante había vuelto a demostrarle lo que pasaba cuando uno se despistaba un momento y dejaba las cosas a los demás. Sería una pesadilla... no, peor. Estaría trabajando con la gente que había acudido a aquel evento. Miró a la gente que llenaba el salón de baile: políticos, periodistas, señoras de la alta sociedad que presidían comités benéficos. La clase de gente: con la que él trabajaba sólo cuando era absolutamente necesario.Y una chica muy guapa.Paula Chaves. Pero no la versión repostera con la que había pasado el día.
—Gracias por enseñarme el restaurante... y su maravilloso jardín —le dijo, poniéndose de puntillas para darle un beso en la cara—. Y sobre todo, gracias por recordarme esas vacaciones tan maravillosas.
Pedro la vió alejarse en silencio, asombrado por lo que acababa de pasar.
—De nada —murmuró—. Vuelve cuando quieras. Cuando quieras, de verdad.
Pedro recorrió la alfombra roja para entrar en el hotel, sin importarle los fogonazos de las cámaras. Era el patrocinador más joven de la velada y aquél era el único día del año en el que estaba dispuesto a ponerse un esmoquin de Armani para la prensa.Y sólo había una persona que pudiera convencerlo para hacer eso. Silvana Waters. La misma Silvana Waters que dirigía el orfanato al que había ido con Paula esa tarde. Se quedó helado cuando ella dijo su nombre, pero ¿Cómo podía Paula saber que era la misma asistente social que veinte años antes se había encargado de atender a su familia? Silvana Waters era la única persona a la que Pedro temía y respetaba al mismo tiempo. Sabía que un simple error, la más mínima señal de suciedad en la casa, una falta en el colegio... y toda la pantomima se habría desintegrado.Su madre trabajaba en tres sitios, usando todos los contactos posibles de su vida anterior, para llevar dinero a casa. Tenía que hacerlo porque su padre estaba en la cárcel después de haberse gastado una fortuna en drogas y casinos.Y el trabajo de Silvana consistía en comprobar que tanto Jared como Lucy estaban bien cuidados. Los había apoyado en todo y, al final, tuvo que reconocer que él estaba más capacitado para cuidar de su hermana que cualquier otra persona.Su propia educación había sido otra cosa.La constante preocupación de ir a buscar a Lucy al colegio a tiempo o tener hecha la colada y la cena para que nadie pudiera decir que no iban bien vestidos o cenados lo dejaba demasiado exhausto como para prestar atención en el colegio.Y cuando su madre sufrió una infección intestinal y tuvo que ser hospitalizada, supo que el juego había terminado. De modo que empezó a suspender los exámenes y, al final, no fue una sorpresa para los profesores que decidiera dejar el colegio y ponerse a trabajar con Francisco Richards, el propietario del taller del reparación de coches que había bajo su departamento. Los dos sabían que él podía hacer algo más que lavar y reparar coches, pero de esa manera Carolina nunca se encontraba sola cuando volvía a casa. Y Silvana jamás lo había defraudado. Al contrario, hizo todo lo posible para ayudar a una familia que no quería separarse por nada del mundo. Habría sido más fácil para ella llevar a los niños a alguna casa de acogida, pero se puso de su lado. Y había sido gracias a Silvana Waters por quien consiguió su primer trabajo en la construcción.Y allí estaba la propia Silvana, saludando a los invitados en la puerta, la misma de siempre.
—Buenas noches, señorita Waters. ¿Puedo decir que está más guapa cada vez que la veo?
Su recompensa fue un beso en la mejilla.
—Mentiroso. Pero tú sí que estás guapo, Pedro Alfonso. Y, de nuevo, gracias por tu apoyo. No podríamos organizar este evento sin tí.
—De nada. ¿Qué es eso que he oído de que se retira? Un terrible rumor, sin duda, lanzado por los funcionarios a los que usted aterroriza a diario.
—No —suspiró la mujer—. No tengo que decirte que la situación está mal. En algunas zonas de Londres es peor que nunca y hace falta alguien más joven para darles a los niños la ayuda que necesitan. Es hora de pasar el relevo a alguien más acostumbrado a la palabra «tecnología» —Silvana lo miró coquetamente por encima de sus gafas—. Alguien como tú, por ejemplo. ¿Te interesaría un cambio de dirección en tu vida?
—¿Qué? Lo dirá en broma —se rió Pedro—. ¿Me imagina reuniéndome con funcionarios y asociaciones benéficas sabiendo que los niños necesitan ayuda inmediata? Me tiraría de los pelos. De los que me quedan, claro.
Silvana levantó la mano para acariciar su pelo corto.
—Mira, mi último acto de locura. Una clara señal de que debo retirarme. Y tú, jovencito, serías la persona perfecta para el trabajo. Piénsatelo, Pedro. Te necesitamos.
Él frunció el ceño.
—¿Lo dice en serio?—Absolutamente. Pero ahora no es el sitio ni el momento para hablar del asunto. Ve a hablar conmigo la semana que viene, pero ahora disfruta de la fiesta.
Pedro la dejó saludando al resto de los invitados, ¿Volver al infierno? ¿Volver a ver el dolor y la tristeza en los ojos de otros niños?¿Cómo podía Silvana sugerir algo así? Aunque tuviera tiempo, y no lo tenía, no les serviría de nada. Además, la semana siguiente se marcharía de Londres para no volver jamás. Aquél era el final del camino para él.¿Y confiar en que otras personas hicieran el trabajo? No, imposible. Había tardado años en reunir un equipo en Nueva York al que podía dejar solo durante días sabiendo que el trabajo estaría hecho. El fiasco del restaurante había vuelto a demostrarle lo que pasaba cuando uno se despistaba un momento y dejaba las cosas a los demás. Sería una pesadilla... no, peor. Estaría trabajando con la gente que había acudido a aquel evento. Miró a la gente que llenaba el salón de baile: políticos, periodistas, señoras de la alta sociedad que presidían comités benéficos. La clase de gente: con la que él trabajaba sólo cuando era absolutamente necesario.Y una chica muy guapa.Paula Chaves. Pero no la versión repostera con la que había pasado el día.
martes, 17 de abril de 2018
Dulce Tentación: Capítulo 16
Pero cuando dió la vuelta a una esquina se quedó inmóvil. Aquélla era la madre de todas las cocinas. Era gigantesca. Por lo menos tan grande como el vestíbulo. Y limpísima. Era un palacio de acero inoxidable y superficies fáciles de limpiar, electrodomésticos de última generación, una despensa enorme... ¡Y los hornos! Paula dejó escapar un suspiro de anhelo. Al fondo había una puerta y, tras ella, un patio con suelo de piedra. Era un patio precioso rodeado de un jardín bien cuidado. Tenía que haberlo hecho un paisajista porque los lechos de flores y los árboles parecían perfectamente elegidos para crear una zona mágica. Imaginó cómo sería con los muebles de jardín, las sombrillas, las mesas con velas...Y, además, sería una zona estupenda para familias con niños porque podrían jugar en la hierba, lejos del tráfico.Era lo único que le faltaba a su pastelería. Le habría encantado tener un pequeño jardín para que jugasen las niñas del orfanato...A la hija a la que aún no conocía le encantaría aquel sitio, pensó. Mirando el edificio con el sol en la espalda, se vió transportada a un sitio tan parecido a aquél que era asombroso...En ese otro lugar, unas cortinas de color rojo oscuro protegían a los clientes del sol. Los candelabros de cristal iluminaban las mesas, reflejándose en el brillante suelo de madera oscura y en las paredes de espejo. Suspirando, se sentó sobre la hierba, apoyando la espalda en una pared de piedra. Casi podía ver al hombre de negocios leyendo su periódico mientras tomaba un café y a las señoras tomando chocolate con pasteles de nueces, a los amantes que se miraban a los ojos... al joven que llevaba horas sentado en un rincón, escribiendo sobre una mesa de mármol, ajeno a todo.En el aire flotaba el agridulce aroma a café recién hecho, chocolate, pasteles de mantequilla... Era el café vienés perfecto. El café de sus abuelos adoptivos, los Chaves. Respiró profundamente, intentando controlar las lágrimas. Hacía años que no recordaba esas maravillosas vacaciones... El sonido de unos pasos hizo que se volviera hacia Pedro, que había decidido reírse en lugar de ponerse a gritar.
—Mi querida hermana ha vuelto a cambiar de opinión porque aún no sabe qué color quedará mejor con luz natural. ¿Por qué sonríes? ¿Te gusta el sitio?
—¿Que si me gusta? Es precioso. Me encanta la cocina... y este jardín es un sueño. ¿Te importa que me quede aquí cinco minutos más?
—No, claro que no. El edificio sigue siendo mío por el momento, así que estás en tu casa. Quédate el tiempo que quieras.
—Siéntate un rato conmigo —se rió ella, tirándole de la manga de la camisa.
—¿Por qué te gusta tanto?
—Hace diez años pasé unas vacaciones fabulosas en Austria con mi familia adoptiva —empezó a decir ella—. Salzburgo es preciosa, pero cuando fuimos a Viena... Viena cambió mi vida. Después de ir allí supe por qué mis padres adoptivos pasaban tantas horas al día en la pastelería, soñando con tener su propio café vienés, como el de mis abuelos. No te imaginas lo bonito que era.
—¿Por eso decidiste comprar la pastelería?
—Tuve que comprar la mitad de mi tío Walter —asintió Paula—. Los propietarios del local eran mi padre y mi tío, pero ya están todos retirados. Mi madre me llevaba allí todos los sábados y me dejaba jugar mientras ellos hacían los pasteles... era muy divertido.
—Ya me imagino.
—Sólo espero que vivan lo suficiente para ver cómo yo abro un café vienés. ¿No sería maravilloso? —Paula bajó tanto la voz que apenas era un suspiro—. A lo mejor algún día.
Sin decir nada, Pedro entrelazó sus dedos con los de ella, como si fuera lo más natural del mundo. Pero Paula tuvo que tragar saliva. No se atrevía a mirarlo.«Concéntrate en otra cosa. Piensa en el café».¿Cómo no iba a soñar con convertir aquel sitio en el antiguo café vienés de los Chaves? Con ese jardín maravilloso para los niños, sería perfecto.Quizá algún día pudiera tener un sitio así... Pedro se movió entonces y Paula volvió a la realidad. Demasiados sueños.
—Tengo que irme, pero gracias por dejar que me quedase unos minutos más. Tu cliente es una persona muy afortunada, Pedro. Este será un restaurante perfecto —Paula, que estaba levantándose, de repente lanzó un grito de dolor.
—¿Qué ocurre?
—Nada, me he clavado una astilla, no es nada.
—Espera, deja que lo vea... ¡Vamos, enséñame la mano!
Al ver la herida, Pedro soltó una palabrota sin acordarse de que no estaba solo.
—Lo siento. ¿Te duele?
—No te preocupes, sobreviviré. ¿No tendrás a mano unas pinzas de depilar para quitarme la astilla?
—Pues no, ahora mismo no llevo —sonrió él.
—Da igual, me la sacaré en la pastelería.
—Es una pena, porque yo soy un experto en astillas. Caro solía subirse a los árboles y siempre acababa llorando. Espera, si dejas de moverte un momento, es posible que pueda sacarla... ¿Lista?
Ella asintió con la cabeza, preparándose para notar un ligero dolor. Para lo que no estaba preparada era para sentir el dedo de Pedro acariciando la palma de su mano...
—Ya casi la tengo... espera... ¡Ya está!Y luego acarició su mano con la yema del pulgar, presionando suavemente. La sensación viajó desde su mano a su brazo y al sitio donde su cariñoso y sensible corazón solía estar... hasta que se lo arrancaron dos años antes. Y ahora estaba mirando a alguien que era capaz de arrancárselo otra vez.¿Por qué no había vuelto a la pastelería?
Paula bajó los ojos para fingir que buscaba más astillas, concentrándose en su mano... en cualquier cosa menos en aquel hombre. Era demasiado intenso, demasiado tentador, tenía que volver a trabajar, a su santuario. Tenía que protegerse a sí misma. Eso se le daba bien. Tenía que protegerse del dolor de ser rechazada por aquel hombre.
—Mi querida hermana ha vuelto a cambiar de opinión porque aún no sabe qué color quedará mejor con luz natural. ¿Por qué sonríes? ¿Te gusta el sitio?
—¿Que si me gusta? Es precioso. Me encanta la cocina... y este jardín es un sueño. ¿Te importa que me quede aquí cinco minutos más?
—No, claro que no. El edificio sigue siendo mío por el momento, así que estás en tu casa. Quédate el tiempo que quieras.
—Siéntate un rato conmigo —se rió ella, tirándole de la manga de la camisa.
—¿Por qué te gusta tanto?
—Hace diez años pasé unas vacaciones fabulosas en Austria con mi familia adoptiva —empezó a decir ella—. Salzburgo es preciosa, pero cuando fuimos a Viena... Viena cambió mi vida. Después de ir allí supe por qué mis padres adoptivos pasaban tantas horas al día en la pastelería, soñando con tener su propio café vienés, como el de mis abuelos. No te imaginas lo bonito que era.
—¿Por eso decidiste comprar la pastelería?
—Tuve que comprar la mitad de mi tío Walter —asintió Paula—. Los propietarios del local eran mi padre y mi tío, pero ya están todos retirados. Mi madre me llevaba allí todos los sábados y me dejaba jugar mientras ellos hacían los pasteles... era muy divertido.
—Ya me imagino.
—Sólo espero que vivan lo suficiente para ver cómo yo abro un café vienés. ¿No sería maravilloso? —Paula bajó tanto la voz que apenas era un suspiro—. A lo mejor algún día.
Sin decir nada, Pedro entrelazó sus dedos con los de ella, como si fuera lo más natural del mundo. Pero Paula tuvo que tragar saliva. No se atrevía a mirarlo.«Concéntrate en otra cosa. Piensa en el café».¿Cómo no iba a soñar con convertir aquel sitio en el antiguo café vienés de los Chaves? Con ese jardín maravilloso para los niños, sería perfecto.Quizá algún día pudiera tener un sitio así... Pedro se movió entonces y Paula volvió a la realidad. Demasiados sueños.
—Tengo que irme, pero gracias por dejar que me quedase unos minutos más. Tu cliente es una persona muy afortunada, Pedro. Este será un restaurante perfecto —Paula, que estaba levantándose, de repente lanzó un grito de dolor.
—¿Qué ocurre?
—Nada, me he clavado una astilla, no es nada.
—Espera, deja que lo vea... ¡Vamos, enséñame la mano!
Al ver la herida, Pedro soltó una palabrota sin acordarse de que no estaba solo.
—Lo siento. ¿Te duele?
—No te preocupes, sobreviviré. ¿No tendrás a mano unas pinzas de depilar para quitarme la astilla?
—Pues no, ahora mismo no llevo —sonrió él.
—Da igual, me la sacaré en la pastelería.
—Es una pena, porque yo soy un experto en astillas. Caro solía subirse a los árboles y siempre acababa llorando. Espera, si dejas de moverte un momento, es posible que pueda sacarla... ¿Lista?
Ella asintió con la cabeza, preparándose para notar un ligero dolor. Para lo que no estaba preparada era para sentir el dedo de Pedro acariciando la palma de su mano...
—Ya casi la tengo... espera... ¡Ya está!Y luego acarició su mano con la yema del pulgar, presionando suavemente. La sensación viajó desde su mano a su brazo y al sitio donde su cariñoso y sensible corazón solía estar... hasta que se lo arrancaron dos años antes. Y ahora estaba mirando a alguien que era capaz de arrancárselo otra vez.¿Por qué no había vuelto a la pastelería?
Paula bajó los ojos para fingir que buscaba más astillas, concentrándose en su mano... en cualquier cosa menos en aquel hombre. Era demasiado intenso, demasiado tentador, tenía que volver a trabajar, a su santuario. Tenía que protegerse a sí misma. Eso se le daba bien. Tenía que protegerse del dolor de ser rechazada por aquel hombre.
Dulce Tentación: Capítulo 15
Dos horas después, Pedro subía al coche intentando controlar su presión sanguínea.
—Por favor, dime que no tienes que hacer esto todos los días. Esos monstruitos prácticamente me han arrancado la tarta de las manos. No sabía que ser pastelero fuera una profesión de riesgo.
—Si quieres que te diga la verdad, creo que habían tomado demasiado azúcar y estaban un poquito nerviosas antes de que llegáramos. Pero gracias por tu apoyo. Evidentemente, tiene ciertas ventajas medir un metro ochenta y cinco. Al menos, la tarta ha llegado intacta a la mesa... y les ha gustado mucho que jugases con ellas.
—No hay ningún problema. Los cardenales desaparecerán dentro de una semana.
Paula soltó una carcajada.
—Y en una buena tintorería podrán quitar esas manchas de chocolate de tu pantalón.
—Ha sido una nueva experiencia para mí. Pero, hablando de comida, ¿Hay alguna posibilidad de comer algo antes de que volvamos a trabajar? Me he saltado el almuerzo.
—¿Después de haber comido tarta quieres almorzar? —se rió ella—. Tendrá que ser un sándwich o algo así porque yo he quedado luego para cenar. ¿Qué tal un brioche de salmón ahumado y huevo cocido?
—Suena de maravilla. Dime dónde tengo que ir.
—Conozco una pastelería en la que hacen unos brioches estupendos... no me mires con esa cara, sé cocinar. Y como vivo allí, no podré abandonarte como nuestra organizadora de bodas y nuestro fotógrafo.
—Ah, entonces por lo menos el pan estará rico —sonrió Pedro—. Bueno, ¿Quién es el afortunado?
—¿Qué afortunado?
—Has dicho que habías quedado para cenar.
—No, no, voy a ir con Silvana a un acto benéfico. Pretendemos recaudar fondos para el orfanato.
—¿Entonces no hay un afortunado?
—Digamos que ahora mismo estoy entre novio y novio. ¿Y tú, Pedro? —preguntó ella, intentando parecer desinteresada—. ¿Tienes una cita esta noche?
—¿Yo? No, no... Ah, mira, reconozco esta calle.
—Pues claro, está a cinco minutos de la pastelería. Tienes que haber pasado por aquí varias veces.
—En ese caso, puedes concederme unos minutos. Me gustaría conocer tu opinión sobre un restaurante que estamos reformando. Es un cliente importante y sólo tenemos un par de semanas para entregarlo. Me han dado las llaves esta mañana.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Paula, pero luego vió las manchas de harina y chocolate en su pantalón—. No voy vestida para ir a un sitio elegante.
—No pasa nada, aún están terminando con las reformas. Caro es la encargada de la decoración y sé que es muy buena, pero me gustaría comprobar por mí mismo cómo va todo.
—Oh, pobrecito. Tienes un montón de gente que hace el trabajo por tí, qué problema tan horrible —se rió ella.
—Tenemos muchísimo trabajo ahora mismo y Caro quiere terminar con la decoración antes de irse de luna de miel —dijo él, mientras detenía el coche frente a un edificio de dos plantas.Pero si sólo tenían dos semanas para entregarlo, delante del edificio no debería haber cemento, ladrillos y sacos de arena...
—Me parece que deberíamos entrar —sugirió Paula.
Pedro dejó escapar un largo suspiro antes de asentir con la cabeza.No dijo nada mientras la ayudaba a salir del coche, pero su sombría expresión hablaba por sí misma. Y Paula rezó para que el interior estuviera en perfectas condiciones. Por él y por Carolina.
Paula dió un paso atrás mientras Pedro metía la llave en la cerradura, pero a través de las ventanas podían ver que el interior del restaurante era tan caótico como el exterior. Sus plegarias no habían sido escuchadas.Los obreros se habían ido ya, dejando atrás un desastre. Pedro cerró la puerta y se quedó mirando un vestíbulo vacío. El suelo, de parqué, estaba cubierto por una lona... sobre la que había botes de pintura, brochas y cubos de plástico. Dos escaleras de madera bloqueaban la entrada al pasillo. Ella vió que Pedro estaba mirando el techo, cuyas molduras estaban siendo pintadas de color... marrón.
—Qué color tan raro —murmuró.
—Supuestamente, iban a ser de color marfil. Eso fue hace una semana, pero hace un mes era azul porcelana y, un mes antes, color ostra.
—Ah, bueno, por lo menos las paredes son de color marfil. Pero yo describiría el color de las molduras como... café. ¿Te importa si echo un vistazo alrededor?
—No, no —murmuró Pedro, sacando el móvil del bolsillo—. Espero que todos los suelos estén colocados. Los suelos estaban colocados y la instalación eléctrica del comedor estaba hecha, comprobó Paula, mientras daba una vuelta por allí. Sólo faltaban las cortinas, las alfombras y los muebles.
—Por favor, dime que no tienes que hacer esto todos los días. Esos monstruitos prácticamente me han arrancado la tarta de las manos. No sabía que ser pastelero fuera una profesión de riesgo.
—Si quieres que te diga la verdad, creo que habían tomado demasiado azúcar y estaban un poquito nerviosas antes de que llegáramos. Pero gracias por tu apoyo. Evidentemente, tiene ciertas ventajas medir un metro ochenta y cinco. Al menos, la tarta ha llegado intacta a la mesa... y les ha gustado mucho que jugases con ellas.
—No hay ningún problema. Los cardenales desaparecerán dentro de una semana.
Paula soltó una carcajada.
—Y en una buena tintorería podrán quitar esas manchas de chocolate de tu pantalón.
—Ha sido una nueva experiencia para mí. Pero, hablando de comida, ¿Hay alguna posibilidad de comer algo antes de que volvamos a trabajar? Me he saltado el almuerzo.
—¿Después de haber comido tarta quieres almorzar? —se rió ella—. Tendrá que ser un sándwich o algo así porque yo he quedado luego para cenar. ¿Qué tal un brioche de salmón ahumado y huevo cocido?
—Suena de maravilla. Dime dónde tengo que ir.
—Conozco una pastelería en la que hacen unos brioches estupendos... no me mires con esa cara, sé cocinar. Y como vivo allí, no podré abandonarte como nuestra organizadora de bodas y nuestro fotógrafo.
—Ah, entonces por lo menos el pan estará rico —sonrió Pedro—. Bueno, ¿Quién es el afortunado?
—¿Qué afortunado?
—Has dicho que habías quedado para cenar.
—No, no, voy a ir con Silvana a un acto benéfico. Pretendemos recaudar fondos para el orfanato.
—¿Entonces no hay un afortunado?
—Digamos que ahora mismo estoy entre novio y novio. ¿Y tú, Pedro? —preguntó ella, intentando parecer desinteresada—. ¿Tienes una cita esta noche?
—¿Yo? No, no... Ah, mira, reconozco esta calle.
—Pues claro, está a cinco minutos de la pastelería. Tienes que haber pasado por aquí varias veces.
—En ese caso, puedes concederme unos minutos. Me gustaría conocer tu opinión sobre un restaurante que estamos reformando. Es un cliente importante y sólo tenemos un par de semanas para entregarlo. Me han dado las llaves esta mañana.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Paula, pero luego vió las manchas de harina y chocolate en su pantalón—. No voy vestida para ir a un sitio elegante.
—No pasa nada, aún están terminando con las reformas. Caro es la encargada de la decoración y sé que es muy buena, pero me gustaría comprobar por mí mismo cómo va todo.
—Oh, pobrecito. Tienes un montón de gente que hace el trabajo por tí, qué problema tan horrible —se rió ella.
—Tenemos muchísimo trabajo ahora mismo y Caro quiere terminar con la decoración antes de irse de luna de miel —dijo él, mientras detenía el coche frente a un edificio de dos plantas.Pero si sólo tenían dos semanas para entregarlo, delante del edificio no debería haber cemento, ladrillos y sacos de arena...
—Me parece que deberíamos entrar —sugirió Paula.
Pedro dejó escapar un largo suspiro antes de asentir con la cabeza.No dijo nada mientras la ayudaba a salir del coche, pero su sombría expresión hablaba por sí misma. Y Paula rezó para que el interior estuviera en perfectas condiciones. Por él y por Carolina.
Paula dió un paso atrás mientras Pedro metía la llave en la cerradura, pero a través de las ventanas podían ver que el interior del restaurante era tan caótico como el exterior. Sus plegarias no habían sido escuchadas.Los obreros se habían ido ya, dejando atrás un desastre. Pedro cerró la puerta y se quedó mirando un vestíbulo vacío. El suelo, de parqué, estaba cubierto por una lona... sobre la que había botes de pintura, brochas y cubos de plástico. Dos escaleras de madera bloqueaban la entrada al pasillo. Ella vió que Pedro estaba mirando el techo, cuyas molduras estaban siendo pintadas de color... marrón.
—Qué color tan raro —murmuró.
—Supuestamente, iban a ser de color marfil. Eso fue hace una semana, pero hace un mes era azul porcelana y, un mes antes, color ostra.
—Ah, bueno, por lo menos las paredes son de color marfil. Pero yo describiría el color de las molduras como... café. ¿Te importa si echo un vistazo alrededor?
—No, no —murmuró Pedro, sacando el móvil del bolsillo—. Espero que todos los suelos estén colocados. Los suelos estaban colocados y la instalación eléctrica del comedor estaba hecha, comprobó Paula, mientras daba una vuelta por allí. Sólo faltaban las cortinas, las alfombras y los muebles.
Dulce Tentación: Capítulo 14
Paula, mientras tanto, acariciaba la piel del asiento, hablándole a la furgoneta con toda dulzura:
—No lo ha dicho en serio, Hannah, no le hagas caso. Volveré pronto y seguro que para entonces te encontrarás mejor.
Levantando los ojos al cielo, Pedro entró en la cocina para dejar los cafés y aprovechó para hacer una llamada.
—Francisco, necesito ayuda. ¿Dónde podría comprar una furgoneta de reparto? Paula Chaves necesita una urgentemente. Ah, por cierto, hay una chica estupenda más o menos de tu edad que está deseando conocerte. Se llama Hannah.
—Ashcroft Grove, es la tercera calle a la derecha.
—¿Ashcroft? —Pedro se movió en el asiento como si el cuero estuviera quemándole los pantalones—. En Ashcroft había un orfanato.
—Y sigue habiéndolo. Allí es donde vamos.
—¿Al orfanato?
—Claro —Paula sacudió la cabeza—. Me asombra que lo recuerdes, Pedro. ¿Es que Fernandez y Alfonso tiene alguna oficina por aquí?
—Yo estoy más interesado en tu relación con ese sitio. ¿No me digas que les envías pasteles?
—En general, no. Silvana tiene veinte niñas, de siete a diecisiete años, y hoy es un día especial: la oportunidad de que una niña disfrute de un cumpleaños normal con sus amigas del colegio. Y yo me alegro de poder echar una mano.
—¿Silvana Waters? ¿Sigue siendo la directora del orfanato?
—Eso es —mientras entraban en la calle flanqueada por árboles, Paula puso los pies en el salpicadero—. Silvana es una de mis mejores amigas. Fue idea suya organizar unas clases de repostería en mi tienda los viernes por la tarde y a las niñas les encanta. Y no se lo digas a nadie, pero a mí también. Aunque me dejan el horno hecho un desastre, merece la pena.
Pedro fingió estar mirando el tráfico durante unos segundos antes de contestar:
—¿Silvana estará allí?
Paula miró su reloj.
—No, me temo que ya se habrá ido a casa. Pero le encantaron las magdalenas que las niñas hicieron ayer.
—Ah, entonces la catástrofe con la que me encontré no era cosa tuya.
—No del todo —sonrió Paula—. Son unas niñas estupendas y lo único que quieren es una oportunidad para demostrar de lo que son capaces sin ser juzgadas de manera diferente a las demás. No es pedir tanto.
Pedro giró en Ashcroft Grove, mirándola por el rabillo del ojo.
—Caro no me había contado que viviste en un orfanato.
Paula bajó los pies del salpicadero y se concentró en algo que debía de ser muy fascinante al otro lado de la ventanilla.
—Porque no se lo he contado. No se lo he dicho a nadie, Pedro. ¿Cómo lo has adivinado? ¿Tan evidente es?
—Para mí, sí. Lo he oído en tu voz cuando hablabas de cómo juzga el mundo a esas niñas.
Paula suspiró, mirándose las manos.
—Sólo pasé seis meses en Ashcroft antes de que Alejandra Chaves me adoptase, pero no lo olvidaré nunca.
—¿Cuántos años tenías cuando te adoptaron?
—Doce, pero no quiero hablar de eso. Estoy más interesada en los planes de la boda... los que no están en la lista de Mariana.
Pedro entendió el mensaje: quería que dejase el tema. Y era comprensible; él sabía muy bien lo duro que era hablar de ciertas cosas.
—¿Algo en concreto?
—Bueno, tengo un interés personal en saber qué les vas a regalar a las damas de honor —dijo Paula, levantando cómicamente las cejas—. Ah, y otra cosa más importante.
—Me da miedo preguntar...
—Espero que hayas practicado los bailes de salón.
Pedro soltó una carcajada.
—No, no, de eso nada. He mirado la lista con mucho cuidado esta mañana y no habrá ni baile ni orquesta. No me vas a pillar.Paula se golpeó el labio superior con el dedo.
—Pero Caro habrá contratado a un pinchadiscos que pondrá música toda la noche... espero.
—Era de imaginar. Sólo lo ha hecho para humillarme.
Ella asintió con la cabeza mientras Pedro detenía el coche frente a una casa de ladrillo donde docenas de niñas corrían por el jardín, jugando a la pelota.
—Debería haber convencido a Pablo para que se escapase con mi hermana a alguna playa. ¿Tiene alguna sorpresa más para mí esta tarde, señorita Chaves?
Paula, que estaba observando a las niñas, se volvió para mirarlo.
—Sí, otra sorpresa: tú vas a llevar la tarta y tendrá que llegar intacta al salón.
—No lo ha dicho en serio, Hannah, no le hagas caso. Volveré pronto y seguro que para entonces te encontrarás mejor.
Levantando los ojos al cielo, Pedro entró en la cocina para dejar los cafés y aprovechó para hacer una llamada.
—Francisco, necesito ayuda. ¿Dónde podría comprar una furgoneta de reparto? Paula Chaves necesita una urgentemente. Ah, por cierto, hay una chica estupenda más o menos de tu edad que está deseando conocerte. Se llama Hannah.
—Ashcroft Grove, es la tercera calle a la derecha.
—¿Ashcroft? —Pedro se movió en el asiento como si el cuero estuviera quemándole los pantalones—. En Ashcroft había un orfanato.
—Y sigue habiéndolo. Allí es donde vamos.
—¿Al orfanato?
—Claro —Paula sacudió la cabeza—. Me asombra que lo recuerdes, Pedro. ¿Es que Fernandez y Alfonso tiene alguna oficina por aquí?
—Yo estoy más interesado en tu relación con ese sitio. ¿No me digas que les envías pasteles?
—En general, no. Silvana tiene veinte niñas, de siete a diecisiete años, y hoy es un día especial: la oportunidad de que una niña disfrute de un cumpleaños normal con sus amigas del colegio. Y yo me alegro de poder echar una mano.
—¿Silvana Waters? ¿Sigue siendo la directora del orfanato?
—Eso es —mientras entraban en la calle flanqueada por árboles, Paula puso los pies en el salpicadero—. Silvana es una de mis mejores amigas. Fue idea suya organizar unas clases de repostería en mi tienda los viernes por la tarde y a las niñas les encanta. Y no se lo digas a nadie, pero a mí también. Aunque me dejan el horno hecho un desastre, merece la pena.
Pedro fingió estar mirando el tráfico durante unos segundos antes de contestar:
—¿Silvana estará allí?
Paula miró su reloj.
—No, me temo que ya se habrá ido a casa. Pero le encantaron las magdalenas que las niñas hicieron ayer.
—Ah, entonces la catástrofe con la que me encontré no era cosa tuya.
—No del todo —sonrió Paula—. Son unas niñas estupendas y lo único que quieren es una oportunidad para demostrar de lo que son capaces sin ser juzgadas de manera diferente a las demás. No es pedir tanto.
Pedro giró en Ashcroft Grove, mirándola por el rabillo del ojo.
—Caro no me había contado que viviste en un orfanato.
Paula bajó los pies del salpicadero y se concentró en algo que debía de ser muy fascinante al otro lado de la ventanilla.
—Porque no se lo he contado. No se lo he dicho a nadie, Pedro. ¿Cómo lo has adivinado? ¿Tan evidente es?
—Para mí, sí. Lo he oído en tu voz cuando hablabas de cómo juzga el mundo a esas niñas.
Paula suspiró, mirándose las manos.
—Sólo pasé seis meses en Ashcroft antes de que Alejandra Chaves me adoptase, pero no lo olvidaré nunca.
—¿Cuántos años tenías cuando te adoptaron?
—Doce, pero no quiero hablar de eso. Estoy más interesada en los planes de la boda... los que no están en la lista de Mariana.
Pedro entendió el mensaje: quería que dejase el tema. Y era comprensible; él sabía muy bien lo duro que era hablar de ciertas cosas.
—¿Algo en concreto?
—Bueno, tengo un interés personal en saber qué les vas a regalar a las damas de honor —dijo Paula, levantando cómicamente las cejas—. Ah, y otra cosa más importante.
—Me da miedo preguntar...
—Espero que hayas practicado los bailes de salón.
Pedro soltó una carcajada.
—No, no, de eso nada. He mirado la lista con mucho cuidado esta mañana y no habrá ni baile ni orquesta. No me vas a pillar.Paula se golpeó el labio superior con el dedo.
—Pero Caro habrá contratado a un pinchadiscos que pondrá música toda la noche... espero.
—Era de imaginar. Sólo lo ha hecho para humillarme.
Ella asintió con la cabeza mientras Pedro detenía el coche frente a una casa de ladrillo donde docenas de niñas corrían por el jardín, jugando a la pelota.
—Debería haber convencido a Pablo para que se escapase con mi hermana a alguna playa. ¿Tiene alguna sorpresa más para mí esta tarde, señorita Chaves?
Paula, que estaba observando a las niñas, se volvió para mirarlo.
—Sí, otra sorpresa: tú vas a llevar la tarta y tendrá que llegar intacta al salón.
Dulce Tentación: Capítulo 13
A media tarde, Pedro volvía por la calle de la Pastelería Chaves con una bandeja de cartón que contenía varios cafés. Y no estaba contento. Al fotógrafo de la boda le habían ofrecido la posibilidad de trabajar en un documental sobre la vida salvaje en Mongolia y el muy sinvergüenza había aceptado.Sí, se había comprometido a hacer las fotografías de la boda Alfonso-Fernandez y sí, le había pedido a otro fotógrafo que hiciera el trabajo por él para poder irse a Mongolia. ¿No se lo había contado Mariana? Estaba que echaba humo, pero hacía un día maravilloso y había decidido ir andando a la pastelería para aliviar la tensión. Quizá Paula tuviera más masa que pudiera golpear.Se había equivocado al colocar a Paula Chaves en la categoría de banquera aburrida con una afición peculiar. Bajo ese cuerpo esbelto había una mujer con una enorme pasión por lo que hacía. La había visto esa mañana con sus clientes y él reconocía el talento.¿Cómo podía llevar sola la pastelería? Carolina decía que él era un adicto al trabajo y, evidentemente, su amiga lo era también. A lo mejor Paula se relajaba por las noches... pero lo dudaba.En cualquier caso, le había prometido un café y un respiro y estaba dispuesto a convencerla para que parase de trabajar. Al dar la vuelta a la esquina vió a un montón de clientes entrando y saliendo de la pastelería. Su jovial charla era ahogada por el ruido del tráfico.El constructor que había en él no podía resistirse a pensar en lo que se podría hacer con el local. Una entrada moderna transformaría el sitio y probablemente doblaría el número de clientes. Especialmente los sábados, cuando la mayoría de los residentes de la zona tenían que pasar por delante de la pastelería para ir al área de las tiendas.Podría sugerírselo. Después de todo, una inversión así no sería muy cara y obtendría muchos beneficios. Claro que entonces Paula tendría aún más tarea. Por lo que había visto, aquel día estaba haciendo el trabajo de tres pasteleros además de llevar el negocio. Le haría falta contratar personal. ¿Y qué tal un estacionamiento?Cuando iba a entrar por la puerta de atrás, se quedó helado. Estacionada en la puerta estaba la furgoneta de reparto más vieja y más horrorosa que había visto en toda su vida. El ruido que salía por debajo del capó le decía todo lo que tenía que saber sobre el estado del motor... y las nubes de humo negro que salían del tubo de escape explicaban el resto.Y frente al volante estaba Paula Chaves, con el rostro colorado como un tomate. Suspirando, Pedro dió un golpecito en la ventanilla.
—¿Café, señora? ¿Y quizá un motor nuevo?
Paula murmuró algo en un idioma que no entendía y él tuvo que contener la risa.
—Gracias por el café, pero ahora mismo no puedo Tengo que llevar una tarta de cumpleaños a seis manzanas de aquí en menos de media hora o cierta niña se va a llevar un disgusto de muerte. Por favor, tómate el café... yo me tomaré el mío después.
—¿Después cuándo?
Paula intentó arrancar de nuevo y, al no conseguirlo, golpeó el salpicadero con la mano.
—Hannah vino con la pastelería. Y ha pasado la revisión hace diez meses. ¡Venga, chica, no me dejes mal! ¡Especialmente delante de un hombre!
Pedro se tragó una broma sobre las mujeres y los coches porque sabía que estaba muy disgustada.
—El cambio de marchas está roto. Aunque me parece que la transmisión y la correa del ventilador tampoco funcionan.
Paula se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia él, seguramente para hacer algún comentario sarcástico. Y entonces él tendría que explicarle que en lugar de ir al colegio, se iba al taller más sucio de Londres, el taller de Francisco, donde le habían enseñado todo lo que había que saber sobre motores. Pero el sarcasmo no llegó.
—¿En serio?
Él asintió con la cabeza.
—¿Estás diciendo que no va a arrancar?
Pedro asintió de nuevo y Paula apoyó la cabeza en el volante, suspirando.
—Siempre podrías comprar otra furgoneta...
—¿Estás loco? Ésta es Hannah, la furgoneta que usaban mis padres para hacer los repartos. No pienso cambiarla por otra. Y ahora, si no se te ocurre ninguna otra sugerencia antes de que llame a un taxi...
—Sólo una: podría llevarte en mi coche; está estacionado en la esquina y tiene un maletero enorme. Podríamos ir y venir antes de que se enfriara el café.
Paula miró el salpicadero una vez más, luego miró su reloj y, por fin, asintió con la cabeza.
—Sólo por esta vez y sólo porque es sábado y el mundo se ha vuelto loco y yo tengo que hacer esta entrega. Sí, gracias, eres muy amable.
—De nada —Pedro puso la mano en el tirador para abrir la puerta, pero también estaba roto.
—¿Café, señora? ¿Y quizá un motor nuevo?
Paula murmuró algo en un idioma que no entendía y él tuvo que contener la risa.
—Gracias por el café, pero ahora mismo no puedo Tengo que llevar una tarta de cumpleaños a seis manzanas de aquí en menos de media hora o cierta niña se va a llevar un disgusto de muerte. Por favor, tómate el café... yo me tomaré el mío después.
—¿Después cuándo?
Paula intentó arrancar de nuevo y, al no conseguirlo, golpeó el salpicadero con la mano.
—Hannah vino con la pastelería. Y ha pasado la revisión hace diez meses. ¡Venga, chica, no me dejes mal! ¡Especialmente delante de un hombre!
Pedro se tragó una broma sobre las mujeres y los coches porque sabía que estaba muy disgustada.
—El cambio de marchas está roto. Aunque me parece que la transmisión y la correa del ventilador tampoco funcionan.
Paula se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia él, seguramente para hacer algún comentario sarcástico. Y entonces él tendría que explicarle que en lugar de ir al colegio, se iba al taller más sucio de Londres, el taller de Francisco, donde le habían enseñado todo lo que había que saber sobre motores. Pero el sarcasmo no llegó.
—¿En serio?
Él asintió con la cabeza.
—¿Estás diciendo que no va a arrancar?
Pedro asintió de nuevo y Paula apoyó la cabeza en el volante, suspirando.
—Siempre podrías comprar otra furgoneta...
—¿Estás loco? Ésta es Hannah, la furgoneta que usaban mis padres para hacer los repartos. No pienso cambiarla por otra. Y ahora, si no se te ocurre ninguna otra sugerencia antes de que llame a un taxi...
—Sólo una: podría llevarte en mi coche; está estacionado en la esquina y tiene un maletero enorme. Podríamos ir y venir antes de que se enfriara el café.
Paula miró el salpicadero una vez más, luego miró su reloj y, por fin, asintió con la cabeza.
—Sólo por esta vez y sólo porque es sábado y el mundo se ha vuelto loco y yo tengo que hacer esta entrega. Sí, gracias, eres muy amable.
—De nada —Pedro puso la mano en el tirador para abrir la puerta, pero también estaba roto.
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