Por las ventanillas de cristal tintado, vió cómo Alfonso se alejaba hacia el edificio principal. El coche se puso en marcha, pero ella siguió en silencio, sin ni siquiera decirle a Armand la dirección de su casa. Caviló que, si lograba convencer a Paddy de que volviera a probar su inocencia sin implicar a nadie más de la familia, entonces, su breve cautiverio en manos de Alfonso merecería la pena. Sin duda, la situación debía de tener un lado positivo. Si Barbier comprobaba lo lejos que ella estaba dispuesta a llegar para probar la inocencia de su hermano, le daría a Gonzalo la posibilidad, al menos, de explicarse, pensó. Sin embargo, ¿por qué eso le resultaba menos atractivo que el hecho de volver a ver de nuevo a Alfonso? Nessa se reprendió a sí misma, mirando su reflejo en la ventanilla del coche. Ella no era su tipo, se recordó con humillación. Cuando Paula regresó un poco después, todo estaba oscuro y en silencio. Antonio la dejó con un hombre de mediana edad que tenía aspecto de acabarse de levantar y cara de pocos amigos. Se presentó como André Blanc, capataz de los establos, mano derecha de Alfonso y antiguo jefe de Gonzalo. No dijo nada más al principio. La llevó a una espartana habitación sobre los establos. Obviamente, allí era donde dormían los empleados. Pero, al menos, estaba limpia y era cómoda. Después de informarle de las reglas básicas y de los horarios, le comunicó que estaría encargada de limpiar las cuadras y el patio. Tenía que levantarse a las cinco de la mañana. Antes de irse, se detuvo un momento desde la puerta.
–Para que lo sepas, yo le habría dado a Gonzalo el beneficio de la duda, basándome en lo que sabía de él. Podíamos haber llegado al fondo de este desagradable incidente. Pero salió huyendo y ahora solo puedo esperar por su bien y el tuyo que regrese o que devuelva el dinero. Pronto.
Paula fue incapaz de responder. André apretó los labios.
–Pedro… El señor Alfonso… No es muy amable con quienes lo traicionan. Proviene de un mundo donde las leyes no existen y no soporta a los idiotas, señorita Chaves. Si su hermano es culpable, no tendrá compasión con él. Ni con usted.
Paula tragó saliva.
-¿Conoces al señor Alfonso hace mucho? –fue lo único que ella pudo decir.
André asintió.
–Desde que empezó a trabajar con Simón Fouret, la primera vez que entró en contacto con un caballo.
Simón Fouret era uno de los entrenadores de caballos más respetados del mundo, con cientos de carreras ganadas en su haber.
–Pedro no creció en un mundo fácil, señorita Chaves. Pero es un hombre justo. Por desgracia, su hermano no le ha dado la oportunidad de probarlo.
Paula se quedó dándole vueltas a sus palabras durante un buen rato, después de que el hombre se hubiera ido. Al fin, se quedó dormida y soñó con ir a caballo, tratando de escapar de un terrible peligro que la perseguía.
¿De qué diablos se reía?, se preguntó Pedro, irritado por el dulce y femenino sonido que salía de los establos, que solían ser un lugar donde todo el mundo hablaba en voz baja, por deferencia a los carísimos animales que allí vivían. Solo podía provenir de una persona, Paula Chaves. Su hermano le había robado y, encima, ella se reía. No pudo evitar pensar que había sido un tonto. Sin duda, estaba conchabada con su hermano y estaba contenta de haber conseguido infiltrarse entre su gente. No le gustaba la idea de haber metido un caballo de Troya en su propiedad. Maldiciendo, soltó la pluma y se levantó de su escritorio. Se asomó a la ventana que daba a los establos. No podía verla desde allí y eso lo irritaba todavía más. Aunque había intentado evitarla desde su llegada. No había querido que ella pensara que su larga charla de la noche anterior se repetiría. No podía permitirse el lujo de ninguna distracción. Acababa de convencer a Luca Corretti de que el retraso en el pago se debía solo a un error bancario. Su reputación en el mundo de las carreras había estado bajo sospecha desde que había entrado en escena con un pura sangre de tres años que había llegado en el primer puesto en cuatro carreras de primer orden consecutivas. El éxito no implicaba que se hubiera ganado a sus colegas. Él era un extraño en ese mundo. No tenía antepasados de sangre azul, ni millonarios. Solo había tenido la temeridad de invertir sus ganancias y hacerse rico en el proceso. Todo el mundo creía que sus caballos estaban mejor educados que él. Y no se equivocaban. Los rumores sobre su procedencia no hacían más que añadir un toque de color al aura de misterio que lo rodeaba.
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