–No tengo problemas con las jockeys femeninas. Pero sí me molesta la gente que se aprovecha de las conexiones familiares.
Paula tuvo que contenerse para controlar su indignación. Ella había tenido que trabajar el doble de duro que los demás para demostrar su capacidad delante de su propia familia.
–Te puedo asegurar que, para mí, ser jockey no es un capricho. Nada de eso –afirmó ella con voz cargada de emoción.
Alfonso la contempló sin dejarse impresionar.
–Bueno, estoy seguro de que la granja de tu familia se las arreglará sin tí.
Paula se dió cuenta de que estaba perdida. Tanto si salía por esa puerta como si se quedaba, no tenía nada que hacer. Sin embargo, solo había una forma de contener la situación y hacer que no le salpicara al resto de la familia. Tenía que hacer lo que Alfonso quería. Deseó poder dar marcha atrás al reloj y estar tranquila en su cama, en su casa. Aunque, en realidad, algo dentro de ella se alegraba de que no fuera así. No se arrepentía de haber podido ver a aquel hombre de cerca. Al darse cuenta de sus propios pensamientos, se puso todavía más nerviosa. La sangre se le agolpaba en las venas de una forma que nunca había experimentado antes. ¿Pero cómo podía traicionar a su hermano y a su familia sintiéndose atraída por ese hombre?, se dijo, avergonzada. Quizá, fuera todo por culpa del estrés de la situación.
–¿Y qué voy a hacer aquí? –preguntó ella, intentando no imaginarse a sí misma encerrada en una torre y castigada a pan y agua.
Alfonso la miró de arriba abajo, como dándole vueltas a qué podría ser capaz de hacer.
–Oh, no te preocupes. Encontraremos algo para mantenerte ocupada. Irás pagando la deuda de tu hermano con tu trabajo –señaló él y se enderezó del escritorio donde había estado apoyado–. Haré que Antonio te escolte hasta tu casa para que recojas lo que vayas a necesitar. Puedes darme las llaves de tu coche.
¿Era posible que aquello estuviera pasando de verdad?, se dijo Paula. Y no podía hacer nada para impedirlo. Con reticencia, tomó la llave del bolsillo y se la tendió a Alfonso.
–Es un Mini vintage. Dudo que quepas dentro –se burló ella, aunque no tenía muchas ganas de reírse.
No había imaginado que la noche acabaría así. Había sido una tonta al pensar que podía colarse en las oficinas de Alfonso con tanta facilidad. Él tomó la llave.
–No voy a ser yo quien quite el coche de ahí.
Por supuesto. Sería uno de sus criados, encargado de ocuparse de las pertenencias de la mujer que estaría apresada allí. Pero Paula no era amante de los dramatismos y trató de controlar los nervios. Estaba a cinco kilómetros de su propia casa, después de todo. ¿Y qué podía hacerle ese hombre? Una vocecilla maliciosa en su interior le dijo que lo peor no tenía que ver con hacerle pagar por los pecados de Gonzalo, sino con la forma en que la hacía sentir. Como si estuviera en una montaña rusa encima de un precipicio. Alfonso se giró y abrió la puerta del despacho, donde esperaba un enorme guardaespaldas. Hablaron en francés, tan rápido que Paula no pudo entender ni una palabra. Luego, se giró hacia ella.
–Antonio te llevará a tu casa para que recojas tus cosas y te traerá de vuelta aquí.
–¿No puedo volver por la mañana?
Él negó con la cabeza y le hizo un gesto para que pasara delante. Sin abrir la boca, Paula cruzó la puerta y siguió al corpulento guardaespaldas hacia la salida. En el exterior, había un coche esperando. Armand le abrió la puerta. Durante un segundo, titubeó. Si corría lo bastante rápido, podía salir por la puerta exterior y ser libre.
–Ni siquiera lo pienses –le advirtió Alfonso, detrás de ella.
En la oscuridad, parecía todavía más imponente. Alto, moreno, serio. Su rostro era un estudio de masculinidad. Ella se agarró a la puerta del coche, necesitando algo que la sujetara.
–¿Y qué pasará cuando regrese?
–Te informaremos cuando estés aquí.
–¿Y si me niego? –dijo ella, presa del pánico.
–Como quieras, pero ya has dicho que no quieres involucrar a tu familia – repuso él, encogiéndose de hombros–. Si te niegas a volver, te garantizo que esa será la menor de tus preocupaciones.
Ella se estremeció. No tenía elección y lo sabía. Sintiéndose derrotada, se volvió y se subió al coche.
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