Siguió las instrucciones de Gonzalo hasta las oficinas centrales y, con el corazón acelerado, usó la llave correspondiente para abrir la puerta. Aliviada porque no saltó ninguna alarma, ni siquiera se preguntó por qué. Estaba oscuro dentro, pero en la penumbra pudo vislumbrar las escaleras. Subió a la planta superior, iluminándose con la linterna del móvil. Enseguida, encontró el despacho de su hermano. Abrió con otra llave y entró sin hacer ruido, antes de cerrar la puerta tras ella. Se apoyó contra la pared un instante, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Tenía la espalda empapada en sudor. Cuando se sintió un poco más calmada, avanzó dentro del despacho, hasta el escritorio que se suponía que era de Gonzalo. Él le había dicho que su portátil estaba en el cajón superior, sin embargo, cuando lo abrió, lo encontró vacío. Los demás cajones estaban vacíos también. Entrando en pánico, Paula miró en los otros escritorios, pero no había ni rastro del aparato. Entonces, las palabras de Gonzalo resonaron en su cabeza: «Ese portátil es la única oportunidad que tengo para probar mi inocencia. Solo necesito seguir la pista de los correos electrónicos para descubrir al hacker…». Se quedó inmóvil en medio del despacho, mordiéndose el labio. No había escuchado ningún ruido que pudiera delatar que no estaba sola en las oficinas. Por eso, cuando el despacho se abrió de pronto y la luz inundó la habitación, ella solo tuvo tiempo de girarse conmocionada hacia la imponente figura que llenaba el quicio de la puerta. Aturdida, apenas pudo reconocer que se trataba de Pedro Alfonso. Y que había estado en lo cierto al haber temido encontrarse con él cara a cara. Era el hombre más guapo y más impresionante que había visto en su vida. Pedro Alfonso llevaba unos vaqueros negros y un polo de manga larga que resaltaban su energía tan puramente masculina. Sus ojos la miraban fijamente, oscuros como dos pozos sin fondo.
–¿Has venido a buscar esto? –preguntó él, mostrándole el portátil plateado que llevaba en las manos.
Su voz era grave y tenía un ligero y sensual acento extranjero. Al escucharlo, Paula sintió una inyección de adrenalina directa al corazón. Lo único que se le ocurrió hacer fue correr hacia la misma puerta por la que había entrado, pero cuando la abrió, se topó de frente con un guardia de seguridad con cara de sota. La misma voz sonó detrás de ella otra vez, en esa ocasión con tono helador.
–Cierra la puerta. No vas a ninguna parte.
Cuando ella no se movió, el guardia de seguridad cerró la puerta, dejándola a solas de nuevo con Pedro Alfonso. Quien obviamente no estaba en Francia. Con reticencia, ella se volvió para encararlo, consciente de que se había vestido con unos pantalones anchos negros, suéter de cuello alto negro y el pelo recogido en una gorra oscura. Debía de tener todo el aspecto de una ladrona. Pedro había cerrado la otra puerta. Había dejado el portátil en una mesa y estaba allí parado, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas entreabiertas, preparado para salir tras ella si intentaba huir de nuevo.
–¿Quién eres tú?
Paula apretó los labios y bajó la vista, esperando que la gorra ocultara su rostro. Él soltó un suspiro.
–Podemos hacerlo por las malas, si prefieres. Puedo llamar a la policía y les tendrás que contar a ellos quién eres y por qué te has colado en mi propiedad. Pero los dos sabemos que buscabas esto, ¿Verdad? –señaló él, tocando el portátil con los dedos–. Lo más seguro es que trabajes para Gonzalo Chaves.
Paula apenas escuchó sus palabras. Solo podía concentrarse en sus preciosas manos. Grandes y masculinas, pero elegantes. Manos capaces. Y sensuales. Un inoportuno escalofrío la recorrió. El silencio pesó sobre ellos unos instantes, hasta que Alfonso soltó una maldición en voz baja, tomó el portátil y se dirigió hacia la puerta. Entonces, ella se dió cuenta de que mezclar a la policía irlandesa en aquello sería todavía más desastroso. El hecho de que no los hubiera llamado todavía le daba un ápice de esperanza de salvar la situación.
–¡Espera! –gritó ella.
Él se detuvo a medio camino, dándole la espalda. Su estampa era tan imponente por detrás como por delante. Despacio, se giró.
–¿Qué has dicho?
Paula intentó calmar su acelerado corazón. Tenía miedo de que le viera la cara, así que, inclinando la cabeza, trató de mantenerla oculta bajo la visera de la gorra.
–He dicho que esperes, por favor –repitió ella, encogiéndose. Como si siendo educada pudiera ganar algún punto.
Tras un breve silencio, Alfonso volvió a hablar, con incredulidad.
–¿Eres una chiquilla?
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