—Sabes una cosa. La noche que me marché ví a Pedro haciendo lo mismo que tú estás haciendo ahora. Estaba abrazando a una chica a la que le acababan de romper el corazón. Me dí cuenta de que nunca había tenido cerca a un hombre que me consolara así.
—Ahora ya lo tienes. Si me dejas. Oh, Pau, no sabes lo mucho que deseo ser un padre para ti. Sé que hasta ahora ha sido difícil. Me dí cuenta de que te estaba costando estar en Marazur, por eso te envié a Canadá, pensé que te vendría bien cambiar de aires. Pero lo siento. Parece que solo te ha hecho sufrir.
—No, era algo que tenía que hacer —explicó. Tímidamente apretó el nudo de la corbata de su padre que estaba muy suelto—. Antes de que muriera mamá te eché la culpa y dije cosas horribles que ya no puedo borrar.
—Reaccionaste cómo pudiste, Pau, no te puedes culpar por ser humana. Sin embargo, debes saber que hicimos lo que creímos que era mejor —dijo Miguel mirándose las manos—. Yo amaba a tu madre. No podía pedirle que aceptara un nuevo país, un marido y dos hijos aún destrozados por la muerte de su madre. Si hubiera sabido de tí, las cosas hubieran sido de otra manera, hubiera encontrado la forma. Te juro que lo habría hecho. Pero en aquel momento… No quise que pudiera arrepentirse. No quise que nuestro amor llegara a ser una carga para ella.
—El amor no es una carga. Quizás sea una responsabilidad, pero nunca una carga —coincidió Paula recordando las palabras de Pedro en el estanque.
—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Miguel sonriendo mientras acariciaba el pelo de su hija.
—Alguien me lo enseñó —susurró.
—¿Y?
—Y después se enteró de que no era Pau Chaves, sino Paula, la princesa de Marazur.
—Por mi culpa, ¿No?
—No, simplemente las cosas son así —contestó tras soltar un suspiro—. Debería haber sido sincera con él y haberle dicho desde el principio quién era. O al menos cuando vi que había algo entre nosotros. Estaba tan empeñada en olvidarme de que soy una princesa que no confié en él. Oh, papá, he cometido un error tan grave.
Miguel se puso en pie de pronto y se asomó a la ventana.
—Lo siento. No me esperaba algo así —dijo tratando de controlarse—. Nosotros… Me refiero a Rafael, Julián y yo… Queremos que formes parte de esta familia. Por favor, créeme, Pau.
—Te creo. Solo he tenido que darme cuenta y el viaje me ha servido para ser consciente de que estáis intentando que me sienta como en casa —se acercó a su padre y le tomó las manos—. Me gustaría ser una buena hija, si tú quieres.
Ya que no tenía a Pedro, por lo menos tendría una familia.
—Pues claro que quiero. Si no lo he hecho público, ha sido porque creía que tú no lo deseabas.
—Pensaba que quizás no quisieras que se desvelaran los detalles de tu matrimonio con mamá.
—¿Por qué si el resultado es tan hermoso?
—¿Y qué es lo que tengo que hacer yo? —preguntó Paula sonriendo.
Los ojos de Miguel se iluminaron.
—Querida, solo tienes que ser tú misma. ¿Y qué hay del señor Alfonso?
—Da igual. No me ama. Tengo que seguir adelante, así que vamos ello.
Miguel la besó en la frente.
—Creo que ha llegado el momento de que el mundo conozca a Paula Navarro, princesa de Marazur. ¿Qué te parece?
Paula se miró en el espejo de cuerpo entero. La última vez que había realizado aquel gesto había estado preparándose para el baile en el rancho. En aquella ocasión, sin embargo, estaba en Marazur vestida con un traje de gala lista para otro baile. Su baile. Era un vestido digno de un cuento de hadas. La idea de Miguel de hacer coincidir la presentación en sociedad de Lucy con el día de su cumpleaños había sido enternecedora. No estaba nerviosa, pero tampoco estaba completamente feliz. Llamaron a la puerta.
—Pasa —dijo.
Era su hermanastro Rafael vestido con un esmoquin.
—¿Puedo entrar?
—Por supuesto.
A Paula le caía bien Rafael, a pesar de que aún eran reservados el uno con el otro. Llevaba una caja de terciopelo en la mano.
—Feliz cumpleaños —dijo al entregársela a Paula.
—¿Puedo abrirla ahora?
—Por favor.
Paula soltó el cierre se encontró con una preciosa diadema de diamantes.
—Era de mi madre. La llevó puesta la noche de su boda —comentó él con suavidad.
Paula comprendió la profundidad de aquel gesto.
—Oh, Rafael, es preciosa, pero yo no debería…
—Queremos que la lleves, Pau. Ahora formas parte de la familia — dijo en un tono grave—. Además, así Julián dejará de molestar a papá pidiéndole una hermana pequeña a quien incordiar.
Paula soltó una carcajada. Julián tenía veintiséis años y le encantaba bromear. Era muy distinto al serio Rafael.
—¿Me ayudas a ponérmela?
—No sé qué brilla más, hermanita, si tu pelo o la diadema —dijo tras colocarla entre los rizos.
Ella lo abrazó.
—Gracias, Rafael.
—Ya sé que le concederás a papá el primer baile, pero me encantaría que bailaras conmigo también esta noche.
—Por supuesto.
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