-Vas a mudarte a la casa.
Paula miró a Alfonso, que estaba de pie detrás de su escritorio. La habían llamado a su presencia hacía unos minutos. Ella había intentado no dejarse intimidar por el exquisito lujo que impregnaba la casa. Esa era la zona del despacho privado de Alfonso. Había estanterías llenas de libros, cuadros de arte moderno en las paredes. Y una enorme ventana desde donde podían verse los campos de entrenamiento.
–¿Cómo dices?
–He dicho que vas a mudarte a la casa –repitió él, deteniéndose en cada palabra con su sensual acento.
Paula titubeó.
–¿Por qué?
–El ama de llaves se ha quedado sin una de sus ayudantes y he decidido que tú ocuparías la vacante.
–Ayudante de ama de llaves –dijo ella, digiriendo las palabras–. ¿Quieres decir limpiadora?
Alfonso sonrió y asintió.
–Es porque fui a ver tus caballos de carreras, ¿Verdad? –preguntó ella, sintiéndose humillada.
–No soy tan quisquilloso.
Solo de pensar en verse encerrada dentro de una casa limpiando suelos, Paula sintió claustrofobia.
–Me acusaste de intento de sabotaje.
Alfonso apretó la mandíbula.
–Por el momento, no tengo idea de qué eres capaz. Tú misma te has puesto en esta situación para convencerme de la inocencia de tu hermano. La señora Owens, el ama de llaves, necesita a alguien y…
–Y yo soy un peón bajo arresto que puedes colocar donde mejor te convenga –lo interrumpió ella, furiosa y frustrada.
–Eres tú quien se ha puesto en esta situación, Paula. Eres libre de irte por esa puerta cuando quieras. Pero, si lo haces, ya sabes que avisaré a la policía local.
Paula levantó la barbilla.
–¿Y por qué no lo haces de una vez? ¡Vamos, llama a la policía!
Alfonso no se dejó impresionar por su estallido de rabia.
–Porque no creo que sea de ayuda para ninguno de los dos involucrar a las fuerzas de orden público. ¿De verdad quieres que todo el mundo sepa lo que ha hecho tu hermano?
Paula se quedó helada al pensar en la expresión de dolor que su padre parecía tener permanentemente marcada en el rostro. Pensó en la preocupación de su hermana Delfina, cuando solo faltaban unas semanas para que naciera su bebé. Entonces, miró al hombre que tenía delante y lo odió. Estaba en sus manos. Y no podía echarse atrás.
–No, no quiero que nadie sepa lo que ha pasado. Si me quedo y hago lo que me pides, ¿Puedes prometer que no dirás a nadie lo que ha hecho Gonzalo?
Alfonso inclinó la cabeza.
-Como te he dicho, por ahora es mejor para ambos no dejar que esto se sepa.
Paula se preguntó cómo podía afectarle a él que el asunto se hiciera público. Aunque, enseguida, caviló que no sería bueno para su negocio que se supiera que había perdido el pago que debía por un caballo. Durante un instante, pensó en chantajearle con filtrar la noticia a cambio de asegurarse que no denunciaría a Gonzalo. Sin embargo, decidió que no serviría de nada. Alfonso no era la clase de hombre que se dejaba manipular.