jueves, 27 de junio de 2024

Secreto: Capítulo 8

 —Acuéstate e intenta dormir un poco —le ordenó con un tono brusco, deseoso de salir de aquella habitación.


Ella se tumbó y él la tapó. Ella lo miró soñolienta y lo tomó por la camisa cuando ya se iba a marchar. Él esperó a ver qué quería; inclinado sobre ella, el corazón le latía con fuerza.


—Pedro. Gracias.


Su boca estaba a unos centímetros, invitándolo. Y aquel lunar parecía llamarlo. No recordaba haber deseado nunca algo tanto como deseaba besar aquellos labios.


—¿Por qué?


—Por cuidarme. Hacía mucho tiempo que nadie había sido tan amable conmigo, tan atento.


Pedro intentó estirarse para romper el vínculo físico y mental, pero no podía moverse. Se sentía inexorablemente empujado hacia ella, no por la fuerza de las manos que sujetaban su camisa, sino por su maldita debilidad y por la llamada de aquellos labios entreabiertos. Dulzura. Rendición. Y una pasión que de pronto se hizo más necesaria que respirar. Él nunca quiso haber dado aquel beso. Ni permitirse quedar atrapado en necesidades y deseos que había enterrado hacía mucho tiempo. Pero cuando ella deslizó lentamente una mano detrás de su cuello y le acarició el pelo de la nuca, no pudo resistirse más. El gesto en sí había sido muy casto, una expresión de gratitud, él lo sabía. Pero la forma en que los labios de ella se adaptaron a los suyos hizo que el abrazo fuera más sensual que si el beso hubiera sido abiertamente provocativo. Lentamente se apartó. Ella hizo un leve sonido de protesta cuando sus labios se separaron, pero sus manos cayeron y no volvió a abrir los ojos. Se quedó dormida dejando a Pedro preguntándose si recordaría algo de aquello a la mañana siguiente. Probablemente no. Esperaba que no. Paula dió un gemido que pareció retumbar en su cabeza dolorida, se dió media vuelta y abrió los ojos… Y se encontró con la cara de una niña pequeña de cabello largo y liso que ella envidió instantáneamente. Tenía los ojos verdes e inquisitivos y una expresión contemplativa. La niña estaba de rodillas a un lado de la cama, con los codos apoyados en el colchón y la barbilla entre las manos, como si llevase allí un buen rato, esperando que se despertase.


—¿Por qué estás durmiendo en la cama de mi papá? —preguntó.


Como no reconocía a la niña y su pregunta la sorprendió, Paula intentó buscar en su memoria quién podía ser y cómo había ido ella a parar a aquella extraña habitación y a aquella cama que tenía un olor masculino que ella reconoció como el del príncipe que la había rescatado la noche anterior. Cerró los ojos. La noche anterior. Los recuerdos la inundaron como una ola. Se había sentido tan avergonzada que había subido a la limusina que estaba esperando para llevarlos a ella y a Santiago al club de campo para la recepción y le había ordenado histéricamente al conductor «Vamonos». No le importaba adonde siempre que pudiera poner muchos  kilómetros de distancia entre ella y el desgraciado pasado del que parecía no poder escapar. Un pasado que la atormentaría para siempre. Un pasado que destrozaba todas sus posibilidades de ser alguna vez respetada o respetable. ¿Qué le había hecho creer que podría encajar en la vida desahogada de Santiago y ser la esposa de un cirujano prominente? Ella había intentado adaptarse, pero no podía borrar el error que había cometido. La familia de él y su círculo de amigos, todos ellos gente bien, no iban tampoco a pasar por alto lo que había hecho. A una hora de distancia de San Louis, en la pequeña ciudad de Danby, el enfadado conductor de la limusina la había dejado en el estacionamiento y la había informado de que a él no le habían pagado para que recorriera el estado de Missouri. Sabiendo que no quedaba en San Louis nada para ella, se había bajado de la limusina y había entrado en el ruidoso establecimiento y se había sentado en un apartado que estaba al fondo del bar, sintiéndose más triste y sola que nunca. Recordaba a hombres sin rostro que la habían invitado a amarettos. Recordaba al dueño del bar manteniendo a raya a aquellos hombres cuando fue evidente que quería que la dejasen sola. Recordó a Pedro con sus ojos azul oscuro y también cómo la había hecho sentir segura y a salvo cuando creía que nunca más volvería a sentirse así. Se llevó la mano a los labios y su vientre tembló, no por el efecto de los amarettos sino por algo más placentero pero también más preocupante. Recordó haber besado a aquel guapo príncipe de cabellos negros y el sentimiento que la había embargado en aquel momento. 

Secreto: Capítulo 7

Gracias a Camila la cama de él estaba perfectamente hecha y el cuarto daba una impresión de orden. Su hija solo tenía ocho años, pero se tomaba muy en serio sus tareas desde que había decidido ser la «mujer» de la casa, aunque eso no impedía que le recordase que él necesitaba una mujer y ella quería una mamá. Desgraciadamente él no tenía intención de casarse de nuevo. Con una esposa había tenido de sobra y además le había enseñado una lección que no pensaba repetir con ninguna mujer, ni siquiera con aquella, por atractiva que fuera. Su hermana Carolina era un buen sustituto para Camila de la influencia maternal. Paula se sentó en la cama y él puso la maleta sobre la cómoda, pensando que ella se podría manejar sola.


—El cuarto de baño está en esta puerta. Si necesitas algo llámame. Estaré en la habitación de al lado —se dió la vuelta para irse.


—¿Pedro?


—¿Sí?


—Yo… No puedo desabrocharme sola el vestido.


Se puso en pie, apartó su pelo y le mostró una fila de dos docenas de botones que empezaban en sus omóplatos y bajaban hasta la curva de su trasero. Él se quedó paralizado. Su primera idea fue decirle que durmiera con el vestido, pero se dió cuenta de que aquello era ridículo. Tenía que estar muy incómoda y, además, antes o después tendría que quitárselo. Resignado a lo inevitable, fue hacia ella. Con manos poco firmes empezó a trastear con aquellos botones pequeños y resbaladizos, incapaz de no ver la piel que iba apareciendo poco a poco. Al irse aflojando el vestido, ella cruzó los brazos sobre el pecho para que no se resbalara. Ella llevaba una especie de corsé blanco de raso y se lo soltó también sabiendo que ella sería incapaz de hacerlo sola. Terminó la tarea cuando apareció la línea de encaje de las bragas, dió un paso atrás y quiso salir corriendo para huir de su reacción ante aquella mujer, pero se dió cuenta de que ella no parecía muy segura de lo que tenía que hacer después o cómo salir del vestido sin enredarse en los metros y metros de tela. Lo miró pidiendo ayuda. El siguiente paso fue buscar algo para que pudiera dormir con ello. No quiso perder el tiempo buscando en la maleta de ella para encontrar alguna prenda propia de una noche de bodas, así que tomó una camisa de su armario y se la tendió. Los ojos de ella se llenaron de gratitud, él se dió la vuelta para que pudiera cambiarse. Un minuto más tarde ella dijo en voz baja:


—Ya estoy.


Se dió la vuelta y se sintió aliviado al ver que ella estaba decentemente cubierta, aunque no pudo evitar observar lo bien que rellenaba su camisa. Sus muslos eran largos y delgados y llevaba las piernas cubiertas con unas medias de color marfil que le provocaban fantasías que no venían a cuento. Para distraerse de sus pensamientos, la ayudó a deshacerse del vestido y luego apartó las sábanas y le dió una palmada al colchón.


—A la cama —dijo con un tono de voz parecido al que usaba todas las noches con su hija.


Ella se sentó en la cama, pero antes de que él pudiera taparla ella miró sus piernas y dijo:


—Las medias y el liguero. No puedo dormir con ellas, tengo que quitármelas.


Él esperaba que ella no se hubiera dado cuenta y que se durmiera. Pero había una terquedad en su mirada que le hizo saber que su tortura no había terminado. Dió un paso atrás y cruzó los brazos para no sentirse tentado de ayudarla. Ella se levantó el borde de la camisa y se inclinó hacia delante, perdiendo el equilibrio, pero consiguió mantenerse en pie a duras penas. La tenacidad de ella lo habría divertido si no le estuviera excitando tanto. Si hubiera estado sobria la tarea habría sido sencilla, pero tenía las manos torpes y se le escapaban de los dedos los enganches de las medias. Cuando levantó los ojos tenía lágrimas de desesperación. Se mordió el labio inferior intentando contenerse.


—Hoy no puedo hacer nada bien.


Si ella no hubiera estado tan abatida, él habría resistido el ruego silencioso que había en su mirada. No había ningún intento de seducirlo, sino una auténtica necesidad de ayuda. Rompiendo su promesa de no tocarla, rozó el encaje del liguero con tanta indiferencia como fue capaz de reunir. Acabó la tarea rápidamente, irritado consigo mismo por su reacción ante aquella mujer. 

Secreto: Capítulo 6

Por primera vez en seis años, Pedro llevaba una mujer a casa. Le parecía muy irónico que la mujer en cuestión hubiera sido la novia de otro y que estuviera dormida en el asiento delantero de su camión, con el vestido de raso rodeándola como una nube. Unos minutos después de que hubieran salido del estacionamiento de Leisure Pointe, sin el menor escrúpulo o pensamiento serio de lo que estaba haciendo, ella se tumbó, apoyó la cabeza en las piernas de él y se quedó dormida instantáneamente. Estaba claro que el día tan largo que había tenido, además de los amarettos, había acabado con ella. El que ella hubiera confiado así en él lo tenía incómodo. Después de todo él era un perfecto extraño. Aunque él nunca se hubiera aprovechado de una mujer, estaba seguro de que si Paula Chaves hubiera estado sobria y pensando con claridad, nunca se habría ido con él de aquella manera. Pero teniendo en cuenta la forma en que había decidido ahogar sus penas no había tenido muchas más opciones y, como Cristian sabía, Paula estaba más segura con él que con Guido, o en el motel de la ciudad. El camino hasta su casa se le hizo muy largo. Intentaba no pensar en la mujer que tenía la mejilla apoyada en su muslo, pero descubrió que no podía pensar en ninguna otra cosa. La mano de ella estaba sobre la rodilla de él y cada vez que respiraba, notaba su aliento cálido a través de la espesa tela de los vaqueros. Y además estaba aquel cabello extendido por su regazo. Incapaz de resistir la tentación tocó una de aquellas mechas doradas, sin sorprenderse ante su tacto de seda. El impulso de hundir sus dedos en aquella cabellera era fuerte, pero no se atrevió a tomarse aquella libertad. Por fin llegó a su casa y aparcó frente al porche delantero. No quería molestarla, pero sabía que ella estaría mucho más cómoda en una cama, así que la tocó suavemente uno de sus hombros desnudos.


—¿Paula? —dijo en voz baja para no asustarla—. Vamos, tienes que levantarte.


Murmurando algo acerca de príncipes en su sueño, ella apretó la mejilla contra su muslo, se acercó más a él y suspiró. Él apretó los dientes al ver cómo respondía su cuerpo, recordándole que hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer. Más decidido a despertar a aquella bella durmiente, la sacudió por el hombro.


—Despierta, Paula.


Gimiendo, abrió los ojos y se sentó. Lo miró y luego miró la casa oscura que tenía enfrente.


—¿Dónde estamos?


—Estamos en casa —dijo él abriendo la puerta del coche y tomando la maleta de ella.


Le ofreció la mano para que bajase, pero ella no se movió. Sacudió la cabeza con expresión desolada.


—Yo ya no tengo casa —susurró.


Seguro que estaba bromeando o en un estado de desajuste emocional. Aunque no se hubiera casado con su prometido ella tenía que vivir en alguna parte, tener amigos y familia que pudieran echarla de menos, y una vida a la que ella tendría que volver pronto.


—Como no te acuerdas de nadie a quien podamos llamar para que venga a recogerte, puedes quedarte aquí esta noche. Mañana por la mañana lo solucionaremos todo cuando te encuentres mejor —de pronto tuvo la sensación de que ella podía tener sus reparos a quedarse en su casa con él—. ¿Te parece bien?


Ella asintió y le tendió la mano para que la ayudase a bajar. Se tambaleó un poco al pisar el suelo con los zapatos de tacón y él la sujetó por la cintura y la llevó hacia el porche. La ayudó a entrar en la casa, agradecido porque Camila se había quedado a dormir en casa de su hermana y su hermano había encontrado otro acomodo para la noche. Pero ambos volverían por la mañana temprano y tendría que explicarles qué hacía allí la invitada. Con suerte se habría ido antes de que el sol estuviera muy alto en el horizonte. Encendió la luz de la sala para poder guiarla por las escaleras. Antes de llegar al piso de arriba iba pensando dónde ponerla. Tras algunas dudas eligió la opción más lógica: La pondría en su dormitorio, que tenía cuarto de baño, por si su estómago se rebelaba durante la noche, y él dormiría en el cuarto de Camila. 

Secreto: Capítulo 5

 —¿Te has vuelto completamente loco? —Pedro miró a Cristian con la boca abierta—. ¡No puedo llevarla a casa conmigo!


—Venga, Pedro. Estoy seguro de que ella lo verá todo más claro por la mañana y se dará cuenta de su error y volverá al sitio del que haya venido. Es una noche, Alfonso, no toda una vida.


—Búscate a otro chivo expiatorio, Cristian.


—No me fío de nadie más —dijo Harían en tono serio tras echar una ojeada al bar repleto.


—Yo no quiero vagabundas —dijo en un último esfuerzo para convencer a Cristian de que él no era el hombre indicado para hacerse cargo de Paula Chaves.


—Entonces me temo que tendré que llamar al sheriff para que venga a llevársela y tendrá que pasar la noche en comisaría, en una celda.


Cristian se fue a servir a un cliente y dejó solo a Pedro con su sensación de incomodidad. Miró hacia Paula, que parecía muy desconcertada y perdida, y la imaginó despertándose a la mañana siguiente en un estrecho jergón, desorientada y asustada y sin un ápice de aquella respetabilidad y dignidad que ella deseaba. Él no necesitaba la responsabilidad ni las complicaciones que aquella mujer podía llevar a su vida, pensó irritado. Y estaba claro que no necesitaba la distracción de saber que estaba durmiendo en su casa, aunque solo fuera por una noche. Mientras rumiaba estas ideas en silencio, Guido Harding, una de esas personas que van a la deriva y que trabajaba en el aserradero de la ciudad, se acercó a la barra. Pedro lo saludó con la cabeza cortésmente, pero había algo en Harding que no le gustaba o le hacía desconfiar. Él joven era demasiado arrogante. Un mes antes había acudido a la empresa de Pedro en busca de trabajo para el verano y, aunque había estado pensando en contratar a un hombre más, había escuchado a su instinto y lo había rechazado. Guido miró con lascivia hacia Paula y luego sonrió a Cristian, que seguía al otro extremo de la barra.


—Oye, Cristian, ¿Qué pasa con la preciosa novia del fondo?


—Estamos intentando ver qué hacemos con ella —contestó Harían muy a regañadientes. Los ojos grises de Guido brillaron de interés.


—¿Necesitan a alguien que la acompañe a un motel para que pase la noche?


El tono de voz de Guido era inconfundible. La simple idea de que aquel hombre tocase a Paula o se aprovechara del estado en que se encontraba en aquel momento hizo que Pedro de pronto sintiera necesidad de marcar el territorio.


—No —repuso antes de que Cristian pudiera decir nada—. Ya tiene un sitio donde quedarse.


Cristian alzó las cejas sorprendido porque Pedro había rechazado de plano hacerse cargo de la novia hacía solo unos instantes. La mirada insolente de Guido resbaló hacia Pedro.


—Simplemente quería ofrecer mi ayuda.


Pedro podía jurar que a Guido le hubiera gustado mucho ayudar a Paula. Su temperamento se inflamó, sorprendiéndolo por el sentimiento de posesión que ella le inspiraba. La última vez que había tenido una reacción semejante había sido por otra mujer. Para ser precisos, por la madre de Camila. Y de aquel encuentro solo había obtenido desdicha, penas, y la amargura de haberse sentido utilizado y traicionado.


—Iré a buscar su maleta al almacén —se ofreció Cristian y desapareció como si temiera que Pedro fuera a cambiar de opinión si no se daba prisa.


Pedro respiró hondo. Una noche, se dijo a sí mismo, y después aquel paquete de problemas se habría ido, fuera de su vida y de vuelta a San Luis, el lugar al que ella pertenecía. No podía ser de otra forma. 

martes, 25 de junio de 2024

Secreto: Capítulo 4

Y olvidarse de aquel ángel complicado de ojos azules que parecía estar tan sola y tan perdida y que era tan vulnerable… Y también un escándalo a punto de producirse. Lo que menos necesitaba era que hubiera especulaciones acerca de su vida privada y aquella mujer misteriosa seguro que las proporcionaría.


—¿Crees que cuando me despierte mañana todo esto será solo un mal sueño?


—Si no te tomas el café mañana tendrás una resaca espantosa —era lo único cierto que podía decirle.


—Estoy bien —dijo ella tomando la taza con ambas manos.


—Aja —le dió la razón aunque sabía que si ella intentaba ponerse de pie se caería redonda—. ¿Cómo te llamas? —preguntó pensando que lo mejor era empezar con una pregunta sencilla y luego ir haciendo otras más difíciles según se le fuera aclarando a ella la mente.


—Paula Fernandez… —hizo un gesto de extrañeza al pensar en el nombre, luego sacudió la cabeza—. No, nunca dijimos «Sí, quiero», así que supongo que soy solo Paula Chaves.


Solo Paula Chaves. Seguro que había una historia detrás de aquello, una historia en la que Pedro no se quería ver envuelto. Miró a su mano izquierda. La ausencia de anillo respaldaba su afirmación de que el matrimonio no había tenido lugar.


—¿Cómo te llamas?


—Pedro —contestó él decidido a dejar las cosas entre ellos solo en base al nombre de pila.


—Pedro —repitió ella con voz ronca—. Es un nombre bonito, fuerte y respetable. ¿Tú eres respetable?


Él estuvo a punto de reírse pero se contuvo. Decidido a terminar cuanto antes con su tarea de caballero andante, preguntó:


—Paula, ¿Hay alguien a quien podamos llamar para que venga a buscarte? —ella no tuvo que pensar mucho antes de responder.


—No. 


—¿No tienes familia? —a Pedro le resultaba difícil de creer. Recordó que ella había dicho que su madre había muerto—. ¿Tu padre u otros familiares?


—No —susurró con voz dolida—. Nadie.


—¿Y tu prometido? ¿Podemos llamarlo?


Ella hizo una mueca ante la mención del hombre que tendría que haberse convertido en su marido. Él captó una oleada de pesar, remordimiento e inseguridad en su mirada antes de que ella bajase los ojos.


—No, él ya no me querrá después de la forma en que lo he humillado a él y a su familia. Nunca podré volver.


Pedro sintió que le invadía una oleada de simpatía y trató de luchar contra ella. No quería que le importase aquella mujer ni su situación, ni por qué pensaba ella que había sido una decepción para el hombre con quien se había comprometido para casarse. ¿Qué podía hacer? Miró hacia la barra donde se encontró con la mirada interrogante de Cristian. Aparte de saber que se llamaba Paula Chaves y que al parecer estaba más sola que él, no tenía mucha más información que antes de sentarse allí. Bueno, él había cumplido con su tarea. Ya era cosa de Cristian pensar qué iba a hacer con la novia solitaria aquella noche. Empezó a levantarse del asiento, pero ella lo tomó por el brazo. La sensación fue tan fuerte que maldijo entre dientes, ¿Tanto tiempo llevaba sin una mujer que una extraña le podía hacer arder con un mero roce? Ella lo había detenido para sentirse segura, aquello estaba claro. Recordó que él ya había acabado su etapa de salvador de mujeres e inclinó la cabeza en señal de interrogación.


—¿Me vas a dejar? —su voz tenía un tono de pánico como si acabara de darse cuenta de que estaba en una ciudad extraña, en un bar ruidoso lleno de hombres ávidos de ocupar el sitio que él estaba a punto de dejar libre.


—Tengo que ir a hablar con Cristian. Nadie te molestará —prometió, sintiéndose protector hacia aquella mujer a la que acababa de conocer. No era una buena señal. Quiso decirse  que era el mismo tipo de sentimiento paternal que experimentaba con su hija, pero no tenía nada que ver. La respuesta hacia Paula era completamente masculina y demasiado amenazadora para la vida segura y estable que había conseguido construir para él y Camila en los últimos seis años—. Termínate el café, ¿Vale?


—¿Vas a volver? —él quería decir que no, pero la forma en que la damisela en apuros lo miraba le hizo sentir cosas que hacía años que no sentía.


—Sí, volveré.


Aunque solo fuera para ayudarla a encontrar un taxi o asegurarse de que pasaba la noche en algún lugar seguro, se dijo a sí mismo. 

Secreto: Capítulo 3

Nunca le había gustado el sexo ocasional, pero tampoco era un monje. Las pocas mujeres con las que había tenido relaciones en aquellos años vivían en otras ciudades, donde el cotilleo y las especulaciones no podían alcanzar ni a él ni a su familia. Las mujeres con las que había salido sabían y aceptaban desde el principio que él no estaba buscando nada serio. No tenía la menor intención de permitir que ninguna mujer volviera a manipular sus emociones. Respiró hondo y se sentó enfrente de la mujer, en lugar de permanecer de pie junto a la mesa. El apartado les dada un mínimo de intimidad, a salvo de ojos y oídos curiosos. Lo último que quería era avergonzarla o proporcionar diversión a la gente. Ella había estado mirando fijamente el líquido oscuro de su copa, parecía perdida y confusa, pero, tan pronto como las piernas de él rozaron el raso que se amontonaba bajo la mesa, ella alzó la mirada sorprendida. Él abrió la boca para hablar, pero se sintió sobrepasado por el color de sus ojos. Desde lejos había podido apreciar que eran azules, pero vistos de cerca eran sorprendentes. Eran de un tono claro, rodeados de un azul zafiro y con radios dorados en el centro. Sus pestañas eran largas y espesas, las cejas delicadas, con un arco perfecto. Un lunar que estaba sobre el labio, a la izquierda, atrajo su atención hacia su boca llena y suave. Una boca que incitaba una docena de pensamientos provocativos. A pesar del símbolo de inocencia y pureza de su vestido de novia, había un aire de sensualidad natural en ella. Una mezcla contradictoria de candor y atractivo que excitaban el interés de cualquier hombre. Y sin embargo él tenía la clara sensación de que ella no era consciente de su atractivo, que no sabía el efecto hipnótico que ejercía en los hombres. No hacía nada para atraer la atención. No le hacía falta. De pronto él se sintió ridículamente incapaz de decir una palabra. Ella sonrió con dulzura pero sus ojos siguieron tristes. Se apoyó en la palma de la mano y lo miró de una forma un tanto soñolienta que él atribuyó al alcohol que había consumido. 


—Hola —la voz era como una caricia.


—¿Está usted bien, señora?


—Si… Bien —acabó de un trago lo que le quedaba en la copa—. Estoy… bien.


—¿Qué le parecería que la invitase a una taza de café?


—Sí, creo que me vendría bien un poco de café. Con mucho azúcar. Ya no quiero más amaretto. Me está dando sueño —dijo trabándose la lengua en las palabras.


Él se dirigió a la barra y pidió una taza de café solo y fuerte. Cuando volvió con ella la encontró mirándose un rizo que se le iba hacia la cara.


—Odio mi pelo rizado. Estos estúpidos rizos no se quedan nunca donde los pongo. ¿Sabes que cuando era pequeña quería tener el pelo liso?


—Oh, no —¿Cómo podía haber sabido algo tan personal si la acababa de conocer? 


Ella cerró los ojos y cuando Garrett pensó que se había quedado dormida habló con voz suave.


—Todos los cumpleaños soplaba las velas de mi tarta deseando tener el pelo liso como mi amiga Florencia. Nunca se hizo realidad —él no sabía cómo responder a su extraña conversación, se sentía fuera de su elemento y prefirió quedarse callado—. Mis otros deseos tampoco se hicieron realidad. Yo tenía que casarme con un príncipe encantador y ser felices y comer perdices. Me temo que no soy muy buena formulando deseos.


Sofía llegó con el café salvándolo de dar alguna clase de respuesta. Él sabía que el licor era parcialmente responsable de que a ella se le hubiera soltado la lengua, pero también sentía que aquella cháchara acerca de príncipes encantadores y deseos estaba relacionada con la razón por la que había salido huyendo el día de su boda.


—Se suponía que hoy iba a ser el día más feliz de mi vida —dijo ella cuando volvieron a quedarse solos, con la voz un poco temblorosa por la emoción—. Eso fue lo que me dijo mi madre antes de morir, pero ha sido el peor día de mi vida. Yo todo lo que quería era una chispita de respetabilidad, pero yo no seré respetable en toda mi vida.


Demonios, ¿Qué delito tan terrible habría cometido para pensar que no era digna de respeto? Sintió compasión mezclada con una gran dosis de curiosidad. Aplacó ambas negándose a involucrarse en el caos emocional de aquella mujer. En cuanto obtuviera alguna información sobre ella para que Cristian pudiera llamar a alguien para que fuera a buscarla, su tarea habría terminado y podría volver a la cerveza fría que le habían prometido. 

Secreto: Capítulo 2

 —El tipo no se quedó. La siguió hasta dentro con una maleta y me dijo que ella le había pedido que se parase aquí. El tipo me dijo que se había acabado su tiempo de contrato, que no iba a esperarla, y que ella estaba sola.


—¿Nada más?


—Murmuró algo acerca de tener que volver a San Luis, así que supongo que es de allí de donde vino —Cristian suspiró—. Necesito que me hagas un favor, Alfonso.


—No sé por qué tengo la sensación de que no me va a gustar lo que voy a oír.


—Anda, solo quiero que vayas allí y le preguntes a quién podemos llamar para que venga a recogerla.


La petición era sencilla, directa y no requería una gran participación por su parte, pero Pedro no se ocupaba de damiselas en apuros, nunca más. La última mujer que había rescatado se había aprovechado de su generosidad y lo había embaucado de una manera que había alterado mucho su vida. Su expresión debía revelar cuáles eran sus pensamientos porque Cristian le dijo:


—Estoy seguro de que podría conseguir una fila de voluntarios para hacerlo, pero me temo que la mayor parte de los hombres que hay aquí le harían proposiciones en vez de decírselo. Y teniendo en cuenta el estado mental en que ella se encuentra…


Pedro frunció el ceño. Las palabras de Cristian no presentaban un retrato halagüeño, pero él había ido a Leisure Ponte a relajarse, a tomar unas cervezas y a charlar con él y alguno de los viejos que habían sido amigos de su padre hasta que murió. La misma rutina aburrida de todos los sábados, muy distinta de la de su hermano, que solía dedicarlos a fiestas, mujeres y generalmente a acabar peleando con sus amigos. Federico. Viendo un camino para liberarse de las buenas intenciones de Cristian, Pedro miró en el bar buscando una cabeza morena y una sonrisa encantadora que pertenecían a su hermano pequeño.


—¿Por qué no buscas a Federico y le pides que lo haga él? —sugirió Pedro. 


Aunque a su hermano le gustaba el bello sexo y ellas lo rodeaban como abejas a la miel, él nunca se aprovechaba de una mujer. El honor y el respeto que su madre les había inculcado era muy profundo, pero Pedro dudaba que su madre pudiera haber previsto el preció que su hijo mayor había pagado por ser tan caballeroso. Su hija de ocho años era un recordatorio constante de lo honorable que había sido. Una lástima que la madre de Camila no hubiera sido igualmente responsable, o leal, hacia él o hacia la niña de la que nunca se había preocupado de verdad.


—Tu hermano se fue con Emma Gentry hace más o menos una hora. Y no parecía que fuera a volver pronto.


Pedro no se sorprendió. Él y su hermano compartían la misma casa, que había heredado de su madre cuatro años antes, cuando ella se fue a Iowa a vivir con una hermana. Pero Federico, a sus veintiséis años entraba y salía como le apetecía. Con frecuencia pasaba en otro sitio las noches del viernes y del sábado. A él no le importaba con quién siempre que Federico no se metiera en problemas.


—¿Y Daniel? Es completamente inofensivo y puede hacerlo tan bien como yo.


—Daniel es un salido. Míralo, está con la boca abierta mirándola, ¿Crees que sería capaz de decir una sola frase coherente en esa situación?


Pedro no pudo evitar reírse. Miró a los demás varones que estaban sentados en las mesas cercanas y se dió cuenta de que Daniel no era el único que estaba mirando así a la novia. Era sorprendente que aquella mujer pudiera tener ese efecto sobre tantos hombres.


—Te lo voy a decir más claro, Alfonso, no te estoy pidiendo que te cases con ella. Se está haciendo tarde y, si vive en San Luis, les va a llevar cerca de una hora venir a recogerla.


—Vale —dijo Pedro que se sentía mal por resistirse a hacer algo tan simple por un amigo—. Me debes una, Cristian.


—Vale. ¡Hala!, vete a hacerlo y te tendré una cerveza bien fría cuando vuelvas.


Pedro masculló una última protesta que no hizo cambiar de opinión a Cristian. Se bajó del taburete y se dirigió hacia ella. Cuanto antes hiciera el recado antes podría continuar con sus actividades sociales del sábado noche.  Muchos ojos curiosos lo contemplaron haciéndolo sentir incómodo porque las conversaciones se acallaban a su paso. Aquello era una primicia… Pedro Alfonso acercándose a una mujer en Leisure Pointe. Era un hecho conocido que él no se relacionaba con mujeres de Danby más allá de un saludo cortés. Las pocas que habían sido lo bastante atrevidas como para perseguirlo habían sido rechazadas con tanto tacto como le fue posible, sin importar lo atractiva que fuera la oferta. 

Secreto: Capítulo 1

La novia tenía cara de ángel, y su cuerpo de diosa se envolvía en metros de tela blanca y brillante que se derramaba como raso líquido a su alrededor. La incongruencia de tanto tejido de un blanco de lirio en un local de copas hizo dar un pequeño respingo a Pedro Alfonso cuando se sentaba en un taburete vacío junto a la barra. No era el único que miraba atónito a la solitaria novia que estaba sentada en un apartado al otro extremo del bar y bebía, o más bien tragaba, un líquido oscuro. Leisure Pointe atronaba con la música, las conversaciones y las risas, pero la principal atracción parecía ser la dama de blanco. Las mujeres la miraban con curiosidad y algunos de los hombres parecían deseosos de ocupar el lugar del novio inexistente. No podía culparlos por ello. Ella era una de esas mujeres que hacen que vuelvas la cabeza a su paso, el tipo de mujer por el que un hombre puede llegar a hacer auténticas estupideces. Enormes ojos azules, labios llenos que estaban pidiendo que los besaran, y una piel de raso que parecía resplandecer de calidez. El cabello, del color del trigo al sol, estaba recogido en lo alto de su cabeza aunque la mitad se le había soltado y caía en rizos alborotados sobre su cara y su espalda. El escote del vestido, bordeado de perlas, permitía intuir unos pechos bien redondeados y su cintura parecía ser muy estrecha. Él imaginó que tenía también piernas largas y delgadas que hicieran juego e interrumpió sus pensamientos antes de que empezaran a viajar por territorio prohibido. La lencería que llevase debajo del vestido no era asunto suyo.


—Es guapa, ¿Verdad?


Pedro se giró en el taburete y miró a Cristian, el fornido hombre que atendía la barra y era dueño del establecimiento.


—Parece que fuera alguien que se hubiera equivocado de salida en la Interestatal 44 al salir de San Luis —ninguna persona tan elegante y con ese aspecto de ciudad podría haber ido voluntariamente a la pequeña ciudad de Danby, Missouri, a no ser que se hubiera perdido—. ¿Quién es?


—Maldito si lo sé. No parece que nadie sepa quién es ni de dónde vino. Nunca la habíamos visto por Danby hasta hoy, y tiene una cara que ningún hombre que tenga sangre en las venas podría olvidar. Ya sabes a qué me refiero. 


Pedro sabía perfectamente a qué se refería. No necesitaba darse la vuelta para recordar aquel cabello en el que un hombre podría esconder sus manos, aquellos pechos y aquella cintura, ni para volver a experimentar aquel deseo. Se arrellanó bien en el asiento y se llevó a los labios la botella de cerveza para intentar distraerse de sus pensamientos.


—¿Dónde está el novio?


—Yo no he visto a ninguno, aunque ha tenido unas cuantas propuestas de matrimonio de los chicos que estaban aquí esta noche. Han estado zumbando a su alrededor como moscas y dando mucho la lata —Cristian sacudió la cabeza. Su mirada tenía un brillo protector, como el que cabe esperar en el padre de tres niñas adolescentes que han empezado a salir con chicos—. Al final tuve que decirles que se apartaran y la dejasen en paz. Ella no parece estar interesada en el tipo de compañía que ellos tenían en mente, aunque eso no ha evitado que algunos de ellos sigan enviándole copas. Cinco amarettos. Acabo de decirle a Sofía que no le pase más invitaciones de admiradores a no ser que sean de café.


Pedro esbozó una sonrisa. Harían parecía y actuaba como si fuera un oso pardo gruñón, pero un hombre amable y bueno. Dirigía bien su establecimiento y no le molestaba que la gente lo pasara bien, pero todos los que frecuentaban el lugar sabían que a Harían no le gustaba que hubiera problemas en su bar, no permitía que las discusiones se convirtieran en peleas y siempre vigilaba a los clientes que habían bebido más allá del límite. Como la novia sin novio. Cristian se fue al otro extremo de la barra para atender a los clientes y él se encontró otra vez mirándola. Era una criatura femenina fascinante, y las misteriosas circunstancias que la habían llevado a Danby la hacían más intrigante. Su presencia en Leisure Pointe resultaba fuera de lugar; vestida como una princesa de cuento de hadas y con aquella belleza que era tan asombrosa como excitante, parecía un diamante entre guijarros. Ella no encajaba allí, tenía la sofisticación de la ciudad escrita en todos sus poros. Cuando Cristian volvió, manifestó sus pensamientos en voz alta.


—¿Qué persona en su sano juicio pudo haberla dejado tirada aquí?


—El conductor de su limusina.


—Yo no he visto ninguna limusina estacionada en la puerta. 

Secreto: Sinopsis

Cuando Pedro Alfonso encontró a Paula huyendo de su propia boda, no tuvo más remedio que ayudarla; sobre todo, al averiguar que tenía poco más que su vestido de novia.


Paula se sentía agradecida y tenía miedo de llegar a disfrutar demasiado de aquellos protectores brazos masculinos. No estaba preparada para pasar de nuevo por la vicaría, pero cada vez le resultaba más difícil luchar contra lo que sentía por Pedro… Y seguir guardando el secreto de lo que realmente había ocurrido el día de su boda.

jueves, 20 de junio de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 52

 —Ser la mujer de un médico rural no se parece en nada a la vida de lujo que tendrías en Hong Kong. Y sabiendo lo poco que te gustan las gallinas...


—Ya te dije que me he acostumbrado a las gallinas, y disculpa, pero ¿Eso es una proposición?


—¿Quieres que me ponga de rodillas?


Ella bajó la mirada al suelo. Había un charco de barro en medio del camino, así que tuvo compasión de Pedro.


—¿Por qué no dejamos eso para más tarde? Cuando me demuestres lo que querías decir con eso de «El calor en una fría noche de invierno».


—No es invierno, cariño. El sol brilla con fuerza. El próximo domingo empieza la Pascua.


—He visto nevar en Pascua —dijo ella, estremeciéndose.


—Bueno, ahora que lo dices, puede que tengas razón. Seguramente tengamos una helada esta noche —la rodeó con un brazo mientras volvían a la casa—. ¿Puedo hacer algo más por tí? —Detesto ese cartel de «Prohibido el paso» que hay en la verja.


—Lo quitaré ahora mismo.


—Y deberíamos tener una cabra, ¿No crees?


—¿Una cabra? —preguntó él, riendo—. ¿Alguna vez has intentando ordeñar una cabra?


—No, pero todos los minifundios tienen una cabra.


—¿Qué te hace pensar que esto es un minifundio?


—Dos campos, cinco burros, un poni, un montón de gallinas y conejos...


—Mira a tu alrededor —la interrumpió él—. Hasta donde alcance tu vista, desde lo alto de las colinas hasta la carretera principal.


—¿Todo eso? Pero entonces el pueblo...


—El pueblo formaba parte de la finca original, pero mi abuelo les cedió la propiedad a los aldeanos, hace cincuenta años. Casi toda la tierra está arrendada a los granjeros locales.


—¡Pero es un terreno enorme! ¿Cómo vas a comprárselo a tu tía?


—Al precio de hoy sería imposible, pero se lo compré hace diez años, cuando tía Dora quería costear la carrera de Bianca.


—¿Pero ella siguió viviendo aquí?


—Lo único que cambió fue el titular de la propiedad. La autoricé legalmente a que siguiera ocupándose de todo como siempre había hecho, y debo decir que ha hecho un buen trabajo. Acabo de descubrir que me ha hecho ganar una pequeña fortuna al vender un terreno junto al pueblo para construir casas. Gracias a medidas como ésa, el pueblo prosperará y no quedará desierto —la miró con una sonrisa—. ¿Aún quieres una cabra?


—¿Puedo cambiarla por un poni para Valentina? Uno más fuerte que pueda montarse.


—Estaba pensando que podríamos regalarle uno por su cumpleaños.


«Podríamos»... A Paula le pareció la palabra más bonita que jamás hubiera oído.


—Perfecto —dijo, entrelazando el brazo con el suyo.


—Y también podríamos darle algunos hermanos.


Paula se detuvo y lo miró.


—Eso es un plan a largo plazo.


—Puesto que ésta va a ser una noche bastante fría, podríamos empezar a planearlo, si quieres —dijo él, y la tomó en sus brazos—. Y también podríamos fijar una fecha para la boda —añadió, antes de darle un beso largo y apasionado que no dejó ninguna duda respecto a sus sentimientos—. No debemos esperar demasiado.



Todo el mundo estuvo de acuerdo en que junio era el mes perfecto para una boda en el campo. La iglesia había sido engalanada con flores, por cortesía de Brenda Alfonso para justificar su ausencia. Se había casado con su millonario y no quería interrumpir su luna de miel por nadie ni siquiera por Valentina, una de las damitas de honor. La naturaleza se había encargado de adornar el camino con hileras blancas de perejil, dedaleras y resplandecientes ranúnculos amarillos. El grupo de las damas de honor, compuesto por Valentina. Emma y las sobrinas de Paula, todas ellas con flores en el pelo. fue conducido hasta la iglesia en un carrito tirado por un pequeño poni. Paula lo seguía un par de minutos después en otro, acompañada de su padre, con los arreos también cubiertos de flores.


—¿De verdad no te importa que no me case en casa? —le preguntó ella.


—Éste es tu hogar, Paula —respondió él apretándole la mano—. Nunca te he visto tan feliz.


—Les estoy muy agradecida a mamá y a tí por cuidar de Valentina mientras estamos fuera.


—Éste es un lugar mágico, cariño. Estoy seguro de que lo pasaremos muy bien.


La ceremonia fue solemne, con los votos matrimoniales que los unían de por vida y que no sólo fueron expresados con palabras, sino también con los ojos, los corazones y las almas. Pero la diversión que siguió no tuvo nada de ceremoniosa. La comida se dispuso bajo una inmensa carpa en el campo más llano de toda la finca, y los invitados se servían a sí mismos. Un grupo de violinistas se encargó de tocar un repertorio de animadas melodías al que nadie pudo resistirse. La fiesta se alargó mucho después de que los protagonistas principales se hubieran escabullido para empezar su luna de miel, una celebración de amor, vida y placer. Como la señora de la tienda le dijo a la mujer del párroco, después de varias copas de champán, era como si el pueblo hubiera vuelto a la vida tras un largo invierno.





FIN

Inesperado Amor: Capítulo 51

 —Pero estás aquí —dijo Yanina, confusa—. La señora Campbell dijo que sólo era un trabajo temporal. Nosotros te ofrecemos un buen empleo...


—Ya la ha oído, señora Gilchrist. Paula no está disponible. Y, a pesar de lo que les haya dicho la señora Campbell,  no es la niñera de Valentina.


Los tres se giraron y vieron a Pedro en la puerta, con una bandeja en las manos.


—¿Entonces, qué es? —preguntó David.


—Para Valentina, es su verdadera madre. Para mí... —hizo una pausa y miró directamente a Paula—. Es la luz que brilla al final de un largo túnel. El calor en una fría noche de invierno. El consuelo. La alegría. Lo que hace que mi vida esté completa.


Paula apenas fue consciente de la conversación que siguió.


—Entiendo —dijo David.


—No, señor Gilchrist, no tiene ni la menor idea.


—Estamos perdiendo el tiempo aquí, Yanina. Hay cientos de niñeras buscando el trabajo que ofrecemos.


—¿Es que no han aprendido nada? —preguntó Pedro con mucha calma—. Cuidar a un niño no es sólo un trabajo...


David Gilchrist se levantó y agarró a su esposa del brazo.


—Vámonos.


—¡No! —exclamó Paula, poniéndose en pie—. Esperen... —se volvió hacia Pedro, suplicándole en silencio que lo entendiera.


Y Pedro Alfonso,  que había expuesto su desprotegido corazón para mantenerla a su lado, supo que iban a destrozárselo otra vez.


—Pedro —dijo ella—, ¿Te importa ir con David a ver qué hacen las niñas? Tengo que hablar con Yanina.


—Pensaba que ibas a irte con ellos.


—¿Porque lo prometí? —preguntó Paula, apoyándose en la verja mientras veía alejarse el coche de los Gilchrist y se despedía con la mano por última vez de Emma.


—Porque lo prometiste —respondió él fríamente.


—Emma no me necesita. Tiene una madre. Alguien que cuidará de ella porque la quiere, no porque reciba un cheque cada mes.


—Oh, claro..


—David Gilchrist es millonario, guapo y todavía joven. Era inevitable que volviera a casarse.


—Contigo en su casa, no me explico por qué se buscó a otra mujer.


Paula se echó a reír.


—Oh, vamos. Sólo era una empleada. Seguramente cree que he encontrado mi lugar junto a... ¿Cómo te llamó?


—Un caballero granjero.


—No lo corregiste.


—Por él no merece la pena malgastar el aliento. ¿Emma se ha quedado satisfecha? ¿El brazalete la compensó por tu pérdida?


—No me ha perdido. Ahora lo entiende. Sólo tenía que saber que yo no la abandoné, Pedro. La pobre Yanina pensó que tenía que echarme de sus vidas por completo para que Emma la quisiera. No comprendía que el amor de un niño es ilimitado.


—¿Y ya está?


—No. Llevará su tiempo, pero creo que podrá llamarme de vez en cuando.


—¿Desde Hong Kong?


—Pueden permitírselo.


—¿Y qué le has dicho a Emma?


—Que siempre la querré. Y que siempre estará ahí cuando me necesite. No tengo que vivir en la misma casa ni en el mismo país para cumplir esa promesa. Todo lo que tiene que hacer es llamarme por teléfono.


—¿También le dijiste que puede llamarte a cualquier hora?


—La verdad, Pedro, es que le dije algo más. Le dije que podía venir a pasar aquí el verano. ¿Te importa?


¿Importarle? Si Emma iba a pasar allí el verano, eso significaba que Paula estaría allí.


—Lo único que me importa es saber si vas a quedarte. Antes pensé que te había perdido.


—¿Eso pensaste? —preguntó ella, mirándolo a los ojos—. ¿Y habrías dejado que me fuera, igual que hiciste con Valentina?


—No, amor mío. Los Gilchrist te ofrecían un trabajo, yo te ofrezco mi vida. Todo lo que tengo.


—Háblame del futuro, Pedro —le pidió ella con un hilo de voz—. Háblame de nuestras vidas.

Inesperado Amor: Capítulo 50

Pero era Pedro, mirándola a los ojos mientras pasaba la página de un libro: Pedro, ayudando a Valentina con la ortografía: Pedro, acompasando sus grandes zancadas a los pasitos de Valentina mientras caminaban por las colinas y él le enseñaba los nombres de las flores... Era Pedro quien hacía único aquel lugar, del que Paula no quería marcharse jamás.


—He recibido un e—mail de tía Dora esta mañana —anunció Pedro. 


Era el último día de curso y se dirigían hacia el colegio para ver la función. Ninguno había dicho nada sobre su marcha, pero ella había hecho su equipaje para no tener ninguna excusa que la hiciera retrasarse.


—¿Ha dicho cuándo vuelve a casa?


—No. Le gusta mucho Nueva Zelanda y no quiere dejar a su hermana. Va a quedarse allí definitivamente.


—Oh... ¿Entonces va a vender la casa? ¿Tendrás que buscar otro lugar para vivir?


—¿Eso te preocupa?


—¿A mí? ¿Por qué lo preguntas?


—Porque es muy importante para mí. Quiero saber cómo te sientes.


—A Valentina le encanta este sitio.


—Lo sé. Pero ¿Y a tí? ¿Te gusta, a pesar de las gallinas?


—Ya me he acostumbrado a las gallinas —dijo ella con cautela—, ¿Qué será de los animales si te marchas?


—La satisfacción de decirle a Bianca que tendrá que buscarse otro sitio para sus burros merecerá la pena.


—Desde luego —dijo ella, intentando forzar una sonrisa, sin éxito—. Es un sitio maravilloso para vivir Pedro pero son las personas quienes lo hacen especial.


—Opino lo mismo —corroboró él.


—¿Qué harás si te marchas?


—La pregunta correcta, Paula, es qué haré si me quedo.


—Bueno, eso también.


—Estaba pensando en volver a abrir una consulta médica en el pueblo.


—Entonces has respondido a tu propia pregunta. Es la casa de tu familia. Valentina es tu familia. Y hay mucho sitio para que su madre venga de visita cuando...


—¿Cuando necesite nuevas fotografías para una revista? —sugirió él.


—Cuando el instinto maternal tire de ella. Estoy segura de que quiere a Valentina a su manera.


—Por supuesto que la quiere. Oh, cielos, tendríamos que haber salido más temprano.


El pueblo estaba atestado de coches, vehículos todoterreno y camiones. Incluso el estacionamiento del pub estaba completo, y Pedro tuvo que estacionar junto a la iglesia.


—Tengo una pregunta más —dijo, volviéndose hacia ella.


—Pedro...


—Después de afirmar que la gente es más importante que los lugares, ¿Te quedarás?


El móvil de Paula empezó a sonar, evitándole una respuesta.


—Será la agencia —murmuró, buscando en su bolso—, Los he llamado y les he pedido que me encuentren algo temporal para la semana que viene.


—Deshaz el equipaje, Paula —dijo él, y  le quitó el móvil antes de que pudiera ver quién la llamaba. Lo apagó y se lo guardó en el bolsillo—. No necesitas un trabajo temporal. Te estoy ofreciendo uno para el resto de tu vida. Sólo tienes que decir que sí. Pero no ahora —salió del coche y le abrió la puerta—. Vamos. Valentina no nos perdonaría que llegásemos tarde.


Fue una suerte que la ayudara a bajar, porque le temblaban tanto las piernas que no podía caminar por sí sola. ¿Quedarse? ¿Para el resto de su vida? La tarde fue una delicia. Los pequeños interpretaron canciones infantiles y la obra fue un éxito, aunque algunos disfraces se rasgaron y algún decorado se cayó. Pasó una eternidad hasta que finalmente pudieron marcharse. Todo el mundo quería saludarlos e invitar a jugar a Valentina. Pedro anunció la búsqueda del Huevo de Pascua en High Tops, lo que hizo que la niña saltara de emoción y no parara de hacer preguntas de camino a casa. ¿Habría una fiesta? ¿Haría Paula una tarta? ¿Podrían ir todos? Cuando llegaron a casa, Paula se sentía muy dolida. Aquello era muy injusto. Estaba siendo manipulada por Pedro. Si él necesitaba que se quedara y cuidara de Valentina debería pedírselo. Y ella podría negarse.


—Parece que tenemos visita —dijo Pedro—. La verja está abierta.


—¿Quién...? —empezó a preguntar Paula, pero de repente salió del Land Rover, antes incluso de que Pedro lo detuviera, y levantó en brazos a la niña que se arrojó sobre ella—. ¡Emma! ¡Cariño! ¿Qué estás haciendo aquí? —entonces miró a los Gilchrist. que esperaban junto a su coche, y supo la respuesta.


Y en aquel momento,  con el corazón encogido, supo que sólo había respuesta a la pregunta de Pedro. Quería quedarse allí. pero estaba a punto de que le recordaran una promesa. Dejó a Emma en el suelo, aunque la niña continuó aferrada a su mano,  y animó a Valentina. quien había reclamado al instante la otra mano. a que llevara a Emma a ver su poni. Entonces hizo las presentaciones de rigor.


—Pedro, éstos son Yanina y David Gilchrist. Yo trabajaba para David cuidando a Emma.


—Paula me lo ha contado todo sobre ustedes —dijo Pedro con una sonrisa forzada, y los invitó a pasar—. El fuego de la biblioteca está encendido. ¿Por qué no se ponen cómodos mientras preparo un poco de té?


David Gilchrist levantó las cejas, sin dejarse impresionar por un hombre que preparaba té para las visitas cuando él tenía una criada que lo hiciera. La señora Gilchrist, por su parte, parecía desesperada.


—Paula —le dijo en cuanto Pedro se alejó—, cometí un terrible error. ¿Podrás perdonarme?


—Por supuesto. Pero no tenías que venir hasta aquí para pedirme perdón. Por cierto, ¿Cómo sabías dónde estaba?


—La señora Campbell nos lo dijo. Dijo que iba a avisarte por teléfono.


—Mi móvil estaba apagado. Estábamos en la función de Valentina. Espero que no hayan esperado mucho.


Ella negó con la cabeza, como si la espera no importara.


—Eres tan buena con los niños...


—No hay ningún secreto en eso, Yanina. Son personas, como tú y yo.


—Pero tú haces que parezca muy fácil. Emma... —se miró las manos mientras retorcía su pañuelo—. No puedo tratarla. Me odia. Por eso te pido, te suplico que vuelvas. Ella me dijo que le habías prometido que estarías a su lado si te necesitaba... Tendrás tu propia casa, tu propio coche, te pagaremos lo que haga falta. Hong Kong es un lugar maravilloso...


Paula le puso una mano sobre la suya, interrumpiéndola.


—¿Crees que después de lo que pasó podría volver a hacer esto por dinero?

Inesperado Amor: Capítulo 49

 —No te vayas, Paula.


Se detuvo y miró por encima del hombro.


—Creía que no me habías visto.


—No necesito verte. Siento tu presencia —dijo él. Se levantó, miró una vez más a Valentina y fue hacia la puerta—. No te vayas, Paula.


Paula estuvo a punto de preguntarle cómo sabía lo que estaba pensando, pero se contuvo. Pedro había estado leyendo sus pensamientos desde su llegada a la casa.


—Valentina ya no me necesita —dijo—. Te tiene a tí.


—¿Y si vuelvo a decirte que yo te necesito?


Ella se recordó a sí misma que no le había hecho ninguna promesa. Que a pesar del inesperado encanto de una colina brumosa debía estar en España. Que todo lo que él necesitaba y pedía era que lo ayudara con Valentina.


—Eres igual que todos los hombres —le dijo, quitándole importancia—. No soportas ir de compras.


—¿Eso es un sí? —preguntó él, mirándola fijamente.


—Me quedaré un poco más —concedió ella, sabiendo que era una estúpida—. Valentina nunca ha ido al colegio. Tal vez le resulte difícil.


—¿Es una promesa?


Estaba tan cerca de ella que podía tocarla, besarla... Un solo beso y sería capaz de jurar lo que fuera, y seguro que Pedro lo sabía. Pero él no hizo nada.


—Sí, es una promesa —respondió ella.


¿Cuánto tiempo sería «Un poco más?», se preguntaba Paula. Cuando cada momento era valorado como si fuese el último, el tiempo transcurría a una velocidad endiablada. Había pasado el día con Pedro y Valentina comprando ropa normal. El uniforme para el colegio y otras cosas para poder salir al campo. Botas de agua, chaquetas, pantalones, camisetas, calcetines...


—Valentina debe de tener todo esto en casa —protestó cuando añadieron otra prenda «Esencial» al carrito.


—¿En serio? —preguntó él, sacudiendo la cabeza—. No he visto una ropa como ésta en High Tops, ¿Y tú?


—No, quiero decir que... —se calló y a punto estuvo de abrazarlo. Pero se contuvo, metió otro par de calcetines en la bolsa y se contentó con una sonrisa.


Él no sonrió, sino que se limitó a mirarla fijamente, Ella tragó saliva y se volvió hacia Valentina.


—¿Tienes hambre?


Intentó conducirlos en la dirección de la comida sana, pero Valentina quería una hamburguesa.


—Sólo por esta vez —aceptó Pedro.


Al día siguiente, Pedro no quiso escucharla cuando Paula insistió en que debería ser él quien llevara a Valentina al colegio.


—Iremos los dos, para que la directora pueda conocerte —dijo él. Era un argumento tan razonable que Paula no se pudo negar.


Pero cuando Valentina, encantadora con su falda gris y jersey rojo, se separó de ellos y fue absorbida por una multitud de niñas ansiosas por descubrir quién era, las manos de Paula y Pedro se entrelazaron y se apretaron fuertemente.


—Estará bien, ¿Verdad? —preguntó él.


—Son las otras niñas de quienes deberías preocuparte —respondió ella, reprimiendo las lágrimas.


Al final de las clases, Valentina salió exultante de alegría.


—¡Es genial! —exclamó—. Tu nombre está en la lista de mamas, y voy a hacer de hada en la obra de final de curso. Los dos tendrán que sentarse en primera fila para verme.


Pero entonces llamó la hermana de Paula para que le contara cómo estaba disfrutando de sus vacaciones, y cuando ella le explicó lo sucedido, su hermana se enfadó mucho y le echó un sermón por haber renunciado a su tiempo libre para hacerse cargo de otra niña. Ella no iba a quedarse para siempre. Sólo hasta el final del trimestre escolar. De ningún modo cambiaría el placer de ver a Valentina en su primera función por toda la sangría de España. Y entonces Sandra llamó y comunicó que Brenda Alfonso había mandado por fax una disculpa desesperada, junto a una autorización para que Valentina pudiera quedarse con Pedro.


—No tienes que quedarte ahí ni un día más, querida. He hablado con varias agencias de viajes y esta misma tarde van a enviarme los horarios de los vuelos. Y Brenda va a pagarlo todo.


—Es muy amable de su parte, pero creo que voy a olvidarme de España este año —dijo Paula—. Me gusta este lugar.


—¡Pero no puedes quedarte!


—¿No puedo?


—A Brenda no le gustó nada que te quedaras ahí. No te pagará otro día más.


—Sandra, puedo hacer lo que quiera. No trabajo para tí ni para Brenda Alfonso —declaró, y colgó sin decir más.


Al levantar la mirada, vió a Pedro apoyado contra la puerta. Parecía a punto de echarse a reír.


—Sólo será hasta el final del trimestre —se apresuró a decir ella—. No puedo perderme la obra de teatro.


—Valentina estará encantada.


«¿Y tú, Pedro Alfonso?», se preguntó ella. Pero ninguno dijo nada más. Se acabaron las insinuaciones y el consuelo. Sólo estaba ahí. Él las llevaba al colegio cada mañana, aunque los baches del camino habían sido allanados y el coche de Jacqui estaba de vuelta en la cochera, de modo que ella podría haber conducido fácilmente. Se encontraban en las comidas, cuando volvía del campo o de la librería, dispuesto a compartir un sándwich si ella le había preparado uno, o listo para hacer uno y compartirlo con ella si Jacqui había estado ocupada ayudando a Alicia. Cuando ella quería ir de compras, él empujaba el carrito en el supermercado, y parecía contento de demostrarle que podía cocinar tan bien como ella. Tampoco desaparecía inmediatamente después de cenar, sino que se quedaba para ayudarla a recogerlo todo mientras le preguntaba a Valentina cómo había pasado el día. Preparaba el café, participaba en el baño de la niña y se turnaba con Paula para leerle cuentos en la cama. Paula estaba convencida de que Pedro quería aquel momento especial exclusivamente para sí mismo, pero él había insistido en compartirlo. Y una vez que Valentina estaba dormida, pasaban las veladas en la biblioteca, frente al fuego, leyendo y escuchando música suave de fondo. La niña tenía razón. High Tops era un lugar maravilloso para quedarse, ahora que la niebla se había disipado y el cielo lucía su azul radiante sobre la belleza del valle. Por todas partes se veían narcisos y corderos. Y alguien tenía que vigilar a las gallinas, que ponían huevos por todas partes.

martes, 18 de junio de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 48

 — ¿Cómo voy a marcharme? Has hecho que se lleven mi coche. Y Valentina me prometió que me lo pasaría muy bien si pasaba aquí mis vacaciones.


— ¿Y qué le prometiste tú a ella?


—Sólo que me quedaría mientras me necesite, Pedro. He aprendido la lección. Se acabaron las promesas para siempre.


— ¿Todas?


Ella estaba apretada contra él, con el rostro levantado. Él levantó la mano, inseguro, muerto de miedo, pero había estado huyendo demasiado tiempo. Era el momento de decir lo que quería. A Valentina de vuelta en su vida. Una nueva vida. Y a Paula.


— ¿Y si te dijera que te necesito?


—No me conoces, Pedro.


Él le tocó la mejilla, apartándole el pelo del rostro. Se sentía como un chico a punto de dar su primer beso. Ella le clavó la mirada serena de una mujer preparada para esperar.


—Tu personalidad brilla en todo lo que haces. Yo soy el único riesgo aquí, pero te pido que te arriesgues. ¿Te quedarás?


— ¿Qué me estás pidiendo?


Él le respondió rozándole ligeramente los labios con los suyos.


—Ya lo sabes.


Se produjo un silencio que pareció interminable. Hasta que se abrió la puerta de la cocina.


—He estado pidiendo un vaso de agua desde... —empezó a decir Valentina, pero se detuvo al verlos abrazados—. Ups.


Eso fue todo. El momento había pasado, y Paula se apresuró a llenar un vaso de agua y dárselo a la niña.


—Vamos, cariño, te acompaño a la cama —le dijo—.Mañana hay que levantarse muy temprano.


Pero Valentina se negó a que le metieran prisa. Bebió lentamente, y al acabar miró a Pedro con el ceño fruncido.


— ¿Hay algún problema? —preguntó él, y rezó por que no le dijera que había cambiado de opinión y que no quería ir a la escuela. Ya había empezado a imaginársela traspasando las puertas del colegio en su primer día.


—Tú eres mi papá, ¿Verdad?


—Sí —respondió, luchando contra el nudo que se le había formado en la garganta—. Lo soy.


—Entonces, si estás besando a Paula. ¿Eso significa que ella va a ser mi mamá?


—Ya tienes una mamá —se apresuró a decir Paula intentando evitarle a Pedro la vergüenza de responder.


—No —dijo Valentina—, Yo tengo una madre. No es lo mismo.


-¿Cual es la diferencia, Valentina? —preguntó Pedro, antes de que Paula pudiera llevarse a la niña.


Paula sintió que estaba al borde de un precipicio. Un paso en falso significaría el desastre total. Había estado mintiéndose a sí misma si fingía no haber deseado que Pedro la besara. Lo había deseado desde aquel instante de conexión en el establo, cuando él examinaba su coche. Y aquella conexión la había obligado a admitir que deseaba mucho más que un beso. Pero sabía que si se dejaba llevar por la pasión, no podría controlar sus sentimientos. Qué fácil le resultaba imaginar que lo que sentía, lo que Pedro sentía, era algo más que una atracción fugaz, un efímero deseo... Y qué fácil sería confundir su responsabilidad con Valentina con lo que sentía por él... En cuanto a Pedro... Debía de estar más confuso que nunca. La niña a la que amaba y a la que había perdido estaba de vuelta en su vida. Sería muy fácil si no estuviera implicado el bienestar de Valentina, pero Paula no estaba dispuesta a confundir de nuevo su papel. De ningún modo heriría a otra niña con promesas que no podían cumplirse. Valentina, quien naturalmente no tenía ese problema. se limitó a encogerse de hombros.


—Las mamas hacen cosas. Buscan polluelos, cocinan, tienen tiempo para jugar... Mi madre siempre está ocupada. Siempre está de viaje. Paula es como la mamá de un cuento.


Paula vió cómo Pedro se quedaba boquiabierto.


—Bueno, pues Paula cree que ahora deberías estar en la cama — levantó la mirada—. ¿Verdad, papi?


—Así es —respondió él, y levantó a Valentina en brazos—. Hay que acostarse temprano para levantarse temprano y así poder ir de compras. Tenemos que conseguirte el uniforme para el colegio, ¿Verdad? ¿Estás segura de que quieres ir?


Valentina respondió con una risita, y Paula, cuyo primer impulso fue seguirlos arriba, se detuvo en la puerta de la cocina y aprovechó que no se percataban de su ausencia para recoger la bandeja de la biblioteca y lavar las tazas. Después, se dedicó a ordenar las botas por número. Pero cuando acabó, Pedro aún no había vuelto, de modo que subió las escaleras y miró en la habitación de Valentina. La niña se había quedado dormida mientras Pedro le leí un cuento, pero él no se había movido, incapaz de apartar los ojos de ella. Había dicho de sí mismo que era un riesgo, pero no había nada malo en que un hombre contemplase a una niña con tanta ternura y amor, y Paula se avergonzó por haber dudado del buen gusto de sus hormonas. Obviamente reconocían a un buen hombre cuando lo veían. Tras unos segundos, se sintió como una intrusa y se dió la vuelta. Había cumplido con la tarea que le habían asignado: Dejar a Valentina en un lugar seguro. Era el momento de marcharse.

Inesperado Amor: Capítulo 47

En la cocina, echó al perro del sofá, hizo sentarse a Paula y preparó un chocolate caliente con unas gotas de brandy. Ella aceptó la taza, tomó un sorbo y sonrió.


—Oh, sienta bien.


—Es lo que mi niñera me hacía cuando necesitaba consuelo —explicó él.


— ¿Te daba brandy?


—Sólo un poco. Vamos, arrímate —le ordenó, levantando el brazo—. Tienes que recibir el consuelo completo.


— ¿Sabes? Cuando te ví por primera vez. pensé que eras el gigante que me asustaba en mis pesadillas infantiles.


—Sí, oí cómo me describías a Sandra Campbell —ladeó la cabeza y sonrió, y ella se acurrucó contra él. Permanecieron en silencio durante un rato bebiendo el chocolate, y Pedro sintió cómo Paula se iba relajando poco a poco. Pensó que podría ser feliz sólo estando sentado allí con ella, abrazándola, pero había demonios que afrontar, y cuanto antes, mejor—. Háblame de Emma, Paula —le pidió, quitándole la taza y dejándola en el suelo. Ella debía de estar lista para hablar, porque no dudó ni un segundo.


—Siempre me han gustado los niños. Mis hermanas eran mayores que yo, y ya tenían hijos cuando entré en la Universidad. Sandra Campbell las conocía, me vió cuidando a los niños y me ofreció la posibilidad de trabajar temporalmente de niñera para ella, durante las vacaciones. Mi trabajo consistía en llevar a los niños de un sitio para otro, como se suponía que debía hacer con Valentina. y suplir alguna baja imprevista, cuando una niñera se declaraba en huelga o cuando una madre tenía que ir al hospital —bajó la vista hacia la taza—. O cuando moría.


— ¿Eso fue lo que sucedió con Emma? ¿Su madre murió?


Ella asintió.


—Un accidente de coche. Una tragedia horrible. Su marido no pudo superarlo. Emma era muy joven, y estaba muy enfadada. No entendía por qué su madre la había dejado. Estuve con ellos todo el verano, y ella estaba empezando a abrirse y a confiar en mí cuando llegó el momento de volver a la Universidad. ¿Qué iba a hacer? Si la dejaba. Emma perdería por segunda vez en su vida a la única persona en quien confiaba y nunca volvería a creer en nadie.


—Sé que nunca dejarías a una persona que te necesitara —dijo él, pensando en cómo la había visto con Valentina.


—Nunca intenté que olvidara a su madre, ni tampoco ocupar su lugar. Pero su madre sólo era una cara en una fotografía, tan insustancial como un ángel. En los aspectos prácticos, yo era su madre. Y también su padre. porque el verdadero apenas le hacía caso. Le prometí que siempre estaría a su lado, que jamás la abandonaría.


— ¿Qué ocurrió?


—David Gilchrist era banquero. Un hombre guapo y muy rico. Yo había sido la niñera de Emma durante casi cuatro años. cuando un buen día trajo a casa a una mujer que había conocido en sus viajes y, con mucha calma, me comunicó que se habían casado. Y con la misma calma le dijo a Emma que tenía una nueva madre. Emma, enfrentada a una perfecta desconocida, declaró rotundamente que yo era la única madre a la que ella quería. En un abrir y cerrar de ojos, me pusieron de patitas en la calle y se mudaron a Hong Kong.


— ¿Y la pulsera?


—Me la devolvieron con una breve nota recordándome que sólo había sido una empleada y pidiéndome que no volviera a ponerme en contacto con Emma. Nada de regalos de cumpleaños ni de Navidad. Ni tampoco tarjetas. Nada. La nueva señora Gilchrist envió la pulsera a la agencia, en vez de mandármela directamente a mí, para dejarlo aún más claro.


—Tuvo que ser muy duro.


—Sí, lo fue, pero supongo que temía que, si no borraba el recuerdo que Emma tenía de mí, nunca podría disfrutar de su amor, y tal vez tuviese razón. Me impliqué tanto emocionalmente que olvidé la primera regla de una niñera. El niño que cuidas no es tuyo. Tienes que estar preparada para dejarlo...


Parpadeó y no pudo evitar que se le escapara una lágrima, que él le quitó con el pulgar.


—No hay reglas en lo que respecta a los niños, Paula. Los quieres porque no puedes evitarlo, y cuando los pierdes, sufres.


—Tienes otra oportunidad con Valentina. No la desaproveches.


—Gracias a tí.


—Creo que ha sido cosa de ambos, Pedro.


—Pero el mérito es tuyo. ¿Cuántas mujeres se habrían quedado?


—Fue Valentina la que quiso quedarse.


— ¿Entonces estás preparándote para marcharte, ahora que has acabado tu labor de Mary Poppins? —preguntó él, intentando mantener la voz serena.

Inesperado Amor: Capítulo 46

 —Tal vez, si las cosas hubieran sido diferentes. Pero había estado alejado de ella tanto tiempo que me había olvidado. Me trataba como a un desconocido.


—No te había olvidado, Pedro. Pensaba que la habías abandonado y te castigaba por ello.


Él consiguió esbozar una pequeña sonrisa.


—Eso son sólo elucubraciones, Paula.


—Posiblemente. Pero tienes que preguntarle una cosa. Si de verdad te olvidó, ¿Por qué me dijo que quería ser médico cuando fuera mayor?


A Pedro le dió un vuelco el corazón.


— ¿Cuándo? ¿Cuándo te ha dicho eso?


—De camino aquí. Le pregunté si iba a ser modelo como su madre, y declaró que iba a ser médico como...


— ¿Como quién?


—No acabó la frase. ¿Has notado cómo hace eso? Te dice las cosas a medias. Ahora me doy cuenta de que estuvo a punto de decirme en una ocasión que su abuela no se encontraba aquí. Con Valentina hay que formular la pregunta exacta.


—Lo supo por Bianca, quien obviamente sabía que su madre no estaba aquí.


— ¿Has hablado con ella?


—La llamé antes. Ella también dijo algo extraño. Dijo que no estaba previsto que tú te quedaras. Pareció irritarse bastante por tu dedicación al trabajo.


— ¿En serio? —preguntó Paula, sonriendo—. ¿Por qué será? Vamos a ver... ¿Podría ser porque quisiera darte una oportunidad para volver a acercarte a Valentina? ¿Para restablecer la relación que una vez tuvieron?


— ¿Estás insinuando que Bianca se ha hartado de jugar a ser madre y quiere desprenderse de Valentina para poder dedicarse a su amante?


—Tú eres quien la conoce, no yo. ¿De verdad es tan superficial? — esperó, pero no obtuvo respuesta—. De una cosa estoy segura, Pedro. Valentina quiere quedarse aquí contigo. Y tal vez Bianca sepa eso también — puso una mano sobre la suya—. Puede que, a pesar de las apariencias, tu prima sea algo más que guapa.


Él la miró y sacudió la cabeza, como si fuera incapaz de hablar.


— ¿Qué? —lo apremió ella.


—Me pregunto cómo has llegado a ser tan sabia.


—Ojala lo fuera —agarró la cadena de su muñeca y la apretó contra el corazón.


—Háblame de él.


— ¿De él?


— ¿No hay un él?


Ella negó con la cabeza, y fue entonces cuando Pedro comprendió realmente lo indefenso que estaba. Porque quizá con el tiempo pudiera ayudarla a vencer el recuerdo de un hombre, pero ¿Cómo competir con una mujer?


—Lo prometí, ¿No? —dijo ella en tono arrepentido.


—Sí, y seguro que nunca has roto una promesa en tu vida.


—Sólo una vez. Le prometí a Emma que nunca la dejaría, pero al final no me quedó más remedio —se desabrochó la pulsera y la sostuvo en alto—. Encargué que le hicieran esto para su cumpleaños, el mes pasado. Quería que supiera que si estaba dispuesta a perdonarme, podíamos seguir adelante —dejó la pulsera sobre su palma y cerró la mano—. Su familia me la envió de vuelta.


— ¿Su familia?


Ella lo miró extrañada, y él comprendió de repente que Emma no era una amante, sino una niña.


— ¿Cuánto tiempo fuiste su niñera? —le preguntó rápidamente, antes de que ella imaginara lo que había estado pensando.


—Años. Demasiado tiempo, quizá. Me preguntaste por qué dejé la Universidad. Lo hice por Emma. Creo que eres la única persona que conozco que puede entender por qué.


—Tomaré eso como un cumplido.


—Lo ha sido —dijo ella, y se dio la vuelta, como si le doliera demasiado continuar. Se dispuso a agarrar la taza de café, pero él la detuvo.


—Déjalo. Está frío —se levantó e hizo que ella también se levantara—. Prepararé un poco. ¿O vas a soltarme otro sermón sobre lo malo que es beber café por la noche?


—Ya tengo bastante con contarte la historia de mi vida —dijo ella con una tímida sonrisa.


—En ese caso, añadiré algo para aliviar el dolor —respondió él. Agarró una botella del aparador y se la tendió a Paula para que él pudiera abrir la puerta.

Inesperado Amor: Capítulo 45

 —Cuéntamelo —le susurró—. Cuéntame lo que ocurrió.


El calor y el olor de Paula parecieron filtrarse en el interior de Pedro, reavivando algo que había intentado eliminar con todas sus fuerzas. Le produjo dolor, pero era como si una herida estuviese cicatrizando.


—Lo recuerdo todo con demasiada claridad —dijo él. 


El calor de la tarde. El polvo. Las moscas. El cálido peso de Valentina colgada de su espalda...


—Había acabado en el hospital y volvía al campamento, con Valentina sujeta a mi espalda. Ella se despertó, empezó a llorar y yo me detuve y la tomé en mis brazos. Lo último que recuerdo es su carita iluminándose con una sonrisa... —hizo una pausa y sacudió la cabeza—. Entonces el mundo explotó a mi alrededor cuando un proyectil cayó en alguna parte, detrás de nosotros, y salí despedido por los aires.


— ¿Y Valentina? ¿Qué le pasó?


—Cuando cesó el bombardeo, me encontraron en un refugio, protegiéndola con mi cuerpo. Debí de arrastrarme hasta allí, aunque no recuerdo cómo conseguí llegar.


—La salvaste otra vez.


—Un momento antes...


—Shhh —lo interrumpió ella—. La salvaste —le susurró, acariciándole la espalda—. ¡Oh! Por eso son las heridas de tu espalda...


Pareció que iba a desmayarse, y Pedro se apresuró a sujetarla.


—Olvídalo —le dijo—. Olvida que las has visto.


— ¡No! —exclamó ella, echándose hacia atrás—. Quiero verlas. Ahora —sin esperar, empezó a desabrocharle la camisa.


Él le agarró las manos para detenerla, pero ella lo miró fijamente a los ojos y él la soltó y le permitió hacer lo que quería. Entonces ella se inclinó hacia delante y lo besó con tanta dulzura que la respuesta inmediata de un cuerpo sobrecargado de estímulos pareció casi...Profana. Pedro contuvo la respiración y se esforzó por reprimir la imperiosa necesidad que lo dejaba indefenso, mientras ella seguía desabrochándole la camisa. Sacó los faldones de la cintura y la tiró al suelo. Y entonces lo tocó. Primero lo hizo con mucho tiempo, trazando el contorno de sus hombros con la punta de los dedos, luego sus brazos, hasta extender las palmas sobre las cicatrices.


— ¿Te duele? —preguntó ella.


¿Doler? Con la mejilla de Paula presionada contra su pecho y el pelo rozándole el rostro, estaba lejos de sentir dolor, pero sí sentía la molestia de su miembro endurecido presionándose contra la cremallera del pantalón.


—Sí —consiguió responder, y volvió a ponerse la camisa.


Ella se sentó sobre sus talones y lo miró con el ceño fruncido.


—No me mires así—dijo él—. Estoy bien.


— ¿De verdad? Entonces, ¿Por qué está Valentina viviendo con tu prima? ¿Y por qué eres tan desgraciado?


— ¿Desgraciado? —se echó hacia atrás para poner distancia entre ellos y tomó un sorbo de café. Necesitaba tiempo para recomponerse y pensar.


— ¿No vas a negarlo?


—No, no voy a negarlo, pero, como tú has dicho, la vida se interpone en nuestro camino. Mis heridas eran demasiado graves como para que las pudieran tratar allí, donde apenas había medios, pero me negué a que me mandaran a casa sin Valentina, y eso era un problema, porque ella no tenía ningún documento de identidad. Yo no tenía ningún derecho sobre ella. Necesitaba otro milagro.


—Y lo tuviste.


—Cuando se convirtió en un asunto de vida o muerte, el jefe de la unidad médica avisó al cónsul para intentar hacerme entrar en razón. Era un hombre muy compasivo. No me dejó ni que explicara la situación. Se limitó a mostrarme su libro de registros y me sugirió que era el momento de registrar a mi pequeña. No me preguntó el nombre del padre, únicamente el mío. Y cuando le di a Valentina el apellido de mi madre, pareció entenderlo. Entonces me dió una copia del certificado y me felicitó por mi nueva hija —levantó la mirada y se encontró con la de Paula—. Es mía, Paula. En todos los aspectos, y habría hecho mucho más que mentirle a un cónsul con tal de quedármela. Yo la quería, Paula. La quiero. No podía dejarla en un orfanato.


—Pues claro que no podías. La trajiste a casa, a High Tops.


—Ojalá. La verdad es que después de que me evacuaran del país, pasé una larga temporada en el hospital. Injertos de piel y ese tipo de cosas. Bianca me echó una mano, se quedó con Valentina, contrató a una niñera y se entretuvo vistiéndola con ropa bonita.


—Como jugar con muñecas —dijo Paula—. Pero con una niña de verdad.


—Era inevitable que algún sabueso de la prensa lo descubriera. Le sacaron varias fotos con Valentina y a los pocos días el rumor se había difundido por todas las revistas.


—Así que ella fingió haber adoptado a una huérfana de guerra.


—No podía decir la verdad, pues entonces se habría sabido todo. Lo hizo para protegerme. A mí y a Valentina. Además, las grandes estrellas siempre están haciendo ese tipo de cosas. Es bueno para la publicidad.


—Debes de odiarla mucho.


—No. La conozco. Por eso me evita a toda costa.


—¿Y Valentina?


—Cuando yo me ví con fuerzas para reclamar su custodia, ya tenía una nueva vida. No podía llevármela al extranjero, a zonas en conflicto con epidemias y hambrunas donde habría vivido en un riesgo permanente.


—Podías haberte quedado en casa con ella.

jueves, 13 de junio de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 44

 —¿Su certificado de nacimiento? —repitió él, perplejo—. ¿Qué demonios hacía con eso? Debería estar guardado bajo llave. Para no hacer daño a nadie...


—Dijo que lo había encontrado tirado por ahí, aunque sospecho que en realidad lo estaba buscando y que tal vez se aprovechó de algún cajón abierto —sonrió y él se olvidó de respirar—. No sé tú, pero yo confío en la habilidad de Valentina para crear una distracción conveniente cuando quiere conseguir algo.


—Es un pequeño demonio —corroboró él, y se sorprendió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.


—Y en caso de que te preguntes por qué, diría que estaba intentando averiguar quién era ella.


La sonrisa se borró del rostro de Pedro.


—Ella sabe quién es.


—¿Eso crees? Si estuvieras en su lugar, ¿No tendrías unas cuantas preguntas?


—Debería habérselo preguntado a Bianca —dijo él—. Su certificado de nacimiento no le dirá nada.


—¿No? —preguntó ella, y abrió el documento—. A mí me parece que este pedazo de papel nos dirá bastante. Por ejemplo, no es un certificado de nacimiento normal y corriente. Ni siquiera un certificado de adopción. Es un certificado de nacimiento consular expedido en Digali, un pequeño país subsahariano que sufre desde hace muchos años una terrible guerra civil —levantó la mirada, desafiante—. ¿Estuviste trabajando allí?


—Para una ONG, sí.


—¿De verdad? —preguntó con repentino interés, y soltó un pequeño suspiro—. Cómo te envidio.


—Deberías haber seguido con tu carrera si querías trabajar sobre el terreno. ¿Tienes idea de cuánta ayuda se necesita?


—Lo sé, pero la vida se interpuso en mi camino —dijo ella con una triste sonrisa, y pareció perderse en sus pensamientos por un momento.


—¿Me contarás qué pasó? —le preguntó. Tenía que saber lo que la había vuelto tan triste.


Ella lo miró en silencio durante un rato.


—Tal vez. Más tarde, quizá...


¿Dependiendo de lo franco que fuera con ella? No tenía intención de mentirle.


—¿Es una promesa? —preguntó, inclinándose hacia delante y aguardando su respuesta con la respiración contenida. Y cuando ella asintió, Pedro supo que no había sido una decisión fácil y que lo había pensado muy seriamente antes de confiar en él.


—Es un trato, Harry. Tú me cuentas tus secretos y yo te cuento los míos.


—Mis secretos están ahí, en tu regazo, en un documento público.


—Quiero saber algo más aparte de que eres un mentiroso, Pedro Alfonso—las palabras eran duras, pero su voz no. Ni tampoco su mirada—. Muy bien —dijo ella, cuando él no dijo nada—. Vamos a ver —.desdobló la hoja y empezó a leer.


"Padre: Pedro Alfonso. Profesión: Cirujano. Madre: Romina Ngei. Nombre del bebé: Valentina Romina. Lugar de nacimiento..."


—¿Cómo lo hiciste, Pedro? —le preguntó—. ¿Por qué lo hiciste?


—Porque no podía dejar que Valentina se convirtiera en otra estadística de guerra.


—Tiene que haber docenas de bebés. Cientos...


—Miles —corrigió él—. Siempre son los inocentes quienes más sufren.


—Pero ¿Por qué ella?


Él negó con la cabeza, reacio a revivir el horror. Quería levantarse, salir de la biblioteca, perderse en las colinas... Pero eso era lo que había estado haciendo durante años. Huir hacia delante, refugiarse en el trabajo. El hecho de haber llegado finalmente a un punto muerto demostraba que no era ésa la respuesta. E ir de un sitio para otro no había supuesto la menor diferencia. Pero había mantenido su dolor encerrado durante tanto tiempo que no podía expresarlo con palabras. Se arrodilló frente al fuego, removió las cenizas con un atizador y añadió un par de troncos, observando cómo empezaban a arder. Quería retrasar el momento lo más posible. Ella no lo presionó. Permaneció callada mientras él organizaba sus pensamientos.


—Su madre era una refugiada que huía de los combates —dijo él finalmente—. Nunca supe su nombre... Tuve que inventármelo —la miró para asegurarse de que lo entendía y ella le puso una mano en el hombro para confirmárselo—. Ni siquiera sé de dónde era, sólo que había tenido la desgracia de meterse en un campo de minas. La llevaron al hospital donde yo trabajaba. Lo único que pude hacer fue traer al mundo a Valentina con una cesárea de emergencia.


Paula no dijo nada. Se limitó a cubrirse la boca con la mano. Podía imaginar el horror que Pedro describía sin necesidad de más detalles.


—Valentina era pequeña y débil, pero cuando saqué su cuerpecito de los restos de su madre y la lavé, soltó un grito de... Triunfo. Era como si exclamase: «¡Lo he conseguido! ¡Estoy viva!». Y me agarró el dedo como si nunca fuera a soltarlo. En aquel lugar tan espantoso, fue como un milagro, Paula.


—Lo fue. Tú la salvaste.


—¿Pero para qué? La cruda realidad era que no sobreviviría ni un solo día en un campo de refugiados sin una madre que la cuidara.


—Pero sobrevivió.


—Le hice una promesa. Le prometí que no se convertiría en otra víctima anónima de una guerra sin sentido.


—La salvaste —repitió Paula en un susurro—. ¿Cómo lo hiciste?


—Me la quedé yo. Dormía a mi lado y viajaba conmigo. Yo le daba de comer, la cuidaba y en una ocasión realicé una operación con ella sujeta a mi espalda.


Debió de estremecerse al pensar en lo cerca que había estado de perderla, porque de repente Paula estuvo arrodillada junto a él, tomándole la mano y sosteniéndosela por un momento, antes de rodearle el cuello con un brazo y apretarlo contra su pecho.

Inesperado Amor. Capítulo 43

Pedro sabía que estaba jugando con fuego. A pesar de sus esfuerzos y su mal carácter, no había conseguido desanimar a Paula, sino que ésta había llegado finalmente a tocarlo. No sólo físicamente, sino también en un lugar oscuro y cerrado donde nadie había estado en los últimos cinco años. Ni siquiera él. Cada vez que la veía y le hablaba, ella se acercaba un poco más, eludiendo sus defensas. Tal vez no tuviera un paraguas como Mary Poppins, pero había algo mágico en ella. ¿Por qué Paula no le tenía miedo? Todo el mundo parecía haber captado el mensaje de «No molestar», pero ella lo ignoraba por completo. Y ahora lo había besado y él la rodeaba con un brazo... Y lo único que tenía en la cabeza era la idea de devolverle el beso. De besarla de verdad. Tendría que haberla dejado caer en la bañera. O haberse sumergido él mismo. El agua no estaba fría, pero habría servido para apagar el fuego que ardía en sus venas siempre que tocaba a Paula. Ella estaba inutilizando los esfuerzos que él hacía por bloquear las emociones. Era un peligro para su estabilidad mental y emocional, y sabía que debía acabar con eso sin pérdida de tiempo. Pero que Dios lo ayudara, porque era irresistiblemente encantadora, y la bondad y el calor que emanaban de ella lo atraían como un fuego en una fría noche de invierno. Mientras seguía sosteniéndola, desgarrado entre la voz de la razón y la fuerza del corazón, ella cerró los ojos y sus labios entreabiertos soltaron un suave suspiro. Y entonces él supo que nada podía salvarlo. Paula sintió el roce de los labios de Pedro contra los suyos. Un contacto casi imperceptible, pero que bastó para concienciarla del peligro. Sin embargo, era demasiado tarde. Por breve que fuera el contacto, tuvo el poder de agitarle todo el cuerpo, despertándolo de un estado lánguido y apagado como los primeros rayos de la primavera... Y al mirar a sus ojos en llamas, comprendió que, mientras que Pedro Alfonso había protegido su corazón contra el mundo exterior, ella había entregado el suyo.


—¡Perdonen! —gritó Valentina—. Si van a hacer cosas vulgares como besarse...


—¡No! —exclamó Paula. Se apartó bruscamente, envolvió a Valentina con una toalla y la sacó del agua para empezar a secarla—. He perdido el equilibrio, nada más, y el tío Pedro me ha sujetado.


Valentina la miró con escepticismo y se volvió hacia Pedro, totalmente inexpresiva.


—Él no es mi tío. Es mi papá.


Pedro se quedó helado. ¿Qué demonios le había contado Alicia a la niña? ¿Qué historias le había metido en la cabeza? La culpa lo traspasó, más afilada que cualquier dolor que hubiera sufrido, directa al corazón. Le había entregado aquella niña a una mujer que la trataba como a un objeto, y se había apartado sin luchar, renunciando a su amor y su respeto. ¿Qué podía decir ahora que no empeorara aún más las cosas? Algo. Tenía que decir algo y rápido, porque los ojos grises de Jacqui le exigían la verdad.


—Paula... —empezó, pero la voz se le quebró.


La expresión de Paula cambió de la duda a la certeza.


—Discúlpame, Pedro. Es tarde y tengo que acostar a Valentina si mañana vamos a ir de compras —levantó a la niña en brazos y salió del cuarto de baño.


Unos minutos antes, Pedro había estado quejándose porque aquella mujer hubiera derrumbado el muro defensivo que él había levantado. Ahora ella se había retirado, dejándolo a merced de los sentimientos. Había intentando decir algo, pero era demasiado tarde. Se había ido. Y también la niña. Por un momento estuvo tentado de seguirlas y ofrecer una explicación. Pero ¿Era eso justo? Había hecho lo que había hecho, y ya no podía cambiarse. Tal vez fuera mejor así. Debería darse una ducha, mantener las distancias por el bien de todos, volver a la fingida normalidad de su vida. Pero un murmullo de voces procedente de la torre lo atrajo, igual que antes lo habían atraído las risas. Eran las palabras tranquilizadoras de Paula mientras acostaba a Valentina y las disculpas desesperadas de la niña.


—Lo siento, lo siento... No quería decirlo. Él no me obligará a irme, ¿Verdad? Aún puedo ir al colegio...


Pedro llamó a la puerta y la abrió. El corazón se le encogió al ver a Valentina acurrucada en su cama y se le hizo un nudo en la garganta. Las dos lo miraban, esperando a que hablara.


—Ven a verme mañana antes de ir a comprar, Paula —consiguió decir—. Necesitarás dinero.


Sintió la mirada de Paula fija en él, y supo que intentaba averiguar lo que estaba pensando. Esperó que cuando lo descubriera se lo dijera, porque él había abandonado el guión que se había escrito para sí mismo y estaba vagando en la oscuridad, buscando alguna luz que le mostrara el camino.


—Me gustaría que tú también vinieras —dijo ella—. En los sitios que no conozco me desoriento con facilidad.


Allí estaba. La luz en la oscuridad.


—Por supuesto —respondió—. ¿Sabes lo que necesita?


—Haré una lista —dijo ella. Él asintió y se giró para marcharse— Pedro... —lo llamó. Él se detuvo y espero—. Te he dejado algo de cena en el frigorífico.


El destello se hizo más brillante y más cálido. A Pedro le pareció que había pasado una eternidad hasta que Paula fue a verlo a la biblioteca con una bandeja.


—He hecho café.


—No tenías que molestarte —dijo él, tomando la bandeja y dejándola sobre la mesita.


Aunque tal vez Paula hubiera hecho bien en molestarse. La bandeja, el café... No eran más que una manera de mantenerse ocupada y así evitar mirarlo. Y era sólo en esos momentos, cuando ella no lo miraba, cuando comprendía lo directa y penetrante que era su mirada. Era curioso cómo podía ver en su interior, sin importar la máscara que llevara. Después de verse a sí mismo con claridad por primera vez en mucho tiempo, no la culpaba por no querer mirarlo a los ojos en esos momentos. Ella sirvió el café en dos tazas y le tendió una a él sin leche ni azúcar. Entonces se sentó en el sillón más alejado de la chimenea y esperó a que él también se sentara.


—Debes de estar preguntándote... —empezó a decir él.


—Sí, pero antes de que digas nada, Pedro, tienes que saber que Valentina y yo hemos tenido una charla por lo de los teléfonos y las mentiras. Ella ha confesado que escondió mi móvil y que sacó de su bolsa la ropa para el campo que su madre había metido y la cambió por sus vestidos más bonitos. Por lo visto, quería que te fijaras en ella.


—Pues dile que lo ha conseguido.


—Te sugiero que se lo digas tú mismo —replicó ella, muy seria.


—Lo haré —prometió él, consciente de que estaba en un serio problema, y no sólo por Valentina.


—Bien. A partir de ahí todo será más fácil. Valentina estaba muy preocupada por lo que pudieras pensar de ella—se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja plegada—. Por eso me dió su certificado de nacimiento.

Inesperado Amor: Capítulo 42

Él se arrodilló junto a la bañera, ignorando el agua que le calaba los pantalones, y le arrebató el pato para obligarla a mirarlo.


—Alicia ha dicho muchas cosas esta mañana.


Valentina murmuró algo incomprensible. Pedro esperó en silencio.


—Sobre lo de ir al colegio del pueblo —repitió con enfado.


—¿De verdad te gustaría ir? —le preguntó Pedro, aunque el rostro de la niña lo decía todo—. Pero ¿qué ropa te pondrías? No puedes ir al colegio con un vestido de fiesta.


—¿Por qué no?


—Porque las otras niñas se pondrían muy tristes al ver un vestido tan bonito que nunca podrán tener.


—Oh, está bien. Entonces me pondré esa ropa vieja que encontraste — dijo con voz temblorosa, y miró a Pedro con ojos muy abiertos—. Por favor, por favor...


Pedro no respondió inmediatamente, sino que se volvió hacia Paula.


—¿A tí qué te parece, Paula?


Paula sintió un cosquilleo en el estómago ante aquella muestra de confianza. Pero la realidad era más prosaica. Al dejar la elección en sus manos, Pedro podría eximirse de cualquier responsabilidad si el experimento acababa en un desastre. Y ella temía que así fuera. Para una niña de seis años que nunca había ido al colegio la situación podía ser muy difícil. Especialmente para una princesita como Valentina. Pero si iba a la escuela, no molestaría a Pedro durante el día. y entonces a él no le importaría que se quedaran. Lo que significaba que ella tendría que hacer lo que fuera para asegurarse de que todo saliera bien.


—Si a la directora no le importa aceptarla para las dos últimas semanas del trimestre, estoy segura de que Valentina disfrutará de la compañía. Sólo hay un problema: Cuando pasé por el pueblo, vi que todas las niñas llevaban el mismo uniforme. Falda gris, camisa blanca y jersey rojo. Y zapatos prácticos —añadió, para no dejar lugar a dudas.


—¿Negros?


—O marrones.


—¿Zapatos prácticos negros o marrones? —preguntó Pedro, y sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Y una horrible falda gris? Bueno, supongo que eso lo cambia todo. Valentina jamás querrá ponerse esa ropa.


Se levantó, poniendo fin a la discusión, y por un momento Paula pensó en probar una táctica más dramática. Anticipándose a ella, Valentina se puso de pie, extendió los brazos y derramó agua en todas direcciones.


—¡Sí quiero! —exclamó—. Quiero un uniforme. Me gusta el gris.


Pedro estaba a punto de salir del cuarto de baño. Se detuvo y se giró.


—¿Estás segura? No servirá de nada que Paula te lleve al pueblo para comprarte ropa si vas a cambiar de opinión.


—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!


Paula se volvió hacia él para añadir sus propios ruegos, pero entonces vió las pequeñas y delatoras arrugas en las comisuras de sus labios. Ya había hecho que Valentina aceptara llevar ropa normal, y no estaba segura de si se sentía furiosa con él... O abrumada por la admiración ante semejante muestra de habilidad psicológica. Tal vez Pedro pensara que iba a decir algo, porque levantó una mano para que no hablara.


—De acuerdo, si eso es lo que quieres, llamaré a la directora para pedirle que te acepte. Pero tienes que estar completamente segura. Una vez que empieces, no podrás echarte atrás.


—¡No lo haré! ¡No lo haré!


Pedro la miró y Paula se dió cuenta de que su máscara había vuelto a caer. Una sonrisa que combinaba la ternura, el afecto y la autosatisfacción iluminaba su rostro. Sin pensar en lo que hacía, Paula le puso una mano en el brazo, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Por un momento el tiempo pareció detenerse. No se oyó ni se movió nada, ni siquiera Valentina. Fuecomo si un instante se alargara hasta el infinito, mientras la sonrisa de Pedro se transformaba en algo mucho más profundo. Fue un momento de pura magia, en el que ella pudo ver a través de su escudo de protección y sentir una inmensa alegría. Y entonces se estremeció, al enfrentarse con la fuente oscura del verdadero dolor. Fue una fuerza tan negativa que le hizo perder el equilibrio y casi caer hacia atrás, pero él la sujetó enseguida, rodeándole la cintura con un fuerte brazo. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.


—Corres riesgos muy serios, Paula Chaves—le dijo con una voz suave y casi inaudible.


Ella tragó saliva, consciente de los riesgos que estaba corriendo su frágil corazón.


—Hay que arriesgarse por lo que merece la pena tener.


—Lo sé —dijo él—. Pero una vez que asumes el riesgo, tienes que aceptar las consecuencias.

Inesperado Amor: Capítulo 41

 —Un mes... De acuerdo.


—Bueno, quizá sea un poco más. Depende de que los decoradores hayan terminado con la casa.


—¿Decoradores?


—Va a aparecer en una revista este año, así que los diseñadores de interiores se están desviviendo por conseguir la publicidad. Se suponía que tenía que estar acabada para Pascua, pero ya sabes cómo son esas cosas.


—Sí, me hago una idea —afirmó él, comprendiendo por fin por qué Valentina no podía quedarse en casa, atendida por el séquito de Bianca, como normalmente hacía—. ¿Te gustaría hablar con Valentina?


—Estoy muy cansada, Pedro. Si no duermo esta noche, mañana no habrá maquillaje que pueda borrar mis ojeras.


—¿Con Paula, entonces?


—¿Quién?


—La niñera que trajo a Valentina.


—¿Qué? Pero si yo creía que... ¿No se iba de vacaciones?


—Sí. Perdió su vuelo por culpa de tu incompetencia, y ahora ha tenido que renunciar a sus vacaciones para quedarse a cuidar de la niña.


—Por amor de Dios, Pedro, ¿Cómo has dejado que haga eso? Eres perfectamente capaz de cuidar de una niña pequeña, ¿No?


—Yo no le he dejado hacer nada. Fue ella quien insistió. Supongo que quiere obtener unos beneficios extras por cuidar a Valentina —dijo, respondiendo a la primera pregunta e ignorando la segunda, pues ambos sabían cuál era la respuesta.


—Sandra Campbell dijo que era una joya, y confía en poder persuadirla para que acepte el trabajo a tiempo completo.


—¿Ah, sí? Bueno, pues por el bien de Valentina espero que logreconvencerla.


Tras colgar, pensó en llamar a su tía, pero decidió no hacerlo. Llamar a Bianca en mitad de la noche había sido una estrategia deliberada para pillarla desprevenida, pero asustar a Dora era algo muy distinto. Y además, ¿Qué podía hacer ella? ¿Abandonar las primeras vacaciones de verdad que había tenido en años sólo porque él quería preservar su soledad? Dora tomaría el primer vuelo si él se lo pedía, de eso no había duda, pero ya era bastante malo que su hija la tratara como a una criada. Ese era el problema de la moralidad. Que impedía desentenderse de las situaciones difíciles. Paula iba a quedarse. Valentina era feliz. Y en cuanto a él... Bueno, en esos momentos lo que más necesitaba era un baño caliente y relajante. Con suerte, tal vez Paula le hubiera dejado las sobras de la cena para que se las recalentara, ya que parecía haberse empeñado en que comiera correctamente. Subió sonriente las escaleras, pero al llegar arriba se quedó paralizado al escuchar unos ruidos. Gritos, risas y chapoteos. Unos ruidos tan alegres y tan... Normales que Pedro no pudo evitar acercarse.


—Uno, dos, tres... —el chorro salió a través de los dedos de Valentina, que soltó un alegre chillido mientras el agua se desbordaba por el borde de la bañera.


Paula agarró una toalla para contener la inundación, pero cuando la extendió en el suelo, se encontró con un par de pies enfundados en unos calcetines empapados.


—Oh... —levantó la mirada—. Lo siento. Estábamos teniendo una guerra de agua. ¿Quieres jugar?


—¿Quieres inundar toda la casa?


—No se habrá filtrado por el techo, ¿Verdad? —preguntó ella, levantándose.


—No, no pasa nada. No era mi intención fastidiarles la diversión. Sólo he venido para devolverte esto —sacó el brazalete del bolsillo—. Lo encontré en la biblioteca. Pensé que lo echarías de menos.


Paula se miró la muñeca, sin poder creerse que se le hubiera caído sin darse cuenta.


—Gracias.


—Una inscripción muy interesante.


—¿La has leído? Hace falta una lupa para hacerlo.


—Tengo muy buena vista.


—Pregúntaselo ahora —le susurró Valentina a Paula.


—¿Qué tienes que preguntarme?


Paula se dispuso a decírselo, pero él la hizo callar con un dedo.


—¿Valentina?


La niña empezó a jugar con un pato de plástico, hundiéndolo en el agua. De repente no parecía tan segura de sí misma.


—Sobre lo que Alicia ha dicho esta mañana.