–He estado viviendo en París desde la última vez que nos vimos, así que supongo que se cansaría de no tener que hacer nada –contestó él, encogiéndose de hombros–. La señora Berry y el resto del servicio sí siguen trabajando aquí, pero a esta hora ya se habrán ido a casa.
Paula lo miró nerviosa.
–Entonces… ¿Estamos solos?
Pedro se quitó el abrigo y lo colgó en el armario, junto al de ella.
–¿Eso supone un problema para tí?
Paula apartó la vista.
–No, por supuesto que no. No es que tenga miedo ni nada.
–Bien, porque no tienes nada que temer de mí –murmuró él, tomándola de la barbilla para mirarla a los ojos.
El aire se cargó de electricidad. Leónidas se inclinó hacia ella y… De pronto sonó el timbre de la puerta.
–Será la cena –dijo él con una sonrisa.
Paula lo miró sorprendida.
–¿Has hecho un pedido a domicilio?
–La cocinera no está; ¿qué te iba a dar de cenar sino? No querría envenenarte con mi comida quemada.
Paula esbozó una sonrisilla y él sonrió también porque sabía que estaba recordando la vez que había intentado cocinar para ella y casi se le habían carbonizado los espaguetis con salsa marinera de bote que había intentado prepararle. Sin embargo, cuando la sonrisa de ella se disipó, supo que estaba pensando en todo lo que había pasado después. Esa era una batalla que no podía ganar, así que se dio la vuelta y fue a abrir. Pagó al repartidor, tomó las bolsas y cuando hubo cerrado la puerta se giró hacia Paula.
–Bueno, ¿Cenamos?
Ella miró las bolsas.
–¿Qué es?
–Comida china –contestó él–. Se me ocurrió pedirla porque sé que te gusta mucho, pero si prefieres otra cosa… –añadió vacilante.
–¿Has pedido pollo kung pao? –lo interrumpió ella.
–Claro.
–Pues eso es justo lo que me apetece.
Pedro la condujo hasta la cocina, que era enorme, y de allí pasaron a un comedor con un gran ventanal y puertas cristaleras que daban a un patio privado. Allí fuera, a la luz de la luna, estaba nevando suavemente.
–¿Tienes tu propio patio?, ¿Aquí, en medio de Manhattan? –exclamó Paula, sorprendida, mientras él dejaba las bolsas sobre la mesa.
Pedro se encogió de hombros.
–Por eso la compré. Me gusta tener espacio y aire fresco.
Paula frunció el ceño.
–¿A tí? ¿Te gusta el aire fresco?
Pedro se rió.
–¿Por qué te resulta tan chocante?
–No sé, es que solo te imagino en salas de juntas, bailes de salón, sentado en el asiento trasero de tu Rolls-Royce, o…
–Déjame adivinar –la cortó él, divertido–: ¿Sentado en la cámara acorazada de un banco, contando montones de monedas de oro como el tío Gilito?
Paula lo miró sorprendida al oírlo mencionar a ese personaje de dibujos animados.
–¿Cómo sabes quién es el tío Gilito? –le preguntó suspicaz–. ¿No será que ya tienes un hijo con otra?
La sonrisa de Pedro se desvaneció. Parecía dispuesta a pensar lo peor de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario