jueves, 7 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 4

El cachorrito gimió lastimeramente y le lamió la mano a Paula.


–Parece que está bien –dijo ella–, pero será mejor que lo lleve a un veterinario para asegurarme –alzó la vista y le preguntó a Pepe–: ¿Quieres venir?


Él torció el gesto.


–¿Al veterinario? No.


–Perdona que te deje plantado. ¿Quizá podríamos vernos más tarde? Podría ir a tu departamento esta noche.


–¿Esta noche? –Leo apretó la mandíbula–. Es que celebro una fiesta… 


El rostro de Paual se iluminó.


–¡Genial! Me encantaría conocer a tus amigos.


–Está bien –murmuró él–. Enviaré un coche para recogerte a las siete.


–Pepe, no hace falta que…


–Ponte un vestido de cóctel –la interrumpió él.


–De acuerdo –musitó Paula, intentando recordar si tenía siquiera un vestido de cóctel. Con el cachorrito en los brazos, se puso de puntillas y besó a Pepe en la mejilla–. Gracias por entenderlo; nos vemos en la fiesta.


–Paula… 


–¿Sí?


Lo miró expectante, pero él se quedó callado antes de decir finalmente con voz ronca:


–Hasta esta noche.


Se dió media vuelta y Paula lo siguió con la mirada mientras se alejaba, con las manos en los bolsillos, preguntándose por qué estaría comportándose de un modo tan raro.


–Doctor López, por favor, es una emergencia…


El amable veterinario, uno de los viejos amigos de su padre, miró al animalillo en sus brazos y la hizo pasar a su consulta. Después de examinar al cachorrito, le comunicó, para su alivio, que estaba bien de salud, aunque algo deshidratado.


–Es una hembra; no tendrá más de dos meses –añadió–. Debieron abandonarla anoche. Es una suerte que no esté haciendo mucho frío, porque de otro modo no habría sobrevivido. 


Paula se estremeció. Leo tenía razón; algunas personas podían ser auténticos monstruos, como esos horribles abogados que habían enviado a prisión a su padre con falsas acusaciones. Bondadoso y sensible, se había derrumbado y había muerto de una apoplejía.


–¿Qué nombre le vas a poner? –le preguntó el veterinario.


Paula parpadeó.


–¿Yo?


–Bueno, ahora eres su dueña, ¿No?


Paula miró a la perrita. No podía quedársela. Si ni siquiera tenía un departamento propio… Dentro de poco Enrique volvería de Europa y ella tendría que buscarse otro sitio donde vivir. Y con lo poco que ganaba no podría permitirse un apartamento de alquiler que admitiera mascotas. Sin embargo, tampoco podía abandonarla…


–Es verdad, no tiene a nadie más. Me la quedaré –respondió. Intentó no pensar en todo el dinero que tendría que gastarse en comida para perros y en las visitas al veterinario–. Ya se me ocurrirá un nombre.


El doctor López le dijo que no tenía que pagarle nada, pero ella insistió.


No podía vivir eternamente de la caridad de los amigos de su padre. Bastante mal se sentía ya habiéndose aprovechado tanto tiempo de la amabilidad de Enrique. Por mucho que él insistiera en que era ella quien le hacía un favor cuidando de su departamento en su ausencia. Se preguntó si el artista de pelo cano seguiría pensando lo mismo cuando descubriera que había llevado un cachorro a su departamento. Al salir del veterinario fue al supermercado más cercano para comprar comida para perros y otras cosas que necesitaría para su nueva mascota. Cuando ya se marchaba, se paró dudosa en el pasillo de artículos de parafarmacia antes de echar con disimulo en el carrito un test de embarazo. Solo iba a comprarlo para demostrarse que sus temores eran ridículos, se dijo. Unos minutos después ya estaba de vuelta en casa. Dió de comer a la perrita en la cocina y la dejó allí, adormilada, en el almohadón acolchado que había comprado para ella.


–¿Cómo pudieron abandonarte? –susurró mientras acariciaba su suave pelaje.


Finalmente se armó de valor y fue al cuarto de baño con el test de embarazo. Tenía que acabar con aquella incertidumbre para quedarse tranquila. Sin embargo, lo que descubrió era que sus temores no eran infundados: Estaba embarazada. Embarazada de un hombre al que amaba pero al que apenas conocía y que no quería casarse. 

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