–No, Paula. La casa es mía. Y la fiesta es un evento para recaudar fondos para…
–¿Esta casa es tuya? –lo interrumpió ella con incredulidad–. ¿Pero cómo…?
Pepe suspiró y le dijo:
–Nunca te he dicho mi nombre completo. Es Pedro Horacio… Alfonso.
Se quedó mirándola, expectante.
–¿Alfonso? –repitió ella.
–Sí –asintió él.
Y volvió a quedarse mirándola, como si se supusiera que tenía que reaccionar de algún modo.
–Ah –musitó ella incómoda–. ¿Y para qué dices que quieres recaudar fondos con esta fiesta?
Él mencionó el nombre de un político que a Paula le sonaba, pero solo vagamente. Paseó de nuevo la mirada a su alrededor. Era una fiesta de postín, desde luego. Había un montón de gente famosa: Actores, deportistas, empresarios… Fue entonces cuando, a unos metros de ellos, vió a un hombre de pelo cano con traje de chaqueta y corbata que hizo que se le revolviera el estómago. Era Ricardo Ross, el hombre que había hecho de abogado de la acusación en el juicio de su padre, un hombre despiadado que había trabajado para otro hombre aún más despiadado, un multimillonario extranjero.
–¿Paula? –la llamó Leo con voz preocupada–. ¿Qué ocurre?
–Ese… Ese… ¿Qué hace aquí…?
No puedo terminar la frase porque Ross se dirigía hacia ellos con una rubia del brazo.
–Buenas noches, señor Alfonso.
Paula se quedó boquiabierta mirando a Pepe, que lo saludó con un apretón de manos.
–Buenas noches –respondió él antes de saludar a la rubia con un asentimiento de cabeza–. ¿Cómo está, señora Ross?
–Bien, gracias. Y gracias por invitarnos.
Ross sonrió a Paula de un modo extraño, como si estuviera intentando recordar dónde la había visto antes. Ella lo miró con frialdad, conteniendo a duras penas las ganas que tenía de darle un bofetón. Deseó haber aceptado esa copa de champán; así podría habérselo tirado a la cara.
–¿Admirando tu más reciente adquisición? –le preguntó Ross a Pepe.
Por un momento Paula pensó que se refería a ella, pero luego comprendió que hablaba del cuadro que colgaba de la pared. Pepe se encogió de hombros.
–Es una inversión.
–Claro, claro –dijo Ross sonriendo–. Al menos hasta que encontremos ese Picasso. ¿Eh?
«Ese Picasso»… Para espanto de Paula, de pronto todas las piezas encajaron. No podía respirar. Ricardo Ross… El Picasso… El multimillonario que se decía que había estado detrás de la acusación a su padre… El empresario griego Pedro Alfonso… Se volvió lentamente con los ojos muy abiertos. Pepe la miró y la expresión de su rostro cambió de inmediato.
–No… –murmuró–. Paula, espera…
Pero ella ya estaba retrocediendo. Las rodillas le temblaban y dio un traspié cuando pisó mal y se le torció el tacón del zapato derecho. Se había enamorado de él. Era el primer y único hombre con el que había tenido relaciones, el hombre con el que había perdido la virginidad, el padre del bebé que llevaba en su vientre. No, Pepe no existía. Aquel hombre frente a ella era Pedro Alfonso, el multimillonario que había hecho que castigaran a su padre con la pena máxima cuando, si se hubiera encargado del caso un juzgado de lo civil probablemente solo le habrían impuesto una multa. Pero no, Pedro Alfonso se había propuesto vengarse de él a toda costa, valiéndose de su dinero y su poder. Aquel hombre podrido de dinero que tenía multitud de propiedades y obras de arte se había enrabietado porque no había conseguido el «juguete» del que estaba encaprichado y solo por eso había decidido destrozarle la vida a su padre.
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