jueves, 14 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 10

 –Solo te he traído aquí para que hablemos –le dijo en un tono apaciguador–, para que podamos tener un poco de privacidad.


Ella le lanzó una mirada recelosa, pero finalmente entró en la habitación y él cerró la puerta con suavidad. Paula se quedó donde estaba, con los brazos en torno a la cintura, como para protegerse de él, y le preguntó en un murmullo:


–¿Sabías quién era… El día que nos conocimos?


No podía mentirle.


–Sí.


Paula alzó hacia él sus ojos verdes, llenos de lágrimas.


–¿Por qué me sedujiste? ¿Para echarte unas risas a mi costa? ¿Por venganza?


–No, por supuesto que no… –replicó él, dando un paso con los brazos extendidos para tomarla entre ellos. Sin embargo, al ver a Paula apartarse bruscamente, se detuvo y los dejó caer–. Mi abogado me había hablado de tí, de que acudías al juzgado cada día para estar al lado de tu padre, y cuando se dictó el veredicto sentí lástima de tí.


Las facciones de Paula se contrajeron de ira.


–¿Lástima?


No había elegido bien las palabras.


–Cuando me enteré de que tu padre había muerto en prisión, fui a la cafetería en la que trabajabas porque… Bueno, porque quería asegurarme de que estabas bien. Y quizá darte algo de dinero.


–¿Dinero? –las facciones de Paula se endurecieron aún más–. ¿De verdad pensaste que con eso compensarías el daño que le habías hecho a mi padre? ¿Con una especie de… De soborno?


–Esa jamás fue mi intención –replicó Pedro ofendido. Apretó los dientes y se obligó a hablar con calma–: No merecías todo ese sufrimiento; tú no habías hecho nada.


–¡Y tampoco mi padre!


A pesar de sus buenos propósitos, Pedro sintió que él también empezaba a enfurecerse.


–No me dirás que estás tan ciega como para creer que tu padre era inocente. Porque no lo era. Intentó venderme una falsificación.


–Me niego a creer que sabía que el cuadro era falso. Estoy segura de que fue tan ingenuo como para confiar en alguien de quien no se podía fiar, alguien que lo engañó a él, convenciéndolo de que era auténtico. ¡Si hubiera sabido que era falso, jamás habría intentado vendérselo a nadie! ¡Era un buen hombre!


–¿Bromeas? Tu padre llevaba años vendiendo falsificaciones.


–Nadie lo acusó de eso.


–Porque, o bien los avergonzaba admitir que les habían timado, o no se dieron cuenta de que les habían colado falsificaciones. Tu padre sabía que aquel no era un Picasso auténtico.


–¿Pero cómo iba a saberlo? Hace décadas que nadie ha visto ese cuadro. ¿Cómo supo siquiera tu abogado que no era auténtico? Según parece fue él quien te puso en contacto con mi padre.


Un recuerdo de veinte años atrás asaltó a Pedro, un recuerdo de su triste infancia, alienado por unos padres que no lo querían y no se preocupaban por él. Recordó el golpe que había supuesto para él que su madre lo abandonara a los catorce años, y lo dolido y furioso que se había sentido. Casi podía sentir aún el frío metal de las tijeras en su mano, rajando el lienzo, y el cruel gozo que había experimentado al dar salida a su rabia…


–Fui yo quien supe que era falso –masculló, apartando la mirada–. Nada más verlo en el despacho de Ross.


–Tú… –musitó Paula, mirándolo furibunda–. ¿Y no podrías haberlo dejado correr? ¿Qué era para tí un Picasso más o un Picasso menos?


Los hombros de Pedro se tensaron. No quería pensar en lo que ese Picasso significaba para él, ni en por qué llevaba veinte años buscándolo desesperadamente.


–O sea, que según tú… ¿Tendría que haber dejado que tu padre saliera impune? –le dijo con frialdad–. ¿Debería haber dejado que siguiese vendiendo falsificaciones?


–¡Mi padre era inocente! –insistió ella con una expresión fiera–. ¡Me juró, mirándome a los ojos, que lo era!


–Porque no podía soportar que supieras la verdad. Te quería demasiado.


El bello rostro de Paula se contrajo de angustia. 

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