martes, 19 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 13

Pero estaba apañándoselas muy bien sola. Se sentía más fuerte y más sabia. Había renunciado a sus infantiles sueños de encontrar a su príncipe azul, y también a su sueño de convertirse en una artista algún día. Su pequeña –ya sabía que iba a ser niña– era lo único que importaba, se dijo poniéndose una mano en el vientre. Además, sus amigos se estaban volcando con ella. Leticia Vogler, su jefa, le había dado horas extras para que pudiera ahorrar un poco. También la había dispensado por todos los turnos a los que había faltado por las náuseas matinales y, cuando había empezado a resultarle difícil estar todo el día de pie, incluso había creado un puesto expresamente para ella: Se sentaba junto a la caja y cobraba a los clientes. Y seguía viviendo en el departamento de Enrique, así que no tenía que gastar dinero en un alquiler. El artista de mediana edad había regresado a Nueva York en octubre, una semana después de su altercado con Pedro. Y había enarcado una ceja al entrar, maleta en mano, y encontrarse a un cachorro viviendo en su departamento, que estaba lleno de frágiles esculturas y adornos. Paula le había puesto de nombre Luz, para recordarse que, a pesar de sus preocupaciones, no todo eran nubarrones, sino que también se filtraban entre ellos rayos de sol, y que debía centrarse en eso, en todo lo bueno que había en su vida. Sin embargo, Luz era una perrita muy juguetona, y ya había hecho alguna que otra travesura, como orinar en la alfombra y mordisquear las pantuflas de Enrique.


Paula se había temido que fuera a ponerlas a las dos de patitas en la calle, pero para su sorpresa Enrique se había mostrado muy comprensivo. Le había permitido que se quedara con la perrita y le había dicho que podía seguir viviendo en su apartamento el tiempo que quisiera, ya que él iba a volver a marcharse de todos modos, huyendo del frío de Nueva York: Se iba a pasar el invierno en su casa de Los Ángeles. A principios de enero había pasado por una racha de horas bajas en la que se había sentido sola y asustada. Enrique, que había regresado por asuntos de negocios, aunque solo se quedaría un par de días, la había encontrado toda llorosa, sentada en la alfombra junto a la chimenea encendida y con Luz en el regazo. Cuando había alzado la vista, al oírlo entrar en el salón, de pronto Enrique se había agachado junto a ella, preocupado, y le había preguntado qué le ocurría. Tal vez porque lo veía como a un segundo padre, ella se había abierto a él y le había contado entre lágrimas que estaba embarazada y que no podía contar con el padre del bebé para ayudarla. Enrique se había quedado aturdido y, tras consolarla lo mejor que había podido, había salido, pues tenía un compromiso. Había vuelto de madrugada, y a la mañana siguiente, mientras desayunaba con ella antes de irse al aeropuerto para tomar su vuelo de regreso a Los Ángeles, la había sorprendido, ofreciéndose abruptamente a casarse con ella. Abrumada, había balbuceado:


–Es… Es muy amable por tu parte, Enrique, pero… La verdad es que no tengo intención de casarme.


Y era la verdad. Aparte de que era mucho mayor que ella, y que obviamente solo le había hecho ese ofrecimiento por lástima, no tenía el menor deseo de casarse. Con que le hubieran roto el corazón una vez ya tenía bastante. Sin embargo, le había dado la extraña impresión de que Enrique parecía desilusionado por su negativa. 

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