Nada más abrir la puerta del departamento, Luz se acercó con alegres ladridos mientras meneaba la cola. Paula la acarició y fue a la cocina para ponerle de comer. No se molestó en quitarse el abrigo porque sabía lo que pasaría. Y, tal y como esperaba, Luz devoró en un abrir y cerrar de ojos su comida, se fue corriendo hasta la puerta del vestíbulo y se volvió hacia ella, llamándola con sus ladridos. Suspiró y fue a por la correa. Luz no perdonaba sus paseos, ni siquiera cuando hacía frío o se avecinaba lluvia. La llevó por la ribera del río, como siempre, y cuando volvían, una media hora después, estaba empezando a chispear. Paula, que todavía no había almorzado, se moría de hambre, y apretó el paso, fantaseando con lo que se iba a preparar en cuanto llegasen. Fue entonces cuando se percató del Rolls-Royce negro estacionado frente al edificio. Un escalofrío le recorrió la espalda al ver a la alta figura que se bajó del vehículo. Se paró en seco. Sus ojos se encontraron y Pedro avanzó hacia ella con expresión torva. Ela no podía moverse. «Por favor», rogó para sus adentros, «Por favor que no se dé cuenta de que estoy embarazada, que mi abrigo lo disimule lo suficiente…». Sin embargo, las palabras que cruzaron los labios de Pedro aplastaron esa vana esperanza.
–De modo que es cierto… –murmuró Pedro entre dientes. Sus ojos refulgían como brasas de carbón–. Estás embarazada.
Temblorosa, Paula se llevó por instinto las manos al vientre. ¿Cómo se había enterado?
–¿Qué haces aquí?
Los ojos de Pedro se clavaron en los suyos.
–¿El bebe es mío?
Paula tragó saliva. Quería mentir y decirle que no.
–¿Soy el padre? –insistió él.
Paula se puso tensa y levantó la barbilla, desafiante.
–Solo en lo biológico.
–¡¿Solo?! –repitió Pedro frunciendo el ceño. Apretó la mandíbula y la escrutó con los ojos entornados, mientras ignoraba a la pequeña traidora de Luz, que estaba mirándolo con interés y moviendo la cola–. ¿Por qué no me lo dijiste?
–¿Por qué iba a hacerlo?
–No sé, ¿Tal vez porque es lo correcto? –le espetó él con sarcasmo.
Paula lo miró furibunda.
–No te mereces ser el padre de este bebé.
Pedro contrajo el rostro, como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago, pero le dijo en un tono calmado:
–Por ley tienes derecho, como mínimo, a que te pase una pensión todos los meses.
Paula sacudió la cabeza.
–No la quiero.
–¿De verdad serías capaz de dejar que tu orgullo se imponga sobre lo que es mejor para el bebé?
–¿Mi orgullo? –repitió ella con incredulidad–. ¿Crees que es un problema de orgullo?
–¿Y qué va a ser si no? Quieres hacerme daño, y te da igual si con ello perjudicas también a nuestro bebé.
–No se trata de tí –masculló Paula–. Se trata de ella. ¡No necesita a un padre como tú, un mentiroso sin alma!
Se quedaron mirándose airados, con esas duras palabras flotando en el ambiente como una niebla tóxica.
–Me odias porque te dije la verdad sobre tu padre –murmuró él–, pero no es a mí a quien deberías odiar. Yo jamás te he mentido.
–¿Cómo puedes decir eso? –le espetó ella, indignada–. Desde el día en que nos conocimos, cuando me dijiste tu nombre…
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