–Y yo lo quería a él –dijo con voz quebrada. Se enjugó los ojos con el dorso de la mano–. Pero te equivocas: Mi padre jamás me habría mentido. No tenía ninguna razón para…
–¿Lo habrías perdonado?
–Sí.
–Porque lo querías –murmuró Pedro, asintiendo con la cabeza. Inspiró profundamente y la miró a los ojos–. Pues entonces perdóname a mí también –la instó en un susurro.
Paula frunció el ceño.
–¿Qué?
–Vamos, estás enamorada de mí. Los dos lo sabemos.
Paula entreabrió los labios.
–¿Qué…? ¿Cómo…?
–Se te ve en la cara. Se te nota en la voz. Estás enamorada –murmuró Pedro, dando un paso hacia ella.
Paula levantó una mano para detenerlo.
–Estaba enamorada de un hombre que no existe –le dijo, mirándolo furiosa–. No de tí. Jamás podría amar a alguien como tú.
Sus palabras se clavaron en él como una daga afilada, y trajeron a su mente ecos del pasado, de la áspera voz de su madre: «Deja de molestarme. Estoy harta de tus gimoteos. Déjame tranquila». Había pasado los últimos treinta años distanciándose de ese niño de cinco años, trabajando con ahínco para convertirse en un hombre rico y poderoso, asegurándose de que jamás volvería a depender de nadie. Pero ahora… ¿Por qué lo invadía de repente esa ira arrolladora?
–¿Jamás podrías amar a alguien como yo? –repitió levantando la barbilla–. Y, sin embargo, sentías adoración por un mentiroso como tu padre.
–No lo llames así. ¡El mentiroso eres tú! No te atrevas siquiera a mentar a mi padre.
–Era un delincuente. Y tú una tonta por no querer abrir los ojos –le espetó él con brusquedad.
–En eso tienes razón; soy una tonta –musitó Paula. Estaba pálida y le temblaban las manos, que tenía apretadas junto a los costados–. Pero tú eres un monstruo. Me lo quitaste todo: a mi padre, mi hogar, el respeto por mí misma, mi virginidad…
–Todos somos responsables de nuestros actos. Tu padre fue el único responsable de lo que le ocurrió –le dijo él, mirándola con frialdad–. Y en cuanto a lo nuestro, no tomé nada de tí que tú no quisieras darme. Un gemido ahogado escapó de la garganta de Paula, que se quedó mirándolo espantada.
–Me odio por haber dejado que me tocaras siquiera –murmuró. Alzó sus ojos llorosos hacia él y le dijo–: Ojalá pudiera hacerte tanto daño como me has hecho tú a mí.
Pedro soltó una risa seca.
–No puedes.
La ira volvió a tensar las facciones de Paula.
–¿Por qué? ¿Tan pusilánime crees que soy?
–No.
No se trataba de eso. Sospechaba que, si Paula supiera lo que había sufrido en su infancia, satisfaría sus deseos de venganza, pero jamás se lo contaría. Mantendría esos recuerdos enterrados hasta el día de su muerte. Sí, enterrados en el cementerio que había bajo sus costillas, en lugar de un corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario