A los veintiún años, recién salido de la Universidad de Princeton, había tomado las riendas del negocio de sus padres, Horacio, al borde de la quiebra tras siete años de inepta gestión por parte de su tutor. Fue entonces cuando decidió que no necesitaba una familia, ni amor, que el éxito sería lo que lo ayudaría a mostrar al mundo su valía. Y había logrado lo que nadie habría esperado de un heredero: Había reflotado la compañía. La había rebautizado con el nombre de P.A, y a lo largo de los siguientes quince años la había convertido en un imperio global a base de voluntad, mucho trabajo y algo de suerte. Sin embargo, ni sus logros empresariales, ni los acuerdos multimillonarios que había firmado lo habían hecho sentir tan triunfante como el haber conseguido esa noche que Paula aceptara cenar con él. Aquello era algo personal. Durante el tiempo que había estado con Paula, había sido muy estimulante para él haber podido bajar la guardia con ella, en vez de tener que mantenerse todo el tiempo a la altura de lo que se esperaba de Pedro Alfonso, el exitoso hombre de negocios. A ojos de Paula no había sido más que un hombre corriente, un don nadie, cosa que para ella no le había restado un ápice de su valía como persona. Con ella había podido ser él mismo, en vez de tener que estar siempre preparado para la batalla, para atacar o defenderse. Había podido mostrarle su lado tonto, compartiendo risas y bromas con ella. Para sus adentros siempre había sabido que aquello no podía durar, pero ahora las cosas eran distintas. Se casaría con ella y criarían juntos a su hija, que tendría una infancia distinta a la que él había tenido. Siempre se sentiría querida; siempre contaría con el apoyo de sus padres. Tenía que convencerla de que era lo mejor, ¿Pero cómo? Seguía mirando enfurruñada por la ventanilla y le temblaba ligeramente el labio inferior, como si estuviera conteniéndose para no llorar. Un matrimonio en el que marido y mujer se detestaban y mantenían una guerra fría era lo último que quería. Lo que quería era que se entendieran, que fueran amigos, compañeros. Solo así podrían crear juntos un verdadero hogar para su hija. Inspiró profundamente. Tenía que cortejar a Paula, ganársela, convencerla de que era digno de su confianza y su estima, si no de su amor. ¿Pero cómo? La pálida luz de la luna brillaba sobre la ciudad cuando el chófer estacionó frente a su mansión en el West Village. Paula giró la cabeza hacia él y le dijo con el ceño fruncido:
–Creía que ibas a llevarme a un restaurante.
Él se encogió de hombros.
–Aquí tendremos más privacidad –respondió antes de apearse del vehículo.
Luego lo rodeó, abrió la puerta de Paula y le ofreció su mano, pero ésta la rechazó y se bajó con su perrita en brazos.
–No estoy segura de que esto sea buena idea –murmuró Paula, mirando la fachada con ansiedad.
–Solo vamos a cenar.
Aún recelosa, Paula subió la escalinata de la entrada con él. Cuando entraron, Pedro encendió la luz del vestíbulo, cerró la puerta y la ayudó a quitarse el abrigo.
–¿Y tu mayordomo? –le preguntó Paula, con una sonrisilla maliciosa.
–Dejó el trabajo hace unos meses.
–¿Lo dejó?
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