–¿Puedo ayudarlo, señor?
–Vengo a ver a Paula Chaves–gruñó él, malhumorado–. Sé qué planta es y el número de su departamento, gracias.
–Tendrá que esperar aquí –contestó el hombre. Fue hasta la mesa de recepción y levantó el auricular del teléfono–. ¿Su nombre, por favor?
–Pedro Alfonso.
El portero pulsó un par de teclas y esperó. Tras unas breves palabras con Paula, alzó la vista y le dijo:
–Lo siento, pero la señorita Chaves me pide que le comunique que no tiene nada que decirle y que quiere que se marche.
Pedro maldijo para sus adentros.
–Dígale que escoja: O habla ahora conmigo, o tendrá que hacerlo con mis abogados.
El portero enarcó las cejas y transmitió el mensaje por el aparato. Colgó con un suspiro y le dijo:
–Dice que suba.
–Gracias –masculló él.
Ya en el ascensor pulsó el botón de la quinta planta, se irguió y apretó la mandíbula con decisión. No iba a dejar que Paula le robara a su hija. El ascensor se abrió. Salió al pasillo, caminó hasta el departamento 502 y llamó con los nudillos. Cuando la puerta se abrió se encontró con una Paula furiosa y con el rostro bañado en lágrimas. A pesar de todo lo ocurrido, a Leónidas se le encogió el corazón al verla así. Ella se mordió el labio, como intentando contenerse para no decirle lo que le querría decir. Se había quitado el abrigo e iba vestida con sencillez, con una blusa de color blanco y manga larga y unos leggings negros.
–¿Cómo te atreves a amenazarme con tus abogados? –lo increpó.
–¿Y tú, cómo te atreves a intentar robarme a mi hija? –le espetó él.
Era la primera vez que regresaba a aquel apartamento desde que Paula y él habían dejado de verse. Estaba tal y como lo recordaba, salvo por el gran almohadón para perros que había junto a la chimenea, donde dormitaba la perrita que ella había rescatado. Inspiró profundamente, recordando con tristeza lo feliz que había sido allí con ella, en esas horas robadas en las que solo había sido «Pepe» y nada más.
–Me dijiste que este departamento era de un amigo de tu padre, Enrique Bain –murmuró mientras cruzaba la puerta.
Paula cerró tras él.
–¿Y qué?
–¿Cómo es que ha dejado que te quedes a vivir aquí tanto tiempo? ¿Hay algo entre ustedes?
–No es asunto tuyo –contestó ella en un tono gélido–, pero no, solo es una buena persona que me está ayudando.
–¿Y por qué debería creerte?
–Piensa lo que quieras, aunque tampoco entiendo por qué debería importarte –dijo ella, mirándolo desafiante–. Estoy segura de que no te habrá faltado compañía femenina desde que me echaste de tu casa.
No era verdad. No había estado con ninguna otra mujer en esos cinco meses. Claro que eso no iba a confesárselo a Paula. Levantó la barbilla y replicó:
–Yo no te eché.
–Me preguntaste por qué seguía allí y me dijiste que me fuera.
–Tiene gracia, lo que yo recuerdo es que tú me insultaste, acusándome de ser un mentiroso, y que dijiste que querías hacerme tanto daño como te había hecho yo a tí –murmuró Pedro. Dejó escapar una risa amarga–. Y supongo que encontraste la manera, ¿No? Ocultándome que estabas embarazada.
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