Habría querido huir de allí, pero cuando volvió la cabeza vió que el chófer ya se había subido al Rolls-Royce y estaba dando marcha atrás para marcharse mientras seguían llegando otros vehículos, de los que se encargaban tres aparcacoches que había junto a la acera. Paula miró hacia la boca de metro al final de la calle. Había dejado a la perrita al cuidado de la amiga que le había prestado el vestido, Daniela, una antigua compañera de la Escuela de Bellas Artes. Aún estaba a tiempo de volverse a casa, recoger a su mascota y ver una película en la tele acurrucada en el sofá con ella y un cuenco de palomitas. No, no podía hacer eso, se dijo, volviéndose de nuevo hacia la casa. Tenía que hablar con Pepe, tenía que decirle que estaba embarazada. Necesitaba respuestas a las preguntas que no dejaban de rondarle por la cabeza, como si estaría dispuesto a ayudarla a criar al bebé, si querría casarse con ella, si podría llegar a amarla… O si por el contrario tendría que afrontar todo aquello sola. Paula tragó saliva y subió la escalinata detrás de una pareja mayor. Cuando el mayordomo que había en la puerta la vio, la miró de arriba abajo y enarcó las cejas.
–¿Su nombre, señorita?
–Paul Chaves.
Contuvo el aliento, casi segura de que el chófer se había equivocado de dirección y el mayordomo le negaría la entrada, pero el hombre esbozó una cálida sonrisa.
–Ah, estábamos esperándola, señorita Chaves. Bienvenida –le dijo–. La señora Berry la acompañará –dijo señalando con un ademán a una mujer regordeta y de cabello plateado que estaba a su lado.
–Soy el ama de llaves del señor Alfonso –le informó la mujer en un tono amable–. Venga por aquí, por favor.
Preguntándose aturdida quién sería el señor Alfonso, Paula la siguió. Cruzaron el vestíbulo, que tenía una enorme lámpara de araña, y siguieron por una escalera de mármol a la larga hilera de invitados hasta unas puertas de doble hoja por las que entraron a un salón de baile. Se quedó boquiabierta. Era tan grande que allí cabrían como trescientas personas, y el techo debía estar por lo menos a nueve metros de altura. De las paredes, revestidas de dorado, colgaban espejos que reflejaban la luz de las lámparas, y camareros con pajarita se paseaban entre los invitados con bandejas de plata, repartiendo copas de champán. Incluso había un pequeño escenario con una orquesta de cámara que tocaba música clásica. Y en el otro extremo del salón… ¿Era aquel Pepe?, ¿Con esmoquin?, ¿Hablando con la estrella de cine más famosa del mundo?
–Le avisaré de su llegada, señorita Chaves –le dijo el ama de llaves– . Entretanto… ¿le pido una copa?
Sí, un buen trago era lo que necesitaba, pensó Paula. Pero entonces recordó que estaba embarazada.
–Eh… No, gracias.
–Entonces espere aquí, por favor.
Paula observó entre la gente al ama de llaves hablando en voz baja con Pepe, que se volvió hacia donde estaba ella. Cuando sus ojos se encontraron, sintió una ola de calor en el vientre y, nerviosa, giró la cabeza y se quedó mirando un cuadro de la pared, una reproducción enmarcada de Jackson Pollock. Frunció el ceño confundida. No, no era una reproducción, ¡Era un Jackson Pollock auténtico! Un Jackson Pollock colgado en el hogar de alguien… Claro que aquello no parecía un hogar, sino un palacio.
–Paula –oyó que Leo la llamaba a sus espaldas–. Me alegra que hayas venido.
Cuando se giró, Leo estaba tan cerca que las rodillas le flaquearon. ¿Cómo iba a decirle que se había enamorado de él? ¿Y cómo iba a decirle que estaba embarazada?
–Gracias por invitarme –murmuró. Se mordió el labio y paseó la mirada por el salón de baile–. ¿Te han contratado como miembro del servicio? – inquirió confundida–. ¿Ahora trabajas aquí?
–No, trabajo para Liontari.
–¿Ese es el nombre de la tienda en la que eres dependiente?
–No, es una compañía que engloba a varias marcas de lujo con boutiques en todo el mundo.
–Ah –musitó ella–. Entonces… ¿Trabajas en una de esas boutiques de lujo? ¿Tu jefe es el dueño de esta casa? ¿Es él quien da esta fiesta?
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