Un año atrás, cuando a su padre lo habían condenado por falsificación, se le había partido el corazón porque sabía que era inocente. Era un buen hombre, el mejor de los hombres. Él jamás habría infringido la ley. Aún no comprendía cómo podían haberlo declarado culpable, y el mazazo había sido todavía mayor cuando a los seis meses había muerto en prisión, solo, asustado y rodeado de extraños. Ese día se había jurado que, si se le llegaba a presentar la ocasión, se vengaría por lo que le habían hecho. Ella, que nunca había sentido el impulso de hacer daño a nadie, que siempre intentaba ver el bien en los demás, había querido venganza. Sin embargo, había sido tan ingenua que se había dejado engañar por Pepe y se lo había dado todo: Sus sonrisas, sus besos, su cuerpo, su amor… Incluso llevaba su semilla dentro de ella.
–Cielo santo… –murmuró Ricardo Ross, que se había quedado mirándola con los ojos muy abiertos–. Es usted la hija de Chaves… No la había reconocido con ese vestido. ¿Qué está haciendo aquí?
Eso mismo se preguntaba ella. Se le estaba nublando la vista y se sentía como si fuera a desmayarse. Tenía que salir de allí, se dijo. Pero cuando estaba dándose la vuelta Pedro la agarró por la muñeca para impedírselo.
–¡No! ¡Suéltame! –le chilló apartando el brazo.
Todas las cabezas se giraron hacia ellos y la orquesta dejó de tocar. Las facciones de Pedro se endurecieron.
–Tenemos que hablar –le dijo entre dientes.
–¿Hablar de qué? –le espetó Paula, sintiendo que un profundo odio se apoderaba de ella. Se rio con amargura–. ¿Te has divertido seduciéndome y burlándote de mí?
–Paula…
–¡Me lo has quitado todo! –lo cortó ella con voz ronca. Se sentía utilizada, y tan frágil como una hoja marchita que un golpe de brisa podría arrancar–. ¿Cómo has podido mentirme, fingir que me querías…?
–Yo no te he mentido.
–Sí que lo has hecho –insistió Paula.
–Yo jamás he dicho que te quería.
La gente los miraba y cuchicheaba. Paula no podía creer que aquello estuviese ocurriendo. ¡Como si no hubiese sufrido ya suficiente humillación el año anterior, cuando la prensa de Nueva York lo había llamado «Estafador» y se había burlado de su padre diciendo que ni siquiera había sido capaz de hacer pasar aquella falsificación por auténtica. Se le saltaron las lágrimas al recordarlo, pero parpadeó con fuerza y se secó los ojos irritada con el dorso de la mano.
–Paula… –la interpeló Pedro entre dientes–. Si me das un momento, a solas, para explicártelo…
Paula se notaba temblorosa. Nada de lo que pudiera decirle disiparía la sensación que tenía de haber sido traicionada. Debería darle un bofetón, marcharse y no volver a mirarlo a la cara, pero… A pesar de lo que había hecho, seguía siendo el padre del bebé que llevaba en su vientre. Tenía que decirle que estaba embarazada.
–Te daré un minuto –masculló.
Pedro le señaló con un ademán las puertas de entrada al salón de baile, y Paula lo siguió, deseosa de alejarse de las miradas de los curiosos.
Mientras subía las escaleras con Paula detrás de él, el corazón de Pedro palpitaba inquieto. No era así como había proyectado que se desarrollase la velada. Se había imaginado a Paula deslumbrada por su mansión, por su riqueza y su poder, por sus invitados, personas famosas y de prestigio… Se había convencido de que se mostraría receptiva cuando le contase la verdad. Había imaginado que al descubrir quién era en realidad se quedaría momentáneamente aturdida, incluso horrorizada, pero luego lo perdonaría porque… Bueno, porque estaba claro que él tenía razón. Por mucho que Paula hubiese querido a su padre, no podía negar que su padre había sido un delincuente que había protegido hasta el final a su cómplice, negándose a decir quién había pintado aquel falso Picasso. No podía culparlo por haber dado orden a su abogado de que lo demandara. ¿Qué esperaba que hiciera al descubrir que había intentado estafarlo?, ¿que le hubiera pagado millones por un cuadro falso?, ¿O que hubiera dejado que pudiera estafar a otra persona? No, él había hecho lo correcto. Estaba claro que Paula no lo veía de ese modo, así que tendría que ayudarla a verlo desde su perspectiva. Apretó la mandíbula y la condujo por un largo pasillo. Al llegar a la segunda puerta, la de su dormitorio, la abrió, encendió la luz y entró.
Paula se quedó parada en el umbral de la puerta, mirándolo de un modo acusador que lo irritó. Estaba claro lo que estaba pensando de él. ¿Tan mal concepto tenía de él? ¿De verdad creía que la había llevado a su habitación para seducirla?, ¿Que tenía planeado hacerle apasionadamente el amor para que olvidara y perdonara lo ocurrido en el pasado?
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