Durante un instante estuve a punto de replegar, pero sus ojos volvieron a brillar y esa vez estaba segura de que lo que había detrás de ellos era pura lujuria.
—Sí, lo digo intencionadamente. Toda mi vida ha discurrido por canales seguros hasta. .. hasta que te he conocido a tí.
—¿Pretendes que te pida disculpas por haber alterado tu forma de vida?
Yo no sabía lo que quería, pero desde luego no que me pidiera disculpas.
—Contigo me siento… Fuera de control.
—Eso es culpa de la pasión.
—¿La pasión?
—La pasión, el deseo, las ganas de vivir. Me parece que sabes a qué me refiero, ¿No? —dijo con mayor amabilidad.
—Sí, claro que sí—repuse recordando el breve episodio erótico de la tarde.
—¿Has hablado con tu madre desde que estás en Londres? — preguntó él.
¿Mi madre? ¿Cómo había entrado ella en la conversación?
—Llamó para decirme que habían llegado bien, pero yo no estaba en casa.
—Es la hora del desayuno en Australia, ¿Por qué no la llamas ahora?
La tentación de llamar era grande, pero me resistí a complicarles la vida a mis padres con mis problemas mientras se encontraban de viaje de placer.
—¿Crees que ella puede adivinar donde he perdido las llaves? — pregunté maliciosamente.
—Creo… Creo que debes hablar con alguien en quien puedas confiar. Alguien que sólo se preocupe de tu bienestar personal. Creo que has perdido el norte y que te encuentras algo desconcertada. Llámala y cuéntale que has perdido las llaves y que vas a pasar la noche en casa de un amigo que piensa en tí con lujuria. Pídele consejo materno.
Intenté buscar una sonrisa en sus labios, pero ni el menor asomo.
—¿A eso te dedicas? —pregunté—. ¿A pensar en mí con lujuria? A mí me parece que tienes tu ansia de poseerme y tus instintos carnales totalmente bajo control.
—Sí, es cierto, estoy algo chapado a la antigua, pero necesito toda tu colaboración, ni se te ocurra provocarme. Has tomado una decisión y, en lo que a mí respecta, te puedo asegurar que tu honor va a quedar completamente a salvo. Puedes quitarte el abrigo.
Lo hice.
—Lo siento…
—¡No! No quiero que te sientas culpable por nada —dijo acercándose a mí de tres zancadas para tomarme por la cintura—. No quiero que sufras por mi causa —murmuró sobre mi pelo—, jamás haría algo que pudiera hacerte daño. Quiero que lo sepas, quiero que me creas.
Lo miré y luego tomé su rostro entre mis manos.
—¿Cómo podría dudar de tí, Pedro? —sus ojos se cerraron en un gesto de dolor—. Te has convertido en mi ángel de la guarda desde que llegué a Londres. ¿Te crees que no me he dado cuenta del mal rato que has pasado para refrenar tus instintos cuando estuvimos a punto de hacer el amor hace un par de horas? Sé lo que sentiste porque yo también te deseaba, Pedro, me moría por hacer el amor contigo…
—¡Para! —exclamó apartándose de mí—. No digas ni una palabra más, Paula, por favor —cuando estuvo seguro de que yo no hablaría más, me tomó las palmas de las manos y las cubrió de besos, antes de interrumpiese de nuevo con un deje de amargura.
—Quizá sea mejor que vuelvas a ponerte el abrigo, después de todo. Vamos, te prestaré una camiseta para dormir —añadió tirando de mi mano.
No podía dormir. La habitación era preciosa y la cama cómoda, pero yo llevaba puesta una camiseta de algodón que pertenecía a Pedro Alfonso y su aroma me tenía hipnotizada, provocaba en mi sucesivas oleadas de deseo. Le oía en la habitación de al lado, dando vueltas en la cama, tan inquieto como yo, y deseé que no hubiera un tabique por medio. Aún no sé como fui capaz de resistir la tentación de levantarme para reunirme con él, abrazarlo, sentir su cálida piel contra la mía, compartir nuestra ternura… Descubrir, por fin, lo que pasaba cuando un hombre y una mujer se unían físicamente. Sólo la convicción de que primero tenía que contarle la verdad a David me permitió seguir a solas en la cama de invitados. Una vez roto el compromiso con David, podríamos entregamos el uno al otro sin la menor sombra de culpabilidad. La noche se estaba haciendo eterna y ya había amanecido cuando finalmente se apoderó de mí el sueño.
—¿Paula? —ni siquiera el sonido de una taza de café depositada sobre la mesilla fue suficiente para que abriera los ojos.
Me limité a gemir con pereza.
—Venga, preciosa —dijo Pedro sentándose sobre el borde la cama—. No puedo dejar que sigas durmiendo.
¿Preciosa? Aunque estaba destrozada, eso no me impidió sentir lo aterciopelada que era su voz, así que me di la vuelta, parpadeé y, finalmente, me incorporé con los ojos abiertos.
—Hola —dije con una timidez incomprensible, deseando que él me besara.
—Hola, guapa —repuso él sin intención de besarme—. ¿Has dormido bien?
—No demasiado —Pedro me llevaba la delantera; estaba duchado, desayunado y vestido, pero tampoco parecía que hubiera dormido mucho—. ¿Y tú?
—Sobreviviré. Si piensas ir hoy a Maybridge.—dijo dejando la frase en suspenso a propósito por si yo había cambiado de idea. La tentación de volverme a dejar caer sobre las almohadas, y olvidarme de la pesadilla que supondría el viaje hasta la casa de David, era casi irresistible. El plan del día no me apetecía lo más mínimo, pero era una obligación.
—Tengo que ir —dije tomando un sorbo de café.—Aunque no creo que Sofía se alegre de que llame a su puerta a estas horas de la mañana.
—¡Son más de las once! —exclamó Pedro.
—¿Qué? —abandoné el café, me destapé de un plumazo y puse los pies en el suelo—. A este paso voy a llegar a Maybridge de noche.
—No te preocupes. He hablado con Carolina y me ha prestado su coche. Voy a llevarte a casa.
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