Has perdido la cabeza por un hombre al que acabas de conocer. El deseo apenas te deja llevar una vida normal, pero tus amigas y amigas te advierten que todo el asunto va a acabar en lágrimas, las tuyas. ¿Qué harías?
a. Le das una patada a las precauciones. Sólo se vive una vez y la aventura apasionada que estás a punto de disfrutar es más importante que la pasible decepción que puedas sufrir más tarde.
b. Aceptas que los hombres y las lágrimas de las mujeres van siempre de la mano. Al menos, en ese caso habrá merecido la pena.
c. Te ríes. Ese hombre va a darte de comer y beber y va a hacerte sentir como una estrella de cine. Así que… ¿Para qué llorar?
d. Te pones inmediatamente a llorar. Sabes que tus amigas tienen razón.
e. Les dices que entregar el corazón es lo que nos hace humanos. Y que también es muy humano que las personas se hagan daño.
Pedro se detuvo ante la puerta de mi apartamento.
—¿Cuándo piensas marcharte?
—Cuanto antes mejor. Mañana, supongo.
—Los trenes van a rebosar los domingos.
—Lo soportaré.
—No es necesario. Si ya has tomado una decisión. —se paró para tomar aliento com esfuerzo, pero yo levanté una mano y se la enredé en el pelo, preocupada—. Si estás completamente segura, te llevaré en coche —dijo—. ¿A las once? ¿Tendrás suficiente tiempo para arreglarte? ¿Arreglarme‘? ¿Pensaba que me iba a vestir de forma especial para la ocasión? ¿Pensaba que iba a ponerme especialmente guapa para que Don se diera cuenta de lo que se había perdido?
—Gracias, pero… ¿No crees que podría resultar… Insensible?
—Podrías dedicar un poco de esa sensibilidad para tener en cuenta mis sentimientos —yo lo miré, confusa—. Si te vas sola, estaré preocupado por tí durante todo el día.
—¿En serio?
—En serio.
—De acuerdo —dije, comprensiva, aunque todo ese asunto de que yo no podía dar ni un paso sin que alguien me llevara de la mano estaba afectando seriamente a mi sistema nervioso—. Tal y como me pones las cosas, no entiendo cómo he podido sobrevivir durante veintitrés años sin que alguien como tu estuviera pendiente de todos mis desplazamientos. Ni siquiera mi madre se preocupa tanto.
—Créeme, Paula, mis sentimientos no son en absoluto maternales —dijo con una mirada llameante que me encendió el corazón—. Lo único que pasa es que no puedo soportar la idea de imaginarte pasando frío dentro de un vagón de tren. Piensa que en vez de un coche tengo un taxi, si eso te ayuda.
—No, Pedro, en serio. Esto es algo que tengo que hacer yo sola —él me miró con frustración—. Pero puedes llevarme hasta la estación si quieres —añadí.
Aceptó tan de inmediato que supe que volvería a insistir en llevarme personalmente hasta Maybridge. Supuse que había pensado esperarme en la cafetería de la estación del pueblo para luego traerme de vuelta a Londres. Deseé abrazarlo, pero él se mantenía a una prudente distancia.
—Solo hasta la estación, Pedro —insistí—. Por favor, dime que entiendes por qué no quiero… Es decir, por qué debo hacerlo.
—¿Quieres que te mienta? Jamás lo haré.
—Inténtalo —dije.
Por supuesto, no deseaba que me mintiera, pero sí que me entendiera, que comprendiera que si iba a iniciar una relación con él, lo lógico y lo más sensato era romper antes con mi novio de toda la vida. No comprendía su distancia. A lo mejor se estaba arrepintiendo de no haber aprovechado la oportunidad de acostarse contigo aquella misma tarde, cuando ambos habíamos perdido la cabeza. Me dí cuenta de que Pedro me mostraba la palma de la mano desde hacía rato para que le entregara las llaves de mi piso. Busqué en el bolso, revolviendo todo su contenido.
—Lo siento, tienen que estar por alguna parte. —dije olvidando el bolso para concentrarme en los bolsillos del abrigo—. Sé que tienen que estar por aquí —añadí, sabiendo que estaba metida en un nuevo lío. Le tendí el abrigo y volví a registrar el bolso—. Tengo que tenerlas, no quería depender de Sofía para volver a casa…
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