martes, 31 de enero de 2023

Desafío: Capítulo 16

Paula intentó componerse, como si quien llamaba pudiera verla. Pero no podía dejar de sentirse avergonzada por su comportamiento. Si quería mantener aquel trabajo, tenía que alejarse de Pedro Alfonso.


Pedro colgó unos segundos después.


—Perdona la interrupción, era mi representante. Oye, ¿Dónde vas?


—Tengo que hacer el desayuno. Y me alegro de la interrupción. Esto no puede pasar, Pedro.


—¿Por qué?


—Porque soy tu fisioterapeuta.


—Pero también eres una mujer y yo soy un hombre. Y los dos sentíamos curiosidad, ¿No?


«Sí, pero estoy embarazada de otro hombre», pensó Paula.



—Bueno, pues ya sabemos cómo es. Ahora, lo mejor será olvidarlo.


Él vaciló un momento.


—Muy bien. Si eso es lo que quieres… Pero si cambias de opinión, házmelo saber.


—Esto no es ninguna broma, Pedro. Yo no voy a ser otra de tus conquistas —replicó ella, antes de salir de la habitación.


Cinco minutos después, Pedro apareció en la cocina.


—No quería que te enfadases. Sólo ha sido un beso y, además, no te veo como una de mis conquistas. Si hubieras leído algo sobre mí, sabrías que me gustan las rubias.


Ella lo fulminó con la mirada. Pero no pudo evitar una sonrisa.


—¿Y qué pasa con las pelirrojas? ¿Te dan miedo?


—No pienso meterme en ese jardín.


—Gallina —rió Paula.


—Desde luego que sí. Sé que puedes hacerme mucho daño.


—Ah, veo que estás aprendiendo.


—Entonces, ¿Amigos otra vez?


—Amigos —asintió ella, sabiendo que quizá no era buena idea.


Pedro se apoyó en las muletas y la estudió, muy serio. Debía admitir que aquella chica lo atraía más de lo normal. Pero lo último que necesitaba era una relación amorosa. Paula Chaves era de esas mujeres de las que resulta difícil salir corriendo… Y eso era lo que a él se le daba mejor. Además, aquella vez no podría salir corriendo. Entonces se fijó en sus ojeras.


—¿Te encuentras bien?


—Sí, un poco cansada, pero bien.


Era lógico, no debía dormir mucho porque la oía pasear por la habitación hasta el amanecer.


—¿Por qué duermes tan poco?


Paula abrió la nevera.


—Estoy acostumbrada a dormir poco.


—Pues eso no puede ser. Tienes que cuidarte…


—Estoy acostumbrada a trabajar —lo interrumpió ella—. Mientras estaba en la universidad, trabajaba como camarera y antes en el rancho de mis padres. Ser una chica no significa que las tareas fueran más fáciles. Así que, créeme, estoy acostumbrada. A menos que tú tengas alguna queja, claro.


Pedro dejó escapar un suspiro. Sólo que era demasiado guapa y que le gustaría volver a besarla una y otra vez.


—Ninguna, Paula. Me has convencido.


—Ah, qué bien. Creo que estás entrando por el aro.


—Sí, bueno, tardo en aprender.


—Yo diría que no. Estás progresando muchísimo.


—No hablemos más de mí —sonrió Pedor—. ¿Quieres saber el secreto?


—Si me lo cuentas, ya no será un secreto, ¿No?


—Pero es una buena noticia.


—Mejor te la guardas para ti —sonrió Paula, sacando unos huevos.


—Bueno, te daré una pista. Alguien está embarazada.


A Paula le dió un vuelco el corazón. ¿Cómo se había enterado?

Desafío: Capítulo 15

Pedro no sabía cómo había pasado, pero se encontró bajo el ataque de dos mujeres. Consiguió soltar a Catalina y se lanzó hacia Paula, que acabó sobre sus rodillas… Fue entonces cuando Federico y Romina entraron en la habitación. Paula se incorporó de inmediato, avergonzada por un comportamiento tan poco profesional.


—Lo siento, estábamos…


—No, no, sigan… Ya veo que la rehabilitación va muy bien — rió Federico.


—Catalina, no sabíamos dónde estabas —sonrió Romina.


—Es que he venido a traerle un dibujo al tío Pedro —contestó la niña.


—La próxima vez dímelo, ¿De acuerdo?


—Sí. ¿Estoy castigada?


—No, tonta.


—¿Quieren tomar un café? —preguntó Paula.


—No, gracias —contestó la cuñada de Pedro—. No puedo tomar café. Vamos, Cata, tenemos que irnos al colegio.


La niña tomó su mano y se despidió de su tío tirándole unbeso. Cuando se fueron, Paula soltó una risita.


—Parece que te llevas muy bien con tu sobrina.


—Más que bien. Además, tenemos un secreto.


—¿Ah, sí?


Cuando iba a salir de la habitación, Pedro tiró de su mano para sentarla en la cama.


—Seguro que te gustaría saber el secreto, ¿A que sí?


La presión del cuerpo del hombre sobre el suyo era demasiado… Excitante.


—Suéltame, anda.


—De eso nada. Me gusta llevar ventaja.


—Suéltame —insistió Paula.


Pedro se inclinó un poco más.


—¿No sientes curiosidad?


Ella se dió cuenta de que la pregunta no tenía nada que ver con el secreto. E incapaz de disimular, asintió con la cabeza. Pedro se inclinó un poco más y rozó sus labios. Debería resistirse, pensaba Paula, que sólo pudo emitir un suave gemido. Y, por fin, sintió los labios de él sobre los suyos, suaves, tentativos al principio. Entonces, de repente, él la obligó a abrirlos con la lengua. Con un gemido ronco, aplastó su boca contra la boca femenina mientras ella, instintivamente, se apretaba contra su torso.


—Paula —murmuró Pedro, sin dejar de besarla.


El deseo era tan profundo que Paula no podía pensar en nada que no fuera aquel hombre. Pero, de repente, oyeron un ruido. El teléfono. Suspirando, Pedro alargó una mano.


—Dígame —murmuró con voz ronca.

Desafío: Capítulo 14

Durante los últimos días, Pedro había ejercitado la pierna hasta la extenuación. En diez días no sólo había cambiado de actitud sino que había mejorado el tono de la pierna malherida. Tenía más energía, más ganas de moverse. Paula intentaba contenerlo, advirtiéndole que no debía ir tan aprisa, pero él no estaba tranquilo si no hacía algo. También había hablado con Federico para disculparse por su comportamiento, pero le pidió que no tomara decisiones sin consultar con él. Progresaba a pasos agigantados y estaba pensando en la posibilidad de volver al rodeo. Echaba de menos los viajes, las multitudes, los fans, la atención de las mujeres… Entonces pensó en el tiempo que había pasado desde que besó a una mujer, desde que se acostó con alguien. Pero cuando cerraba los ojos, veía la cara de Paula. Eso le ponía de mal humor. Y empezaba a estar harto de las duchas frías. Cuando estaba maldiciendo en voz baja sonó un golpecito en la puerta.


—Entra.


Catalina, su sobrina, asomó la cabeza.


—Hola, tío Pedro. ¿Puedo pasar?


Esas visitas matinales se habían convertido en una costumbre y Pedro las disfrutaba cada día más.


—Mi sobrina favorita puede venir a verme cuando quiera.


La niña no era pariente de sangre, pero Federico había adoptado a Catalina y Nicolás cuando se casó con Romina. De modo que, a pesar de sus protestas, para él era lo mismo.


—Te he traído una cosa —dijo la niña, mostrándole un dibujo.


—Ah, qué bonito.


—Es mi mamá, mi papá y Nicolás y yo. Ésa es nuestra casa. Quiero que lo cuelgues en la pared para que lo veas todos los días.


—Muchas gracias, Cata. Lo pondré en la nevera y así podré verlo cada mañana.


La niña se puso de puntillas para hablarle al oído:


—Y sé un secreto.


—¿En serio? ¿Qué secreto?


—Tienes que prometer que no vas a contárselo a nadie.


—Muy bien, te lo prometo —dijo Pedro en voz baja.


—Mi mamá tiene un niño en la barriga.


Pedro tragó saliva. ¿Sería cierto o la niña lo estaba imaginando?


—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?


Catalina levantó los ojos al cielo.


—Porque lo ha dicho la barrita rosa. Así se sabe si tienes un niño en la barriga.


—Ah.


¿Cómo sabía una niña de cuatro años lo que era una prueba de embarazo?


—¿Y tú cómo sabes eso?


—Porque los he oído hablar en su habitación —contestó Catalina en voz baja—. Y se estaban dando besos. Se dan muchos besos.


Sin duda, pensó Pedro, sintiendo una punzada de celos.


—A lo mejor no deberíamos decir nada. Seguro que quieren darnos una sorpresa.


Catalina se llevó un dedo a los labios.


—No podemos decir nada.


—Eso está muy bien porque si decimos algo, ¿Sabes lo que pasará?


La niña negó con la cabeza.


—Que vendrá el monstruo de las cosquillas —sonrió Pedro, tomándola en brazos. Cuando Catalina estaba muerta de risa, Paula entró en la habitación.


—¡Socorro, Paula! —gritó la niña, sin parar de reír—. El tío Pedro… Me hace cosquillas…


—¿Ah, sí? Pues eso no puede ser.


Paula se colocó por detrás y empezó a hacerle cosquillas a él.

Desafío: Capítulo 13

 —Tienes razón, Pedro. Tu hermano no tiene derecho a dirigir tu vida. Pero al menos puedes librarte de uno de los problemas.


—¿Qué quieres decir?


—Tu fisioterapeuta. No te preocupes, me iré mañana por la mañana.


Había metido la pata hasta el fondo. Pedro llamó a la puerta de su habitación, pero Paula no contestó.


—Paula, ¿Podemos hablar?


No hubo respuesta.


—Por favor, ha sido un malentendido. Abre la puerta y te lo explicaré.


Tampoco hubo respuesta entonces. Pero no podía dejar que se fuera así, pensó, empujando la puerta. Paula estaba de espaldas, haciendo la maleta.


—Paula, por favor… No quiero que te vayas.


—Has dicho que no querías un fisioterapeuta —murmuró ella, sin mirarlo.


—Es que estaba enfadado con Federico por manipularme. Siempre consigue convencerme para que haga lo que a el le parece.


—No creo que él te subiera a aquel toro, ¿No?


—Claro que no. Pero quiere que sea su socio en el rancho, quiere que conozca a los Ramírez y forme parte de la familia…


Paula se volvió entonces.


—¿Y qué quieres que haga yo, que te dé la razón?


—Yo tengo mi propia opinión…


—No entiendo por qué te parece tan grave. Es tu familia, Pedro. ¿No sabes cómo te quiere tu hermano? Él intenta ayudarte y tú te portas como un niño enrabietado.


—Estoy de acuerdo.


—Y culpas a todo el mundo por tu accidente.


—Muy bien, de acuerdo, tienes razón.


—¿Sabes lo que pasa? Que estás acostumbrado a salirte con la tuya cuando estás encima de un toro, pero ahora tienes que considerar otras cosas.


—¿Qué quieres, mi sangre? —le espetó Pedro entonces—. Ya te he dicho que tienes razón.


—¿En serio? —preguntó ella, sorprendida.


—Sí, me he portado fatal con Federico. ¿Vas a quedarte? ¿Me ayudarás a caminar otra vez?


Paula estaba tan perpleja que no sabía qué decir. Como le pasaba tantas veces con aquel hombre. Si fuera un poco lista, se marcharía de allí lo antes posible. Pero no podía hacer eso. Sabía que podía ayudarlo a caminar de nuevo, que podía devolverlo a la vida… Y, con un poco de suerte, no volvería al rodeo.


—¿Y tus otros hermanos? Yo creo que tienes que hablar con ellos.


—Lo haré, lo haré —le prometió Pedro—. Entonces, ¿Te quedarás?


—Depende. Si cambias de actitud…


—Lo intentaré.


Paula se dijo a sí misma que era por el dinero y por su hijo.


—Muy bien. Me quedaré.


Pedro sonrió y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no derretirse. Estaba metida en un buen lío si no encontraba la forma de controlar su corazón.

jueves, 26 de enero de 2023

Desafío: Capítulo 12

Federico y su hijo de siete años, Nicolás, entraban en la cocina en ese momento. Su hermano y él no eran gemelos idénticos, pero se parecían muchísimo. Excepto en el color de los ojos; los suyos eran casi grises, mientras los de su hermano eran azul cielo. Federico era el más sensato, él siempre el más arriesgado.


—¡Hola, tío Pedro! —sonrió Nicolás.


—Me alegro de que hayas venido, hermano.


—No he tenido alternativa —sonrió él—. Era la única forma de probar la comida de Romina. Como te pasas el día presumiendo…


—Venga, siéntate. ¿Quieres tomar algo, un refresco?


—Sí, gracias.


Nicolás abrió la nevera y le ofreció un refresco a su tío.


—Mi padre dice que eres un campeón del rodeo.


Pedro sonrió, intentando disimular cierta tristeza.


—Sí, bueno, he ganado el campeonato nacional dos veces, pero este año no va a ser posible.


—Se lo conté a Joaquín Roberts, pero no me creía —se quejó el niño—. Porque dice que no eres mi tío de verdad.


Pedro miró a Brenna de reojo.


—Pues tendrás que demostrarle que es cierto. En cuanto lo localice te dejaré uno de los cinturones de campeón para que lo lleves al colegio.


—¿En serio?


—Claro que sí.


Nicolás se sentó frente a su tío, mirándolo con cara de admiración. Catalina estaba a su lado. La niña era una réplica de su madre, una preciosidad de cría. Cuando le guiñó un ojo, su rostro se iluminó y a Pedro se le encogió un poco el corazón.


—Me parece que acabas de conseguir dos nuevos fans —rió Paula—. ¿Lo ves? Sigues siendo Pedro El Diablo Alfonso —le dijo al oído.



Dos horas después, Federico los acompañaba hasta el porche. Y, aunque Pedro estaba cansado, Paula notó que intentaba demostrar que podía manejarse solo con las muletas, sin ayuda de nadie.


—Dale las gracias a Romina por la cena. Estaba todo buenísimo.


—De nada. Puedes volver cuando quieras. Y si localizas el cinturón, dímelo e iré a buscarlo.


—Imposible. Está en el tráiler y lo dejé en Arizona.


Federico negó con la cabeza.


—No, está aquí. Y Cheyenne Gold también.


Pedro se puso tenso.


—¿Has traído mi tráiler y mi caballo?


Federico miró a Paula y luego de nuevo a su hermano.


—Sí. No había necesidad de pagar una fortuna por mantenerlos allí. Aquí me sale gratis.


—Ya.


Paula subió al coche, incómoda.


—Deberíamos volver, hace frío —murmuró—. Federico, dale las gracias a tu mujer de mi parte.



Una vez de vuelta en casa, Pedro se dirigía a su cuarto sin decir nada, pero ella lo detuvo.


—¿Por qué no ves un rato la televisión?


—No me apetece.


—Entonces muévete un poco por el salón. Has estado varias horas sentado y a la pierna le iría bien un poco de ejercicio —sugirió ella—. Puedo hacer café.


—Sé lo que intentas hacer, Paula, pero no va a funcionar. Estoy enfadado.


—No pienso dejarte hasta que me digas por qué has arruinado una cena estupenda.


—Yo no he arruinado nada, ha sido mi hermano.


—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?


—Lo que lleva más de treinta años haciendo, dirigir mi vida. Es cinco minutos mayor que yo y créeme, lleva treinta años diciéndome lo que tengo que hacer. Siempre sabe lo que es mejor para mí, como por ejemplo venir a este rancho. Fue su idea contratar a un fisioterapeuta cuando yo no quería… Y ahora ha traído mi caballo, sin pedir permiso. Quiere que me quede aquí para siempre cuando sabe que sólo es algo temporal…


Paula lo pensó un momento. Le dolía que hablara así, pero debía reconocer que estaba en su derecho. Si él no quería un fisioterapeuta, nadie tenía por qué obligarlo.


Desafío: Capítulo 11

 —¡Pero bueno…! Ah, ya entiendo. Un hombre te ha hecho daño, ¿No? A ver, dime quién es y le doy una paliza.


Paula dejó de sonreír.


—Se llamaba Thiago. Y no puedes pegarle porque está muerto.


—Lo siento. Perdona, no lo sabía —se disculpó él.


—No pasa nada. Bueno, si no quieres ir a casa de tu hermano, será mejor que haga algo de cena.


Pedro negó con la cabeza.


—No, déjalo. Vamos a casa de Federico.


—Estupendo. Te ayudaré a llegar allí, pero es mejor que cenes tú solo con ellos.


—De eso nada. Si yo ceno en su casa, tú también.


Ella dejó escapar un suspiro.


—Muy bien, pero no creas que vas a salirte siempre con la tuya.


A Pedro le gustaría salirse con la suya, desde luego. En muchos sentidos.


—Dame diez minutos, voy a ducharme —murmuró, tomando las muletas.


—Usa el banco que hay en la bañera —le advirtió Paula.


—¿Y si no lo hago? ¿Iras a rebañarme? A lo mejor sería buena idea.


Paula se puso colorada, pero no se dio por vencida.


—Ten cuidado, recuerda que puedo hacerte daño.


Él no estaba pensando en dolor, sino en placer mientras iba hacia la ducha. Fría.


Pero, por primera vez en mucho tiempo, se sentía alegre. Quince minutos después estaban los dos sentados en un cochecito de golf que Federico les había prestado. Con Paula al volante, se dirigieron hacia la casa. Ésa fue la parte más fácil, lo difícil fue subir los escalones del porche.


—Se te da muy bien caminar con muletas.


—¿Estás intentando halagarme?


—Si así consigo que andes, haré lo que haga falta.


—¿Y hasta dónde piensas llegar? —sonrió Pedro.


Antes de que ella pudiera replicar se abrió la puerta y Catalina apareció en el porche con una sonrisa en los labios.


—Hola, tío Pedro. Hola, Paula.


—Hola, Catalina.


Pedro miró alrededor. La amplia cocina tenía muebles de pino y una encimera de cerámica blanca. Su cuñada, con un mandil de colores, estaba sacando algo del horno. Federico siempre había querido tener un hogar y, aparentemente, lo había conseguido, pensó.


—¡Hola! Cómo me alegro de que hayan venido.


—Gracias por invitarnos —dijo Paula.


Romina abrazó a Pedro y luego dió un paso atrás para mirarlo de arriba abajo.


—Parece que esto se te da muy bien. Gracias por todo, Paula.


—No, es él quien ha hecho el trabajo. Yo sólo le animo un poco.


—Es como una apisonadora —protestó Pedro.

Desafío: Capítulo 10

 -Espera, deja que te ayude…


—No hace falta —la interrumpió Pedro, volviendo a la habitación.


Pedro no salió de su habitación en una hora. No quería hacerlo hasta que encontrase la forma de luchar contra lo que aquella mujer despertaba en él. Paula era su fisioterapeuta, de modo que iba a tocarlo a menudo. Tenía que acostumbrarse y dejar de pensar en otras cosas… ¿Qué demonios le pasaba? Sin duda Paula Chaves era guapa, pero también era una de esas mujeres que no parecían tomarse las relaciones a la ligera. Y él era de los que no se comprometían. Quizá en ese sentido era como su padre. No tenía intención de casarse y tener hijos. Seguramente porque nunca tuvo un buen ejemplo. Durante casi toda su vida, Federico y él habían sido los hijos de Ana Alfonso. Unos niños sin padre. Eso fue duro, pero lo peor fue cuando apareció Eduardo Keys. El tipo convenció a su madre de que su mayor deseo era darle un hogar a sus hijos, pero sólo quería peones para el rancho. Los hacía trabajar como si fueran animales y, cuando cumplieron dieciocho años, Federico y Pedro se fueron de casa. Ni Ramírez ni Keys habían sido buenos ejemplos de lo que debería ser un padre. Pedro no dudaba que tenía malos genes, pero el rodeo lo compensaba todo. El rodeo, los campeonatos, su estatus de estrella. Hasta que ocurrió el accidente. En ese momento, oyó un golpecito en la puerta y Paula asomó la cabeza en la habitación. Se había puesto unos vaqueros y una blusa que lo hicieron tragar saliva.


—¿Tienes hambre o piensas quedarte todo el día aquí?


—Estoy cansado.


—Eso no es verdad. Estás en buena forma, así que mañana haremos más ejercicios.


—¿Y si no quiero?


Paula se cruzó de brazos.


—Mira, Pedro, habíamos acordado que lo intentarías, ¿No? Si te preocupa que te haya dado un tirón…


—No me preocupa.


«Lo que me preocupa eres tú», pensó.


—Mejor, porque seguramente volverá a pasar. Pero yo puedo ayudarle ¿Por qué no te metes en el jacuzzi? Luego puedo darte un masaje…


Pedro se puso tenso. Sí, como que eso iba a ayudarlo.


—¿Querías algo mas?


—Quedarte encerrado no es bueno para tí.


—No tengo ningún problema, estoy bien.


—Pero como fisioterapeuta, yo si tengo un problema. Además, ha llamado tu cuñada para preguntar si querías cenar con ellos.


—No.


—A tu sobrina Catalina le encantaría verte.


Pedro lo pensó un momento.


—No se me dan bien los niños. Además, no es mi sobrina de verdad.


—Es hija de Romina y tu hermano la ha adoptado, así que es tu sobrina.


—Sí, bueno, ya…


—Catalina es una niña. Seguro que puedes enamorarla con sólo hacer un pequeño esfuerzo.


—Si tan bien se me dan las mujeres, ¿Cómo es que no funciona contigo?


Paula soltó una carcajada.


—Me parece que no has intentado enamorarme precisamente, todo lo contrario. Además, yo no soy una mujer, soy tu fisioterapeuta.


—Sólo por curiosidad. ¿Qué tendría que hacer para llamar tu atención? —preguntó Pedro entonces.


—Pues… Conmigo hacen falta algo más que sonrisitas y palabras dulces. Tengo tres hermanos y vengo de una familia irlandesa, así que… Además, hace tiempo aprendí a creer sólo la mitad de lo que dicen los hombres. Y sé que la otra mitad es una exageración.

Desafío: Capítulo 9

 —¡Maldita sea! —gritó, agarrándose la pierna.


—Túmbate —le ordenó ella, masajeando el muslo.


Pedro se tapó los ojos con la mano. Odiaba sentirse tan débil, tener que depender de alguien…


—Ya está. Ha dejado de doler.


—Deja que termine de relajar el músculo.


—Si sigues haciendo eso, no se va a relajar —dijo él entonces.


Paula levantó la cara, colorada hasta la raíz del pelo.


—Ah…


Pedro sacudió la cabeza. Tenía que dejar de verla como una mujer, pensó. Pero con aquella pelirroja llena de curvas, eso iba a ser imposible.



Cuatro días después, durante un descanso, Pedro se sentó en el sofá con el mando de la televisión en la mano. Federico entró en ese momento.


—Hola. ¿Puedo pasar?


—Sí, claro. Estás en tu casa.


Su hermano arrugó el ceño.


—Cuando compré el rancho, te dije que quería que fueras mi socio.


—Sí, pero entonces no sabíamos que iba a acabar en una silla de ruedas.


—Es una situación temporal.


—Y yo te dije que no quería saber nada de los Ramírez. Además, si hubiera podido elegir…


Federico levantó una mano.


—No estarías aquí, ya lo sé. Pero este rancho no lo levantó el canalla de Francisco Ramírez, sino nuestro abuelo, Alberto. Una vez fue el mejor rancho de la zona… Hasta que Francisco estuvo a punto de cargárselo.


—Y tú lo estás levantando otra vez —suspiró Pedro.


—Claro que sí. Aquí hay mucho trabajo y buenas tierras. Además, Cristian, Diego y Ezequiel me están ayudando. Me gustaría que los conocieras.


—No, gracias.


Pedro estaba harto de oír hablar de sus hermanastros y de Luis Barrett, el hombre que los crió cuando Francisco Ramírez fue a la cárcel por robar ganado. Sentía lo mismo por Javier Torres, otro hermano ilegítimo que apareció el año anterior. Aparentemente, a su padre le gustaba seducir a las mujeres. Y nadie había vuelto a verlo en muchos años.


—A lo mejor, cuando vuelvas a caminar piensas de otra forma —suspiró su hermano—. ¿Qué tal va la rehabilitación?


Pedro arrugó el ceño.


—Tú deberías saberlo, ya que la señorita Chaves te lo cuenta todo.


—Paula y yo no hemos hablado desde el primer día.


—Sí, seguro.


—En serio, Pedro. Hace unos meses no sabía si ibas a sobrevivir y menos si volverías a caminar —suspiró Federico—. La vida te ha dado una segunda oportunidad, así que ya sabes lo que tienes que hacer. Llámame si necesitas algo, ¿De acuerdo?


—De acuerdo —murmuró él, sintiéndose como un canalla—. ¡Federico! —lo llamó después, intentando levantarse con ayuda de las muletas.


Llegó hasta la puerta, pero cuando alargó la mano para tomar el picaporte la puerta se abrió de golpe, golpeándolo en el pecho. Pedro intentó mantener el equilibrio y soltó las muletas, pero cuando intentó agarrarse a algo, a lo que se agarró fue… A Paula. Ella se quedó inmóvil y cuando Pedro levantó la cara, se perdió en sus ojos de color whisky. Estaba a meros centímetros de una boca tentadora… Pero se apartó, saltando sobre la pierna buena. Ella se inclinó para tomar las muletas del suelo.


—¿Te has hecho daño?


—No.

martes, 24 de enero de 2023

Desafío: Capítulo 8

Además, era la única fisioterapeuta que parecía segura de que podría volver a caminar. Aunque no era muy alta, parecía una chica fuerte. Tendría que serlo para mover a sus pacientes. Lo que le sorprendió fue su cara de susto cuando apartó la sábana y lo vió desnudo. ¿No había visto a pacientes desnudos? ¿No habría visto a un hombre desnudo? Entonces se preguntó si habría alguien en su vida… Desde luego, era una chica muy atractiva. Aunque a él le gustaban más las rubias, se preguntó cómo sería con el pelo suelto. Olía muy bien, además. Y, aunque llevaba ropa ancha, el día anterior cuando la vio con los vaqueros… Pero no debía pensar en la señorita Chaves de esa forma. Tenía que verla como a Atila, el rey de los hunos. Además, se sentía demasiado vulnerable con la pierna destrozada… Una vez, las mujeres habían admirado su cuerpo. Después de cada rodeo, siempre estaba rodeado de chicas que querían compartir con él la victoria. Y su cama. Pero, desde el accidente, habían desaparecido. Sin embargo, el día anterior, por un momento Paula lo había mirado como a un hombre y él, sin duda, la miró como se mira a una mujer. Sí, aquella pelirroja iba a darle problemas.


—Si sigues comiendo tan despacio no empezaremos nunca — le dijo.


—Es que me he servido demasiado. Tienes razón, deberíamos empezar ya —sonrió Paula.


—No te preocupes, termina.


—No hace falta. Tómate el café y empezaremos con las pesas.


—¿Tú no quieres café?


—No, la cafeína me pone nerviosa. Pero tómatelo mientras lavo los platos.


—¿No podemos charlar un rato?


Paula llevó los platos al fregadero.


—¿De qué quieres hablar?


—Me gustaría saber de dónde eres, por ejemplo.


—Crecí por aquí. Mis padres tienen un pequeño rancho al otro lado de San Angelo.


—¿Todo el mundo tiene un rancho?


—Claro, es una zona ganadera —se encogió ella de hombros—. Y a tu familia no le ha ido nada mal. Los Ramírez son los más ricos de por aquí.


—¿La gente sabe mi historia? —preguntó Pedro, sin mirarla.


—No, yo lo sé porque Federico me lo contó. Pero si te preocupa lo que piensen los demás…


—Me da igual.


—Supongo que, siendo un campeón del rodeo, todo el mundo estará interesado en tu vida —sonrió Paula—. Sobre todo, las mujeres.


Entonces vió un brillo de dolor en los ojos de Pedro.


—Eso se ha terminado. Sólo quiero que me dejen en paz.


Mejor. A Paula no le apetecía tener que pelearse con un montón de fans.


—Vamos a concentrarnos tanto en la rehabilitación que no tendrás oportunidad de pensar en nada más.


—No hay rehabilitación suficiente en el mundo como para eso.


Paula sabía que estaba deprimido; era lógico. De modo que se concentró en fregar los platos, sabiendo que sólo podría distraer a Pedro Alfonso con el trabajo. Media hora después, tras una serie de agotadores ejercicios, observaba a Pedro tumbado en el banco, levantando pesas. Le sorprendía su fuerza y también con qué facilidad repetía los ejercicios. Pero seguramente estaba intentando impresionarla y no quería que se agotara.


—Vamos a ir un poco más despacio —murmuró, colocándole unas tobilleras con peso—. Hoy es el primer día y no quiero que te canses demasiado. A ver, levanta un poco la pierna, hasta donde puedas.


Pedro lo intentó, aunque la tobillera parecía pesar una tonelada. Consiguió levantar la pierna cinco veces, pero tenía la frente cubierta de sudor. Y aunque Paula le dijo que ya era suficiente, él la levantó cinco veces más. No quería darle la satisfacción de rendirse, pero su pierna tenía otras ideas. El músculo, fatigado por el repentino ejercicio, sufrió un espasmo…


Desafío: Capítulo 7

A la mañana siguiente, Paula salió al porche esperando que el aire fresco le quitase el mareo. Lo que no esperaba era encontrar a la hija de Federico Alfonso, Catalina, sentada en los escalones.


—Hola, buenos días.


La niña, de cuatro años, levantó la mirada.


—Hola, señorita Paula.


Bajo una cazadora azul llevaba un jersey rosa y pantalones de pana, con botitas.


—¿Se acuerda de mí? Soy Catalina. Vivo en esa casa —dijo la niña, señalando una casa grande a unos doscientos metros.


—Claro que me acuerdo de tí —sonrió Paula—. ¿Qué haces levantada tan temprano?


—Voy a montar a mi pony, Daisy. Mi padre va a llevarme… pero no sé dónde está. ¿Está dentro con el tío Pedro?


—No, pero tu tío está despierto. ¿Quieres entrar?


La niña negó con la cabeza, con una mezcla de miedo y tristeza en los ojos.


—No le caigo bien.


—¿Qué? Eso no es verdad, Catalina. Lo que pasa es que tu tío tuvo un accidente y lo está pasando mal. Pero pronto volverá a estar contento.


—¿Entonces le caeré bien?


—Yo creo que ya le caes muy bien —intentó convencerla Paula—. Pero dale un par de semanas para que se recupere y podrás venir a visitarlo cuando quieras.


La niña sonrió.


—Eres muy guapa… ¿Tú tienes niñas?


Ella negó con la cabeza mientras se llevaba una mano al abdomen.


—No, aún no.


Rezaba para que su niño naciera sano. No tenía padre, pero si sobrevivía a aquellos meses con Pedro, ganaría dinero suficiente para tener a su hijo y estar sin trabajar durante un tiempo. Entonces, una voz de hombre llamó su atención y ambas volvieron la cabeza hacia el establo. Al ver a Federico, la cara de Catalina se iluminó y salió corriendo para echarse en sus brazos. Eso la hizo pensar en su padre, Miguel Chaves. Paula se avergonzaba un poco de no haberle dicho a sus padres que iba a tener un hijo… Con un hombre al que ellos no conocían y con el que no se había casado. Sabía que se llevarían un disgusto porque era la única chica de la casa. Ella, que fue la primera Chaves en tener un título universitario, pensaba casarse, pero todo cambió tras el accidente de Thiago. Y unos días después de su muerte descubrió que estaba embarazada. Por eso necesitaba aquel trabajo, para no depender de sus padres. Aunque tendría que contárselo. Poco a poco, el embarazo iba notándose y su secreto no tardaría mucho en descubrirse. Volvió a entrar en la casa que iba a ser su hogar durante un tiempo. Pero, ¿Qué pasaría si Pedro Alfonso descubriera que estaba embarazada?, se preguntó. Al menos, no tendría que preocuparse por una posible atracción entre ellos. La mayoría de los hombres salían corriendo al ver una mujer embarazada. Una pena que ella no pudiera decir lo mismo. Él era un hombre muy guapo. Y muy peligroso. Definitivamente, debía mantener las distancias… Pero cuando se abrió la puerta del dormitorio y apareció Pedro, se quedó un momento sin aire. Tendría que convencerlo para que se pusiera más ropa, pensó, observando su torso desnudo. Embarazada o no, sus hormonas enloquecían al ver a aquel hombre.


—¿Qué hay de desayuno?


—¿Tienes hambre?


—Si vamos a trabajar esta mañana, necesito nutrirme, ¿No?


Paula sonrió, acercándose a la cocina para hacer unos huevos revueltos. Durante el desayuno apenas hablaron y su paciente se concentró en la comida, lo cual era una buena noticia. Pero Pedro se detuvo un momento para observar a «Su sargento». Paula tenía ojeras y seguramente era culpa suya. No había sido precisamente amable con ella… Aunque había encontrado la forma de convencerlo para que hiciese rehabilitación. Desde luego, él no podía decirle que no a un reto.

Desafío: Capítulo 6

No, no podía quedarse allí. No quería que nadie lo viera así, sobre todo una mujer.


—Mira, esto no va a funcionar. No te quiero aquí, así que ¿Por qué no te vas?


—No puedo —contestó ella—. La verdad es que necesito este trabajo. Pero sobre todo, Pedro, porque tú me necesitas. Si de verdad quieres volver a caminar, necesitas que te ayude. Y puedo hacerlo, te lo aseguro.


Su optimismo era contagioso, pero Pedro no quería albergar esperanzas.


—Nunca podré volver al rodeo.


—¿Dos campeonatos nacionales no son suficientes para tí? Además, ¿No eres un poquito mayor para seguir montando toros salvajes?


Aunque era verdad, esa pregunta le dolió. Tenía treinta y un años y todo el mundo sabía que estaba haciéndose mayor para el rodeo. Pero había pensado dejarlo aquel año. Aunque, si hubiera vuelto a ganar el campeonato, habría aguantado uno más…


—Este año iba en cabeza y estaba dispuesto a participar en el campeonato de Las Vegas. ¿Cómo te sentirías tú si no pudieras hacer tu trabajo?


—Me dolería. Pero yo estoy empezando, tú llevas años siendo el número uno. ¿No es mejor dejarlo cuando se está en la cima? Mira Michael Jordan, él se retiró.


—Pero luego volvió al baloncesto.


—¿Y John Elway y Troy Aikman? Dejaron el fútbol porque tenían lesiones graves y encontraron otras cosas que les gustaba hacer. Además, has ganado mucho dinero y ahora mismo no puedes caminar. ¿Cómo es posible que sigas pensando en el rodeo?


—Pues eso digo yo, ¿Para qué voy a esforzarme si no valdrá de nada?


Paula se levantó.


—¿No valdrá de nada volver a caminar? Piensa en tu hermano, en tu familia…


Pedro nunca había sido un hombre muy familiar. Federico era su único hermano hasta el año anterior, cuando descubrieron la verdadera identidad de su padre, un campeón del rodeo llamado Francisco Ramírez. Después de ese descubrimiento, Federico se trasladó a San Angelo, Texas. Incluso compró el rancho Ramírez, el Rocking R. Pedro no quería saber nada de los Ramírez, pero Federico se había acercado a sus hermanastros, Cristian, Diego y Ezequiel, y al otro hermano ilegítimo, Javier Torres. Y, desde el accidente, él estaba encerrado allí.


—¿Qué familia? Los Ramírez son familia de Federico, no mía.


—¿Cómo que no? También son tu familia. Y eso es importante para la rehabilitación.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—¿Qué tengo que hacer para librarme de tí?


Paula se cruzó de brazos.


—¿Por qué no hacemos un trato?


—¿Qué clase de trato?


—¿Por qué no cooperas conmigo durante dos semanas? Si no hay ningún progreso en esas dos semanas, me marcharé. Pero tienes que levantarte a las siete de la mañana, trabajar en las paralelas y hacer pesas. Y trabajaremos mucho, Pedro. Mucho más de lo que has trabajado nunca, estoy segura —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Puedes volver a caminar, te lo aseguro. ¿Estás dispuesto a intentarlo? ¿Estas dispuesto a hacer lo que haga falta para dejar la silla de ruedas?


Pedro no sólo quería volver a caminar, quería volver al rodeo, a su vida anterior. No tenía miedo al esfuerzo, ni al trabajo. Y quería retirarse con honores. Él era Pedro «El Diablo» Alfonso.


—Quiero volver al rodeo. ¿Puedes ayudarme a hacer eso?


Observó que Paula vacilaba un momento, pero enseguida lo miró con determinación.


—Va a costarte mucho, pero si de verdad quieres, puedes hacerlo.


—¿Y tú vas a poder soportarlo? ¿Vas a poder aguantar mi mal carácter? ¿Podrás convertirme en el hombre que era antes?


—Para cuando termine, habrás descubierto que ser un hombre no tiene nada que ver con montar toros salvajes.


Aquella pelirroja le hacía desear muchas cosas, pensó Pedro entonces.


—¿Puedes hacerlo o no?


Paula lo miró a los ojos.


—¿Por qué tengo la impresión de que le estoy vendiendo mi alma al diablo?


El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa que aceleró su corazón. Porque era verdad; acababa de venderle su alma al diablo.

Desafío: Capítulo 5

 —A partir de ahora, tienes que usar esto para moverte por la casa.


—¿Qué? Lo dirás de broma —replicó él, con gesto de asco.


—Si puede mantenerse sobre un toro, señor Pedro «El Diablo» Alfonso, también puede usar un andador.


—No pienso usar ningún maldito andador… Antes, prefiero arrastrarme por el suelo.


—Los fisioterapeutas somos testarudos. Y como, tarde o temprano, tendrás que usar el baño…


Pedro se cubrió la cabeza con la sábana y lanzó una retahíla de insultos. Paula sabía que, si quería conseguir algo, no podía dejarlo en la cama todo el día. Pero también sabía que si él se quejaba mucho, Federico la despediría.


—Se está comportando como un niño, señor Alfonso —le espetó, apartando la sábana de un tirón.


Pero entonces dejó escapar un grito porque… Pedro estaba completamente desnudo. Volvió a taparlo rápidamente, pero vió una sonrisa de satisfacción en los labios del hombre. Pedro  Alfonso no parecía tener problema alguno con su desnudez.


—Ya que estamos empezando a «conocernos», ¿Podrías volver a llamarme Pedro, «Pau»?


—Te llamaré lo que quieras mientras te levantes de esa cama.


Él se lo pensó un momento.


—Muy bien, me levantaré, pero sólo si puedo usar las muletas.


—Podrías perder el equilibrio…


—¿Perder el equilibrio? Cariño, me he ganado la vida manteniendo el equilibrio sobre un toro salvaje. Si quieres verme levantado, tráemelas.


Paula salió de la habitación y cuando volvió con las muletas, él se había puesto un pantalón de chándal.


—No me gusta esto. Podrías caerte.


—Llevo cayéndome toda la vida.


—Delante de mí, no —replicó ella, sujetándolo por la cintura.


Sorprendentemente, se manejaba bien con las muletas, pero cuando iba a entrar en el baño, Pedro la detuvo.


—Hay cosas que un hombre tiene que hacer solo.


—¿Y si te caes?


—Me levantaré —contestó él, dándole con la puerta en las narices.


—Llámame cuando hayas terminado. Vendré a buscarte —gritó Paula.


—Puedo salir solo, muchas gracias.


—Crees que lo sabes todo, ¿Verdad, Pedro Alfonso? —murmuró ella.


Luego se dió la vuelta, rezando para sobrevivir a aquellas dos primeras semanas… Y a aquel hombre.


Pedro maldijo en voz baja cuando tropezó al salir del baño. Le gustaba estar de pie, pero no pensaba decírselo a la señorita Chaves. Con las muletas bien colocadas bajo los brazos, se dirigió a la cocina, sorprendido de no haberla asustado antes con su numerito de seducción. La encontró canturreando. Pero no cantaría durante mucho tiempo, pensó.


—En cuanto termines, haz la maleta porque no vas a quedarte aquí.


—La sopa está lista —replicó ella, como si no le hubiera oído.


Olía muy bien y Pedro descubrió que, por primera vez en varios días, tenía hambre. Y cuando lo ayudó a sentarse, descubrió que le gustaba que ella lo tocase. Tenía las manos muy suaves, tan suaves como el aroma de su perfume. Paula colocó la servilleta sobre sus rodillas y levantó la mirada. Él se fijó entonces en lo guapa que era. No como una modelo, desde luego, pero tenía unos ojos marrón claro llenos de calidez e inocencia. Y sus labios… Se preguntó entonces cómo sabrían. Su piel era perfecta, a pesar de algunas pecas rebeldes en la nariz.

jueves, 19 de enero de 2023

Desafío: Capítulo 4

 —Puedo manejarlo, no te preocupes. Sólo tengo que encontrar la forma de convencerlo.


—Espero que lo hagas. Ah, por cierto, traerán las barras paralelas en una hora. Dime qué hay que quitar de la habitación.


—Podríamos quitar las estanterías, el sillón y la mesa de café, si no es mucho problema. Así tendríamos sitio para las pesas y el banco.


—Esto es lo más fácil. Lo difícil es soportar el genio de Pedro —sonrió Federico—. Quizá debería quedarme…


—No, para eso me has contratado. Tengo que comunicarme con él como sea. Tu hermano está acostumbrado a salirse con la suya y debe aprender que, si quiere caminar de nuevo, tendrá que trabajar.


Federico la miró, sorprendido.


—Estoy empezando a creer que podrías conseguirlo. Pedro siempre ha sido capaz de convencer a las mujeres para que hagan lo que él quiere, pero tú…


Paula negó con la cabeza. Pedro Alfonso era guapísimo, pero ella no pensaba dejarse convencer. Aunque si quisiera, podría hacerle olvidar hasta su nombre. Pero eso no lo sabría nunca.


—No te preocupes. Soy su fisioterapeuta, nada más.


Tardaría mucho tiempo en volver a interesarse por un hombre. Y mucho más por un hombre como Pedro Alfonso. A las doce habían retirado los muebles y las paralelas y el banco de pesas estaban colocados en medio del salón. Paula había decidido que su paciente, después de las sesiones de rehabilitación, sólo tendría energías para ver la tele. Y hablando del paciente… No había visto a Pedro desde que se metió en su cuarto. Y ya era hora de que saliera de su escondite.


—¿Pedro? —lo llamó, golpeando la puerta.


No hubo respuesta. Paula volvió a llamar.


—¿Pedro? Voy a hacer el almuerzo. ¿Quieres algo especial?


Tampoco hubo respuesta.


—¿Pedro? ¿Estás bien? —insistió, empujando la puerta.


Lo encontró tumbado en la cama, cubierto hasta la cintura por una sábana. Y ninguna mujer con sangre caliente podría negar que aquel hombre tenía un cuerpazo. Sorprendida por ese pensamiento, Paula intentó concentrarse en su trabajo. Pedro Alfonso era un paciente, nada más.


—Tienes que levantarte.


Él abrió los ojos, revelando unas pupilas azul plata que la hicieron tragar saliva.


—Hola, cariño —suspiró, estirándose—. Estaba teniendo un sueño estupendo, pero tú eres mucho mejor.


El tono ronco de su voz la hizo sentir un escalofrío. Pero no tenía tiempo para eso.


—Ahora no estás soñando. Ha llegado la hora de poner los pies en el suelo.


—Sí, eso está muy bien, pero más tarde —sonrió Pedro—. ¿Por qué no te metes en la cama conmigo y jugamos un rato?


Si pensaba que eso iba a asustarla, estaba equivocado. Había oído cosas parecidas muchas veces. Thiago solía decirle cosas así cuando quería algo.


—Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no te levantas para comer algo y luego haces una sesión de rehabilitación?


—Sólo pienso ir al baño y luego a dormir otra vez —replicó él, sentándose sobre la cama. 


Pero cuando alargó la mano para tomar la silla de ruedas, Paula la apartó.


—¿Qué demonios…? ¿Qué estás haciendo?


—Llevas demasiado tiempo en la cama. Te estás debilitando y sólo usas la pierna buena.


—¿Y qué? Eso es asunto mío.


—Ya, pero tú eres asunto mío.


—Estás despedida. Fuera de aquí.


Ella se cruzó de brazos.


—Oblígame.


Al ver el gesto de dolor en el rostro de Pedro, Paula se preguntó si habría ido demasiado lejos. De modo qué fue al salón y volvió con el andador.

Desafío: Capítulo 3

El traje de chaqueta del día anterior había sido reemplazado por un gastado pantalón vaquero que se ajustaba a su trasero y a sus largas piernas como si fuera una segunda piel. Y la blusa blanca no escondía sus generosas curvas. Llevaba el pelo sujeto en una coleta que dejaba al descubierto su largo cuello y su pálida piel… Algo que lo excitó de inmediato.


—Le dije ayer que no necesitaba sus servicios, señorita Chaves.


Ella se volvió, mirándolo con sus ojos de color whisky.


—Ah, buenos días, señor Alfonso.


—No hay nada de bueno.


—A mí me encanta esta hora de la mañana. Es tan sosegada…


Tenía una voz suave, muy femenina, que le recordaba las suaves demandas de un amante… Pero no quería pensar en eso.


—Porque todo el mundo está durmiendo. Como a mí me gustaría.


—Puede dormir después de la sesión.


—¿Qué sesión?


—Tiene que hacer rehabilitación…


—De eso nada —replicó él—. ¿Le importaría marcharse?


Paula se puso en jarras.


—Pues sí, me importaría mucho. Le prometí a su hermano que lo intentaría, que no dejaría que me asustara. Así que tendrá que hacer algo más que gritarme, señor Alfonso. Y le advierto que crecí rodeada de hermanos, estoy acostumbrada a las groserías.


Pedro apretó los puños. Estaba harto de que su hermano le enviara fisioterapeutas.


—Muy bien, le pagaré todo el mes.


—No, lo siento. He aceptado el trabajo y he hecho una promesa. Lleva demasiado tiempo en esa silla sin hacer ejercicio, señor Alfonso. Será difícil que pueda caminar… Pero no imposible.


—Me parece que no lo entiende, señorita Chaves.


—Paula —le corrigió ella.


—Da igual. No puedo levantarme de esta silla. Voy a estar así el resto de mi vida.


Paula vió el miedo en sus ojos y tuvo el extraño impulso de tocarlo, de consolarlo.


—¿Cómo lo sabes, Pedro? —preguntó, tuteándolo—. He hablado con tu médico y me ha dicho que no has intentado hacer rehabilitación.


—¿Has estado hablando de mí?


—Con el doctor Morris, claro. Y con el doctor Ratner, el cirujano que hizo la reconstrucción del hueso. Yo creo que hizo un trabajo estupendo, por cierto.


—Entonces, ¿Por qué demonios no puedo andar?


—Porque el daño fue importante. Además del clavo para reparar la tibia, hay otros en el talón. Un toro de mil kilos cayó encima de tu pierna izquierda, de modo que no sólo están dañados los huesos, sino los músculos. Es importante que hagas rehabilitación para restablecer la circulación y para fortalecer los músculos. También sé que el toro te dio una cornada en el abdomen y te rompió varias costillas, pero eso ha curado muy bien. De modo que no es el dolor lo que te detiene.


—Eso me lo han contado ya varios especialistas, pero ninguno de ellos garantiza que pueda volver a caminar. Ya, ya sé que debería considerarme afortunado porque el maldito bicho no me aplastó, pero a esto no se le puede llamar vivir. Y no pienso esforzarme para nada si no puedo ser el de antes —replicó Pedro, furioso.


Después de decir eso, giró en la silla de ruedas y volvió a su habitación. Paula dejó escapar un suspiro. Su trabajo era asegurarse de que hiciese rehabilitación… ¿Pero cómo? Tenía que convencerlo de que podía volver a caminar. Entonces oyó un golpecito en la puerta y Federico Alfonso asomó la cabeza. Aunque no eran gemelos idénticos, el parecido con Pedro era extraordinario.


—¿Debería preguntar cómo ha ido?


—No del todo mal. Tu hermano no me ha tirado nada a la cabeza.


—Dale tiempo —suspiró Federico—. Paula, si has cambiado de opinión y quieres dejar el trabajo, lo entenderé.


Oh, no, no podía perder aquella oportunidad.

Desafío: Capítulo 2

La cicatriz no era bonita, pero el hombre…


—He visto cosas peores. Además, irá desapareciendo poco a poco.


—Me da igual.


—Ya imagino que le da igual, pero yo estoy aquí para hacerle cambiar de actitud.


—No necesito a nadie. Estoy perfectamente —replicó él.


Intentó darse la vuelta, pero la silla de ruedas se enganchó con la mesita de café. Paula observó su frustración hasta que, por fin, pudo soltarse.


—Mañana habrá que apartar los muebles para que pueda moverse con más comodidad.


—No pierda el tiempo, señorita Chaves. Usted no estará aquí mañana —replicó Pedro, entrando en su habitación y cerrando de un portazo.


Ella dejó escapar un largo suspiro.


—Ah, pues ha ido bien.


En el salón había dos puertas más, una que daba a otro dormitorio, el suyo, y un cuarto de baño que Pedro Alfonso y ella tendrían que compartir. Cuando asomó la cabeza en el dormitorio, vió una cama grande con un edredón de colores y una cómoda de pino. El baño era amplio y Federico Alfonso había ensanchado el hueco de la puerta para que pudiera pasar una silla de ruedas. Además, la bañera era un jacuzzi. Estupendo. Volvió entonces al salón y comprobó que la nevera estaba llena. Seguramente, Romina Alfonso, su cuñada, le hacía la comida, pero Pedro no parecía comer mucho. Y eso tendría que cambiar. No iba a recuperarse si no se nutría como era conveniente. Pero para eso tendría que cooperar con ella, claro. Y debía convencerlo porque su trabajo dependía de eso. Aunque su familia vivía cerca, Paula necesitaba trabajar… Y un sitio donde vivir.


Recién salida de la universidad, y en sus circunstancias, no tenía tiempo para buscar ofertas de trabajo. Su mentor, el doctor Morris, la había enviado al rancho Rocking R para hablar con Federico Alfonso sobre su hermano gemelo, que había resultado malherido en un rodeo. Y aun sabiendo que Pedro Alfonso había despedido a media docena de fisioterapeutas, Paula no tenía miedo. No podía tenerlo. Aunque sabía que aquello debía ser muy duro para la ex estrella del rodeo. Y el hombre más guapo que había visto nunca, además. Las fotografías no le hacían justicia y, sin duda, su reputación de mujeriego no era exagerada. Pero ahora estaba confinado en una silla de ruedas. Y su trabajo era cambiar eso. Aunque Federico no quería contratar a una mujer, ella lo había convencido de que podía lidiar con su hermano, prometiéndole que volvería a caminar. Y le había dado dos semanas de prueba. Ella era nativa de Texas y había crecido en un rancho cerca de allí, con tres hermanos que se dedicaban al rodeo. Nunca entendería por qué aquellos hombres se enfrentaban diariamente al peligro. Nunca entendería la emoción de montar un toro salvaje… Entonces recordó el accidente mortal de Thiago durante un vuelo en ala delta y la discusión que mantuvieron antes. Las últimas y furiosas palabras que habían intercambiado. Sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar que Jason había elegido la emoción del peligro antes que a ella… Y a su hijo. Ahora estaba sola, embarazada e intentando sobrevivir como podía.


Los golpes que llegaban del salón hicieron que Pedro escondiera la cabeza bajo la almohada. No había dormido mucho la noche anterior porque la imagen de Paula Chaves aparecía cada vez que cerraba los ojos. ¿Qué esperaba? Llevaba meses sin estar con una mujer, de modo que era lógico excitarse al ver a una chica guapa. Pero los golpes aumentaron de intensidad y miró el despertador: Las siete de la mañana. ¿Qué demonios estaba haciendo? Suspirando, se puso el chándal que estaba tirado en el suelo y, sujetándose a la cama, se sentó en la silla de ruedas. Luego la empujó hasta la puerta y descubrió que la pelirroja había vuelto… Y estaba intentando mover una estantería.

Desafío: Capítulo 1

La vida de Pedro Alfonso nunca volvería a ser la misma. Tuvo que agarrarse a los brazos de la silla de ruedas, intentando controlar el pánico. Todo había terminado. Nunca podría volver a hacer las cosas que tanto amaba. Nunca podría sentir la emoción del rodeo, los gritos de la multitud cuando abrían el portón… Había terminado paralítico de por vida, y todo por un maldito toro, Red Rock. Apretó los puños. Se odiaba a sí mismo por compadecerse. Pero tenía derecho. Había pasado dos meses en el hospital después de tres operaciones, una para cerrar la herida que le hicieron las astas del toro y otras dos para intentar recuperar la tibia de la pierna izquierda, aplastada por el animal. Era enero y se había pasado todo el mes de diciembre en el hospital. El mes que planeó pasar en las finales del campeonato de Las Vegas. Pero ahora estaba en el rancho de su hermano en San Angelo, Texas, esperando que apareciera su próximo fisioterapeuta. Si se atrevía. Había despedido a los seis últimos una hora después de que llegasen y aquel día le tocaba al número siete. Al menos, podía divertirse con algo, pensó. Miró la casita que su hermano había acondicionado para él. En el salón había una televisión de plasma, un estéreo, una estantería llena de libros… No tenía nada más que hacer. De modo que tomó un libro y lo lanzó contra la puerta con todas sus fuerzas, sintiendo rabia y pena por la persona que tuviera que enfrentarse con su ira.



Paula Chaves acababa de subir los escalones del porche y estaba levantando la mano para llamar a la puerta cuando oyó un golpe. Sorprendida, dió un paso atrás, recordando lo que Federico Alfonso le había contado de su hermano. Sin duda, eran malos tiempos para el campeón de rodeo Pedro Alfonso. Como fisioterapeuta, ella sabía que no era la persona favorita de sus pacientes. El suyo era un trabajo difícil, pero le gustaba y, además de ofrecer un buen sueldo, el extra en aquel caso era que podría vivir en la casa, ahorrándose así un alquiler. Entonces oyó otro golpe en la puerta. Aparentemente, Pedro Alfonso estaba teniendo un mal día. Y, aunque tenía poca experiencia, sabía que eso era relativamente normal. Reuniendo valor, agarró el picaporte.


—A ver si podemos hacerle cambiar de humor, señor Alfonso — murmuró, respirando profundamente.


Cuando entró, vió la cara de sorpresa de su atractivo paciente. Tenía el pelo negro y parecía no haberse afeitado en varios días, pero eso no le restaba atractivo. Sin embargo, fueron sus ojos lo que más llamó su atención. Eran de un azul muy claro, con puntitos plateados. Su mirada era fría como el hielo, pero despertó algo dentro de ella.


—Buenos días, señor Alfonso.


—¿Quién demonios es usted?


—Paula Chaves.


—Pues si ha venido a limpiar, no necesito que me cambien las sábanas, muchas gracias. Ni las toallas.


No, seguramente no hacía falta cambiarlas porque no parecía haberse bañado en varios días.


—No estaría mal pasar un poco el polvo, pero ahora mismo no tengo tiempo. He venido a ayudarlo, señor Alfonso. Soy su fisioterapeuta.


Él la miró, sorprendido.


—¡Y un cuerno!


—Vengo recomendada por el doctor Morris, el cirujano ortopédico que le está tratando. Y me ha contratado su hermano.


—Pues ya puede decirle a Federico que se va porque no la necesito.



—Me necesita más de lo que cree, señor Alfonso.


Su irritado paciente tenía un torso muy desarrollado. Y, con el pantalón corto, Brenna podía ver la enorme cicatriz en la pierna izquierda. Por la falta de actividad, sus piernas habían perdido tono, pero estaba claro que una vez fueron musculosas.


—Bonito ¿Eh? —dijo él, irónico.

Desafío: Sinopsis

Él jamás rechazaba un desafío.


El campeón de rodeo Pedro Alfonso, "el Diablo", tenía a las mujeres de todas las edades rendidas a sus pies… A todas excepto a su bella fisioterapeuta, la eficiente Paula Chaves. Había intentado por todos los medios hacerla flaquear, pero lo único que había conseguido era desear estar cada vez más cerca de ella. Y en cuanto se enteró de que estaba sola y embarazada, el guapo cowboy se dejó llevar por su instinto protector y le propuso un matrimonio temporal para poder darle un nombre al pequeño. ¿Pero aceptaría Pedro el mayor de los desafíos, el de sentar la cabeza junto a ella?

jueves, 12 de enero de 2023

Mi Vecino: Capítulo 54

 —Íbamos a visitarte hoy —dije—, para contártelo.


—Entonces les he ahorrado el viaje. Yo también tengo algo que decirte. Hace un par de meses conocí a un hombre. Se llama Felipe y tiene un taller mecánico. Desde entonces ha estado intentando convencerme para que me una a él, pero no sólo en el terreno laboral sino también en el sentimental. ¿Comprendes?


Comprendí. Por fin se hizo la luz en mi mente: David era homosexual, pero jamás había tenido el coraje de admitirlo. Eso lo explicaba todo.


—Lo siento, Paula —prosiguió David al cabo de un momento.


—No, la que lo siente soy yo —dije rodeándole el cuello con los brazos—. Prométeme que vas a ser feliz.


—Te lo prometo. Y ahora tengo que irme, Felipe me está esperando en la calle. Te llamaré para darte mi nueva dirección. A lo mejor os apetece invitarnos a la boda —dijo mirando a Pedro.


—Dalo por hecho —contestó éste.


El silencio se apoderó de la cocina, una vez que David se hubo marchado. Lorena y Sofía desaparecieron discretamente.


—Eso lo explica todo —dije.


—¿No tenías ni la menor sospecha? —preguntó Pedro.


—Nos queríamos desde niños, supongo que ha estado conmigo todos estos años para no dar un disgusto definitivo a su madre —expliqué—. Tengo que darme una ducha y cambiarme de ropa.


—Espera —dijo Pedro—. Quiero que sepas que hablaba en serio con respecto a nuestro matrimonio.


—Pero… Es un poco pronto para hablar de boda, ¿No te parece?


—No pensaba fijar una fecha hoy mismo. Además, tienes razón, aún tenemos que pasar mucho tiempo juntos para conocernos mejor. Es una pena que le tengas miedo al avión, si no te invitaría a venirte como ayudante a una isla tropical.


—Creo que podré superar los horrores del vuelo si me llevas de la mano —contesté, a sabiendas de que sería capaz de caminar sobre ascuas si ese hombre me lo pedía.


—Quizá podamos empezar por algo más corto. ¿Qué te parece un fin de semana en Paris para hacer las compras navideñas?


—Hum, perfecto —dije ilusionada.


—Es una pena que te hayas comprado tanta ropa para ir a trabajar.


—Puedo devolver la mitad y gastarme el dinero en unos biquinis.


—Eso suena a gloria bendita.


—Tengo que ducharme. Además, te recuerdo que deberías subir a visitar a tus padres.


—Iré, pero no con las manos vacías. Tú vas a ser mi regalo de Navidad para ellos. Están deseando convertirse en abuelos; imagínate, una nueva generación de Alfonsos…


Todos mis hermanos regresaron a casa para celebrar mi boda en Navidad del año siguiente. Yo había pasado todos esos meses disfrutando del amor y los viajes. Aún no estaba del todo a gusto dentro de un avión, pero la mano de Pedro era de lo más reconfortante. Mi familia divirtió a Pedro con miles de pequeñas anécdotas sobre mi infancia y mi madre brillaba entusiasmada, como si fura ella la responsable de que mi vida hubiera dado un giro de ciento ochenta grados. Era posible que tuviera razón. Mi padre me tomó del brazo frente a la puerta de la iglesia.


—¿Eres feliz? —me preguntó.


—Estoy en el paraíso —repuse mientras empezaba a sonar la marcha nupcial.


Avanzamos hacia el altar. Allí me esperaba Pedro con los ojos brillantes de satisfacción y deseo, dispuesto a comprometerse conmigo para toda la vida. En cuanto me tomó de la mano con firme determinación supe que siempre seriamos felices.






FIN

Mi Vecino: Capítulo 53

 —Pero…


—Déjame hacerlo, Paula. Aunque ya hayas decidido que David es el hombre de tu vida y que vas a volver a casa para estar junto a él, eso no significa que yo pueda desterrar mis sentimientos de un día para otro. No puedo dejar de preocuparme por tu bienestar.


Escuché sus palabras completamente atónita y tuve que hacer un esfuerzo para procesarlas y comprenderlas en toda su magnitud.


—Repite lo que has dicho —le pedí.


—Quiero decir que lo comprendo, ¿De acuerdo? Creo que te equivocas. Pienso que cualquier hombre que sea capaz de dejarte marchar es un idiota que no te merece.


—Pedro…


—De hecho ya me he dado cuenta de que yo soy más idiota todavía, facilitándote el regreso a casa sin luchar antes por tu amor. Pero sé que eres tú la que debe tomar una decisión. Quiero que seas feliz…


—Pedro…


—Me importa más tu felicidad que la mía propia —continuó, incapaz de echar el freno—. Sé lo que vas a decirme. Que es imposible. Que el amor a primera vista no existe. Que es solo lujuria, atracción sexual…


—Pedro, por favor…


—Pero si hubiera sido sólo eso, la noche de ayer habría terminado de manera muy diferente. Es una locura, lo sé. Solo nos conocemos desde hace un par de días. Me tropecé con una mujer irritada porque le estaba robando el taxi en una tarde fría y lluviosa, y luego con una mujer distinta, tan recatada y desconcertada como si aún fuera virgen, que me cedía inocentemente el taxi con las mejillas sonrosadas. Deseé besarte en ese preciso momento — relató él con un leve encogimiento de hombros—. En realidad, cuando me enteré de que vivíamos en el mismo edificio, me asaltaron las más íntimas fantasías. Y eso es todo. A partir de ahora tendré que acostumbrarme a la idea de que te he perdido para siempre.


—Pedro, cállate.


—Lo siento. Seguramente te ha incomodado tener que escucharme, pero necesitaba desahogarme. Sabía que en Londres te sentirías triste y sola, pero no quise aprovecharme de tu inseguridad para que no cometieras lo que podía ser el error más grande de tu vida.


—Pedro, escúchame detenidamente. Me voy a Maybridge para decirle a David que he conocido a otro hombre. Un hombre que ilumina mi vida como… Como la luz del sol en pleno verano. Alguien que me hace sentir que soy una mujer… Completa.


—Pero…


—Escúchame —dije—. Escúchame bien —él batalló consigo mismo durante unos instantes—. Quiero ir hoy a Maybridge para decirle a David que voy a arriesgarlo todo para emprender una relación contigo. Voy a decirle que viajas, que desapareces entre las nubes a bordo de un avión para pasar varios meses fuera y que nadie sabe cuando regresarás. Pero, pase lo que pase entre nosotros, debo decirle que toda mi vida ha cambiado desde que te conocí. Que mi relación con él ha pasado a la historia.


—Paula.


—No he terminado. Voy a decirle a David que lo amo, que siempre lo querré como amigo, pero que ahí se acaba todo, en una simple amistad —respiré hondo—. ¿Te acuerdas que me has dicho que me había sonrojado como si fuera virgen delante del taxi? Pues quiero que sepas que es verdad. Soy virgen, ése era mi secreto.


Pedro se tomo su tiempo para asumir la noticia.


—Pero… Entonces… ¿Quieres decir…?


—Quiero decir que ayer estuve muy cerca de dejar de serlo — añadí temblando ante su cara de estupefacción—. He estado a punto de…


—Hacer el amor conmigo —dijo él tomándome la mano—. De hacer el amor —repitió él abrazándome y estrechándome contra su cuerpo que también temblaba—. Anoche, en el restaurante, estuviste tan abstraída… Y luego me dijiste que deseabas volver a casa…


—Tenía que regresar a Maybridge para dejarle claras las cosas a David. Tenía que dar por acabada esa historia para poder iniciar la nuestra.


—Quise morirme —dijo—. Cuando oí tus palabras, dí por sentado… Quería morirme.


—Pero no dijiste nada, no intentaste que cambiara de opinión.


—Cada cual debe tomar sus propias decisiones, Paula. Si te hubiera arrastrado hasta mi cama, ¿Qué habríamos ganado?


—Hubiéramos podido conciliar el sueño tranquilamente.


—Es posible. Ahora que ha llegado el turno de las confesiones, tengo que decirte que anoche encontré tus llaves sobre la alfombra y me las guardé. ¿Estás enfadada?


—¿Enfadada? ¿Por saber que me deseas tanto? Está de broma —dije con una amplia sonrisa y una sensación reconfortante.


—Sera mejor que te vistas antes de que se me ocurra demostrarte lo mucho que te deseo. Tenemos que irnos a Maybridge.


Solté una carcajada y me embutí en la ropa del día anterior. Tenía que pasar por mi departamento para cambiarme. Él intentó retenerme con un beso.


—Pedro…


—No puedo dejarte sola ni un momento, prefiero acompañarte a tu piso.


Se vino conmigo y, cuando abrió la puerta con mis llaves, oímos el sonido de una conversación en la cocina.


—¡Paula! —gritó Lorena al verme aparecer—. ¿Dónde demonios te habías metido? Tienes una visita —dijo apartándose para que yo pudiera ver a David.


—Hola, Paula —me saludó Don echando una mirada a Pedro, antes de levantarse del taburete. Por muy inocente que hubiera sido la noche que habíamos compartido Pedro y yo, todas las evidencias demostraban lo contrario. David se dirigió hacia nosotros y yo me interpuse entre Pedro y él para evitar que le soltara un puñetazo. Pero no parecía violento. Al contrario, caminaba con una mano extendida, preparado para estrechar la de Pedro—. Soy David Cooper —se presentó con la mayor formalidad.


—¿Te acuerdas de él? —intervino Sophie con sarcasmo—. El «Vecino de toda la vida».


—Paula acaba de mudarse a mi departamento. Vamos a casarnos —terció Pedro.


¿Casarnos? ¿Quién había hablado de casarse?


—Una sabia decisión —comentó David—. Pero no te atrevas a hacerla sufrir o tendrás que vértelas conmigo.

Mi Vecino: Capítulo 52

Durante un instante estuve a punto de replegar, pero sus ojos volvieron a brillar y esa vez estaba segura de que lo que había detrás de ellos era pura lujuria.


—Sí, lo digo intencionadamente. Toda mi vida ha discurrido por canales seguros hasta. .. hasta que te he conocido a tí.


—¿Pretendes que te pida disculpas por haber alterado tu forma de vida?


Yo no sabía lo que quería, pero desde luego no que me pidiera disculpas.


—Contigo me siento… Fuera de control.


—Eso es culpa de la pasión.


—¿La pasión?


—La pasión, el deseo, las ganas de vivir. Me parece que sabes a qué me refiero, ¿No? —dijo con mayor amabilidad.


—Sí, claro que sí—repuse recordando el breve episodio erótico de la tarde.


—¿Has hablado con tu madre desde que estás en Londres? — preguntó él.


¿Mi madre? ¿Cómo había entrado ella en la conversación?


—Llamó para decirme que habían llegado bien, pero yo no estaba en casa.


—Es la hora del desayuno en Australia, ¿Por qué no la llamas ahora?


La tentación de llamar era grande, pero me resistí a complicarles la vida a mis padres con mis problemas mientras se encontraban de viaje de placer.


—¿Crees que ella puede adivinar donde he perdido las llaves? — pregunté maliciosamente.


—Creo… Creo que debes hablar con alguien en quien puedas confiar. Alguien que sólo se preocupe de tu bienestar personal. Creo que has perdido el norte y que te encuentras algo desconcertada. Llámala y cuéntale que has perdido las llaves y que vas a pasar la noche en casa de un amigo que piensa en tí con lujuria. Pídele consejo materno.


Intenté buscar una sonrisa en sus labios, pero ni el menor asomo.


—¿A eso te dedicas? —pregunté—. ¿A pensar en mí con lujuria? A mí me parece que tienes tu ansia de poseerme y tus instintos carnales totalmente bajo control.


—Sí, es cierto, estoy algo chapado a la antigua, pero necesito toda tu colaboración, ni se te ocurra provocarme. Has tomado una decisión y, en lo que a mí respecta, te puedo asegurar que tu honor va a quedar completamente a salvo. Puedes quitarte el abrigo.


Lo hice.


—Lo siento…


—¡No! No quiero que te sientas culpable por nada —dijo acercándose a mí de tres zancadas para tomarme por la cintura—. No quiero que sufras por mi causa —murmuró sobre mi pelo—, jamás haría algo que pudiera hacerte daño. Quiero que lo sepas, quiero que me creas.


Lo miré y luego tomé su rostro entre mis manos.


—¿Cómo podría dudar de tí, Pedro? —sus ojos se cerraron en un gesto de dolor—. Te has convertido en mi ángel de la guarda desde que llegué a Londres. ¿Te crees que no me he dado cuenta del mal rato que has pasado para refrenar tus instintos cuando estuvimos a punto de hacer el amor hace un par de horas? Sé lo que sentiste porque yo también te deseaba, Pedro, me moría por hacer el amor contigo…


—¡Para! —exclamó apartándose de mí—. No digas ni una palabra más, Paula, por favor —cuando estuvo seguro de que yo no hablaría más, me tomó las palmas de las manos y las cubrió de besos, antes de interrumpiese de nuevo con un deje de amargura.


—Quizá sea mejor que vuelvas a ponerte el abrigo, después de todo. Vamos, te prestaré una camiseta para dormir —añadió tirando de mi mano.


No podía dormir. La habitación era preciosa y la cama cómoda, pero yo llevaba puesta una camiseta de algodón que pertenecía a Pedro Alfonso y su aroma me tenía hipnotizada, provocaba en mi sucesivas oleadas de deseo. Le oía en la habitación de al lado, dando vueltas en la cama, tan inquieto como yo, y deseé que no hubiera un tabique por medio. Aún no sé como fui capaz de resistir la tentación de levantarme para reunirme con él, abrazarlo, sentir su cálida piel contra la mía, compartir nuestra ternura… Descubrir, por fin, lo que pasaba cuando un hombre y una mujer se unían físicamente. Sólo la convicción de que primero tenía que contarle la verdad a David me permitió seguir a solas en la cama de invitados. Una vez roto el compromiso con David, podríamos entregamos el uno al otro sin la menor sombra de culpabilidad. La noche se estaba haciendo eterna y ya había amanecido cuando finalmente se apoderó de mí el sueño.


—¿Paula? —ni siquiera el sonido de una taza de café depositada sobre la mesilla fue suficiente para que abriera los ojos.


Me limité a gemir con pereza.


—Venga, preciosa —dijo Pedro sentándose sobre el borde la cama—. No puedo dejar que sigas durmiendo.


¿Preciosa? Aunque estaba destrozada, eso no me impidió sentir lo aterciopelada que era su voz, así que me di la vuelta, parpadeé y, finalmente, me incorporé con los ojos abiertos.


—Hola —dije con una timidez incomprensible, deseando que él me besara.


—Hola, guapa —repuso él sin intención de besarme—. ¿Has dormido bien?


—No demasiado —Pedro me llevaba la delantera; estaba duchado, desayunado y vestido, pero tampoco parecía que hubiera dormido mucho—. ¿Y tú?


—Sobreviviré. Si piensas ir hoy a Maybridge.—dijo dejando la frase en suspenso a propósito por si yo había cambiado de idea. La tentación de volverme a dejar caer sobre las almohadas, y olvidarme de la pesadilla que supondría el viaje hasta la casa de David, era casi irresistible. El plan del día no me apetecía lo más mínimo, pero era una obligación.


—Tengo que ir —dije tomando un sorbo de café.—Aunque no creo que Sofía se alegre de que llame a su puerta a estas horas de la mañana.


—¡Son más de las once! —exclamó Pedro.


—¿Qué? —abandoné el café, me destapé de un plumazo y puse los pies en el suelo—. A este paso voy a llegar a Maybridge de noche.


—No te preocupes. He hablado con Carolina y me ha prestado su coche. Voy a llevarte a casa.

Mi Vecino: Capítulo 51

 —A lo mejor se te han caído mientras estabas en mi departamento —dijo el—. Cuando sacaste el teléfono para llamar a un taxi… O cuando te estuviste arreglando en el cuarto de invitados.


—Es posible —admití.


Pedro me devolvió el abrigo, se dirigió directamente hacia su departamento y sacó la llave del bolsillo como si intentara demostrarme lo fácil que era. Yo lo seguí con cautela, rebuscando aún dentro del bolso mientras él abría la puerta.


—Aquí no están —dijo echando una mirada a la alfombra del vestíbulo—. ¿Quieres mirar en la habitación de invitados? Registré primero la superficie del lavabo del cuarto de baño de invitados y luego escruté cada centímetro de suelo con lupa, así como la papelera donde había arrojado el pañuelo de papel que había usado para quitarme el pintalabios. Finalmente, miré detrás de la puerta. Nada.


Pedro enarcó las cejas cuando salí.


—¿Ha habido suerte? —yo meneé la cabeza—. Voy a llamar a Nico, puede que las hayas perdido allí.


—Estoy segura de que no he abierto el bolso en el restaurante de Nico —dije observando la enorme alfombra persa que había delante de la chimenea—. ¿Has mirado bien por aquí? Podrían pasar desapercibidas en medio de estos dibujos tan intrincados.


—Compruébalo tú misma —propuso, y se quitó el abrigo para colgarlo en el perchero.


Yo tuve una sensación de déjà vu. Pedro desabotonándose la camisa, desnudándose para ir a darse una ducha… Me invadió una oleada de calor estremecedora.


—Voy a preparar un café —dijo él, devolviéndome a la realidad.


—De acuerdo.


Me quité los zapatos, me puse de rodillas sobre la alfombra y pasé las manos por toda su superficie. Nada. Estaba empezando a pensar que quizá, con las prisas, en el último momento me había olvidado de meterlas en el bolso. Era posible que Pedro tuviera razón sobre mí: no se me podía dejar sola porque, de una manera u otra, siempre me las arreglaba para meterme en algún lío. A lo mejor me estaba volviendo loca. Me reuní con él en la cocina y me dejé caer sobre un taburete, con el abrigo puesto, mientras observaba como él preparaba el café.


—Sofía tardará horas en volver a casa y Lorena va a quedarse a dormir com su novio —anuncié.


—No hay ningún problema, Paula —repuso él sin mirarme. Mi corazón sufrió un acelerón y me quedé sin aliento—. La habitación de invitados está preparada.


Fui incapaz de darle las gracias, jamás había conocido a un hombre tan considerado. Era un santo.


—Mi vida era muy aburrida —dije al cabo de unos instantes.


—Me resisto a creerlo.


—Es verdad, Mis compañeros de estudios me eligieron «La chica mejor preparada para el matrimonio» cuando tenía quince años. No creo que fuera exactamente un cumplido. En realidad, creo que pensaban que yo era la chica más aburrida que habían conocido en toda su vida. Y nada cambió en los años posteriores. Seguía teniendo el mismo novio y había encontrado un trabajo aburrido, pero seguro. Nunca he bebido ni he fumado y ésta es la primera vez que pierdo las llaves de casa. Aunque en mi pueblo no hubiera supuesto ningún problema. Mi madre siempre guardaba un juego de llaves en la casa del vecino.


—¿Dónde si no? —preguntó Pedro con un cierto sarcasmo.


—No en la casa de la madre de David —aclaré rápidamente—. No se puede decir que ellas dos hayan sido nunca íntimas. Aunque se tratan con educación, claro.


Él se volvió para mirarme con los ojos brillantes de pasión o… De furia. Su comportamiento conmigo se había enfriado un tanto desde que le había dicho que debía regresar a casa.


—¿Y?


—«Y» ¿Qué?


—Me estabas explicando que hasta ahora habías llevado una vida sin incidentes. Supongo que lo dices por algo.

Mi Vecino: Capítulo 50

Has perdido la cabeza por un hombre al que acabas de conocer. El deseo apenas te deja llevar una vida normal, pero tus amigas y amigas te advierten que todo el asunto va a acabar en lágrimas, las tuyas. ¿Qué harías?


a. Le das una patada a las precauciones. Sólo se vive una vez y la aventura apasionada que estás a punto de disfrutar es más importante que la pasible decepción que puedas sufrir más tarde.


b. Aceptas que los hombres y las lágrimas de las mujeres van siempre de la mano. Al menos, en ese caso habrá merecido la pena.


c. Te ríes. Ese hombre va a darte de comer y beber y va a hacerte sentir como una estrella de cine. Así que… ¿Para qué llorar?


d. Te pones inmediatamente a llorar. Sabes que tus amigas tienen razón.


e. Les dices que entregar el corazón es lo que nos hace humanos. Y que también es muy humano que las personas se hagan daño.



Pedro se detuvo ante la puerta de mi apartamento.


—¿Cuándo piensas marcharte?


—Cuanto antes mejor. Mañana, supongo.


—Los trenes van a rebosar los domingos.


—Lo soportaré.


—No es necesario. Si ya has tomado una decisión. —se paró para tomar aliento com esfuerzo, pero yo levanté una mano y se la enredé en el pelo, preocupada—. Si estás completamente segura, te llevaré en coche —dijo—. ¿A las once? ¿Tendrás suficiente tiempo para arreglarte? ¿Arreglarme‘? ¿Pensaba que me iba a vestir de forma especial para la ocasión? ¿Pensaba que iba a ponerme especialmente guapa para que Don se diera cuenta de lo que se había perdido?


—Gracias, pero… ¿No crees que podría resultar… Insensible?


—Podrías dedicar un poco de esa sensibilidad para tener en cuenta mis sentimientos —yo lo miré, confusa—. Si te vas sola, estaré preocupado por tí durante todo el día.


—¿En serio?


—En serio.


—De acuerdo —dije, comprensiva, aunque todo ese asunto de que yo no podía dar ni un paso sin que alguien me llevara de la mano estaba afectando seriamente a mi sistema nervioso—. Tal y como me pones las cosas, no entiendo cómo he podido sobrevivir durante veintitrés años sin que alguien como tu estuviera pendiente de todos mis desplazamientos. Ni siquiera mi madre se preocupa tanto.


—Créeme, Paula, mis sentimientos no son en absoluto maternales —dijo con una mirada llameante que me encendió el corazón—. Lo único que pasa es que no puedo soportar la idea de imaginarte pasando frío dentro de un vagón de tren. Piensa que en vez de un coche tengo un taxi, si eso te ayuda.


—No, Pedro, en serio. Esto es algo que tengo que hacer yo sola —él me miró con frustración—. Pero puedes llevarme hasta la estación si quieres —añadí.


Aceptó tan de inmediato que supe que volvería a insistir en llevarme personalmente hasta Maybridge. Supuse que había pensado esperarme en la cafetería de la estación del pueblo para luego traerme de vuelta a Londres. Deseé abrazarlo, pero él se mantenía a una prudente distancia.


—Solo hasta la estación, Pedro —insistí—. Por favor, dime que entiendes por qué no quiero… Es decir, por qué debo hacerlo.


—¿Quieres que te mienta? Jamás lo haré.


—Inténtalo —dije.


Por supuesto, no deseaba que me mintiera, pero sí que me entendiera, que comprendiera que si iba a iniciar una relación con él, lo lógico y lo más sensato era romper antes con mi novio de toda la vida. No comprendía su distancia. A lo mejor se estaba arrepintiendo de no haber aprovechado la oportunidad de acostarse contigo aquella misma tarde, cuando ambos habíamos perdido la cabeza. Me dí cuenta de que Pedro me mostraba la palma de la mano desde hacía rato para que le entregara las llaves de mi piso. Busqué en el bolso, revolviendo todo su contenido.


—Lo siento, tienen que estar por alguna parte. —dije olvidando el bolso para concentrarme en los bolsillos del abrigo—. Sé que tienen que estar por aquí —añadí, sabiendo que estaba metida en un nuevo lío. Le tendí el abrigo y volví a registrar el bolso—. Tengo que tenerlas, no quería depender de Sofía para volver a casa…

Mi Vecino: Capítulo 49

 —Así que me fui al Museo de Ciencias —continué—, a ver el precioso ejemplar del Austin de mil novecientos veintidós, a recordar todas las tardes y fines de semana que había pasado junto a David en un garaje sin calefacción, la cantidad de años que había pasado así mientras él luchaba con motores estropeados para devolverlos a la vida.


—¿Por qué lo hiciste? Lo de los años, no lo del Museo.


—Porque desde que tenía diez años le había considerado un héroe y, desde los trece, estaba impresionada por su estatura y su cabello rubio. Porque nunca me dijo que me marchara y dejara de molestarlo, como hacían mis hermanos. Nunca me torturo con arañas. Siempre se mostro amable. Éramos amigos… Porque… —me quedé con la vista fija en el vacío, un lugar oscuro y peligroso, pero no me detuve—: porque después de haberle declarado al mundo entero, cuando tenía diez años, que iba a casarme con él, nunca se me ocurrió pensar en que podría no ser así.


—Nunca debió permitir que te alejaras de él.


Yo estaba empezando a plantearme si se habría dado cuenta de que ya no estaba allí. Era posible que estuviera echando de menos mi ayuda en el garaje o las tazas de café que solía prepararle. Pero todo lo que David había hecho por mí durante todos esos años había sido contestarme con monosílabos, e incluso parecía haber hecho un verdadero esfuerzo para mantener ese tipo de conversación cuando un manguito se negaba a ajustar en el motor. Me había librado de atravesar dramas amorosos parecidos a los de mi hermana y mis amigas, a las que había dejado sollozar sobre mi hombro, mientras me sentía por completo a salvo en mi pequeño mundo, quitándoles importancia a las pequeñas bajadas de tensión en la relación que mantenía con David. Pero con Pedro había aprendido a disfrutar de una clase de amor de mucha mayor altura, la clase de amor por la que llevaba suspirando toda la vida. Sin embargo, no me engañaba: La realidad era que Pedro jamás podría hacer una vida hogareña y, además, iba a emprender un nuevo viaje a corto o medio plazo. La «tigresa» que llevaba dentro sería capaz de soportar todo eso, pero en mi fuero interno yo deseaba tener una vida tranquila, una familia. ¿Merecería la pena afrontar el riesgo?


—¿Paula?


—¿Qué? —pregunté sorprendida, comprendiendo al instante que debía llevar mucho rato abstraída y en silencio—. Lo siento, estaba a muchos kilómetros de aquí.


—¿En Maybridge? —inquirió el—. ¿Pensando en David?


—No… —dije con tono de poca convicción—. Es decir, sí. Tengo que volver a casa, Pedro.


—¿A casa? ¿Ya has tomado una decisión?


—He tomado una decisión —confirmé—. Es necesario. Hemos sido… —busqué la palabra adecuada para definir mi relación con David— amigos durante mucho tiempo. No puedo mandarlo todo a la porra en un instante y…


—Por favor, Paula, no necesitas justificarte conmigo —me interrumpió Pedro, al tiempo que hacia un gesto con la mano para llamarme la atención sobre los platos—: ¿Has terminado?


—No pretendía dar la impresión de que deseaba irme en este preciso instante.


—Ya lo sé, Paula —repuso él con la mandíbula tensa—. ¿Quieres un postre o un café? —añadió al cabo de un momento, más relajado.


Hacía horas que sonaba con tomarme un postre lleno de chocolate, pero era evidente que él deseaba marcharse, así que agité la cabeza rechazando la oferta.


—Vámonos, pues.


Pagamos, bueno, pagó él, y nos pusimos los abrigos. El propio Nico apareció para asegurarse de que habíamos disfrutado de la cena y despedirnos. Pedro atravesó unos instantes de irritación, pero después recobró su encanto natural. Se disculpó por no haber terminado la sopa mientras me ayudaba a ponerme el abrigo. Salimos a la calle y me tomó del brazo hasta que llegamos al elegante edificio que su padre había diseñado y dentro del cual vivíamos como vecinos. Aunque no había pasado nada extraño, yo tenía la sensación de haber interrumpido la velada abruptamente. Todo había ido de maravilla hasta que había dicho que tenía que volver a Maybridge. Pero… Cualquiera se daría cuenta de que no podría limitarme a escribirle una cana a David, después de tantos años. Tenía que verlo, decirle a la cara que, cualquiera que fuera a ser mi futuro, él ya no estaba incluido en los planes.

martes, 10 de enero de 2023

Mi Vecino: Capítulo 48

 —Se acabó el sermón —dije recuperando la cordura mientras alejaba mi mano de la suya con el pretexto de apartarme un mechón de cabello de la cara—. Y ahora, dime, Pedro… ¿Quién es exactamente «George el Magnífico»? Si Julián no es tu amante, ¿por qué intentó asesinarme con la mirada el día que nos conocimos?


Una vez efectuado el cambio de tema, agarré el tenedor y ataqué mi plato. Pedro me imitó al cabo de unos instantes.


—Alquilé el departamento a George Mathiesen durante mi estancia en África. Se mudó la semana pasada. Supongo que es a él a quien te refieres.


—De acuerde, ese era «George», pero… ¿Era magnífico?


—Como inquilino era perfecto —dijo sin comprometerse—. De acuerdo —añadió al ver la curiosidad pintada en mi mirada—, es modelo de pasarela y mide un metro ochenta y cinco, tiene unos ojos tan azules que lo más probable es que lleve lentillas de color y sus pómulos parecen esculpidos en mármol. ¿Contenta?


—No necesitaba una explicación tan detallada. Me hubiera conformado con un simple «Sí».


—No tienes de qué preocuparte, Paula —me dijo con una sonrisa—. Te aseguro que no es mi tipo.


—¿De veras? ¿Y Julián?


—No sé qué decirte sobre Julián. Creo que es mejor que se lo preguntes a su mujer.


—¿Mujer? ¿Está casado?


—Pareces sorprendida —me dijo en tono de guasa.


—Entonces, si no estaba celoso, ¿Qué problema tenía conmigo esta mañana?


—Vino a buscarme para que nos fuéramos juntos a echar un primer vistazo a la cinta. Pero yo le dije que tenía ya un compromiso previo que no pensaba cancelar.


—¿No tuvo nada que ver con el paraguas?


—No llegó a mencionarlo —admitió Pedro—. Le dí el que había comprado por la mañana y ni siquiera se percató de la diferencia.


Pero parecía tan… Irritado… Me resultó tan…Grosero…


—No era nada personal, Paula. Está obsesionado con el trabajo. Se había pasado toda la noche editando la cinta y deseaba a toda costa que yo fuera a felicitarlo. Nada más.


—No lo entiendo. ¿Por qué te tomaste tan en serio la búsqueda de un paraguas adecuado si él no iba a notar la diferencia?


—Porque cuanto más alargara la búsqueda, más tiempo podría pasar en tu compañía, Paula. Me resultó muy duro tener que meterte en un taxi, dejar que desaparecieras de mi vista —traté de concentrarme en la comida para mantener mis reacciones físicas bajo control—. Jay me saludó desde la ventana y yo le devolví el saludo. Cuando volví la vista, tu taxi ya había desaparecido. Me sentí como si el corazón me hubiera dejado de latir…


Durante unos segundos, Pedro se mantuvo en silencio, como si sopesara la posibilidad de comprometerse aún más y seguir hablando de los sentimientos que me profesaba. Yo levitaba.


—Parece una tontería —prosiguió al fin—, pero cuando me di cuenta de que no ibas a contestar a mis mensajes, se me pasaron por la cabeza cientos de posibles catástrofes. Finalmente, decidí interrumpir la sesión con Julián y…


—Gracias —lo interrumpí—. Ahora jamás podré librarme del odio de Julián.


—No, Paula. Julián es obsesivo, pero no inhumano. Me dijo que me fuera a resolver mis asuntos mientras él se dedicaba a lo verdaderamente importante. —Por primera vez, pensé en él con simpatía—. Solo quería verte, asegurarme de que te encontrabas bien.


—No soy del todo idiota, Pedro. Soy capaz de poner en práctica mis planes sin que nadie me lleve de la mano.


Él levantó las manos en gesto de rendición.


—Supongo que, entonces, el idiota soy yo —dijo—. La verdad es que deseaba volver a verte, mirarte…Aunque supiera que no debía tocarte. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, te ví vestida como en mis mejores sueños, pero no para mí ni para Don, sino para irte de juerga con Sofía. Y perdí la cabeza, por eso te besé. Si estabas disponible, yo te quería para mí.


—Estaba disponible y podrías haber hecho el amor conmigo, Pedro —le aclaré tranquilamente.


—Ya. Y después… ¿Qué? Me hubiera sentido culpable de haberme aprovechado de tu… Inocencia. —mi corazón dió un respingo pensando que, por alguna oscura razón, ese hombre había sido capaz de descubrir mi secreto mejor guardado—. En realidad estaba pensando en tu vulnerabilidad —se explicó—. Me habrías odiado, Paula al menos tanto como yo me habría odiado a mí mismo.


—Antes me has preguntado por qué no había contestado a tus mensajes —dije, pensando que Pedro se merecía que yo fuera tan sincera como él—. Me metiste en ese taxi y me besaste en la mejilla —relate tocándome con la mano el lugar donde él me había besado, recordando la mezcla del aire fresco con su masculino aroma—. Durante un instante pensé que te ibas a quedar conmigo, que mandarías a Julián a la porra y te meterías en el taxi. Sin duda, era una locura, pero te deseaba de tal manera que no podía pensar con sensatez.


—Me habría gustado…


—Pero no lo hiciste. Te alejaste del taxi y saludaste a Julián. Al verlo, sentí que me habías olvidado por completo en un abrir y cerrar de ojos.


—¡No!


—Me sentía tan… Tan celosa, que no pude contenerme. Hacía ya un rato que yo jugaba con uno de mis rizos, enroscándolo y volviéndolo a desenroscar.


Pedro me tomó por la muñeca, solté el rizo, que se enroscó de nuevo y depositó mi mano sobre la mesa y puso la suya encima.

Mi Vecino: Capítulo 47

Alargó una mano y tomó la mía, como si necesitara que lo comprendiera. Yo volví la palma hacia arriba y apreté la suya para confirmarle que comprendía perfectamente sus sentimientos.


—No es eso, ¿Verdad? —dije al cabo de unos instantes—. Ese no es tu verdadero secreto.


—Eres muy lista, ¿No?


—Tú lo has dicho, no yo —repuse, dispuesta a abandonar el tema, puesto que no me veía capaz de confesarle mi más oscuro secreto—. ¿Qué pasó después?


—Abandoné la universidad.


—¿Y nadie te lo recriminó? El tono en que tu hermana te preguntó si habías hablado con tus padres…


—Tuvimos una pelea tremenda. Mi madre me aconsejó que me tomara un año sabático, para aclararme las ideas. Pensó que si tenía que soportar las dificultades de trabajar como ayuda de cámara bajo las inclemencias del tiempo, en un país extranjero y tercermundista, acabaría entendiendo que la seguridad laboral que me ofrecía mi familia era la mejor opción. Pero mi padre intuyó la verdad desde un principio, sabía que jamás volvería a la universidad.


—¿Trató de presionarte?


—Es demasiado inteligente para hacer algo así. Prometió regalarme el departamento en el que vivo si terminaba los estudios. Sólo pretendía eso, que me licenciara. Después, hablaríamos de nuevo.


—¿El departamento? ¿Te refieres al número setenta y dos?


—Él diseñó el edificio.


—Es precioso, Pedro.


—Recibió un premio por él. Los Alfonso somos una familia de triunfadores —dijo con una sonrisa—. Mi padre es un hombre muy inteligente y tiene mucho talento. El constructor atravesó una mala racha financiera y mi padre renunció a sus honorarios a cambio de tres departamentos. Mis padres se alojan en el ático cuando vienen a Londres. Carolina recibió el departamento más pequeño como regalo de boda. Y a mí me ofrecieron el número setenta y dos a cambio de que renunciara a mis ilusiones como cineasta de documentales sobre la vida salvaje de los animales.


—Pero si no renunciaste… —me encontraba confusa.


—Se lo compré cuando salió al mercado hace un par de años. Como declaración de que seguía unido a la familia, pero a mí manera —yo silbé entre dientes, asombrada—. ¿Piensas que hice mal? —me pregunto.


—Eso solo lo puedes saber tú. ¿Apareció tu padre para felicitarte?


—Si vino alguna vez, puedo asegurarte que yo no estaba en casa. Es inteligente y tiene talento, pero no por ello deja de ser un cabezota.


—¿Y no has intentado arreglar las cosas por tu cuenta?


—¿Quién? ¿Yo? —exclamó con una carcajada.


—No debes alimentar el resentimiento, Pedro —lo amonesté.


—Lo he intentado…


—No, no lo has intentado. Lo que has hecho es estamparle tu éxito en plena cara. Lo que has hecho es decirle: «Ves, aquí estoy, he comprado tu maldito apartamento con mi propio dinero. Eres tu el que está equivocado y yo no necesito tu ayuda para nada». Creo que sería oportuno demostrar un poco de humildad, ¿No te parece? Dejarle saber que te has convertido en el hombre que eres gracias a la educación que te han dado tus padres, aunque vuestros intereses difieran. Ahora puedo ver tu carácter con claridad: eres inteligente y tienes talento, pero también eres un cabezota.


—Por favor, no te andes con rodeos, Paula, si piensas que me he equivocado, dímelo claramente.


—No necesitas mi opinión. Lo único que tienes que hacer es pensar en cuales serán tus sentimientos con respecto a él cuando estés de pie frente a su tumba dentro de veinte años. En lo diferente que hubiera sido tu vida si te hubieras atrevido a arrinconar un poco tu orgullo para facilitar las relaciones familiares —él se estremeció y yo le apreté la mano comprensivamente para que supiera que entendía que la tarea no era fácil—. Dentro de poco será Navidad, aprovecha el momento para hacer algo que te acerque a ellos.


—¿Qué me sugieres? ¿Que me pegue un tiro y les mande mi cuerpo como regalo? —preguntó él con amargura.


Había hablado demasiado, me dije, echándole la culpa a la margarita y al vino.


—Si vas a pegarte un tiro, prefiere que me mandes el cuerpo a mí —dije con fingida desenvoltura—. Desgraciadamente, ese día estaré compartiendo un pavo con mi tía abuela Alicia y no creo que ella pudiera soportarlo.


Se produjo un silencio espeso, largo e incómodo como respuesta a mi frívolo comentario.

Mi Vecino: Capítulo 46

 —Es tuyo, haz lo que quieras con él.


Rompí el envoltorio a jirones, pero le salvé la vida al lazo. Sabía que guardaría esa cinta decorativa en el fondo de algún cajón durante el resto de mi vida. Dentro de la cajita había un llavero con una alarma anti agresión en miniatura. No era una alarma barata, como la que me había entregado mi madre, sino un aparato de acero inoxidable de alta tecnología que, sin duda, resistiría los golpes de cualquiera, incluidos los del zapato de Pedro Alfonso.


—Quería reemplazar el que machaqué a pisotones —explicó él.


—¿Piensas que puedo sentirme segura con esto en tu presencia?


—Si te sientes amenazada, aprieta el botón.


Me reí.


—Te gusta el peligro, ¿Eh?


—Detesto el aburrimiento.


—¿Cómo lo sabes? Por lo visto, no has abandonado el riesgo desde que quemaste el juego de cama de tu madre para escapar a tu destino como arquitecto.


—A diferencia de tí, que tienes un trabajo seguro, un novio seguro y una vida segura —comentó meneando la cabeza—. Olvida lo que acabo de decirte. Eso es lo que tú deseas, así que,.. ¿Quién soy yo para criticarte?


¿Era eso lo que yo deseaba?


—He abandonado mi hogar —contraataqué—, tengo un trabajo en Londres, me he comprado un vestuario completo y estoy cenando con un hombre al que acabo de conocer.


—¿Qué te parece? —anuncié sintiéndome bastante satisfecha de mí misma durante las ultimas veinticuatro horas.


—Vives en un piso que te ha buscado tu madre y, por lo que me has contado, te resististe hasta el último momento antes de aceptar el traslado a Londres. Además, siento arruinar la imagen que te has formado sobre mí, pero te aseguro que se necesita mucho más que una sábana quemada para escapar al destino que ha trazado para tí tu familia.


—¿Forma esa frase parte de la filosofía vital de Pedro Alfonso? Es muy profundo lo que dices.


—Me limito a destacar que es más fácil aceptar lo que a uno le viene dado que luchar por un futuro diferente.


—Y tu has renunciado a lo fácil, ¿No?


—Estuve a punto de perder la partida en un par de ocasiones—admitió—. Durante años estuve ahorrando para comprarme cámaras y filtros bajo la atenta mirada de mis padres, a los que había jurado que el cine solo era un simple pasatiempo que jamás alteraría mis planes universitarios. Les prometí que estudiaría Arquitectura y que me uniría a la empresa familiar.


—¿Pensabas cumplir tu palabra?


—La arquitectura, especialmente cuando eres socio propietario, es mucho más lucrativa que hacer documentales sobre la vida secreta de las palomas. Yo lo sabía y me hice a la idea de que podría sentirme satisfecho dedicándome a ello como pasatiempo. Así que empecé la carrera de Arquitectura para satisfacer a mis padres, pero solo duré dos años.


—¿Qué pasó?


—Conocí a alguien en la universidad —dijo, mirándome con intensidad para asegurarse de que yo entendía la importancia que aquello había tenido para el—. Era una mujer inteligente, adorable y creativa que se mató en un estúpido accidente. Resbaló en una escalera cubierta de hielo y se rompió el cuello, mientras se dirigía a toda prisa para asistir a una conferencia que ni siquiera le interesaba demasiado.


—Lo siento mucho, Pedro… —dije sintiendo la necesidad de alargar la mano para acariciar la suya.


Sin embargo, me contuve, no quería entrometerme en su dolor.


—Tenía solo veintiún años, Paula, y estudiaba Matemáticas en vez de música para complacer a su padre. Él pensaba que su hija no podía echar a perder su vida dedicándose al canto. Tenía una voz que lo mismo podía hacerte llorar que reír.


—Tú la amabas, ¿No?


—Es posible. La amaba de esa manera despreocupada en que se aman los jóvenes que se creen inmortales. Mi dolor se debe tanto al pesar que me causé su muerte como a la pérdida definitiva de la inocencia que todo ello supuso para mí. Todo lo que sé es que ella dejó de lado su vocación para satisfacer a otras personas y, mientras escuchaba el responso frente a su tumba, me juré que yo jamás cometería el mismo error.