—Eres una estampa —comentó Cecilia a la mañana siguiente, cuando Pedro entró en la cocina bostezando.
—Camila tuvo una pesadilla anoche —explicó él, frotándose la mandíbula sin afeitar—. Me la llevé a mi habitación, y no pude volver a dormirme.
—Es la primera pesadilla que ha tenido en mucho tiempo —señaló ella—. Sabes cuál es la causa, ¿Verdad?
—Supongo que echa de menos a Paula.
—Eso es evidente —dijo, y bajó la voz—. ¿Dónde están los niños ahora?
—Aún vistiéndose. Se han quedado dormidos. ¿Por qué?
—Tengo algo que decirte. Desgraciadamente, he tenido que esperar a que Paula se marchara, porque temía que no quisieras escucharme.
Cecilia lo estudió atentamente, y asintió.
—Te encuentras mal, ¿Verdad? No duermes, estás deprimido… Te has dado cuenta de que has cometido un gran error al dejar marchar a Paula.
Él iba a negarlo, pero ¿Qué sentido tenía?
—Tenía que hacerlo.
—Perdona que te lo diga, pero eso es basura. A esa maravillosa joven le encantaba vivir aquí, y era perfecta para Jabiru en todos los sentidos. Si crees que se parece a tu anterior esposa, no te has dado cuenta de nada —aseguró—. Y lo más terrible es que ella te ama, Pedro. Debes saber que está loca por tí. Nos quiere mucho a todos. Y ama este lugar. Pero hasta un ciego vería lo que siente por tí.
Pedro sintió que todo le daba vueltas.
—Pero su carrera…
—¿Crees que le importaría su carrera si pudiera quedarse aquí contigo?
Pedro apoyó la taza en la mesa, temiendo que se le cayera de sus manos temblorosas.
—¿He sido un cobarde, Cecilia?
—Cielo santo, no. Eres humano, y comprendo tu temor de que te hagan daño de nuevo.
—Pero con Paula no tengo miedo. Es su felicidad lo que me preocupa.
—Entonces, deberías dejar de preocuparte y ponerle remedio. Si permites que Paula regrese a Estados Unidos, nunca te lo perdonaré.
—Pero ella ya está en camino.
Cecilia negó con la cabeza.
—Reservó dos noches en Sídney. Quería ver un poco más de Australia antes de marcharse.
—Entonces, sólo le queda una noche aquí. ¿Cómo voy a llegar a Sídney antes de esta noche?
Cecilia sonrió y le dió un suave golpe en la mejilla.
—Querer es poder.
Sídney era una ciudad muy bonita. Paula se despertó con un soleado día de invierno, y decidió aprovecharlo haciendo turismo por la bahía, viendo su famoso puente y la Casa de la Opera. Intentó divertirse, pero no era fácil, dado que no sentía nada. Aquella escala en Sídney no tenía nada que ver con la anterior, con Pedro y los niños, recién llegados a Australia, todos ilusionados con su nueva aventura. Le parecía que había sido hacía años. ¡Y sólo había pasado un mes! Por la noche, se obligó a salir de nuevo. Se había comprado unos elegantes zapatos de tacón para acompañar al vestido rojo. ¿Por qué desperdiciarlos? Acudió a una obra de teatro, donde dió rienda suelta a sus lágrimas en el tercer acto, llamando la atención de todo el mundo. Luego, se arregló el maquillaje en el tocador y cenó en un pequeño restaurante. Normalmente, el suflé de chocolate la alegraba, por más triste que estuviera. Pero no esa noche.
Pedro recorrió una vez más el pasillo al que daba la habitación de Paula, con el estómago encogido de nervios. Eran más de las once de la noche y ella no había regresado. ¿Cuánto más podía esperar antes de que algún empleado del hotel le tildara de acosador? Todo había ido como la seda hasta entonces. Por la mañana, había telefoneado a un amigo piloto quien, afortunadamente, había podido cambiar su turno para llevarle a tiempo a Sídney. Y Cecilia le había dicho dónde se hospedaba Paula. Pero ella había decidido aprovechar la noche, por lo que parecía. Le había dejado mensajes por teléfono, pero si ella regresaba muy tarde, seguramente no los comprobaría. Se tocó el bolsillo de la chaqueta y sintió el pequeño sobre rectangular. Se puso aún más nervioso. ¿Podría hacerlo? Esa vez sí que tenía mucho que perder. Y también mucho que ganar. Sacó el sobre con mano temblorosa. Era pequeño, con pocas palabras. Conforme se arrodillaba frente a la puerta, le asaltaron los recuerdos de la otra vez que había intentado algo tan desesperado, rogando a su madre que no abandonara Jabiru. Entonces era un niño con el corazón roto, temblando de esperanza mientras pasaba la nota por debajo de la puerta. ¿Estaba loco por intentar de nuevo algo así?
Tras el café y el postre, Paula regresó a su hotel. Se sentía más sola que nunca. Las calles estaban llenas de parejas que reían, se besaban, paseaban juntas… Agradeció llegar al hotel. Pasó rápidamente por la recepción, compuesta pero sin novio, y subió a su habitación. Al salir del ascensor, vió su imagen reflejada en un espejo. El vestido le quedaba mejor que nunca: En la última semana había adelgazado, lo que le daba un aire de heroína trágica. «No tiene gracia», se reprendió. Llegó a su habitación y abrió la puerta. Menuda última noche en Australia.
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