—Una mañana hermosa después de la tormenta —dijo él—. Tiene un huerto agradable allí atrás. Y una vista magnífica.
—Sí, es una vista espléndida todo el año.
—¿Se quedan aisladas en invierno?
—Sí, a veces. ¿Quiere más té?
—No, gracias. Veré si mi madre está lista para marcharnos —sonrió— . El desayuno estaba delicioso.
Pero no demasiado amistoso, reflexionó. Paula Chaves le había dado la clarísima impresión de que quería que se fuese cuanto antes.
Una hora después se habían ido en el Rolls Royce azul oscuro. Paula se quedó en la puerta, mirándolo desaparecer tras la curva. Había sido providencial que apareciesen en mitad de la tormenta: La habían mantenido ocupada y no había tenido tiempo de tener miedo. No le habían causado ninguna molestia y el dinero le vendría bien. Sería agradable tener un amigo como el doctor Alfonso. Sentada con él durante el desayuno, la había asaltado el deseo de explayarse, contarle lo sola y, a veces, lo asustada que se sentía. Lo cansada que estaba de hacer camas y desayunos para un extraño tras otro, de mantenerlo todo funcionando hasta que su madre volviese, y todo el tiempo simulando que era una mujer competente capaz de apañárselas perfectamente sola. Había tenido que hacerlo, porque de lo contrario los vecinos bienintencionados del pueblo habrían disuadido a su madre de que se fuese, o incluso sugerido que Amabel cerrase la casa y se quedase con una tía abuela de Yorkshire que apenas conocía.
Paula volvió a entrar, sacó sábanas limpias y cambió las camas con la esperanza de que llegasen otros huéspedes más tarde. Preparó las habitaciones, inspeccionó el contenido de la nevera y del congelador, tendió las sábanas lavadas y se preparó un sándwich antes de irse al huerto con Marc y Félix. Los tres se sentaron en el viejo banco, lo suficientemente apartados del sendero como para no oír si alguien llamaba. Y eso sucedió justo cuando estaba a punto de tomar el té. El hombre que estaba a la entrada se dió la vuelta, impaciente, cuando ella llegaba.
—He llamado dos veces. Quiero alojamiento con desayuno para mi esposa y mis dos hijos.
Paula miró el coche. Había un joven ante el volante y una mujer y una joven en el asiento trasero.
—¿Tres habitaciones? Desde luego. Pero debe saber que hay un solo cuarto de baño, si bien cada habitación tiene un lavabo.
—Supongo que es todo lo que se puede pretender por estos lares — dijo el hombre con grosería—. Nos equivocamos en una intersección y hemos venido a parar aquí, al fin del mundo. ¿Cuánto cobra? ¿Incluye un desayuno como Dios manda?
—Sí —dijo Paula. Como su madre decía, «Hay de todo en la viña del Señor».
Las tres personas del coche se bajaron e inspeccionaron sus habitaciones con comentarios en voz alta sobre la antigüedad de los muebles y el único cuarto de baño, que les pareció viejo. Y querían merendar: Sándwiches, bizcochos y tarta.
—¡Y mucha mermelada! —gritó el joven cuando ella se iba.
Después de merendar le preguntaron dónde estaba la televisión.
—No tengo.
—Todo el mundo tiene una tele —dijeron, incrédulos.
—¿Qué haremos esta noche? —se quejó la joven.
—El pueblo está a menos de un kilómetro —dijo Paula—. Hay un pub y se puede comer, si lo desean.
Resultó un alivio verlos volver a subir al coche y alejarse. Puso la mesa para el desayuno y ordenó la cocina antes de hacerse algo de cenar. Era una tarde hermosa, con bastante luz todavía, así que volvió a sentarse en el banco del huerto. El doctor Alfonso y su madre ya estarían en Glastonbury, supuso, con su familia o sus amigos. Seguro que él estaba casado con una joven bonita y elegante, tenían un niño y una niña y vivían en una casa amplia y cómoda. El conducía un Rolls, debía tener un gran éxito profesional si podía permitirse ese coche. O quizá fuera de una familia adinerada.
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