—Y he vivido muchas experiencias nuevas.
Se concentró en sus manos. Se había pintado las uñas del mismo color que el vestido, pero en aquella cocina resultaban fuera de lugar. Forzó una risa.
—Escúchanos, estamos hablando como si me marchara ya, y aún me quedan unas semanas.
Pedro carraspeó incómodo.
—De eso quería hablar contigo.
A Paula le dió un vuelco el corazón.
—¿Quieres que me vaya antes?
—En absoluto. Puedes quedarte tanto como quieras —se apresuró a contestar él, y suspiró pesadamente—. Pero ya es hora de buscar a la nueva niñera, y esperaba que pudieras ayudarme a redactar el anuncio.
Era ridículo sentirse tan mal de repente, se dijo Paula. Afortunadamente, él nunca sabría que, aunque ella había insistido en que no intimaran, y aunque tenía un empleo importante al que regresar, se había enamorado de él.
—Por supuesto —dijo—. Me encantará ayudarte con el anuncio.
Tenía que mantenerse ocupada, y guardar la compostura.
—¿Quieres que lo hagamos ahora? Hay papel y lápiz en el cajón —balbuceó, sacándolos y sentándose a la mesa de la cocina.
Pedro se tomó su tiempo. Se sentó frente a ella, apoyó la espalda en el respaldo y estiró las piernas debajo de la mesa. Para no mirarlo a los ojos, Paula mantuvo la mirada clavada en el papel.
—Veamos qué necesitas. Imagino que alguien mayor de edad.
Como él no respondió inmediatamente, lo fulminó con la mirada.
—Quieres que una adulta cuide de tus hijos, ¿Verdad, Pedro?
—Claro —respondió él incómodo, con el ceño fruncido.
—¿Alguien que disfrute y valore el trabajo con niños? —preguntó ella, empezando a escribir una lista.
Pedro asintió.
—¿Con titulación de primeros auxilios?
—Supongo que eso sería útil. Sobre todo, quiero una buena profesora.
—No creo que consigas a alguien con titulación en Magisterio, pero sí deberías intentar que pueda crear actividades estimulantes para los niños, que les ayuden a aprender a manejarse en la vida.
—Tienes razón —dijo él.
Aquello estaba matándola.
—Querrás poder comprobar las referencias de la persona.
Él asintió desanimado.
—¿Qué me dices de un seguro de responsabilidad civil?
—Tendremos que pensar algo. Ya tengo un seguro de empleados.
Pedro suspiró y comenzó a mover el salero y el pimentero sobre la mesa como si fueran fichas de ajedrez. Por debajo de la mesa, Paula apretó el puño izquierdo, clavándose las uñas en la palma. Cuanto más le doliera, mejor, lo que fuera para no echarse a llorar.
—Creo que esta lista incluye los principales requerimientos. ¿Se te ocurre algo más?
—No.
—Si me dices en qué periódicos quieres poner el anuncio…
—Le diré a Leonardo que te dé una lista por la mañana. Creo que también hay páginas en Internet.
—Fabuloso.
Paula soltó el bolígrafo y se frotó los brazos. De repente, tenía frío.
—Supongo que hoy será mejor que no demos la clase —dijo Pedro.
—Sí, será lo mejor —respondió ella, evitando su mirada—. Ha sido un gran día. Siempre puedes leer uno de tus nuevos libros… En la cama.
Se ruborizó. «No pienses en eso», se ordenó. Se frotó los ojos como si tuviera mucho sueño, aunque en realidad quería asegurarse de que no lloraba. Luego, arrancó la hoja y guardó el cuaderno y el lápiz en su lugar. A su espalda, oyó a Pedro levantarse de la silla. Se dió cuenta de que estaba temblando del esfuerzo de contenerse. Era una idiota. No podía derrumbarse sólo porque habían redactado un anuncio para su sustituía. Sabía que aquello sucedería, era lo que había planeado desde antes de llegar allí. Cualquiera diría que acababa de firmar su sentencia de muerte. Regresó a la mesa a recoger la lista, pero seguía sin poder mirar a Pedro, aunque se le había acercado bastante. Le oyó suspirar y sintió el eco por todo su cuerpo.
—Ojalá fueras tú —le oyó decir, y se quedó helada.
—Sé que es muy egoísta —continuó él—. Pero ojalá no tuviéramos que buscar una nueva niñera.
Entonces, se permitió mirarlo. Le brillaban los ojos, y fruncía la boca como si él también estuviera conteniendo sus emociones. Sonrió de medio lado y se encogió de hombros.
—¿Dónde vamos a encontrar a otra Paula?
A ella se le aceleró el corazón. Una loca esperanza la invadió. Intentó ignorarla.
—No soy imprescindible.
—Sí que lo eres.
Paula se agarró al respaldo de la silla.
—¿Estás diciéndome que quieres que me quede?
—Sé que no puedes quedarte. Tienes por delante una brillante carrera.
—Pero si realmente me necesitaras…
—¿Te quedarías? —preguntó él, abriendo mucho los ojos.
—A lo mejor.
¿Realmente había dicho eso? ¿Estaba loca?
—Sería perfecto, ¿No crees? Los niños te adoran. Les haces mucho bien, Paula — continuó él, muy serio.
Paula esperó que continuara. «Por favor, que él también me necesite». Tal vez era el momento de confesarle que se había enamorado de él. Podrían admitir que su noche juntos y la intimidad que habían compartido en tantos niveles había evolucionado hacia algo más profundo, duradero y maravilloso. De pie en mitad de la cocina, sintió que la noche del outback los envolvía. El único sonido provenía del viejo reloj de la pared. Vió que él cerraba los puños y volvía a abrirlos. Y recordó cuando esas manos fuertes la habían abrazado antes de cenar, y el deseo que había percibido en él. «Dí algo, Pedro. No me quedaré a menos que me quieras, así que dime lo que sientes. Da igual si me quieres aquí o me dejas marchar, pero no me tengas en la incertidumbre».
—¿Y tú? —preguntó, viendo que él no decía nada—. ¿Quieres que me quede?
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