—Me gustaría anotar tu poema.
—¿Por qué? —gruñó él suspicaz, pensando aún en Lara.
—Porque es maravilloso, me gusta mucho. Quiero poder leerlo de nuevo cuando me encuentre en Estados Unidos.
Se colocó el cuaderno en el regazo y preparó un bolígrafo. Pedro se obligó a relajarse. La petición de Paula no era ninguna amenaza. De hecho, le gustaba imaginársela sacando su cuaderno, de regreso en la bulliciosa Manhattan, y leyendo su poema… Tal vez recordaría aquel momento, aquella paz. Con timidez, pero ya no incómodo, comenzó de nuevo: «He atravesado tierras duras y rojas…». La mano de Paula volaba sobre el papel, dejando una caligrafía impoluta. Asintió entusiasmada cuando Pedro terminó la primera estrofa y añadió una segunda.
—Es fabuloso. Gracias —alabó al finalizar, guardando el cuaderno con las mejillas encendidas y la mirada brillante.
—De nada.
—Tener una copia de tu poema convierte esta excursión en algo aún mejor.
Pedro estaba más contento de lo que debería, pero no iba a mostrarlo.
—¿Te gustaría llegar hasta la base del cañón? —ofreció, con cara de póquer.
—Ya lo creo —contestó ella, levantándose y agarrando su mano con confianza casi infantil—. Te sigo.
De la mano de Pedro de nuevo, mientras descendían los escarpados escalones, Paula se dió cuenta de que se había metido en un lío. Acababa de descubrir dos cosas muy importantes acerca de él: Que amaba profundamente su tierra, y que había existido una razón para la ruptura de su matrimonio. También había descubierto algo acerca de sí misma. Sentada en la hermosa cueva, escuchándole recitar tímidamente su poema, le había sucedido algo crucial, inesperado y que le rompería el corazón. El sol del mediodía se colaba hasta el fondo del cañón, calentando las rocas donde iban a disfrutar de su picnic: Sándwiches de huevo y lechuga en pan casero, bizcocho de frutas, y naranjas. Paula hundió la mano en el agua cristalina mientras Pedro encendía una hoguera para el té.
—¿Está fría el agua? —preguntó.
—Fría sí, aunque no gélida.
—Podríamos darnos un baño si no temieras a los cocodrilos.
—Por supuesto que los temo, ¿Quién no lo haría?
Al verle sonreír, supo que bromeaba. Le observó mientras trabajaba: la piel bronceada de su cuello, la camisa abrazando sus anchos hombros, sus largos dedos partiendo ramitas hábilmente y lanzándolas al fuego. Se imaginó poniéndose el bañador y remojándose con él, y se estremeció de placer.
—El agua aún tardará unos minutos en hervir —anunció él, sacándola de sus pensamientos—. Será mejor que empecemos a comer.
Paula estaba más hambrienta de lo que creía, y los sándwiches le supieron a gloria. El cañón se hallaba completamente en silencio. Con el calor, los pájaros habían desaparecido. Pedro había apoyado la espalda sobre una pared de roca, y tenía las piernas estiradas y el rostro protegido del sol por su sombrero de ala ancha. Parecía muy relajado. Imaginaba que comerían en silencio, segura de que él lo prefería, así que le sorprendió cuando empezó a hablar.
—¿Qué te hizo decidirte a ser profesora?
—La que tuve en cuarto de primaria, la señorita Potter. Era amorosa, brillante y amable. Consiguió que toda la clase nos aficionáramos a la lectura.
Pedro asintió lentamente, observándola por debajo del ala de su sombrero.
—Empecé a dar clases en Vermont —explicó Paula—. Eso estuvo bien durante unos años, pero me atraía mucho la biblioteca, así que decidí formarme para dirigir una biblioteca escolar. Por eso fui a Nueva York.
—Dejando atrás a tu novio.
—Sí —reconoció Paula.
Esperaba el acostumbrado dolor que le invadía cuando pensaba en Daniel. Y lo sintió, pero no inmediatamente, y mucho más suave que otras veces. Advirtió que Pedro la estaba observando, y que apartó la mirada rápidamente, fijándola en el fuego. Apartó el cazo, añadió la infusión, y la dejó reposar.
—¿Lista para el té? —preguntó, tras unos minutos.
—Gracias —dijo Paula, agarrando la taza con té caliente, negro y dulce.
Dió un sorbo, que le ayudó a calmar la tensión de su interior, una tensión que no tenía nada que ver con Daniel y sí con su actual compañía.
—Pedro…
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