Pedro suspiró.
—Mi madre lo intentó.
Paula recordó la tensión palpable entre ella y su hijo en el aeropuerto.
—¿Vivía aquí contigo?
—Sí. Dábamos las clases, si es que podían llamarse así, en esta misma habitación. Yo las odiaba —explicó Pedro—. Amaba a mi madre, por supuesto, pero temía nuestras sesiones de lectura.
—¿Por qué?
—Sabía que a ella le suponían una carga, y además siempre tenía prisa. Yo me esforzaba al máximo por agradarla, pero me entraba el pánico y entonces iba más lento, y ella se frustraba y terminaba llorando.
Paula se imaginó a aquel pequeño intentando agradar a su madre y fallando sin remedio. Pedro terminó su whisky y dejó el vaso en la mesa.
—No ayudaba mucho el que mi madre detestara vivir aquí. Mi padre y ella discutían horriblemente casi todo el tiempo. Iban camino del divorcio, aunque por entonces yo no me daba cuenta. Mi lectura, o mi falta de ella, se convirtió en una de las causas de su separación. Se acusaban el uno al otro de mi fracaso.
—¿Discutían acerca de tu problema con la lectura delante de tí?
—A veces —respondió él, sombrío—. Pero, aunque cerraran la puerta, podía oír sus gritos. Me sentía culpable. Si supiera leer, volverían a quererse y todo recuperaría la normalidad. Pero mi madre ya se había desentendido de mí.
Se levantó para servirse otro whisky, pero lo pensó mejor y volvió a sentarse.
—No tiene sentido emborracharse por algo que sucedió hace tanto tiempo.
—Puedes beberte el mío si quieres —le ofreció Paula—. Sólo he dado un par de sorbos.
Pedro agarró el vaso con sonrisa temblorosa.
—Gracias —dijo, y bebió un poco—. Tienes razón, hablar de esto ayuda. Nunca me había permitido a mí mismo reflexionar sobre ello.
—Ya entiendo por qué no podías leer —dijo ella—. Desarrollaste un bloqueo emocional.
—Y mi escritura era igual de pésima. La hora de la verdad llegó justo antes de que mi madre abandonara Jabiru. Yo quería rogarle que se quedara, y pensé que, si le escribía una nota diciéndole cuánto la quería, se quedaría sin dudarlo.
Forzó una risa, pero Paula captó el dolor en el fondo. Quiso abrazarlo y consolarlo.
—La carta iba a ser una maravillosa sorpresa para ella —continuó él—. La deslicé por debajo de la puerta de su dormitorio… Fue el peor error de mi vida. Mispadres tuvieron la peor de sus peleas a causa de mis faltas de ortografía. Lo oí todo.
Ella dijo que mi letra era ilegible y que yo no tenía solución, que era una desgracia. Paula se estremeció. Podía imaginarse la nota llena de faltas, sin puntuación, con mala caligrafía. Pero era un mensaje desde el corazón de un niño angustiado. ¿Cómo podían haber ignorado eso sus padres?
—Parece que tu madre no pudo soportar la situación —señaló—. ¿Tu padre salió en tu defensa?
Pedro sacudió la cabeza.
—Ese era el otro problema. Mi padre no confiaba en los libros. Él tampoco había recibido mucha educación, al igual que la mayoría de sus amigos, y aseguraba que estaban bien. ¿Quién necesitaba al maldito Shakespeare y las enciclopedias? Los libros no podían ayudar a un hombre a capturar a un toro salvaje, ni a arreglar una alambrada.
Paula asintió, imaginando la situación: El ganadero terco y analfabeto casado con la mujer de ciudad, tensa e infeliz. En la generación siguiente, la historia se había repetido al casarse Pedro con Lara.
—¿Tu madre se marchó?
Pedro suspiró pesadamente.
—A los pocos días. Se fue a vivir a Sídney. Y no tardó mucho en encontrar un nuevo marido, dueño de una inmobiliaria. Su hijo fue a los mejores colegios, y ahora es un brillante banquero de inversiones.
—¿Y tú te quedaste aquí con tu padre?
Pedro asintió.
—Mi educación fue puramente práctica a partir de entonces —afirmó y, entrecerrando los ojos, sonrió de medio lado.
Paula se estremeció de placer. Cuando él la miraba así, sólo podía pensar en abrazarlo y acariciarlo. Se sujetó las manos firmemente para evitar tocarlo.
—De acuerdo, no tenías niñera —se obligó a continuar—. ¿Qué me dices del Colegio del Aire?
Pedro negó con la cabeza.
—¿Quieres decir que no recibiste ninguna educación?
—Me temo que no.
—¿Cómo logró tu padre salirse con la suya? Seguro que de vez en cuando venía alguien del Departamento de Educación preguntando sobre tí…
—Probablemente —dijo él, y se encogió de hombros—. Mi padre se aseguraba de que yo estuviera reuniendo al ganado siempre que algún funcionario venía a fisgonear. Se enorgullecía de haberme enseñado habilidades prácticas y haberme mantenido apartado de los libros y el colegio. Al mirar atrás, no puedo evitar pensar que me alejó de los libros como reacción a que mi madre nos abandonara.
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