El doctor mantuvo una conversación sosegada y Paula, más tranquila, no se dió cuenta del paso del tiempo hasta que, de repente, miró el reloj.
—¡Son casi las nueve! —dijo, alarmada—. ¡Llegará tardísimo a Glastonbury!
—Me vuelvo a Londres —le dijo él con naturalidad, pero no intentó retenerla y la llevó de vuelta a casa sin más, asegurándose de que ella hubiese entrado. Se alejó con un amistoso si bien informal saludo.
La casa estaba demasiado silenciosa cuando él se fue, así que Paula dió de beber a los animales y se fue a la cama. Había sido una velada encantadora. Resultó un alivio hablar con alguien sobre sus preocupaciones, pero en esos momentos Paula sintió que había hecho el ridículo, llorando y contándole sus problemas como una histérica. Como era médico, estaría acostumbrado a tratar con pacientes complicados, y la había escuchado, le había ofrecido una cena espléndida y algunas sugerencias sensatas con respecto a su futuro. Probablemente trataba con docenas como ella...
Cuando se despertó, hacía una mañana espléndida y alrededor del mediodía, un grupo de cuatro personas golpeó la puerta pidiendo alojamiento para la noche, lo que la mantuvo ocupada. Al finalizar el día se hallaba tan cansada que cayó rendida en la cama. No hubo nadie los siguientes días, pero tenía bastante trabajo que hacer. Se habían acabado los largos días del verano y se anunciaba un otoño frío y lluvioso. Recogió la fruta que el viento había tirado, recolectó los últimos guisantes para congelar y se ocupó de las remolachas, las zanahorias y los repollos. También desenterró las patatas que quedaban y recogió los tomates del endeble invernadero. Suponía que cuando llegase su padrastro, construiría uno nuevo. Su madre y ella se las apañaban con aquel y con el trozo de tierra que cultivaban para tener verdura todo el año, pero seguramente él haría mejoras. Trabajó en el jardín y la huerta toda la semana y el fin de semana, un grupo de seis personas pidió alojamiento por dos noches, por lo que el lunes por la mañana fue a hacer compras al pueblo. También le mandó una carta a su madre e impulsivamente, volvió a comprar la gaceta regional. Tras regresar a casa, cuando estaba leyendo la sección de anuncios, se dio cuenta de que ya no había ofertas de trabajo adecuadas para ella, pero se dijo que aparecerían otras. Además, el doctor Alfonso le había dicho que no se precipitase. Debía tener paciencia. Según su madre, esperaban regresar para Navidad, pero todavía quedaban seis semanas...
Dos días más tarde, mientras guardaba las sábanas en el armario del pasillo, oyó que Marc ladraba. Parecía excitado, lo que la hizo apresurarse a bajar. Había dejado la puerta sin cerrojo y quizá se había metido alguien en la casa... Su madre se encontraba en el vestíbulo y junto a ella había un hombre alto y robusto. Ella reía y acariciaba a Marc. Se enderezó y vió a Paula.
—¡Cariño! ¿No es esta una sorpresa genial? Gerardo ha vendido su negocio, así es que no había nada que nos retuviese —explicó abrazando a Paula.
—Ay, mamá, qué alegría verte —dijo Paula, devolviéndole el abrazo. Miró al hombre con una sonrisa, pero sintió un rechazo inmediato y la sensación de que este era recíproco. A pesar de ello, alargó la mano amablemente.
—Mucho gusto en conocerte. Qué emocionante, ¿No? —dijo.
Marc le olisqueó la mano a Gerardo y Paula vió con desilusión el gesto impaciente con que el recién llegado le apartaba el hocico. Su madre hablaba y reía mientras recorría la casa alabando lo bonito que estaba todo.
—Y allí está Félix —dijo dirigiéndose a su marido—. Ya sé que no te gustan los gatos, pero éste es de la familia.
Él hizo un comentario intrascendente y fue a buscar el equipaje. La flamante señora Martínez corrió a su habitación y Paula fue a la cocina a preparar el té. Marc y Félix la acompañaron y se instalaron discretamente en un rincón, conscientes de que no le gustaban al hombre de fuertes pisadas.
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