Paula contuvo el aliento mientras le observaba: el exitoso y orgulloso ganadero, en mitad de su estudio, con fotos de toros galardonados en las paredes y una estantería llena de trofeos, cruzado de brazos, firmemente plantado en el suelo, y con el ceño fruncido de concentración ante el papel… Entonces, vió que empezaba a mover los labios conforme seguía las palabras, pronunciando cada sílaba conocida en voz baja. Se le encogió el corazón al ver a aquel hombre tan capaz reducido a la vulnerabilidad de un niño. Tragó saliva y se esforzó por contener las lágrimas. Él continuó hasta llegar al final de la página. Entonces, miró a Paula con un brillo de esperanza en la mirada y las mejillas encendidas.
—Lo siento. Ni siquiera te he ofrecido asiento —se disculpó, señalando el sofá—. Por favor, Paula.
Mientras ella se sentaba, él regresó a su escritorio y, como si no pudiera resistirse, comenzó a leer su poema de nuevo. Al terminar, elevó la vista.
—¿Cómo funciona esto? ¿Es como un código? ¿Si me familiarizo con estas palabras, crees que podré descifrar las demás?
—Es uno de los sistemas que puedes utilizar —respondió ella—. En cuanto a las marionetas, puedo leerte la obra, y podemos ensayar tu parte, igual que hacen los actores. No es lo que se dice una obra maestra de la literatura. Seguro que Camila y Nicolás ni se darán cuenta si cambias alguna línea que otra.
Pedro asintió lentamente y sacó el guión de un cajón del escritorio con la mirada brillante.
—De acuerdo, profe. Juego si tú juegas —dijo, guiñándole un ojo, y se sentó a su lado.
Fue muy divertido. Demasiado, de hecho. Paula disfrutó de cada minuto, aunque intentó ignorar los estremecimientos que le provocaba su cercanía. Al poco tiempo, él había captado la esencia de la sencilla historia y de su personaje, y sólo necesitó un poco más para aprenderse sus líneas. Tenía una memoria excelente y bien ejercitada. Cuando acabaron, se quedaron sentados en silencio, recreándose en la sensación de logro.
—Camila es muy lista, ¿A que sí? —comentó él, maravillado, contemplando el guión.
—Es hija tuya, Pedro.
—Es hija de su madre. Lara era inteligente y creativa.
—Y tú también lo eres —afirmó ella, y vio que él ponía cara de póquer—. Es cierto, eres tan listo como Lara, o como tus hijos. Tan sólo te falta una habilidad, y puedo ayudarte con eso.
Pedro gimió y se puso en pie. Ella lo imitó.
—Sentiría mucho verte huir de esto de nuevo.
Él la fulminó con la mirada. Paula no se arredró.
—Te has aprendido tus líneas hoy, y mañana representarás la obra de maravilla. ¿Qué sucederá el resto de veces? Sabes que habrá más desafíos.
—Me las apañaré.
—Cierto. Llevas haciéndolo desde hace mucho tiempo, pero te manejarías mucho mejor si supieras leer y escribir.
Ya estaba, había sacado la dura verdad a la luz. A Pedro se le escapó un horrible sonido, como si algo en su interior se hubiera roto. El dolor le contrajo el rostro, y Paula no pudo detener las lágrimas. Aquello era tan duro para él… ¿Había sido demasiado cruel al pronunciar lo que él detestaba? Sólo había hablado porque estaba segura de que podía ayudarlo. Si ambos eran lo suficientemente fuertes, podía ayudarle a superar aquello. Y entonces, él sería libre… Se enjugó las lágrimas bruscamente y le tocó en el brazo.
—¿Y si hablamos de ello? —propuso con suavidad.
Él contestó con un suspiro. Pero Paula no iba a rendirse.
—Me imagino que sucedió algo cuando eras pequeño. ¿Me lo cuentas?
—¿Para qué?
—Podría ser importante. Eres inteligente y enormemente capaz, lo cual quiere decir que, seguramente, hay una razón emocional por la que no aprendiste a leer. ¿Has hablado de esto con alguien?
—No.
—¿Ni siquiera con Lara?
Él negó con la cabeza. A Paula no le sorprendía. Sospechaba que su prima se había enamorado de su fabuloso aspecto, pero no había logrado conectar con sus necesidades más profundas. Lo cual significaba que llevaba demasiado tiempo portando aquella carga él solo.
—Yo no soy psicóloga, pero hablar de ello es el primer paso.
—¿Quieres que me tumbe en el sofá y te cuente mi niñez? —le retó él, mirándola fijamente.
Paula contuvo el aliento, y esperó. Entonces, para alivio suyo, vió que él sonreía.
—De acuerdo, doctora Chaves. No pierdo nada por probarlo.
No se tumbó, sino que los dos se pusieron cómodos en el sofá. Sirvió un par de copas de whisky. Paula no solía beber pero, por ser amigable, aceptó el vaso. Pedro dió un sorbo a su bebida.
—Muy bien… ¿Por dónde crees que debería empezar?
—¿Alguien empezó a enseñarte a leer?
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