—¿Cuándo tienes que marcharte?
—He pensado en tomar el próximo avión del correo.
Pedro saltó de su asiento.
—Eso es dentro de tres días. ¿Qué me dices de los niños? Va a ser un shock para ellos.
—No tanto. Saben desde el principio que yo iba a marcharme, y les he ido preparando para la nueva niñera.
Él se detuvo, pálido, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Aun así, será un shock para ellos. ¿Cuándo vas a decírselo?
—Esperaba que se lo anunciáramos juntos mañana por la mañana.
Se produjo un silencio sepulcral.
—Me apoyarás, ¿Verdad, Pedro?
Pasó un siglo antes de que él contestara. Aliviada, Paula lo vió asentir.
—Por supuesto —dijo él.
Lo único bueno de los tres días siguientes fue que Paula apenas tuvo tiempo para pensar. Debía organizar muchas cosas: Los vuelos a casa, un hotel en Sídney, detalladas notas para la nueva niñera, y correos electrónicos de despedida para las madres, profesoras y niñeras que había conocido a través del Colegio del Aire. Pasó tanto tiempo como pudo con Camila y Nicolás, y hubo momentos de lágrimas, muchas preguntas y abrazos.
—Vendrás a vernos, ¿Verdad?
—Los veré cuando su padre los lleve a Estados Unidos a visitar a los abuelos —sólo pudo contestar.
Les creó cuentas de correo electrónico para seguir en contacto cuando ella se marchara.
No hubo más clases de lectura con Pedro. Las noches se dedicaron a actividades relacionadas con la despedida. Cecilia insistió en celebrar una fiesta e invitó a toda la gente del rancho. La última noche, él hizo una fogata a la orilla del río y asó peces que había pescado esa misma tarde. Los degustaron bajo las estrellas y resultó una velada mágica. Los niños bailaron alrededor del fuego y Pedro contó otra historia del Búho Hector. Paula no supo cómo logró contener las lágrimas. El peor momento, sin embargo, fue la separación, a la mañana siguiente. Nadie, ni siquiera Pedro, logró fingir que estaba alegre. De camino al avión, los niños se abrazaron a Paula llorando desconsolados.
—Te quiero, Paula —le susurró Nicolás.
—Yo también te adoro, cariño.
—¡No quiero que te vayas! —gritó Camila.
—Lo sé, pero ahora estás con papá, cielo. ¿Recuerdas lo que dijimos? Que ibas a ser valiente.
A Paula se le partía el corazón. Aquellos maravillosos niños habían perdido a su madre, y ella también salía de sus vidas. Cecilia no podía hablar. Abrazó a Paula con fuerza. Lo que casi acabó con ella fue la expresión sombría de Pedro.
—Te deseo lo mejor en tu nuevo empleo —murmuró, abrazándola tan fuerte que pudo sentir su corazón—. Espero que en ese colegio sepan apreciar lo que tienen.
De milagro, Paula consiguió no llorar. Y lo peor estaba por llegar: Subir al minúsculo avión y contemplar cómo iban quedando atrás el rancho y sus habitantes. El piloto la miró empático.
—Volverás.
Paula negó con la cabeza. Escribiría correos electrónicos, cartas y hablaría por teléfono con Anna y Josh, y los vería siempre que viajaran a Estados Unidos, pero no regresaría a Jabiru Creek. No podría soportar ser recibida como una visitante en el lugar donde había dejado un buen pedazo de su corazón.
Por fin se habían dormido. Pedro contuvo el aliento mientras cerraba el libro de cuentos y salía de la habitación de los mellizos. Contrariamente a las predicciones de Paula, Camila y Nicolás habían reaccionado bastante mal a su partida, y esperaba que se despertaran de nuevo. Por el momento, afortunadamente, dormían tranquilos. Se dirigió a su estudio, preparándose para encontrar el sofá vacío. Aun así, la ausencia de Paula le partió el corazón. Era increíble la diferencia que aquella mujer había supuesto en la vida de todos en Jabiru. Los había alegrado con su chispeante personalidad. Todos la adoraban, habían respetado sus conocimientos y habilidades, y apreciado su interés y deseo de ayudar. Y con su proyecto de intercambio de libros, su bondad se había expandido a los ranchos vecinos. Él no podía ni plantearse las razones por las que la echaba de menos. No le habría costado tanto decirle adiós si hubiera estado seguro de que ella se alegraba de marcharse. Pero los últimos días había estado distinta. Daba la impresión de valentía, sonriendo en todos los eventos de su despedida, pero él había percibido su fragilidad y, casi diría, su temor a derrumbarse, si se despistaba un momento. Él había creído que hacía lo correcto al dejarla marchar, pero ya no estaba tan seguro. Y se sentía tremendamente solo.
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