—¿Sí? —dijo él, cómodamente apoyado en la roca, con su té en la mano.
—¿Existía el Colegio del Aire cuando eras pequeño?
—¿Tenemos que hablar del colegio precisamente ahora?
—No es imprescindible, pero acabo de contarte acerca de mi profesora preferida. Y estaba pensando en tu precioso poema, preguntándome dónde habrías aprendido poesía.
—No fue en el Colegio del Aire, eso te lo aseguro.
—¿Estuviste en un internado?
Pedro suspiró pesadamente.
—¿No podemos dejar el tema, Paula?
—Soy profesora, no puedo evitar querer saber estas cosas. ¿O es otro tema tabú?
Pedro frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Tengo la impresión de que, cada vez que hablamos, cometo algún error. Siempre hay algo de lo que no quieres hablar. De Lara, puedo entenderlo. Pero ¿Qué tiene de malo hablar del colegio?
—El colegio al que uno va no importa aquí, en plena naturaleza. No somos unos esnobs que necesitemos impresionar a otros.
—No te estoy pidiendo que te pavonees. Sólo tengo curiosidad, cualquier cosa acerca de tu colegio me serviría. Tu mejor profesor, o el peor. Tu materia preferida, el deporte que más te gustaba…
Vió movimiento a su lado y, al instante, Pedro estaba sobre ella. Se dió cuenta de que tenía intención de besarla, y se encendió por dentro. Debería decir algo para impedírselo, pero su cerebro no cooperaba. Él la besó suavemente en la boca, y ella se derritió y respondió como si aquello fuera un sueño. La boca de él era como un sol abrasador, avanzando sobre sus labios centímetro a centímetro, con cautela al principio. Paula no se movió, por si en cualquier momento se despertaba y tenía que comportarse responsablemente. Porque no quería ser responsable. Al principio, le pudo la curiosidad, y luego se quedó hechizada con el encanto absolutamente masculino de él. Derretida, entreabrió los labios. Pedro aceptó su invitación sin dudarlo. La sujetó por la nuca, y su beso, con leve sabor a naranja y a té, se volvió experto y tremendamente seductor. Paula podía oler el sol en su piel, sentir el calor en sus párpados cerrados, entregada por completo a aquella boca sabia. No podría resistirse aunque quisiera. Una dulce urgencia nació en su interior, empujándola a acercarse a él, a abrazarlo por el cuello y devolverle el beso, a comunicar con su cuerpo la abrumadora impaciencia que estaba apoderándose de ella. «Como se detenga, me muero». Un gemido rasgó el silencio. Era suyo, pero no era momento de preocuparse por el decoro. Para su consternación, Pedro se apartó. «¡No!», pensó ella, con los ojos aún cerrados. En el silencio que los rodeaba, podía oír su corazón desbocado y los jadeos de Pedro. Él la besó tiernamente en la nariz y se separó aún más.
—Lo siento —se disculpó, mirándola arrepentido.
¿Cómo podía él haberle brindado el beso más apasionado de su vida, posiblemente el beso más fabuloso desde el principio de los tiempos, y pedir perdón como si fuera un error?
—¿Por qué te disculpas? —preguntó, destrozada.
—No debería haberte besado —respondió él, y tragó saliva—. Por favor, no le des mucha importancia.
—¿Por qué lo has hecho?
Él sonrió compungido.
—Me pareció una buena idea.
—¿Me has besado para hacerme callar?
Lo vió asentir, y se apoyó contra la piedra sin dar crédito. Qué ingenua. Se había dejado llevar completamente, mientras que para él había sido una manera de evitar preguntas incómodas.
—Soy una idiota —afirmó.
—No, Paula.
—¿Qué soy entonces?
Él sacudió la cabeza mientras sonreía.
—¿Otra pregunta? Debería haber sabido lo peligroso que es besar a una profesora.
—Sí, deberías aprender algunas cosas —le espetó ella con brusquedad.
Las bromas no eran su fuerte, y menos aún cuando estaba tan enfadada. Maldito Pedro. Aún podía sentir sus cálidos labios besándola. Aún podía olerlo y saborearlo, y sentir las olas de placer en su interior. Y para él sólo había sido un juego… Evitando mirarlo, se puso en pie y empezó a recoger el picnic.
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