martes, 5 de abril de 2022

Secreto: Capítulo 32

Mientras subían con más facilidad que el descenso, Pedro fue consciente de que había estropeado un día perfecto. Había permitido que Paula creyera que la había besado para distraerla. Lo cual era cierto, hasta un punto. Ella había forzado la conversación en una dirección que él no quería tomar, le había presionado a desvelar su secreto, y había tenido que detenerla. Era un mal hábito que había comenzado en su matrimonio. Siempre que su esposa le presentaba uno de sus planes para abandonar Jabiru Creek, le resultaba más fácil seducirla que confesarle la verdad: que no tenía aptitudes para ningún empleo, aparte de dirigir aquel rancho. De todas formas, aunque su impulso inicial de besar a Paula había sido por autoprotección, todo había cambiado en cuanto sus labios se habían tocado. Entonces, una especie de hechizo se había apoderado de él. Hacía mucho tiempo que no besaba a una mujer, eso explicaría por qué se había excitado tanto. Pero la abstinencia no explicaba por qué había sentido una conexión emocional con ella, ni por qué sentía que besarla era lo correcto, tanto como simplemente estar a su lado. A pesar de sus preguntas, ella era una compañía tremendamente agradable, y se sentía como en casa en el outback. Deseaba una conexión más profunda con ella, y su cuerpo latía de deseo de entregarse a su dulce abrazo. Afortunadamente, oírla gemir le había devuelto a la realidad. Sin esa advertencia, tal vez no habría encontrado la fuerza de voluntad para detenerse. Pero, al ponerse a la defensiva, había herido a Paula y estropeado algo especial. Debería haberlo sabido. ¿Acaso su matrimonio no le había enseñado que él no tenía nada que hacer con una mujer inteligente y culta? ¿Aún no había aprendido que estaba mejor solo? O lo estaría hasta que la educación de sus hijos lo superara.



El viaje de regreso se produjo en un incómodo silencio, con lo cual Paula tuvo mucho tiempo para rumiar lo sucedido. Durante un momento, mientras Pedro y ella contemplaban el cañón, había experimentado una auténtica conexión con él. Y a la vez, se había dado cuenta de que, aunque no quería que ocurriera, se había enamorado de él. Lo cual significaba que él podía hacerle tanto daño como Daniel. No debería haber permitido que la besara. ¿Por qué no había sido más juiciosa? Lo último que necesitaba era otra relación, especialmente con el ex marido de Lara. Quería libertad, no complicaciones. ¿Para qué iba a poner en peligro su corazón, cuando tenía un fabuloso empleo esperándole en casa?  «No le des mucha importancia», había dicho él. ¿Cómo podía haberla besado sólo para hacerla callar? ¿Qué problema había en preguntarle por su colegio? O por su falta de libros… De pronto, le recorrió un escalofrío conforme muchas de las rarezas de Gray empezaban a cuadrarle: Su desconocimiento de Winnie the Pooh; su reacción en Nueva York, cuando ella le había animado a leerles un cuento a sus hijos; su falta de atención a los menús, y al folleto de Central Park… Lo observó de reojo, desde el bulto en su entrepierna hasta su marcado perfil. Pedro Alfonso, experto ganadero, atractivo y capaz… ¿Era analfabeto? Resultaba difícil de admitir. Pero si había crecido allí, a cientos de kilómetros de un colegio y seguramente sin un tutor, no era difícil imaginar que tal vez no supiera leer ni escribir. Seguramente conocía unas cuantas palabras que le permitían manejarse en la vida, y ya. Paula recordó la falta de afecto de su madre. ¿Qué rol había tenido en la infancia de su hijo? ¿La tensión entre ellos habría empezado mucho tiempo atrás? Los problemas de analfabetismo solían estar causados por asuntos emocionales de la niñez. Pero los analfabetos podían ser muy astutos y competentes, y Pedro era un claro ejemplo de inteligencia y talento. Creaba poesía de memoria. ¿Cuánta gente era capaz de eso? Y, con Ted llevando la contabilidad, dirigía su negocio con gran éxito. Sintió compasión de que un hombre tan orgulloso y capaz como él tuviera un problema que se veía obligado a esconder. A pesar de eso, se había manejado fabulosamente en la vida. Aunque tal vez ella exageraba y estaba completamente equivocada. Las últimas luces del día teñían los prados de rosa y malva, cuando Paula y Pedro alcanzaron la casa. Grillos y saltamontes cantaban sus melodías en los árboles junto al arroyo. Camila y Nicolás, recién bañados y en pijama, corrieron a saludarlos, seguidos por Cecilia.


—No han dado ningún problema —aseguró la mujer a Pedro—. Han estado metidos en el estudio casi todo el día.


—Creí que jugarían con las marionetas —comentó él.


—Las han usado, pero principalmente han estado haciendo los deberes.


—Yo no les había encargado nada —intervino Paula, frunciendo el ceño.


—Han estado escribiendo algo para las marionetas —explicó Cecilia y rió—. Definitivamente, voy a apodarlos Shake y Speare.


—Vamos a hacer una función después de cenar —explicó Camila entusiasmada— . Y todo el mundo tiene un papel. 


De los bolsillos de su camisón, sacó unas hojas dobladas e, ilusionada, separó tres páginas para Paula, tres para Cecilia y otras tres para Pedro. Eran fotocopias de su bella caligrafía.


—Papá, tú eres el Búho Héctor, yo soy el Ratón Tomás, y Nicolás…


Paula no escuchó el resto. Estaba demasiado ocupada viendo la mirada horrorizada de Pedro. Miró sus papeles. Camila había escrito un rudimentario guión. Era el tipo de ejercicio que los gemelos habían sido animados a hacer en su pionero colegio de Manhattan. Debería estar dando saltos de alegría por ellos. De hecho, sí que estaba emocionada, pero también muy preocupada por Pedro. ¿Serían correctas sus sospechas? ¿Sería aquello crucial para él? A juzgar por su repentina palidez y el gesto de su boca conforme miraba el papel, la respuesta era… Sí. Se le rompió el corazón al verle forzar una sonrisa.


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