Paula le pidió un momento para comentarle su idea de intercambiar libros entre las mujeres que había conocido a través del Colegio del Aire. A Jorge le pareció una gran idea y prometió que la difundiría. De regreso en la cocina de la casa, comprobaron su correo. Se trataba de las facturas habituales, cartas para que las revisara Leonardo, y libros que había ordenado por Internet, para ella, los mellizos, y, discretamente, también para Pedro. Progresaba de manera espectacular. Esa semana, había también un paquete inesperado.
—Lleva tu nombre, Paula —informó Camila, y tocó el paquete—. Parece ropa.
Paula la miró extrañada.
—Yo no he pedido nada de ropa.
Vió que Pedro y Cecilia se intercambiaban una mirada de suficiencia. ¿Qué ocurría? Camila le pasó el paquete por encima de la mesa.
—Ábrelo —le urgió emocionada.
—No sé si debería. Tal vez sea un error.
Paula agarró el paquete con cautela. Parecía ropa. Comprobó la dirección: el paquete iba dirigido a ella.
—Qué extraño, viene de Melbourne.
—Hay unas preciosas tiendas de vestidos en Melbourne —señaló Cecilia, con la mirada clavada en la tetera.
—Vamos, ábrelo —le urgió Pedro, casi con el ceño fruncido, aunque le traicionaba el brillo de su mirada—. Está claro que es para tí.
Resultaba una tontería seguir dudando. Paula agarró unas tijeras con el corazón acelerado. Todo el mundo la observaba, especialmente Pedro.
—Está envuelto en un precioso papel y parece algo terriblemente caro — anunció, conforme abría el paquete.
Miró abrumada a Cecilia. Unos diez días antes, en aquella misma cocina, las dos habían estado revisando varios catálogos juntas. Habían encargado ropa de montar a caballo para los mellizos y, una vez solucionado ese tema, habían hojeado las páginas de moda femenina. Paula se había quedado prendada del vestido más hermoso del mundo. Había sido divertido. Ella nunca se gastaba cantidades desorbitadas de dinero en su ropa. Lara había sido la loca por la moda, mientras que ella se había centrado en los libros.
—Ábrelo de una vez —dijo Nicolás, dándole un codazo.
Con todos los ojos puestos en ella, abrió el paquete cuidadosamente, para no romper el delicado papel. Y, de pronto, ahí estaba: el bellísimo vestido de crêpe rojo del catálogo. Paula se quedó sin habla. Miró interrogante a Cecilia, que se encogió de hombros y señaló a Pedro con la cabeza.
—¿Te gusta? —preguntó él, con el ceño fruncido.
—Es fabuloso —susurró ella.
—Estíralo —le pidió Camila—. Queremos verlo.
Paula se puso en pie y apoyó el vestido sobre ella. Era divino, refinado, con una terminación exquisita, y color llamativo pero no chillón.
—Ese rojo va perfecto con tu cabello oscuro —aseguró Cecilia.
—Parece de tu talla —comentó Pedro con despreocupación, aunque mirándola con impresionante intensidad.
—Así es —dijo ella, comprobando la etiqueta—. Pero… No lo entiendo.
—Es un regalo de agradecimiento —explicó él—. De parte de todos.
Paula se alegró un instante y, de pronto, se entristeció. Todos ellos estaban preparándose para decirle adiós. Sin embargo, a ella cada vez le resultaba más difícil la idea de marcharse. Amaba a aquella gente. Más que nunca, Camila y Nicolás parecían sus propios hijos, Cecilia se había convertido en una buena amiga, y Pedro… Bueno, sus sentimientos hacia él eran algo entre ambos. Todo el mundo de Jabiru Creek le era muy querido. Tuvo que contenerse para no llorar. Qué tontería. Todavía no iba a marcharse de allí.
—Gracias —logró articular—. Nunca había tenido un vestido tan bonito.
—Deberías probártelo —le urgió Camila.
—¿Ahora?
—Póntelo hoy para nosotros —le sugirió Cecilia—. Cocinaré algo especial para la cena, y la tomaremos en el comedor.
—Y yo me pondré corbata —añadió Pedro, guiñándole un ojo.
—¡Una fiesta por el nuevo vestido! —exclamó Camila, dando palmas de alegría.
—Mejor eso que una fiesta de despedida —se le escapó a Paula.
Su comentario dejó a todos descolocados. Fue a su habitación, colgó el vestido en una percha, y decidió que seguramente había sacado conclusiones precipitadas acerca de ese regalo. Tan sólo era un detalle amable, no un adiós. Todavía le quedaba un mes antes de regresar a Estados Unidos. Una cosa sí tenía clara: No iba a ponerse ese vestido sin antes arreglarse como era debido. Le hubiera encantado acercarse al salón de belleza más cercano para quela dejaran perfecta de pies a cabeza, pero, como eso no era posible, se metió en su cuarto de baño en cuanto los niños terminaron las clases. Se lavó el pelo y lo secó con secador, se hizo la manicura y pedicura, se depiló las piernas. Deseaba estar tan perfecta como el vestido se merecía. Escogió su mejor sujetador y tanga y, cuando estuvo lista, se probó el vestido delante del espejo de su armario. Increíble. ¿La mujer del espejo era ella? Se giró para comprobar todos los ángulos. El vestido tenía un corte perfecto, realzaba sus curvas y le dotaba de un glamour que nunca habría soñado. Incluso el cabello le brillaba más de lo habitual. Sintió un cosquilleo. ¿Qué pensaría Pedro de su maravilloso regalo cuando la viera?
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