jueves, 28 de abril de 2022

Juntos A La Par: Capítulo 12

 —Pues mucho más no vivirán aquí si de mí depende. Soy el jefe y no me gustan los animales, así que será mejor que te enteres de ello —replicó su padrastro mirándola fijamente antes de marcharse.


Paula supo entonces que tenía que actuar rápidamente. Salió al huerto, ya lleno de ladrillos y bolsas de cemento, y se sentó con sus dos animales, analizando y descartando varios planes, hasta que tuvo el germen de una idea sensata. Pero primero necesitaba dinero y luego, buscar el momento oportuno... Como si la providencia aprobase sus esfuerzos, logró ambas cosas. Esa misma noche su padrastro anunció que tenía que marcharse a Londres por la mañana, a ver a un posible comprador para cuando tuviese su producción en marcha, y por ello se iría a la cama temprano. Sola con su madre, aprovechó aquella oportunidad única.


—Me pregunto si podrías darme un poco de dinero para ropa, mamá. Desde tu viaje a Canadá no me he comprado nada...


—Por supuesto, cielo. Tendría que habérseme ocurrido a mí. Te fue tan bien con los huéspedes... ¿Hay algo de dinero en la lata del té? Usalo, cariño. Le pediré a Gerardo que te dé una asignación, es tan generoso...


—No, no lo molestes, mamá. Habrá suficiente en la lata —dijo y la miró a los ojos—. Eres muy feliz con él, ¿Verdad, mamá?


—Ay, sí, Paula. Nunca te lo dije, pero odiaba vivir aquí las dos solas, con lo justo para llegar a fin de mes, sin un hombre. Cuando fui a casa de tu hermana me dí cuenta de lo que echaba en falta. Y he estado pensando que quizá sería una buena idea que comenzases a estudiar algo...


Paula asintió, pensando que su madre no la extrañaría... Al rato, su madre se fue a la cama y ella se ocupó de los animales y luego contó el dinero de la lata del té. Había más que suficiente para su plan. Se fue a su habitación y sin hacer ningún ruido metió su ropa en una bolsa, incluyendo la de lana, ya que pronto comenzaría a hacer frío. Una vez en la cama repasó su plan: Parecía que todo estaba bien, así que cerró los ojos y se durmió. Por la mañana se levantó pronto a prepararle el desayuno a su padrastro, asegurándose de que los animales no estuviesen en la cocina cuando bajase. Cuando se fue, se hizo el desayuno, dió de comer a los animales y se vistió. Su madre bajó y cuando estaban tomando el café, dijo que pensaba pedirle al cartero que la llevase a Castle Cary.


—Tengo tiempo de vestirme antes de que llegue. Me gustaría ir a la peluquería. ¿Te parece bien, cielo?


Parecía que todo se combinaba para que se fuese, reflexionó Paula. Y cuando su madre, ya lista, esperaba al cartero, ella le recordó que se llevase una llave.


—Quizá salga a dar un paseo.


Cuando llegó el cartero, Paula ya había lavado las tazas del desayuno y ordenado la casa. Despidió a su madre con un cariñoso beso y un abrazo. Media hora más tarde, subía al taxi que había pedido. Llevaba a Félix en una cesta, Marc atado a su correa, la bolsa con su ropa y un bolso de mano. Le había escrito una nota de despedida a su madre diciéndole que no se preocupase por ella. "Ambos lograrán que la huerta sea un éxito y les resultará más sencillo si Félix, Marc y yo no estamos por en medio", concluyó. El taxi los llevó a Gillingham, donde tuvo la suerte de abordar el tren a Londres y, una vez allí, tomar un taxi a la estación de autobuses de Victoria, para entonces, se había dado cuenta de que sus planes, tan sencillos en teoría, estaban plagados de posibles desastres. Pero ya no había vuelta atrás. Compró un billete a York, tomó una taza de té, les dió a los animales agua y leche respectivamente y se subió al autobús. Estaba medio vacío y el conductor era amable, así que se sentó con Marc a sus pies y Félix, dentro de su cesta, en el regazo. Estaban un poco apretujados, pero al menos todos juntos... Llegarían a York a eso de las ocho y media de la noche. Ojalá que la tía Teresa les ofreciese un techo.


—Tendría que haberla llamado por teléfono —murmuró Paula—, pero había tanto en que pensar en tan poco tiempo...


A Paula, normalmente sensata y prudente, no se le habían ocurrido todos aquellos imprevistos antes, pero le quedaba un poco de dinero, era joven, podía trabajar y, lo más importante de todo, Félix y Marc seguían vivos. Llamó por teléfono al llegar. 

Juntos A La Par: Capítulo 11

Tomaron el té en el salón y hablaron de Canadá, del viaje y de los planes para establecer los cultivos.


—No tendremos más huéspedes —dijo la señora Martínez—. Gerardo quiere comenzar cuanto antes. Si construimos un invernadero pronto, podremos estar listos para hacer algunas ventas en Navidad.


—¿Dónde lo vas a instalar? —preguntó Paula—. Hay mucho sitio detrás del huerto.


Gerardo había inspeccionado la propiedad antes de tomar el té.


—Araré ese terreno y allí plantaré los cultivos de primavera. El invernadero lo construiré donde está el huerto. Las manzanas no producen dinero y algunos árboles ya parecen poco productivos. Acabaremos de recoger la cosecha y los talaremos. Hay mucho terreno allí, bueno para guisantes y judías. Tu madre me ha dicho que eres muy trabajadora en la casa y la huerta —dijo mirando a Paula—. Entre los dos podremos apañárnoslas para comenzar algo. Luego contrataré a un hombre con un tractor que nos haga el trabajo duro; lo más sencillo lo podrás hacer tú.


Paula no respondió. Para empezar, se encontraba demasiado sorprendida y molesta. Y además, era un poco pronto para hacer semejantes planes. ¿Y la sugerencia de su madre de que estudiase algo? Y no estaba de acuerdo con ellos. El huerto siempre había estado allí, mucho antes de que ella naciese. Todavía producía una buena cosecha y en la primavera estaba tan hermoso en flor... Miró a su madre, que estaba feliz y asentía con admiración a las palabras de su flamante marido. Más tarde, cuando preparaba la cena, él entró a la cocina.


—Tendremos que deshacernos de ese gato. No los puedo soportar. Y el perro ya está un poco viejo, ¿No? Los animales no se llevan bien con las huertas, al menos así lo creo yo.


—Félix no molesta en absoluto —dijo Paula sin levantar la voz, intentando parecer amistosa—. Y Marc es un buen perro guardián, no deja que nadie se aproxime a la casa.


—Ah, no hay prisa —se apresuró a decir él cuando vió la expresión del rostro de Paula—. Me llevará un mes o dos organizar todo como a mí me gusta —añadió, intentando también parecer amistoso—: Ya verás qué éxito. Tu madre puede ocuparse de la casa y tú, trabajar en la huerta la jornada completa. Incluso más adelante podremos tomar a alguien para que nos eche una mano durante la cosecha, así podrás salir con tus amigos... 


Lo dijo como si le hiciese un favor, y el rechazo que Paula sentía por él se intensificó, pero no permitió que se notase. A aquel hombre le gustaba que todos hiciesen lo que él quería. Quizá fuese un buen esposo para su madre, pero no sería un buen padrastro...


Durante los siguientes días no pasó nada especial: Hubo que deshacer mucho equipaje, escribir cartas e ir al banco. El señor Martínez había hecho una transferencia bastante cuantiosa desde Canadá y no perdió tiempo en buscar mano de obra en el pueblo. También fue a Londres a reunirse con personas que le habían recomendado para darle financiación, en caso de que la necesitase. Mientras tanto Paula ayudaba a su madre en la casa e intentaba averiguar si esta había tenido idea de que ella estudiase y luego había cambiado de parecer ante la insistencia de su esposo. La señora Martínez era una madre cariñosa, pero fácilmente influenciable por alguien con una personalidad más fuerte que la suya. ¿Qué prisa tenía?, le preguntó. Unos meses más en casa no supondrían ninguna diferencia y sería de gran ayuda para Gerardo.


—Es un hombre tan maravilloso, Paula, y seguro que cualquier cosa que haga será un éxito.


—Es una pena que no le gusten Marc y Félix —dijo ella con cautela.


—Oh, cielo, nunca les haría daño —rió la madre.


Quizá no, pero según pasaban las semanas, ambos animales comenzaron a estar la mayor parte del tiempo fuera de la casa y solo entraban a comer. Paula hacía cuanto podía y trabajaba sin descanso. Era obvio que el señor Martínez estaba dispuesto a pasar por encima de quien se atravesase en su camino. Para no molestar a su madre, no hizo ningún comentario. Estaba claro que él quería a su madre, pero consideraba a los dos animales y a ella superfluos en su vida. Ésta se dió cuenta de que tenía que hacer algo cuando se lo encontró golpeando a Marc y luego, dando un puntapié a Félix. Se inclinó para levantar al tembloroso gato y le pasó un brazo por el cuello al perro.


—¿Cómo te atreves? ¿Qué te han hecho? Son mis amigos y los quiero —los defendió apasionadamente—. Han vivido aquí toda su vida. 

Juntos A La Par: Capítulo 10

El doctor mantuvo una conversación sosegada y Paula, más tranquila, no se dió cuenta del paso del tiempo hasta que, de repente, miró el reloj.


—¡Son casi las nueve! —dijo, alarmada—. ¡Llegará tardísimo a Glastonbury!


—Me vuelvo a Londres —le dijo él con naturalidad, pero no intentó retenerla y la llevó de vuelta a casa sin más, asegurándose de que ella hubiese entrado. Se alejó con un amistoso si bien informal saludo.


La casa estaba demasiado silenciosa cuando él se fue, así que Paula dió de beber a los animales y se fue a la cama. Había sido una velada encantadora. Resultó un alivio hablar con alguien sobre sus preocupaciones, pero en esos momentos Paula sintió que había hecho el ridículo, llorando y contándole sus problemas como una histérica. Como era médico, estaría acostumbrado a tratar con pacientes complicados, y la había escuchado, le había ofrecido una cena espléndida y algunas sugerencias sensatas con respecto a su futuro. Probablemente trataba con docenas como ella...


Cuando se despertó, hacía una mañana espléndida y alrededor del mediodía, un grupo de cuatro personas golpeó la puerta pidiendo alojamiento para la noche, lo que la mantuvo ocupada. Al finalizar el día se hallaba tan cansada que cayó rendida en la cama. No hubo nadie los siguientes días, pero tenía bastante trabajo que hacer. Se habían acabado los largos días del verano y se anunciaba un otoño frío y lluvioso. Recogió la fruta que el viento había tirado, recolectó los últimos guisantes para congelar y se ocupó de las remolachas, las zanahorias y los repollos. También desenterró las patatas que quedaban y recogió los tomates del endeble invernadero. Suponía que cuando llegase su padrastro, construiría uno nuevo. Su madre y ella se las apañaban con aquel y con el trozo de tierra que cultivaban para tener verdura todo el año, pero seguramente él haría mejoras. Trabajó en el jardín y la huerta toda la semana y el fin de semana, un grupo de seis personas pidió alojamiento por dos noches, por lo que el lunes por la mañana fue a hacer compras al pueblo. También le mandó una carta a su madre e impulsivamente, volvió a comprar la gaceta regional. Tras regresar a casa, cuando estaba leyendo la sección de anuncios, se dio cuenta de que ya no había ofertas de trabajo adecuadas para ella, pero se dijo que aparecerían otras. Además, el doctor Alfonso le había dicho que no se precipitase. Debía tener paciencia. Según su madre, esperaban regresar para Navidad, pero todavía quedaban seis semanas...



Dos días más tarde, mientras guardaba las sábanas en el armario del pasillo, oyó que Marc ladraba. Parecía excitado, lo que la hizo apresurarse a bajar. Había dejado la puerta sin cerrojo y quizá se había metido alguien en la casa... Su madre se encontraba en el vestíbulo y junto a ella había un hombre alto y robusto. Ella reía y acariciaba a Marc. Se enderezó y vió a Paula.



—¡Cariño! ¿No es esta una sorpresa genial? Gerardo ha vendido su negocio, así es que no había nada que nos retuviese —explicó abrazando a Paula.


—Ay, mamá, qué alegría verte —dijo Paula, devolviéndole el abrazo. Miró al hombre con una sonrisa, pero sintió un rechazo inmediato y la sensación de que este era recíproco. A pesar de ello, alargó la mano amablemente.


—Mucho gusto en conocerte. Qué emocionante, ¿No? —dijo.


Marc le olisqueó la mano a Gerardo y Paula vió con desilusión el gesto impaciente con que el recién llegado le apartaba el hocico. Su madre hablaba y reía mientras recorría la casa alabando lo bonito que estaba todo.


—Y allí está Félix —dijo dirigiéndose a su marido—. Ya sé que no te gustan los gatos, pero éste es de la familia.


Él hizo un comentario intrascendente y fue a buscar el equipaje. La flamante señora Martínez corrió a su habitación y Paula fue a la cocina a preparar el té. Marc y Félix la acompañaron y se instalaron discretamente en un rincón, conscientes de que no le gustaban al hombre de fuertes pisadas. 

Juntos A La Par: Capítulo 9

Probablemente por el contraste, se dijo divertido. Sería interesante volver a ver a esta última. Su madre ya habría vuelto y dudaba que tuviese demasiados huéspedes ahora que el verano se había convertido en un lluvioso otoño. Cuando llegó, la casa tenía aspecto triste. No había ventanas abiertas ni tampoco signos de vida. Salió del coche con Tiger y rodeó el edificio. La puerta de la cocina se encontraba abierta. Paula levantó la vista cuando él entró.


—Hola, ¿Podemos pasar? —dijo el doctor, inclinándose para acariciar a los perros y darle tiempo a ella a enjugar sus lágrimas con el dorso de la mano—. Tiger no es un peligro para Marc y, además, le gustan los gatos.


Paula se puso de pie y se sonó la nariz, en tanto que Félix se subía de un salto a un armario.


—Pase —dijo ella, con el tono de voz cortés que usaba para sus huéspedes—. Qué día, ¿No? Supongo que va a Glastonbury. ¿Le apetece una taza de té? Estaba a punto de hacer una tetera.


—Gracias —dijo entrando—. Supongo que no habrá demasiados huéspedes con este tiempo. ¿Su madre no ha vuelto todavía?


—No —respondió ella débilmente y luego, para horror suyo, se echó a llorar sin poder controlarse.


El doctor Alfonso la hizo sentarse otra vez.


—Yo prepararé el té mientras usted me lo cuenta todo —le dijo con tranquilidad—. Llore tranquila, eso la hará sentirse mejor. ¿Hay tarta?


—Pero ya he llorado y no me ha servido de nada —dijo ella con una vocecilla triste. Hipó antes de añadir—: Y ahora he comenzado otra vez — recibió el gran pañuelo blanco que él le alargaba—. La tarta está en el armario del rincón.


El doctor puso la mesa y cortó la tarta, encontró bizcochos para los perros y llenó el cuenco de Félix de pienso. Luego se sentó frente a Paula y puso ante ella una taza de té.


—Tome un poco y dígame por qué llora. No se deje nada, porque al fin y al cabo, no pertenezco a su entorno, y lo que diga quedará entre nosotros.


—Hace que parezca tan... Normal —dijo ella, sonriendo al fin. Tomó un sorbo de té—. Perdone que sea tan tonta. 


El doctor cortó un trozo de tarta.


—¿Es el motivo la ausencia de su madre? —le preguntó—. ¿Está enferma?


—¿Enferma? No, no. Se ha casado con un hombre que ha conocido en Canadá.


Fue tal alivio hablar con alguien sobre ello que la historia le salió a borbotones: Una mezcla de los proyectos de su padrastro con el invernadero y la necesidad de independizarse. Él la escuchó sin hablar y volvió a llenar las tazas con los ojos fijos en su rostro abotargado.


—Y ahora que me lo ha dicho se siente mejor, ¿Verdad? —le preguntó cuando ella acabó la enrevesada historia—. Lo había guardado todo, ¿No? Dándole vueltas en la cabeza como la mula en la noria. Ha sido una sorpresa enorme para usted, y ese tipo de sorpresas hay que compartirlas. No le daré ningún consejo, pero le sugiero que no haga nada: No haga planes, no piense en el futuro hasta que su madre vuelva. Creo que quizá descubra que la han incluido en sus planes y no tiene por qué preocuparse por su futuro. Comprendo que quiera independizarse, pero no se precipite. Quédese en casa mientras ellos se establecen, y eso le dará tiempo para decidir lo que quiere hacer —ella asintió con la cabeza y él añadió—: Ahora, vaya a arreglarse el pelo y lavarse la cara. Vamos a Castle Cary a cenar.


Ella se quedó mirándolo boquiabierta.


—No puedo... —dijo.


—Con quince minutos le bastará.


Ella hizo lo que pudo con su rostro y se recogió el pelo en un pulcro moño. Luego se puso un vestido de punto que, aunque no era de marca, tenía un bonito color granate. Se calzó los zapatos más elegantes que tenía y volvió a la cocina. Su abrigo de invierno estaba anticuado y viejo y, por una vez, se alegró de que lloviese: Así podría llevar la gabardina. Marc y Félix ya dormitaban y Tiger movía el rabo junto a su dueño,ansioso por salir.


—He cerrado todo —observó el doctor, acompañándola fuera. 


Echó el cerrojo a la puerta de la cocina y se metió la llave en el bolsillo. Aunque no pareció prestarle atención a Paula, se había dado perfecta cuenta de que ella se había esmerado con su apariencia. Y el restaurante al que había decidido llevarla tenía pequeñas lámparas con pantallas rosadas sobre las mesas... No había demasiadas personas allí un lluvioso domingo por la noche, pero el sitio era acogedor y las pantallas rosadas fueron benévolas con el rostro de Paula, todavía un poco congestionado. Además, la comida era excelente. El doctor observó cómo el color volvía a sus mejillas femeninas a medida que comían champiñones con salsa de ajo, trucha local y una ensalada digna de la reina. Una deliciosa nata acompañaba los postres. 

martes, 26 de abril de 2022

Juntos A La Par: Capítulo 8

 —Se quedará una o dos semanas más. Quizá no pueda volver a visitar a mi hermana hasta dentro de uno o dos años, así que quiere aprovechar.


Durante la comida leyó los anuncios. Había muchos pidiendo camareras: El salario básico era bastante bajo, pero si trabajaba a jornada completa podría apañárselas perfectamente... Stourhead necesitaba dependientas, camareras para el salón de té y empleadas de jornada completa para la taquilla. Y todos los trabajos eran para finales de septiembre. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero de todos modos recortó el anuncio y lo metió en la lata del té con el dinero. Pasó una semana y luego otra. El verano casi había acabado. Oscurecía más pronto y aunque las mañanas todavía eran agradables, el aire estaba más fresco. Había recibido más cartas de Canadá, de su hermana, su madre y su futuro padrastro, y la tercera semana su madre llamó: Ya se habían casado, ya solo era cuestión de vender el negocio de Gerardo.


—No habíamos pensado en casarnos tan pronto, pero tampoco había razón para demorarlo y, por supuesto, me he venido a vivir con él —dijo— . Así es que en cuanto pueda vender el negocio estaremos en casa. ¡Tenemos tantos planes...!


Como la cantidad de turistas se había reducido substancialmente, Paula aprovechó para limpiar y dar brillo a la casa, cosechar lo que quedaba de fruta y meterla en el congelador, y revisar el contenido de los armarios. Pensando en su futuro, inspeccionó también su guardarropa: Una escasa colección de prendas compradas para durar, de buen gusto pero que no hacían nada por favorecer su figura. Durante la semana tuvo solo un puñado de huéspedes y el sábado no llegó nadie. Se sentía deprimida. Seguro que era a causa de la lluvia, se dijo. Ni un rápido paseo con Marc le levantó el ánimo. Antes de la hora de merendar se sentó en la cocina con Félix en el regazo, sin ganas de hacer nada. Se prepararía una tetera, le escribiría a su madre, cenaría pronto y se iría a la cama. Pronto comenzaría otra semana y, si el tiempo mejoraba, habría más turistas. Además, tenía montones de cosas que hacer en el jardín. Escribió la carta, muy alegre y divertida, mencionando apenas el reducido número de huéspedes, y resaltando la espléndida cosecha de manzanas y fruta de verano. Cuando acabó, se quedó sentada a la mesa, diciéndose que pondría el agua para el té. No era una persona dada a auto compadecerse, pero al ver lo incierto que se le presentaba el futuro, se echó a llorar silenciosamente y sin alharaca, con Félix en el regazo y la cabeza de Marc apoyada contra su pierna. No hizo esfuerzos por detenerse, no había nadie que la viese y, con aquella manera de llover, nadie iría a pedirle alojamiento. El doctor Alfonso tenía el fin de semana libre, pero no lo estaba pasando demasiado bien. El sábado comió con amigos, entre los cuales se encontraba Sofía Potter-Stokes, una joven y elegante viuda a quien encontraba cada vez con más frecuencia en su círculo de amigos. Ella le causaba una ligera pena, a la vez que admiración por el valor con que sobrellevaba su situación. Y lo que se había iniciado como una amistad intrascendente iba camino de convertirse en algo más serio, al menos por parte de ella. 


Casi sin darse cuenta, el sábado se encontró llevándola en el coche a Henley después de comer y allí se vió obligado a quedarse a tomar el té. Cuando volvían a Londres, ella le propuso cenar juntos. El arguyó un compromiso previo y se fue a su casa sintiendo que había desperdiciado el día. Era una compañía divertida, guapa y bien vestida, pero más de una vez se había preguntado cómo sería. Disfrutaba viéndola de vez en cuando, pero eso era todo... Sacó a Tiger a dar un largo paseo el domingo por la mañana y después de comer se subió al coche. No estaba el tiempo como para salir a pasear y ella lo miró con desaprobación.


—Supongo que no irá a Glastonbury con este tiempo, ¿Verdad, señor? —comentó.


—No, no. Sólo un paseo en el coche. Para la cena, déjame preparado algo frío, ¿Quieres?


Bernardo pareció ofenderse. ¿Cuándo se había olvidado él de dejar todo listo antes de irse?


—Como siempre, señor —le dijo reprobadoramente.


Cuando se dió cuenta de que se dirigía al oeste por las tranquilas calles de la ciudad, el doctor Alfonso reconoció que sabía adonde iba. La cuidada belleza de Sofía Potter-Stokes le había recordado a Paula.

Juntos A La Par: Capítulo 7

La siguiente carta tardó casi una semana. Pero entre tanto, su madre había llamado por teléfono. Le había dicho, ilusionada, que estaba feliz. Pensaba casarse en octubre. ¿Le molestaría a Paula quedarse hasta que volviesen, probablemente en noviembre?


—Solo unos meses, Paula. Y en cuanto lleguemos, Gerardo dice que tienes que decirnos lo que quieres hacer y te ayudaremos. Es tan amable y generoso... Por supuesto que si vende su negocio pronto, regresaremos a casa en cuanto podamos —dijo, lanzando una carcajada feliz—. Te he escrito una larga carta sobre la boda. Emma y Juan nos ofrecerán una pequeña fiesta y me pondré un traje monísimo... Está todo en la carta. 


La carta llegó, rebosante de ilusión y noticias: "No tienes ni idea de lo delicioso que es no tener que preocuparse por el futuro, tener a alguien que se ocupe de mí, y de tí también, por supuesto. ¿Ya has decidido lo que quieres hacer cuando lleguemos a casa? Tendrás tantos deseos de independizarte por fin, tu vida ha sido tan aburrida desde que dejaste la escuela"...


Aburrida pero agradable, reflexionó Paula. Contribuyendo a que su casa de huéspedes fuese un éxito; sabiendo que era útil; sintiendo que ella y su madre lograban algo. Y ahora tendría que comenzar de cero. La llegada de dos turistas impidió que se hundiese en la autocompasión. Por la noche durmió de un tirón porque estaba cansada, aunque en cuanto se despertó, más pronto de lo habitual, los pensamientos se agolparon en su mente. Decidió no seguir dándole vueltas al asunto, se puso una bata y salió al jardín con un jarro de té acompañada por Marc y Félix. Se estaba bien en el huerto, y con el alegre sol del amanecer era imposible sentirse triste. Sin embargo, sería agradable tener alguien con quien hablar del futuro... Recordó al corpulento doctor Alfonso. Seguro que él la escucharía y le diría qué hacer. Se preguntó qué estaría haciendo... El doctor Alfonso se hallaba sentado ante la mesa de la cocina de su casa, un elegante edificio del siglo XVIII en un barrio distinguido de Londres. Llevaba un polo y un par de pantalones viejos, y no se había afeitado. Tenía la apariencia de un rufián, un rufián guapísimo que comía una rebanada de pan con mantequilla. Sobre la mesa había un corazón de manzana. Lo habían llamado de urgencia a eso de las dos de la madrugada para operar a un paciente con una úlcera perforada, y ciertas complicaciones le habían impedido volver a la cama. En ese instante se hallaba de camino a la ducha para iniciar su día. Acabó el pan, se inclinó a acariciar la suave cabeza del labrador negro que se sentaba a su lado y se dirigió a la puerta, que se abrió justo cuando llegaba a ella. El hombre joven que entraba ya estaba vestido, impecable con su chaqueta negra de alpaca y sus pantalones de rayas. Se hizo a un lado para dejar pasar al doctor y le deseó los buenos días.


—¿Vuelve a salir, señor? —preguntó con seriedad—. Debió haberme llamado —le dijo al ver el corazón de manzana—. Le hubiese preparado algo de beber caliente y un sándwich.


—Ya lo sé, Bernardo—dijo el doctor dándole una palmada en el hombro—. Bajaré dentro de media hora para tomarme uno de tus desayunos especiales. He despertado a Tiger, ¿Podrías abrirle para que salga al jardín?


Subió las bonitas escaleras para ir a su habitación pensando en lo que tenía que hacer más tarde. Desde luego que no había sitio para Paula en su cabeza. Media hora más tarde se encontraba sentado comiendo el espléndido desayuno que ella había dispuesto en el saloncito trasero. Una puerta acristalada daba a un patio y un jardín pequeño donde Tiger paseaba. Luego se sentó junto a su amo para masticar cortezas de beicon y más tarde lo acompañó a dar un rápido paseo por las calles todavía silenciosas, antes de que el doctor se metiese en el coche y condujese la corta distancia hasta el hospital. Paula despidió a sus dos huéspedes, preparó la habitación para sus siguientes ocupantes y luego, siguiendo un repentino impulso, fue hasta el pueblo a comprar la gaceta regional en la oficina de correos.


—Y tu madre ¿No regresa todavía? —le preguntó el señor Truscott al darle el cambio—. Ya lleva bastante tiempo fuera, ¿No? 

Juntos A La Par: Capítulo 6

 —Probablemente sea un hombre al que no le gusta comer solo — decidió volviendo a la cocina.


Los tres turistas tenían intención de salir a andar el domingo. Volverían a la hora del té y luego deseaban una cena ligera. Dijeron que querían partir temprano, lo cual le dejaría a Paula casi todo el día para hacer lo que le apeteciese. No era necesario que se quedase en la casa, porque no tenía intención de alquilar la tercera habitación si alguien llamaba. Iría a la iglesia y luego pasaría una tarde tranquila con el periódico del domingo. Le gustaba ir a la iglesia, encontrarse con amigos y conocidos y conversar un rato, a la vez que asegurar a quien preguntase por su madre que esta volvería pronto y que ella se encontraba perfectamente, ya que muchos consideraban que no tendría que haberse quedado sola. Eso era algo que habían hablado bastante las dos, hasta que un día su madre se echó a llorar diciendo que no podría irse a Canadá. Paula le dijo entonces que prefería estar sola, y por fin su madre se había marchado. Le escribía todas las semanas diciéndole lo que sucedía en tono alegre y bastante optimista. Su madre ya llevaba un mes fuera y todavía no daba señales de volver. Esperaba que mencionase el asunto en su siguiente carta, aunque nunca admitiría que no le gustaba estar sola. La realidad era que por las noches tenía miedo, a pesar de que la casa estaba cerrada a cal y canto. Al salir de la iglesia se despidió del párroco y aseguró a este que su madre regresaría pronto.


—Además, tengo tanto que hacer, que ni me doy cuenta de que estoy sola —añadió—. Entre el jardín, la huerta y los huéspedes, estoy ocupadísima.


—Espero que sean gente buena, cariño —dijo el vicario, con la cabeza en otra cosa.


Pocas veces tenía huéspedes nuevos los lunes, así que ese día aprovechó para limpiar la casa, cambiar las sábanas y revisar la nevera. Se hizo un sándwich y fue a comerlo al huerto. Era un día agradable, con una fresca brisa, ideal para trabajar en el jardín. Se fue a la cama pronto, cansada de quitar malezas, aporcar y regar. Antes de dormirse, pensó en el doctor Alfonso. Sentía que era como un viejo amigo, pero no sabía nada de él. Vestía bien y conducía un Rolls Royce. Tenía familia en algún sitio más allá de Glastonbury. Se dió la vuelta en la cama y cerró los ojos. Al fin y al cabo, no era asunto de ella... Siguió el buen tiempo y tuvo un constante goteo de turistas. La lata del té se volvió a llenar. Su madre estaría encantada. La semana pasó volando y llegó una carta. El cartero se la llevó cuando se detenía un coche con dos parejas de paseo por la zona, así que Paula tuvo que metérsela en el bolsillo y esperar hasta haberles mostrado sus habitaciones y servido el té. Fue a la cocina, se sirvió una taza de té y se sentó a leerla. Era una carta larga y la leyó sin parar hasta el final, y luego la volvió a leer. Se había puesto pálida y bebió su té automáticamente, pero enseguida tomó la carta y la releyó por tercera vez. Su madre no volvería a casa, al menos no en los próximos meses. Había conocido a alguien y se casarían pronto. Sé que lo comprenderás. Y te gustará. Se dedica a los cultivos de invernadero, así que pensamos montar una en casa. Hay espacio más que suficiente y él construirá un gran invernadero donde está el huerto. Pero primero tiene que vender su negocio aquí, lo cual puede llevarle varios meses. Eso quiere decir que no será necesario tomar más huéspedes, aunque espero que sigas trabajando hasta que lleguemos. Te va tan bien... Ya sé que la temporada se acaba pronto y esperamos volver antes de Navidad. El resto de la carta consistía en una detallada descripción de su futuro esposo y noticias de su hermana y del bebé, para luego concluir con: "Eres una niña muy sensata y estoy segura de que estarás disfrutando de tu independencia. Cuando volvamos, probablemente querrás ponerte a trabajar por tu cuenta".


Paula se quedó de una pieza, pero se dijo que no tenía motivos para sentir que la tierra se había hundido bajo sus pies. No tenía ningún inconveniente en quedarse hasta que su madre y su padrastro volviesen. En cuanto a lo de ponerse a trabajar, era perfectamente lógico que su madre lo supusiese. Por la noche, una vez que los huéspedes se retiraron, se sentó con papel y lápiz a hacer una lista de sus habilidades. Sabía cocinar bien, cuidar de una casa, cambiar enchufes y hacer fontanería básica. También trabajar en una huerta... El lápiz se detuvo. Nada más.  Había aprobado el ingreso a la universidad, pero por una razón u otra nunca se había puesto a estudiar. Eso era lo que tendría que hacer. Y tendría que decidir para qué se quería preparar antes de que su madre volviese. Pero los estudios costaban dinero, y no estaba segura de que hubiese para ello. Quizá pudiese buscarse un trabajo y ahorrar lo suficiente para estudiar luego... Se enderezó de golpe al ocurrírsele una idea: las camareras no necesitaban estudios y además, estaban las propinas. Tendría que buscar en una ciudad como Taunton o Yeoville. O quizás alguno de los grandes hoteles que tenían salones de té y tiendas. Cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea. Tomó la decisión antes de irse a la cama. Ya solo debía esperar a que su madre y su padrastro volviesen a casa. 

Juntos A La Par: Capítulo 5

Poco antes de mediodía fueron en coche hasta el pub y se sentaron a una mesa en la parte de atrás. Había un pequeño río con árboles que daban sombra. Como era temprano, estaban solos. Comieron empanada de cerdo casera y ensalada, y bebieron limonada que había hecho la mujer del propietario. Marc se sentó a sus pies con un cuenco de agua y un bizcocho.


—Parecen felices, ¿Verdad? —comentó el propietario a su mujer.


Y lo estaban. Los tres, aunque el doctor confundía esa felicidad con el placer de disfrutar de una mañana preciosa con alguien sin pretensiones. Al rato llevó a Paula a su casa y la sorprendió al estacionar el coche bajo los árboles y acompañarla hasta la puerta de la cocina.


—¿Me permite que me siente en el huerto un momento? —le preguntó—. Pocas veces tengo oportunidad de sentarme en un sitio tan apacible.


«Pobre hombre», estuvo a punto de decirle Paula, pero cuando habló, dijo:


—Por supuesto, todo lo que quiera. ¿Quiere una taza de té, o una manzana?


Así que él se sentó en el huerto masticando una manzana con Félix en el regazo, consciente de que sus motivos para sentarse allí eran ver qué tipo de clientes aparecían, con la esperanza de que antes de irse hubiese llegado un matrimonio respetable decidido a pasar la noche. Sus deseos se hicieron realidad y no pasó demasiado tiempo antes de que llegase una pareja con su madre, dispuestos a quedarse dos noches. Era absurdo que se sintiese preocupado, pensó. Paula era perfectamente capaz de cuidarse a sí misma. Además, tenía teléfono. Se dirigió a la puerta de la cocina, que estaba abierta, y la encontró preparando la merienda.


—Me tengo que ir —le dijo—. No quiero interrumpirla. Gracias por la compañía.


—Lo mismo digo. Gracias por la comida —dijo ella, cortando con esmero una enorme tarta en trozos. Le sonrió—. Conduzca con cuidado, doctor Alfonso.


Llevó la bandeja con la merienda al salón y volvió a la cocina. Eran unos huéspedes muy agradables y corteses que no deseaban incordiar.


—¿Podríamos cenar aquí? —preguntaron con amabilidad.


Aceptaron con una sonrisa su oferta de patatas asadas con ensalada, pastel de frutas y café. El hombre la informó de que saldrían a dar un paseo y le preguntó cuándo quería servirles la cena. Cuando se fueron, ella hizo el pastel de frutas, puso las patatas en el horno y fue a la huerta a cortar unas lechugas. No había prisa, así que se sentó en el banco a reflexionar sobre el día. Había sentido sorpresa y placer al volver a ver al doctor. Aunque había pensado en él, nunca pensó que lo volvería a ver. Cuando había elevado los ojos y lo había visto, había sido como reencontrarse con un viejo amigo.


—Tonterías —se dijo—. Vino esta mañana porque quería un café.


¿Y la invitación a comer?, le dijo una vocecilla. 

jueves, 21 de abril de 2022

Juntos A La Par: Capítulo 4

Al darse cuenta de que pensar en aquello la ponía triste, además de hacerle perder el tiempo, volvió a entrar y preparó la factura de los huéspedes. Quizá no tuviera tiempo por la mañana.


Al día siguiente se levantó pronto. Le habían pedido el desayuno a las ocho. Después pagaron la cuenta, no sin revisarla y hacer comentarios ácidos sobre la falta de modernidad. Por cortesía, Paula esperó a que se alejasen y luego metió el dinero en la vieja lata de té del aparador. Su contenido iba aumentando, ¡pero vaya si le había costado ganárselo! Fue a las habitaciones, que, tal como supuso, encontró en un estado lamentable. Para el mediodía todo había recuperado su orden y limpieza habituales y tenía la lavadora acabando una colada de sábanas. Se hizo unos sándwiches y volvió con los animales al huerto a leer una carta de su madre que le había llevado el cartero. Todo iba estupendamente, escribía. El bebé crecía muy deprisa y ella había decidido quedarse unas semanas más, ya que supongo que no podré volver hasta dentro de uno o dos años, a menos que algo inesperado suceda. Tenía razón. Su madre había pedido un préstamo al banco para poder financiarse el viaje y, aunque era poco, tendría que acabar de pagarlo antes de volver a ir. Se metió la carta en el bolsillo, dividió los sándwiches que quedaban entre Marc y Félix y volvió a entrar a la casa. Quizás alguien apareciese a la hora de merendar, así que mejor sería preparar una tarta y unos bizcochos. Por suerte lo hizo, porque acababa de sacarlos de la cocina de leña cuando sonó el timbre y dos señoras mayores preguntaron si las podía alojar y darles el desayuno a la mañana siguiente.


—¿Quieren compartir una habitación con dos camas? —les preguntó, porque no parecían tener demasiados medios—. Cuesta lo mismo para una persona que para dos —les dijo el precio y añadió—: Con los desayunos, por supuesto. ¿Quieren merendar?


—Sí, por favor —dijeron las señoras tras consultarse con una mirada—. ¿Nos podría dar una cena ligera luego?


—Por supuesto. ¿Quieren traer las maletas? El coche puede dejarlo en el granero. 


Al día siguiente, después de que las ancianas se fueron, dejando la habitación tan ordenada como si no hubiesen estado allí, Paula metió el dinero en la lata del té y decidió que al día siguiente iría al pueblo a ingresarlo en el banco, además de hacer unas compras. Volvía a ser una mañana hermosa y se sentía alegre, a pesar de la desilusión del retraso de su madre en regresar a casa. No le estaba yendo tan mal con la casa de huéspedes, y los ahorros iban creciendo. Había que pensar en los meses de invierno; aunque quizás podría conseguir un trabajo a tiempo parcial cuando su madre volviese. Canturreó alegremente a la vez que recogía guisantes en la huerta. Aquel día no llegó nadie, y al siguiente, una mujer sola, que cuando se fue se llevó las toallas. Dos días decepcionantes, reflexionó, preguntándose lo que sucedería al día siguiente. Se levantó pronto nuevamente y tras desayunar y limpiar la casa, planchó un rato antes de que comenzase a hacer calor. Luego se fue al huerto. Era demasiado pronto para que apareciese gente y oiría el ruido si se acercaba un coche. Pero, por supuesto, no oyó el motor del silencioso Rolls Royce, porque este casi no hizo ruido. 


El doctor Alfonso se bajó y contempló la casa. Era un sitio agradable, que necesitaba algunos pequeños arreglos y una mano de pintura, pero las ventanas relucían y el llamador de bronce de la sólida puerta de entrada brillaba. Dió la vuelta a la casa, pasó junto al granero y vió a Paula sentada en el banco entre Marc y Félix, desgranando guisantes. Se la quedó mirando un momento, preguntándose por qué había querido volver a verla. Era verdad que le había resultado interesante, tan pequeña, sencilla y valiente, obviamente aterrorizada por la tormenta y a merced de cualquier indeseable que se le ocurriese aparecer por allí. ¿No tendría algún pariente que pudiese acompañarla? Desde luego que a él no tenía por qué importarle eso, pero le había parecido una buena idea pasar a verla, ya que estaba de camino a Glastonbury. Atravesó la grava del patio y al oírlo, ella se puso de pie con una sonrisa. No había duda de que se alegraba de verlo.


—Buenos días —dijo él afablemente—. Voy de camino a Glastonbury. ¿Se ha recuperado de la tormenta ya?


—Oh, sí —dijo ella con sinceridad—. Pero tenía miedo, ¿Sabe? Me alegré mucho cuando vinieron usted y su madre. 


Recogió el colador con los guisantes y se acercó a él.


—¿Le apetece una taza de café? —le preguntó.


—Sí, por favor —respondió él, y la siguió a la cocina. 


Cuando entraron, se sentó a la mesa y pensó en lo plácida que era. Parecía alegrarse de verlo, pero seguro que había aprendido a recibir con una sonrisa a todos los que llegaban a alojarse.


—¿Quiere comer conmigo? —la invitó impulsivamente—. Hay un pub en Underthorn, a quince minutos de aquí. Supongo que no vendrá nadie hasta mediada la tarde, ¿Verdad?


Ella sirvió el café y buscó una lata con galletas.


—Pero ¿No iba de camino a Glastonbury?


—Sí, pero no me esperan hasta la hora del té. Y es un día tan espléndido... —al verla titubear, añadió—: Podemos llevarnos a Marc.


—Gracias —dijo ella entonces—, me encantaría. Pero tengo que volver a eso de las dos. Como es sábado...


Volvieron al huerto y Paula acabó de desgranar los guisantes. Félix se había subido al regazo del doctor y Marc se echó a sus pies. Hablaron y Paula, relajada, respondió las preguntas que él le formuló delicadamente, sin percatarse de lo mucho que le decía hasta que se detuvo en medio de una frase, sintiendo que hablaba demasiado. Él se dió cuenta enseguida y cambió de tema.


Juntos A La Par: Capítulo 3

 —Una mañana hermosa después de la tormenta —dijo él—. Tiene un huerto agradable allí atrás. Y una vista magnífica.


—Sí, es una vista espléndida todo el año.


—¿Se quedan aisladas en invierno?


—Sí, a veces. ¿Quiere más té?


—No, gracias. Veré si mi madre está lista para marcharnos —sonrió— . El desayuno estaba delicioso.


Pero no demasiado amistoso, reflexionó. Paula Chaves le había dado la clarísima impresión de que quería que se fuese cuanto antes.


Una hora después se habían ido en el Rolls Royce azul oscuro. Paula se quedó en la puerta, mirándolo desaparecer tras la curva. Había sido providencial que apareciesen en mitad de la tormenta: La habían mantenido ocupada y no había tenido tiempo de tener miedo. No le habían causado ninguna molestia y el dinero le vendría bien. Sería agradable tener un amigo como el doctor Alfonso. Sentada con él durante el desayuno, la había asaltado el deseo de explayarse, contarle lo sola y, a veces, lo asustada que se sentía. Lo cansada que estaba de hacer camas y desayunos para un extraño tras otro, de mantenerlo todo funcionando hasta que su madre volviese, y todo el tiempo simulando que era una mujer competente capaz de apañárselas perfectamente sola. Había tenido que hacerlo, porque de lo contrario los vecinos bienintencionados del pueblo habrían disuadido a su madre de que se fuese, o incluso sugerido que Amabel cerrase la casa y se quedase con una tía abuela de Yorkshire que apenas conocía.


Paula volvió a entrar, sacó sábanas limpias y cambió las camas con la esperanza de que llegasen otros huéspedes más tarde. Preparó las habitaciones, inspeccionó el contenido de la nevera y del congelador, tendió las sábanas lavadas y se preparó un sándwich antes de irse al huerto con Marc y Félix. Los tres se sentaron en el viejo banco, lo suficientemente apartados del sendero como para no oír si alguien llamaba. Y eso sucedió justo cuando estaba a punto de tomar el té.  El hombre que estaba a la entrada se dió la vuelta, impaciente, cuando ella llegaba.


—He llamado dos veces. Quiero alojamiento con desayuno para mi esposa y mis dos hijos.


Paula miró el coche. Había un joven ante el volante y una mujer y una joven en el asiento trasero.


—¿Tres habitaciones? Desde luego. Pero debe saber que hay un solo cuarto de baño, si bien cada habitación tiene un lavabo.


—Supongo que es todo lo que se puede pretender por estos lares — dijo el hombre con grosería—. Nos equivocamos en una intersección y hemos venido a parar aquí, al fin del mundo. ¿Cuánto cobra? ¿Incluye un desayuno como Dios manda?


—Sí —dijo Paula. Como su madre decía, «Hay de todo en la viña del Señor».


Las tres personas del coche se bajaron e inspeccionaron sus habitaciones con comentarios en voz alta sobre la antigüedad de los muebles y el único cuarto de baño, que les pareció viejo. Y querían merendar: Sándwiches, bizcochos y tarta.


—¡Y mucha mermelada! —gritó el joven cuando ella se iba.


Después de merendar le preguntaron dónde estaba la televisión.


—No tengo.


—Todo el mundo tiene una tele —dijeron, incrédulos.


—¿Qué haremos esta noche? —se quejó la joven.


—El pueblo está a menos de un kilómetro —dijo Paula—. Hay un pub y se puede comer, si lo desean.


Resultó un alivio verlos volver a subir al coche y alejarse. Puso la mesa para el desayuno y ordenó la cocina antes de hacerse algo de cenar. Era una tarde hermosa, con bastante luz todavía, así que volvió a sentarse en el banco del huerto. El doctor Alfonso y su madre ya estarían en Glastonbury, supuso, con su familia o sus amigos. Seguro que él estaba casado con una joven bonita y elegante, tenían un niño y una niña y vivían en una casa amplia y cómoda. El conducía un Rolls, debía tener un gran éxito profesional si podía permitirse ese coche. O quizá fuera de una familia adinerada.

Juntos A La Par: Capítulo 2

Cruzó el recibidor hasta un salón pequeño en el cual había un cómodo tresillo y una mesa redonda pequeña. A ambos lados de la chimenea, estantes con libros cubrían las paredes. Paula cerró las cortinas de un gran ventanal antes de depositar el quinqué sobre la mesa.


—Iré a abrir la puerta de la cocina —dijo, y corrió a la cocina a tiempo para abrirle al doctor.


—¿Las llevo arriba? —preguntó éste, refiriéndose a las dos maletas que portaba.


—Sí, por favor —dijo Paula—. Le preguntaré a la señora Alfonso si quiere subir a su habitación ahora. ¿Querrán algo de comer?


—Desde luego que sí. Es decir, si no resulta demasiado trastorno. Cualquier cosa: unos sándwiches...


—¿Tortilla francesa, huevos revueltos, huevos fritos con beicon? Como le he dicho a la señora Alfonso, es un poco tarde para ponerse a hacer algo más complejo.


—Estoy seguro de que a mi madre le encantará una taza de té — sonrió el doctor—. Y unas tortillas francesas me parece bien —miró a su alrededor—. ¿No hay nadie más en la casa?


—No —respondió Paula—. Los acompañaré arriba.


Les dió las dos habitaciones que daban a la parte delantera de la casa y señaló luego el cuarto de baño.


—Hay agua caliente en abundancia —dijo antes de volver a la cocina.


Cuando sus huéspedes bajaron al poco rato, había puesto la mesa y les ofreció unas tortillas francesas hechas a la perfección, tostadas con mantequilla y una gran tetera. La tormenta finalmente amainó después de la medianoche, pero para entonces Paula, que había lavado los cacharros de la cena y preparado las cosas para el desayuno, estaba demasiado cansada para notarlo. Se levantó temprano, pero también lo hizo el doctor Alfonso, que aceptó el té que ella le ofreció antes de salir y dar una vuelta por el patio y el huerto acompañado por Marc. Al rato volvió y se quedó en el vano de la puerta de la cocina mirándola preparar el desayuno. 


—¿Cree que la señora Alfonso querrá desayunar en la cama? — preguntó Paula, cohibida por su mirada.


—Me parece que le encantará. Yo tomaré el mío aquí con usted.


—No, no puede hacer eso —dijo ella, sorprendida—. Quiero decir que tiene la mesa puesta en el salón. Le llevaré el desayuno en cuanto esté listo.


—No me gusta comer solo. Si pone lo de mi madre en una bandeja, se la subiré en un momento.


Era un hombre afable, pero Paula tuvo la impresión de que no le gustaba discutir. Le preparó la bandeja y cuando él volvió a bajar y se sentó ante la mesa de la cocina, le puso delante un plato de beicon, huevos y champiñones, añadiendo luego las tostadas y la mermelada antes de servir el té.


—Siéntese y tome usted también su desayuno —invitó el doctor—, y cuénteme por qué vive aquí sola.


Era como un hermano mayor o un tío amable, así que ella aceptó, mirando cómo saboreaba la comida del plato, con evidente placer, antes de untar una tostada con mantequilla y mermelada. Paula se sirvió una taza de té, pero dijese lo que dijese, no iba a desayunar con él... El médico le pasó la tostada.


—Coma y dígame por qué vive sola.


—¡Pero bueno...! —dijo Paula, pero luego, al encontrarse con su mirada amable, añadió—: Es solo por un mes. Mi madre se ha ido a Canadá a acompañar a mi hermana mayor, que acaba de tener un bebé. Era un momento magnífico para que fuera, ¿Sabe? En verano tenemos muchos huéspedes, así que no estoy sola. Es diferente en el invierno, por supuesto.


—¿No le preocupa estar sola? ¿Y los días y las noches en que nadie viene a alojarse?


—Tengo a Marc —dijo ella, a la defensiva—. Y Félix es una compañía espléndida. Además, está el teléfono.


—¿Y su vecino más próximo? —preguntó él sin alterarse.


—La señora Drew, una anciana que vive después de la curva hacia el pueblo. Además, el pueblo está a menos de un kilómetro —dijo Paula, todavía desafiante.


Él le pasó su taza para que le sirviese más té. A pesar de sus valientes palabras, sospechaba que ella no se sentía tan segura como quería hacerle ver. No era una belleza, pensó, pero tenía unos ojos hermosos y una bonita voz. No parecía interesarse en la ropa; la falda vaquera y la blusa floreada estaban impolutas y recién planchadas, pero pasadas de moda. Sus manos, pequeñas y con una bonita forma, mostraban señales de realizar trabajo físico. 

Juntos A La Par: Capítulo 1

Se cernía una tormenta: El cielo azul de la tarde veraniega desaparecía poco a poco tras negros nubarrones, claro anuncio de lluvia sobre la placida campiña de Dorset. La joven, que estaba recogiendo la ropa seca de la cuerda, oteó el horizonte antes de entrar con la cesta llena en la cocina. Era una joven no muy alta de agradables curvas, y si bien su rostro no era bonito, tenía unos hermosos ojos castaños. Llevaba el cabello, de color cobrizo, recogido en un moño alborotado en la coronilla y un vestido de algodón bastante usado. Dejó la cesta en el suelo, cerró la puerta y fue a buscar velas y cerillas. Luego buscó dos quinqués, porque lo más probable era que hubiese un corte de luz durante la tormenta. Avivó el fuego de la cocina de leña, puso el agua a hervir y dirigió luego su atención al viejo perro y al gato, lleno de cicatrices de guerra, que esperaban pacientemente su comida. Al tiempo que les llenaba sus cuencos respectivos les habló, porque la inquietaba la extraña quietud que precedía a la tormenta. Hizo el té y se sentó a beberlo mientras los primeros goterones comenzaban a caer. Con la lluvia se levantó un viento que le hizo recorrer la casa cerrando ventanas. Un relámpago relució en el cielo y lo siguió un trueno ensordecedor.


—Bueno, seguro que con esta tormenta ya no vendrá nadie —les dijo la joven a los animales, de nuevo en la cocina.


Se sentó a la mesa y el perro se tumbó a su lado. El gato le saltó al regazo. Cuando la bombilla titiló, encendió una vela antes de que la luz se apagase del todo. Hizo lo mismo con los quinqués, llevó uno al vestíbulo y volvió luego a la cocina. Lo único que podía hacer era esperar que pasase la tormenta. Retumbó otro trueno y en el silencio que lo siguió se oyó el timbre de la puerta, tan inesperado que ella se quedó sentada un momento, sin poder dar crédito. Pero cuando el timbre volvió a sonar, la joven se apresuró a dirigirse a la puerta con el farol en la mano.  Había un hombre en el porche. La joven levantó el quinqué alto para poder verlo bien. Era muy alto, le sacaba más de una cabeza.


—He visto el cartel. ¿Nos puede alojar esta noche? No quiero seguir conduciendo con esta tormenta.


Hablaba pausadamente y parecía sincero.


—¿Cuántos son?


—Mi madre y yo.


—Adelante —dijo ella, quitando la cadena para abrir la puerta. Miró más allá de él y preguntó—: ¿Ese es su coche?


—Sí. ¿Tiene garaje?


—Al costado de la casa hay un granero. Tiene la puerta abierta. Hay mucho espacio.


Él asintió con la cabeza y volvió al coche para ayudar a su madre a bajarse.


—Vuelva a entrar por la puerta de la cocina —dijo la joven, guiándolos hasta el recibidor—. Enseguida le abro. Al salir del granero, es la puerta que verá cruzando el patio.


El hombre volvió a asentir con la cabeza y salió. Un hombre de pocas palabras, supuso ella. Se dió la vuelta para mirar a su segundo huésped. Era una mujer alta y guapa de cerca de sesenta años, que vestía con discreta elegancia.


—¿Quiere ver su habitación? ¿Y desearían algo de comer? Ya es tarde para ponerse a cocinar, pero les puedo hacer una tortilla francesa o huevos revueltos con beicon.


—Soy la señora Alfonso —se presentó la señora, extendiendo la mano—, con dos efes. Mi hijo es médico. Me llevaba al otro lado de Glastonbury, pero se ha hecho imposible conducir con estas condiciones. Su cartel fue como un regalo del cielo —tenía que levantar la voz para que se la oyese por encima del ruido de la tormenta.


—Yo soy Paula Chaves—dijo la joven, estrechándole la mano—. Siento que tuviesen un viaje tan desagradable.


—Odio las tormentas, ¿Usted no? ¿Está sola en la casa?


—Pues sí, estoy sola. Pero tengo a mi perro Marc y a Félix, el gato —doctor Alfonso? Luego pueden decidir si quieren comer algo. Me temo que tendrán que subir a sus habitaciones con una vela dijo Paula y titubeó—. ¿Quiere pasar al saloncito hasta que vuelva el doctor Alfonso? Luego pueden decidir si quieren comer algo. Me temo que tendrán que subir a sus habitaciones con una vela.

Juntos A La Par: Sinopsis

Cuando el doctor Pedro Alfonso se presentó en la casa de huéspedes de Paula durante aquella tormenta invernal, a ella le causó una tremenda impresión… Porque no esperaba volver a verlo. Pero lo más sorprendente era el modo en el que Pedro parecía aparecer siempre que Paula tenía un problema.


Con un hombre tan atento y caballeroso resultaba muy difícil intentar ser una mujer independiente. Pero Paula tenía una enorme duda: ¿Sería aquella sincera amistad una buena base para el matrimonio?

martes, 19 de abril de 2022

Secreto: Capítulo 48

 —Pocas palabras, menos riesgo de cometer faltas de ortografía.


—Me ha parecido muy valiente por tu parte —dijo ella, sabiendo lo que debía de haberle costado repetir una acción que le suponía tantos recuerdos tristes.


Él negó con la cabeza.


—No debería haberla dejado tan tarde. Debería habértelo dicho antes de que te marcharas.


Él la tomó de las manos. A Paula se le encendió el cuerpo entero.


—Tal vez yo debería haberte dicho que no quería marcharme.


Pedro sonrió.


—¿De verdad?


—Ya lo creo. Dejar Jabiru Creek ha sido lo más duro que he hecho en la vida.


—Me preocupaba tanto que te sintieras atrapada allí… Después de lo que ocurrió con mi madre, y con Lara, no quería fallarte a tí también —dijo él, y le apretó las manos suavemente—. Pero me has enseñado algo muy importante: a dejar los fracasos del pasado en el pasado.


Clavó la vista en sus manos, mientras las acariciaba.


—Me engañaba a mí mismo cuando dije que los mellizos se las arreglarían sin tí —confesó, sonriendo tímidamente—. Lo hemos intentado. Hemos jugado a las marionetas, leído cuentos y encendido hogueras junto al río. Pero nada de eso es divertido sin tí.


A Paula le invadió un enorme alivio.


—Y yo te he echado tanto de menos… —añadió él, acariciándole la mejilla con un dedo.


Ella se estremeció de felicidad.


Pedro sonrió, y luego se puso serio de nuevo.


—Tenemos que hablar de ese empleo tuyo. Sé lo mucho que tu carrera significa para tí, y…


Paula le interrumpió negando con la cabeza.


—El empleo es sólo eso, un trabajo. Cuando lo solicité, había al menos otros sesenta candidatos. Cualquiera de ellos puede quedárselo —dijo ella, sonriendo ampliamente—. Soy una chica de campo de Vermont, recuerda. Me encanta tu outback y, aún mejor, crecí en una familia formada de la mezcla de otras anteriores, ¿Recuerdas?


—Lo había olvidado.


—El único empleo que deseo es el que he dejado atrás en Jabiru.


Pedro rió, y le dió el beso más dulce, experto y apasionado de su vida. 


—Aún hay algo muy importante que no te he dicho —comentó él, terminado el beso, tomándola de las manos de nuevo—. Ahora, gracias a tí, puedo estudiar, adquirir habilidades nuevas y cambiar de trabajo.


—¿Y por qué ibas a querer cambiar de trabajo?


—Lo haría si tú me lo pidieras —respondió él, besándole las manos—. Si quieres vivir en Nueva York, puedo formarme para ser bombero, o lo que sea.


—Un bombero de Nueva York, qué opción tan interesante…


Paula supo entonces que todo iría bien entre ellos. Verlo tan dispuesto a abandonar la seguridad de su rancho por ella, era una señal de amor mucho más auténtica que las palabras.


—Te amo tal cual eres —le aseguró—. Pero me siento muy honrada de que estuvieras dispuesto a cambiar de vida por mí.


—Quiero que estemos juntos mucho tiempo.


—En eso sí que coincidimos —dijo ella con una sonrisa, y lo besó suavemente— . Soy una chica de gustos sencillos. Esto es lo que me hace feliz.


Esa vez, el beso fue aún más espectacular que el anterior. Al terminar, Pedro la subió en brazos y silbó sorprendido.


—Lo sé, peso mucho. Lo siento —se disculpó ella.


Él rió.


—No es eso. Acabo de ver tus preciosos zapatos nuevos —dijo, y le susurró al oído—. Aunque me encantas con deportivas. Tal vez te pida que las lleves en nuestra boda. ¿Qué me dices?


Paula sonrió, flotando de felicidad.


—Si nos casamos en tu hermoso desfiladero, tal vez las necesite.


—Me parece un buen plan —afirmó él, sonriendo.


—Un plan perfecto —secundó ella. 







FIN

Secreto: Capítulo 47

Había un sobre blanco en el suelo, junto a la puerta. Paula lo vió, debía de ser una factura del hotel y estaba demasiado triste para preocuparse por eso. Pasó por encima, diciéndose que se encargaría de ello por la mañana. Se metió en el lujoso cuarto de baño, con su enorme bañera. Un baño caliente le ayudaría a dormir. Abrió el grifo y echó sales con olor a jazmín y rosas. De pronto, recordó algo del pequeño sobre. Tal vez debería mirarlo de nuevo. Dejando el agua correr, regresó al vestíbulo de su habitación. Su nombre estaba escrito a mano en el sobre con una caligrafía torpe. Lo recogió con el corazón disparado. «Tranquilízate». No era una factura del hotel, sino lo último que habría esperado encontrarse. Le temblaban tanto las piernas que tuvo que apoyarse en la pared antes de leerlo. Era un mensaje muy sencillo: "Por favor, quédate. Te amo. P". Tuvo que taparse la boca para no gritar. Se le nubló la visión, y el corazón se le aceleró. ¿Cómo había llegado allí esa nota? ¿Dónde estaba Pedro? De pronto, oyó un goteo. «Maldición». El agua estaba rebosando la bañera. Corrió a cerrar el grifo, justo cuando sonaba el teléfono de su habitación.


—Lo siento, caballero. Todavía no responde nadie en la habitación 1910.


Pedro le dió las gracias y se retiró a una esquina del vestíbulo del hotel. No sabía cuánto más podría estar allí. Casi era medianoche. Había salido un par de veces a dar un paseo, pero al regresar siempre había llamado a la habitación. ¿Dónde estaba Paula? Empezaba a perder la esperanza.


—¿Señor Alfonso?


Pedro se volvió y vio a uno de los empleados del hotel.


—Sí, soy yo.


—La señorita Chaves ha regresado. Ha llamado a Recepción y ha dejado un mensaje para usted —informó, tendiéndole un papel doblado. 


Pedro lo abrió y quiso morirse. Era una nota manuscrita, y no entendía la caligrafía. El empleado estaba alejándose, así que corrió tras él.


—Disculpe.


—¿En qué puedo ayudarle, caballero? —preguntó el hombre, girándose.


Pedro se ruborizó y sintió un nudo en la garganta. En el pasado, no se habría sometido a esa vergüenza, se habría rendido antes de exponer su incompetencia. En aquella ocasión, le tendió la nota con mano temblorosa.


—¿Podría decirme lo que pone?


El empleado disimuló su sorpresa con profesionalidad.


—Por supuesto. Le pido disculpas por mi mala letra —dijo, y carraspeó—. La nota dice: "Perdona por no haber estado cuando llamaste. Ya he vuelto a mi habitación. Sube, por favor".


Paula estaba esperando junto a la puerta, y la abrió a la primera llamada. Pedro, con un traje oscuro y corbata, estaba más atractivo que nunca. Quiso lanzarse en sus brazos, entusiasmada desde que había leído la nota. Pero no se movió. ¿Y si su ilusión le había hecho malinterpretar el mensaje? Aunque, ¿qué se podría malinterpretar de esa nota? Aun así, no podía arriesgarse a dar nada por hecho.


—Sé que es tarde —se disculpó él—. Pero tenía que verte.


—He ido al teatro —explicó ella, intentando sonar tranquila a pesar de los nervios.


—¿Qué tal ha estado?


Él parecía igual de nervioso, probablemente porque le había visto lo hinchados que tenía los ojos y la nariz de tanto llorar.


—La obra ha sido magnífica —aseguró ella, y se frotó el rostro—. Disculpa mi aspecto. Estoy bien. Comportándome como una chica, como dirían mis hermanos.


—¿Puedo entrar, Paula?


—Claro, perdona.


Entre emocionada y temerosa, le invitó a entrar en el pasillo que daba a su habitación, dominada por una enorme cama de matrimonio. Aparte, sólo había una silla, una butaca en una esquina.


—Siéntate ahí —le indicó—. Yo lo haré en la cama.


—Preferiría no sentarme —dijo él, con los ojos brillantes—. ¿Has leído mi nota?


—Sí. Ha sido una gran sorpresa. 

Secreto: Capítulo 46

 —Eres una estampa —comentó Cecilia a la mañana siguiente, cuando Pedro entró en la cocina bostezando.


—Camila tuvo una pesadilla anoche —explicó él, frotándose la mandíbula sin afeitar—. Me la llevé a mi habitación, y no pude volver a dormirme.


—Es la primera pesadilla que ha tenido en mucho tiempo —señaló ella—. Sabes cuál es la causa, ¿Verdad?


—Supongo que echa de menos a Paula.


—Eso es evidente —dijo, y bajó la voz—. ¿Dónde están los niños ahora?


—Aún vistiéndose. Se han quedado dormidos. ¿Por qué?


—Tengo algo que decirte. Desgraciadamente, he tenido que esperar a que Paula se marchara, porque temía que no quisieras escucharme.


Cecilia lo estudió atentamente, y asintió.


—Te encuentras mal, ¿Verdad? No duermes, estás deprimido… Te has dado cuenta de que has cometido un gran error al dejar marchar a Paula.


Él iba a negarlo, pero ¿Qué sentido tenía?


—Tenía que hacerlo.


—Perdona que te lo diga, pero eso es basura. A esa maravillosa joven le encantaba vivir aquí, y era perfecta para Jabiru en todos los sentidos. Si crees que se parece a tu anterior esposa, no te has dado cuenta de nada —aseguró—. Y lo más terrible es que ella te ama, Pedro. Debes saber que está loca por tí. Nos quiere mucho a todos. Y ama este lugar. Pero hasta un ciego vería lo que siente por tí.


Pedro sintió que todo le daba vueltas.


—Pero su carrera…


—¿Crees que le importaría su carrera si pudiera quedarse aquí contigo?


Pedro apoyó la taza en la mesa, temiendo que se le cayera de sus manos temblorosas.


—¿He sido un cobarde, Cecilia?


—Cielo santo, no. Eres humano, y comprendo tu temor de que te hagan daño de nuevo.


—Pero con Paula no tengo miedo. Es su felicidad lo que me preocupa.


—Entonces, deberías dejar de preocuparte y ponerle remedio. Si permites que Paula regrese a Estados Unidos, nunca te lo perdonaré.


—Pero ella ya está en camino.


Cecilia negó con la cabeza. 


—Reservó dos noches en Sídney. Quería ver un poco más de Australia antes de marcharse.


—Entonces, sólo le queda una noche aquí. ¿Cómo voy a llegar a Sídney antes de esta noche?


Cecilia sonrió y le dió un suave golpe en la mejilla.


—Querer es poder.





Sídney era una ciudad muy bonita. Paula se despertó con un soleado día de invierno, y decidió aprovecharlo haciendo turismo por la bahía, viendo su famoso puente y la Casa de la Opera. Intentó divertirse, pero no era fácil, dado que no sentía nada. Aquella escala en Sídney no tenía nada que ver con la anterior, con Pedro y los niños, recién llegados a Australia, todos ilusionados con su nueva aventura. Le parecía que había sido hacía años. ¡Y sólo había pasado un mes! Por la noche, se obligó a salir de nuevo. Se había comprado unos elegantes zapatos de tacón para acompañar al vestido rojo. ¿Por qué desperdiciarlos? Acudió a una obra de teatro, donde dió rienda suelta a sus lágrimas en el tercer acto, llamando la atención de todo el mundo. Luego, se arregló el maquillaje en el tocador y cenó en un pequeño restaurante. Normalmente, el suflé de chocolate la alegraba, por más triste que estuviera. Pero no esa noche.



Pedro recorrió una vez más el pasillo al que daba la habitación de Paula, con el estómago encogido de nervios. Eran más de las once de la noche y ella no había regresado. ¿Cuánto más podía esperar antes de que algún empleado del hotel le tildara de acosador? Todo había ido como la seda hasta entonces. Por la mañana, había telefoneado a un amigo piloto quien, afortunadamente, había podido cambiar su turno para llevarle a tiempo a Sídney. Y Cecilia le había dicho dónde se hospedaba Paula. Pero ella había decidido aprovechar la noche, por lo que parecía. Le había dejado mensajes por teléfono, pero si ella regresaba muy tarde, seguramente no los comprobaría. Se tocó el bolsillo de la chaqueta y sintió el pequeño sobre rectangular. Se puso aún más nervioso. ¿Podría hacerlo? Esa vez sí que tenía mucho que perder. Y también mucho que ganar. Sacó el sobre con mano temblorosa. Era pequeño, con pocas palabras. Conforme se arrodillaba frente a la puerta, le asaltaron los recuerdos de la otra vez que había intentado algo tan desesperado, rogando a su madre que no abandonara Jabiru. Entonces era un niño con el corazón roto, temblando de esperanza mientras pasaba la nota por debajo de la puerta. ¿Estaba loco por intentar de nuevo algo así?


Tras el café y el postre, Paula regresó a su hotel. Se sentía más sola que nunca. Las calles estaban llenas de parejas que reían, se besaban, paseaban juntas… Agradeció llegar al hotel. Pasó rápidamente por la recepción, compuesta pero sin novio, y subió a su habitación. Al salir del ascensor, vió su imagen reflejada en un espejo. El vestido le quedaba mejor que nunca: En la última semana había adelgazado, lo que le daba un aire de heroína trágica. «No tiene gracia», se reprendió. Llegó a su habitación y abrió la puerta. Menuda última noche en Australia. 

Secreto: Capítulo 45

 —¿Cuándo tienes que marcharte?


—He pensado en tomar el próximo avión del correo.


Pedro saltó de su asiento. 


—Eso es dentro de tres días. ¿Qué me dices de los niños? Va a ser un shock para ellos.


—No tanto. Saben desde el principio que yo iba a marcharme, y les he ido preparando para la nueva niñera.


Él se detuvo, pálido, con las manos hundidas en los bolsillos.


—Aun así, será un shock para ellos. ¿Cuándo vas a decírselo?


—Esperaba que se lo anunciáramos juntos mañana por la mañana.


Se produjo un silencio sepulcral.


—Me apoyarás, ¿Verdad, Pedro?


Pasó un siglo antes de que él contestara. Aliviada, Paula lo vió asentir.


—Por supuesto —dijo él.


Lo único bueno de los tres días siguientes fue que Paula apenas tuvo tiempo para pensar. Debía organizar muchas cosas: Los vuelos a casa, un hotel en Sídney, detalladas notas para la nueva niñera, y correos electrónicos de despedida para las madres, profesoras y niñeras que había conocido a través del Colegio del Aire. Pasó tanto tiempo como pudo con Camila y Nicolás, y hubo momentos de lágrimas, muchas preguntas y abrazos.


—Vendrás a vernos, ¿Verdad?


—Los veré cuando su padre los lleve a Estados Unidos a visitar a los abuelos —sólo pudo contestar.


Les creó cuentas de correo electrónico para seguir en contacto cuando ella se marchara.


No hubo más clases de lectura con Pedro. Las noches se dedicaron a actividades relacionadas con la despedida. Cecilia insistió en celebrar una fiesta e invitó a toda la gente del rancho. La última noche, él hizo una fogata a la orilla del río y asó peces que había pescado esa misma tarde. Los degustaron bajo las estrellas y resultó una velada mágica. Los niños bailaron alrededor del fuego y Pedro contó otra historia del Búho Hector. Paula no supo cómo logró contener las lágrimas. El peor momento, sin embargo, fue la separación, a la mañana siguiente. Nadie, ni siquiera Pedro, logró fingir que estaba alegre. De camino al avión, los niños se abrazaron a Paula llorando desconsolados.


—Te quiero, Paula —le susurró Nicolás.


—Yo también te adoro, cariño.


—¡No quiero que te vayas! —gritó Camila. 


—Lo sé, pero ahora estás con papá, cielo. ¿Recuerdas lo que dijimos? Que ibas a ser valiente.


A Paula se le partía el corazón. Aquellos maravillosos niños habían perdido a su madre, y ella también salía de sus vidas. Cecilia no podía hablar. Abrazó a Paula con fuerza. Lo que casi acabó con ella fue la expresión sombría de Pedro.


—Te deseo lo mejor en tu nuevo empleo —murmuró, abrazándola tan fuerte que pudo sentir su corazón—. Espero que en ese colegio sepan apreciar lo que tienen.


De milagro, Paula consiguió no llorar. Y lo peor estaba por llegar: Subir al minúsculo avión y contemplar cómo iban quedando atrás el rancho y sus habitantes. El piloto la miró empático.


—Volverás.


Paula negó con la cabeza. Escribiría correos electrónicos, cartas y hablaría por teléfono con Anna y Josh, y los vería siempre que viajaran a Estados Unidos, pero no regresaría a Jabiru Creek. No podría soportar ser recibida como una visitante en el lugar donde había dejado un buen pedazo de su corazón.



Por fin se habían dormido. Pedro contuvo el aliento mientras cerraba el libro de cuentos y salía de la habitación de los mellizos. Contrariamente a las predicciones de Paula, Camila y Nicolás habían reaccionado bastante mal a su partida, y esperaba que se despertaran de nuevo. Por el momento, afortunadamente, dormían tranquilos. Se dirigió a su estudio, preparándose para encontrar el sofá vacío. Aun así, la ausencia de Paula le partió el corazón. Era increíble la diferencia que aquella mujer había supuesto en la vida de todos en Jabiru. Los había alegrado con su chispeante personalidad. Todos la adoraban, habían respetado sus conocimientos y habilidades, y apreciado su interés y deseo de ayudar. Y con su proyecto de intercambio de libros, su bondad se había expandido a los ranchos vecinos. Él no podía ni plantearse las razones por las que la echaba de menos. No le habría costado tanto decirle adiós si hubiera estado seguro de que ella se alegraba de marcharse. Pero los últimos días había estado distinta. Daba la impresión de valentía, sonriendo en todos los eventos de su despedida, pero él había percibido su fragilidad y, casi diría, su temor a derrumbarse, si se despistaba un momento. Él había creído que hacía lo correcto al dejarla marchar, pero ya no estaba tan seguro. Y se sentía tremendamente solo. 

jueves, 14 de abril de 2022

Secreto: Capítulo 44

Paula logró llegar a su habitación sin llorar, pero temblaba de pies a cabeza. En toda su vida, nunca había sentido tal desesperación. Y ni siquiera sabía cómo había llegado a ese punto. Hasta aquella noche, no había sido consciente de lo mucho que deseaba quedarse en Jabiru. Su felicidad dependía de ello. Pero sólo se quedaría si Pedro correspondía a sus sentimientos. Esa noche, sólo había hablado de las necesidades de sus hijos. ¿Acaso no sabía que ella lo amaba? No sabía cuándo había sucedido. ¿Había sido esa noche, al abrazarse? ¿O mientras escribía el fatídico anuncio? ¿O había empezado en la excursión al cañón? ¿Por qué no había tenido más cuidado? Desde el principio, sabía que él nunca se arriesgaría a casarse de nuevo, y menos con otra estadounidense. Porque, si le pedía que se quedara, se sentiría obligado a casarse. ¿Cómo permitía que le ocurriera de nuevo, tanto sufrimiento?, se reprochó. Aunque en aquella ocasión, era mucho peor que la ruptura con Daniel. Cuando se marchara de Jabiru, dejaría allí una parte de su alma. Pasó un siglo antes de que se levantara de la cama, se quitara cuidadosamente el precioso vestido y lo colgara en la percha. Luego, se puso el pijama y fue al baño a desmaquillarse, creyendo que la rutina le ayudaría. No fue así. Se metió en la cama y, sabiendo que no podría concentrarse en la lectura, recordó cada palabra de la conversación con Pedro. Luego, apagó la luz, hundió el rostro en la almohada y dió rienda suelta a sus lágrimas. 


—Ahora se te ve mucho más cómodo y confiado con tus hijos —alabó Paula, varias tardes después—. Las clases de hípica han marcado una considerable diferencia. Ahora, ellos son unos niños del outback en condiciones, y tú te las arreglarás bien solo.


—No creo que aún esté preparado para quedarme solo.


—Por supuesto que lo estás —le aseguró—. Has avanzado mucho con la lectura, ahora es cuestión de práctica. Deberías leerles a Camila y Nicolás. Les encantaría.


Pedro sonrió.


—Siento como si me hubiera quitado una pesada carga de encima.


—Me alegro —dijo ella, e ignoró los nervios que le encogían el estómago—. De hecho, con el nuevo giro que han dado las cosas, tendrás que apañártelas solo muy pronto.


—¿Qué nuevo giro? —preguntó él, frunciendo el ceño.


—He recibido un correo electrónico de la directora del nuevo colegio, quieren que empiece antes de lo que habíamos planeado en un principio.


Pedro se la quedó mirando, atónito, y luego entrecerró los ojos con suspicacia. Paula contuvo el aliento. ¿Adivinaría que ella había orquestado ese cambio? Quedarse en Jabiru Creek se había convertido en una tortura. Cada puesta de sol, cada comida en familia, cada clase a solas con él, le recordaban lo que iba a perder. Desesperada, había escrito a la directora, avisándola de que podía comenzar antes, si ellos querían.


—¿Por qué tanta prisa? —inquirió él, con un hilo de voz.


—Un benefactor ha fallecido, dejando una gran suma de dinero a la biblioteca del colegio, así que les gustaría que me incorporase antes, para ir comprando libros para el nuevo año escolar —explicó ella, forzando una sonrisa—. Voy a gastar dinero a mansalva, qué suerte.


Vió que Pedro se dejaba caer en su silla, con una expresión sombría que agradeció, pero ya no se engañó con que aquella tristeza significara algo más. Su marcha antes de tiempo era un inconveniente, pero él se las apañaría. Al igual que Camila y Nicolás. Tenían un padre que los amaba y haría lo que fuera por ellos. El anuncio buscando nueva niñera había sido publicado en varios periódicos y páginas de Internet, así que ese asunto ya estaba en marcha. Hasta que la nueva llegara, Cecilia aprendería a conectarse cada mañana al Colegio del Aire. Para Paula, salir de allí cuanto antes se había convertido en una necesidad.


Secreto: Capítulo 43

«¿Tú quieres que me quede?».


Pedro contuvo un gemido de frustración. Por supuesto que quería que Paula se quedara, pero eso significaba pedirle que renunciara a todo: su empleo, su hogar… Y que se comprometiera con su estilo de vida en el outback, sus hijos, su rancho. Y significaba llevar su relación a otro nivel, de mucho mayor compromiso. Se había jurado que nunca volvería a arriesgarse. Tanto su madre como Lara habían sido infelices en aquel lugar. No soportaría que a Paula también le sucediera. Ella reunía todo lo que deseaba en una esposa: era divertida y encajaba en Jabiru Creek como si se hubiera criado allí. Los mellizos la adoraban. Cecilia y Leonardo la adoraban. Él le debía mucho: Le había quitado un enorme peso de encima, le había enseñado que su futuro no estaba limitado por su pasado. Y además, era dulce, sexy… Se había ganado un lugar en su corazón. La deseaba. Había sido una tortura verla con aquel vestido rojo y tener que mantener las distancias. No dejaba de imaginarse desvistiéndola, lentamente, cubriéndola de besos hasta que ambos enloquecieran de deseo, y haciéndole el amor. Tierna o apasionadamente, lo que ella deseara. Pero no podía recrearse en sus fantasías egoístas. Tenía que ser práctico, pensar con claridad y recordar que, en lo relativo a mujeres, se había equivocado demasiadas veces. En algún momento, Paula se cansaría de aquello y querría regresar a su vida anterior. Debía ser fuerte y no tratar de aprisionarla. Debía enviarla a la brillante carrera que le esperaba en Estados Unidos. Hundió las manos en los bolsillos para evitar tocarla.


—No puedo pedirte que te quedes, Paula.


Ella elevó la vista, e iba a hablar, cuando él hizo un gesto para acallarla. Ya que había empezado, tenía que decirlo todo.


—Sé que mis hijos son muy importantes para tí; los echarás de menos y ellos, sin duda, a tí. Pero me esforzaré al máximo por ellos, Paula. Tú nos has enseñado el camino a seguir.


Tuvo que tragar saliva para aliviar el nudo de su garganta.


—Creo que me las arreglaré bien a partir de ahora. Siempre te estaremos enormemente agradecidos.


Vió que ella estaba a punto de llorar, y sintió que le fallaba el valor.


—Te espera un buen empleo, tu familia, y una vida maravillosa en Estados Unidos —se apresuró a decir, antes de cambiar de idea—. Sabes que no podría pedirte que renunciaras a eso. 


Ella estaba muy quieta, con la mirada perdida y abrazada a su estómago, como protegiéndose.


—Cuando te llamaron por teléfono en el aeropuerto, ofreciéndote ese empleo, se te iluminó el rostro como si acabaras de ganar una medalla de oro. Sé lo importante que es para tí.


Paula abrió los ojos sorprendida, como si lo hubiera olvidado.


—Necesitas regresar a casa, Paula.


—Quieres que me vaya —afirmó ella, más que preguntarlo.


—Lo que no quiero es que te quedes aquí atrapada.


La vió entrecerrar los ojos y creyó que iba a seguir discutiendo, pero ella forzó una sonrisa, agarró la lista que acababan de escribir, y salió casi corriendo de la habitación. Pedro la observó marcharse. De pronto, le pareció que el corazón se le había vuelto tan duro como una piedra. 

Secreto: Capítulo 42

 —Y he vivido muchas experiencias nuevas.


Se concentró en sus manos. Se había pintado las uñas del mismo color que el vestido, pero en aquella cocina resultaban fuera de lugar. Forzó una risa.


—Escúchanos, estamos hablando como si me marchara ya, y aún me quedan unas semanas.


Pedro carraspeó incómodo.


—De eso quería hablar contigo.


A Paula le dió un vuelco el corazón.


—¿Quieres que me vaya antes?


—En absoluto. Puedes quedarte tanto como quieras —se apresuró a contestar él, y suspiró pesadamente—. Pero ya es hora de buscar a la nueva niñera, y esperaba que pudieras ayudarme a redactar el anuncio.


Era ridículo sentirse tan mal de repente, se dijo Paula. Afortunadamente, él nunca sabría que, aunque ella había insistido en que no intimaran, y aunque tenía un empleo importante al que regresar, se había enamorado de él.


—Por supuesto —dijo—. Me encantará ayudarte con el anuncio.


Tenía que mantenerse ocupada, y guardar la compostura.


—¿Quieres que lo hagamos ahora? Hay papel y lápiz en el cajón —balbuceó, sacándolos y sentándose a la mesa de la cocina.


Pedro se tomó su tiempo. Se sentó frente a ella, apoyó la espalda en el respaldo y estiró las piernas debajo de la mesa. Para no mirarlo a los ojos, Paula mantuvo la mirada clavada en el papel.


—Veamos qué necesitas. Imagino que alguien mayor de edad.


Como él no respondió inmediatamente, lo fulminó con la mirada.


—Quieres que una adulta cuide de tus hijos, ¿Verdad, Pedro?


—Claro —respondió él incómodo, con el ceño fruncido.


—¿Alguien que disfrute y valore el trabajo con niños? —preguntó ella, empezando a escribir una lista.


Pedro asintió.


—¿Con titulación de primeros auxilios?


—Supongo que eso sería útil. Sobre todo, quiero una buena profesora.


—No creo que consigas a alguien con titulación en Magisterio, pero sí deberías intentar que pueda crear actividades estimulantes para los niños, que les ayuden a aprender a manejarse en la vida.


—Tienes razón —dijo él.


Aquello estaba matándola. 


—Querrás poder comprobar las referencias de la persona.


Él asintió desanimado.


—¿Qué me dices de un seguro de responsabilidad civil?


—Tendremos que pensar algo. Ya tengo un seguro de empleados.


Pedro suspiró y comenzó a mover el salero y el pimentero sobre la mesa como si fueran fichas de ajedrez. Por debajo de la mesa, Paula apretó el puño izquierdo, clavándose las uñas en la palma. Cuanto más le doliera, mejor, lo que fuera para no echarse a llorar.


—Creo que esta lista incluye los principales requerimientos. ¿Se te ocurre algo más?


—No.


—Si me dices en qué periódicos quieres poner el anuncio…


—Le diré a Leonardo que te dé una lista por la mañana. Creo que también hay páginas en Internet.


—Fabuloso.


Paula soltó el bolígrafo y se frotó los brazos. De repente, tenía frío.


—Supongo que hoy será mejor que no demos la clase —dijo Pedro.


—Sí, será lo mejor —respondió ella, evitando su mirada—. Ha sido un gran día. Siempre puedes leer uno de tus nuevos libros… En la cama.


Se ruborizó. «No pienses en eso», se ordenó. Se frotó los ojos como si tuviera mucho sueño, aunque en realidad quería asegurarse de que no lloraba. Luego, arrancó la hoja y guardó el cuaderno y el lápiz en su lugar. A su espalda, oyó a Pedro levantarse de la silla. Se dió cuenta de que estaba temblando del esfuerzo de contenerse. Era una idiota. No podía derrumbarse sólo porque habían redactado un anuncio para su sustituía. Sabía que aquello sucedería, era lo que había planeado desde antes de llegar allí. Cualquiera diría que acababa de firmar su sentencia de muerte. Regresó a la mesa a recoger la lista, pero seguía sin poder mirar a Pedro, aunque se le había acercado bastante. Le oyó suspirar y sintió el eco por todo su cuerpo.


—Ojalá fueras tú —le oyó decir, y se quedó helada.


—Sé que es muy egoísta —continuó él—. Pero ojalá no tuviéramos que buscar una nueva niñera.


Entonces, se permitió mirarlo. Le brillaban los ojos, y fruncía la boca como si él también estuviera conteniendo sus emociones. Sonrió de medio lado y se encogió de hombros.


—¿Dónde vamos a encontrar a otra Paula?


A ella se le aceleró el corazón. Una loca esperanza la invadió. Intentó ignorarla.


—No soy imprescindible.


 —Sí que lo eres.


Paula se agarró al respaldo de la silla.


—¿Estás diciéndome que quieres que me quede?


—Sé que no puedes quedarte. Tienes por delante una brillante carrera.


—Pero si realmente me necesitaras…


—¿Te quedarías? —preguntó él, abriendo mucho los ojos.


—A lo mejor.


¿Realmente había dicho eso? ¿Estaba loca?


—Sería perfecto, ¿No crees? Los niños te adoran. Les haces mucho bien, Paula — continuó él, muy serio.


Paula esperó que continuara. «Por favor, que él también me necesite». Tal vez era el momento de confesarle que se había enamorado de él. Podrían admitir que su noche juntos y la intimidad que habían compartido en tantos niveles había evolucionado hacia algo más profundo, duradero y maravilloso. De pie en mitad de la cocina, sintió que la noche del outback los envolvía. El único sonido provenía del viejo reloj de la pared. Vió que él cerraba los puños y volvía a abrirlos. Y recordó cuando esas manos fuertes la habían abrazado antes de cenar, y el deseo que había percibido en él. «Dí algo, Pedro. No me quedaré a menos que me quieras, así que dime lo que sientes. Da igual si me quieres aquí o me dejas marchar, pero no me tengas en la incertidumbre».


—¿Y tú? —preguntó, viendo que él no decía nada—. ¿Quieres que me quede? 

Secreto: Capítulo 41

Con la garganta seca y las manos sudorosas, recorrió el pasillo y llamó a la puerta.


—La cena está casi lista —informó.


La puerta se abrió y Paula se mostró hasta la cintura. Estaba bellísima. Siempre era guapa, pero se había hecho algo especial en el cabello, y se había maquillado. El resultado era arrebatador.


—Estás estupenda —murmuró él.


—El vestido es perfecto —dijo ella—. Pero tengo un problema.


Sonriendo tímidamente, abrió la puerta. El vestido le sentaba de maravilla. Paula parecía una estrella de cine, excepto… Pedro clavó la vista en sus pies. Llevaba deportivas.


—¿No quedan muy bien, verdad? —inquirió ella, algo avergonzada—. No he traído tacones, Pedro. Venía al outback, así que sólo tengo deportivas y botas.


Él contuvo una carcajada.


—Es culpa mía —dijo—. Debería haber encargado también los zapatos.


Y entonces, como si fuera lo más natural del mundo, la abrazó. Se recreó en su cabello, sedoso y fragante, en su piel suave, en la forma en que el vestido moldeaba sus curvas… En un segundo, se vio abrumado por el deseo que llevaba conteniendo desde su noche juntos. Desgraciadamente, lo que tenía ganas de hacer arruinaría el maquillaje e incluso el vestido… Se separó antes de que su fuerza de voluntad flaqueara.


—Creo que ese calzado es perfecto para hoy —le murmuró al oído—. A todo el mundo le va a encantar tu look.


Tal vez fuera mejor no haberse puesto tacones, pensó Paula, camino de la cocina. Aún le temblaban las piernas tras el maravilloso abrazo, que había despertado cada recuerdo de su única noche juntos: el aroma de su piel, la firmeza de su cuerpo, la intimidad de sus caricias y los increíbles fuegos artificiales entre ambos. Afortunadamente, para cuando llegaron junto a los demás, había respirado hondo y estaba más tranquila. Las deportivas supusieron una buena distracción. Todo el mundo sonrió comprensivo y alabaron lo bien que le sentaba el vestido. Paula se sintió realmente la invitada de honor.  La cena estuvo deliciosa, y todo el mundo disfrutó de haberse engalanado y cenar en el comedor. Toda la velada, Paula fue muy consciente de Pedro. Cada vez que sus miradas se cruzaban, un cosquilleo le recorría la piel. Él también recordaba todo lo que se suponía que debían olvidar. Le supuso un alivio, al final de la cena, ofrecerse a recoger la mesa.


—No tienes que hacerlo, Paula —protestó Cecilia.


—Ya lo creo. Llevas todo el día preparando esto, y te estoy muy agradecida. Pero ahora voy a recoger todo mientras Pedro les cuenta un cuento a los niños antes de dormir. Tú vete a casa, a descansar.


Paula no comprobó qué le parecía el asunto a Pedro. Necesitaba quedarse sola un rato, por simple autoprotección.


—Eres un tesoro —alabó Cecilia—. Admito que los juanetes me están matando. Pero, al menos, usa el delantal.


Paula seguía con el delantal puesto cuando Pedro regresó a la cocina al cabo de media hora, justo cuando ella terminó de recoger. Con el enorme delantal, los guantes y las deportivas, no resultaba nada glamurosa, pensó ella. Mejor así. Había pasado una velada encantadora, con un vestido precioso, pero era hora de regresar a la tierra. Pedro se había quitado la corbata y soltado el primer botón de la camisa. Seguía igual de atractivo.


—Esta noche eres una auténtica Cenicienta —comentó—. Vuelves a casa del baile y te metes en la cocina.


Paula se quitó los guantes de goma y sonrió.


—No me importa. Es lo menos que podía hacer después de la fabulosa cena que ha preparado Cecilia.


Quitarse el delantal con Pedro mirándola fijamente fue casi como hacer un striptease. Se concentró en no ruborizarse conforme colgaba el delantal en su lugar.


—Creo que ese vestido es la mejor compra que he hecho en mi vida —aseguró Pedro, viéndola de espaldas.


—Ha sido todo un detalle que me compraras algo tan hermoso —respondió ella, concentrándose para mantener la calma.


—Tú sí que has tenido un gran detalle renunciando a tus vacaciones para ayudar a los niños. Y ahora, también estás ayudándome a mí…


Paula se giró lentamente, y se encontró con la intensa mirada de él. Clavó la vista en sus deportivas, eso la tranquilizaría.


—No siento que haya renunciado a nada. Quiero a Camila y a Nicolás, y…


Se contuvo antes de decir algo que luego lamentara. 

martes, 12 de abril de 2022

Secreto: Capítulo 40

Aquella noche, cuando él regresó a casa, advirtió la alegría del ambiente. De la cocina llegaban deliciosos aromas, y en el comedor, Cecilia estaba poniendo la mesa con la mejor vajilla y cubertería de plata. Una vez en su dormitorio, se sorprendió al ver que Cecilia había seleccionado la ropa que debía ponerse: Pantalones de algodón, una camisa azul claro, su mejor chaqueta azul oscuro y una corbata plateada. No había duda de que la mujer quería que la velada fuera un éxito. Paula le gustaba mucho, por eso había dedicado tanto tiempo a ayudarlo a elegir el mejor regalo para ella.


—Ese vestido es perfecto —le había asegurado—. Paula nunca se lo compraría para sí misma.


A él le preocupó que no quisiera algo tan elegante. Sólo la conocía con sus sencillas camisetas de algodón y vaqueros. En ropa, era casi lo opuesto a Lara, que siempre había querido destacar. Pero el estilo sencillo de Paula iba acorde con su personalidad cálida y tranquila, a la que estaba tan agradecido. Ella había acertado al detener su aventura antes de que empezara realmente. Casi se había vuelto loco cada noche, aprendiendo a leer y escribir con ella, en lugar de hacerle el amor larga y sensualmente. Pero había progresado muchísimo. A su lado, leer se había convertido en un emocionante desafío. Había querido agradecérselo, y Cecilia le había convencido de que el vestido era la menor manera.


—Paula lo contempló durante horas en el catálogo —le había asegurado—. Cuando la veas con él, te vas a quedar pasmado. Espera y verás.


Habría dicho que la mujer intentaba emparejarlos, pero ¿Para qué iba a hacerlo? Sabía tan bien como él que Paula se marcharía en cuestión de semanas. Además, ella había sido testigo del desastre en que había convertido su matrimonio.  También le sorprendía que Cecilia hubiera impulsado la cena de gala. De hecho, cuando había encargado el vestido, no esperaba que Paula se lo pusiera en Jabiru Creek. Aunque sí había querido que, cuando lo luciera en Estados Unidos, en algún elegante cóctel lleno de intelectuales, se acordara de él. Y de los niños. Y del tiempo que había pasado allí. ¿Los echaría de menos tanto como ellos a ella? Alarmado por el desánimo que lo invadía, Pedro se apresuró a su cuarto de baño para afeitarse.


—¡Estás fabuloso, papá!


Camila fue la primera en saludar a Pedro cuando apareció en la cocina, elegantemente vestido y con ganas de cenar.


—Tú sí que estás muy guapa —alabó, viéndola girar sobre sí misma—. Y tú también, Nicolás.


El niño, con vaqueros y una camisa, estaba entregado a jugar con los cachorros. Cecilia se afanaba en la cocina. Llevaba un delantal encima de su mejor vestido negro y unos pendientes de turquesa. Leonardo también se encontraba allí, en una esquina, limpio y con el cabello cuidadosamente peinado sobre su calvicie.


—Que los cachorros no te manchen la camisa —le advirtió Cecilia a Nicolás.


Examinó a Pedro con la mirada, y asintió aprobadora.


—Gracias por elegirlo —dijo él.


—No quería que fueras vestido de cualquier manera.


—Me conoces demasiado bien —apuntó él con una sonrisa—. La cena huele deliciosa. ¿Qué es?


—Costillas de cordero con pudín Yorkshire.


—Fantástico. Me comería un caballo.


—¡Papá! —exclamó Camila, horrorizada.


Pedro rió.


—¿Dónde está Paula?


—Todavía en su habitación —respondió la niña haciendo una mueca—. Lleva horas arreglándose.


—A lo mejor quiere impresionarnos —señaló Cecilia.


—Ese no es su estilo —aseguró Pedro.


—Aquí ya está todo casi preparado —comentó la cocinera—. ¿Por qué no vas a avisarle? 


Él sintió un relámpago en su interior. Ir al dormitorio de Paula no era buena idea, con todas las fantasías que tenía sobre ella a todas horas. Iba a sugerir que fuera Camila a buscarla, pero la curiosidad le pudo. Estaba deseando verla arreglada.


Secreto: Capítulo 39

Paula le pidió un momento para comentarle su idea de intercambiar libros entre las mujeres que había conocido a través del Colegio del Aire. A Jorge le pareció una gran idea y prometió que la difundiría. De regreso en la cocina de la casa, comprobaron su correo. Se trataba de las facturas habituales, cartas para que las revisara Leonardo, y libros que había ordenado por Internet, para ella, los mellizos, y, discretamente, también para Pedro. Progresaba de manera espectacular. Esa semana, había también un paquete inesperado.


—Lleva tu nombre, Paula —informó Camila, y tocó el paquete—. Parece ropa.


Paula la miró extrañada.


—Yo no he pedido nada de ropa.


Vió que Pedro y Cecilia se intercambiaban una mirada de suficiencia. ¿Qué ocurría? Camila le pasó el paquete por encima de la mesa.


—Ábrelo —le urgió emocionada.


—No sé si debería. Tal vez sea un error.


Paula agarró el paquete con cautela. Parecía ropa. Comprobó la dirección: el paquete iba dirigido a ella.


—Qué extraño, viene de Melbourne.


—Hay unas preciosas tiendas de vestidos en Melbourne —señaló Cecilia, con la mirada clavada en la tetera.


—Vamos, ábrelo —le urgió Pedro, casi con el ceño fruncido, aunque le traicionaba el brillo de su mirada—. Está claro que es para tí.


Resultaba una tontería seguir dudando. Paula agarró unas tijeras con el corazón acelerado. Todo el mundo la observaba, especialmente Pedro.


—Está envuelto en un precioso papel y parece algo terriblemente caro — anunció, conforme abría el paquete.


Miró abrumada a Cecilia. Unos diez días antes, en aquella misma cocina, las dos habían estado revisando varios catálogos juntas. Habían encargado ropa de montar a caballo para los mellizos y, una vez solucionado ese tema, habían hojeado las páginas de moda femenina. Paula se había quedado prendada del vestido más hermoso del mundo. Había sido divertido. Ella nunca se gastaba cantidades desorbitadas de dinero en su ropa. Lara había sido la loca por la moda, mientras que ella se había centrado en los libros.


—Ábrelo de una vez —dijo Nicolás, dándole un codazo. 


Con todos los ojos puestos en ella, abrió el paquete cuidadosamente, para no romper el delicado papel. Y, de pronto, ahí estaba: el bellísimo vestido de crêpe rojo del catálogo. Paula se quedó sin habla. Miró interrogante a Cecilia, que se encogió de hombros y señaló a Pedro con la cabeza.


—¿Te gusta? —preguntó él, con el ceño fruncido.


—Es fabuloso —susurró ella.


—Estíralo —le pidió Camila—. Queremos verlo.


Paula se puso en pie y apoyó el vestido sobre ella. Era divino, refinado, con una terminación exquisita, y color llamativo pero no chillón.


—Ese rojo va perfecto con tu cabello oscuro —aseguró Cecilia.


—Parece de tu talla —comentó Pedro con despreocupación, aunque mirándola con impresionante intensidad.


—Así es —dijo ella, comprobando la etiqueta—. Pero… No lo entiendo.


—Es un regalo de agradecimiento —explicó él—. De parte de todos.


Paula se alegró un instante y, de pronto, se entristeció. Todos ellos estaban preparándose para decirle adiós. Sin embargo, a ella cada vez le resultaba más difícil la idea de marcharse. Amaba a aquella gente. Más que nunca, Camila y Nicolás parecían sus propios hijos, Cecilia se había convertido en una buena amiga, y Pedro… Bueno, sus sentimientos hacia él eran algo entre ambos. Todo el mundo de Jabiru Creek le era muy querido. Tuvo que contenerse para no llorar. Qué tontería. Todavía no iba a marcharse de allí.


—Gracias —logró articular—. Nunca había tenido un vestido tan bonito.


—Deberías probártelo —le urgió Camila.


—¿Ahora?


—Póntelo hoy para nosotros —le sugirió Cecilia—. Cocinaré algo especial para la cena, y la tomaremos en el comedor.


—Y yo me pondré corbata —añadió Pedro, guiñándole un ojo.


—¡Una fiesta por el nuevo vestido! —exclamó Camila, dando palmas de alegría.


—Mejor eso que una fiesta de despedida —se le escapó a Paula.


Su comentario dejó a todos descolocados. Fue a su habitación, colgó el vestido en una percha, y decidió que seguramente había sacado conclusiones precipitadas acerca de ese regalo. Tan sólo era un detalle amable, no un adiós. Todavía le quedaba un mes antes de regresar a Estados Unidos. Una cosa sí tenía clara: No iba a ponerse ese vestido sin antes arreglarse como era debido. Le hubiera encantado acercarse al salón de belleza más cercano para quela dejaran perfecta de pies a cabeza, pero, como eso no era posible, se metió en su cuarto de baño en cuanto los niños terminaron las clases. Se lavó el pelo y lo secó con secador, se hizo la manicura y pedicura, se depiló las piernas. Deseaba estar tan perfecta como el vestido se merecía. Escogió su mejor sujetador y tanga y, cuando estuvo lista, se probó el vestido delante del espejo de su armario. Increíble. ¿La mujer del espejo era ella? Se giró para comprobar todos los ángulos. El vestido tenía un corte perfecto, realzaba sus curvas y le dotaba de un glamour que nunca habría soñado. Incluso el cabello le brillaba más de lo habitual. Sintió un cosquilleo. ¿Qué pensaría Pedro de su maravilloso regalo cuando la viera?