Pedro gimió de placer al sentir que Paula respondía a su demanda con una dulzura que lo desarmó. Sin previo aviso sintió la respuesta erecta de su cuerpo y se lo hizo notar a ella para que supiera que su apetito por ella era tan intenso como el de ella por el chocolate.
—Eres preciosa, Paula —dijo acariciándole el pelo.
—¿Preciosa? —dijo ella riendo con amargura—. Por favor…
—Sí, preciosa —insistió Pedro—. No dejes que nadie te diga nunca lo contrario.
Pedro la oyó suspirar, reír y derretirse de placer.
—Entonces, ¿Me das el chocolate?
—Claro.
El chocolate se había derretido entre sus manos y, sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro fue lamiéndole los dedos, uno por uno. Era cierto que estaba buenísimo, pero nada comparado con ella.
—¿Quieres chocolate, preciosa? Aquí lo tienes —le dijo.
Paula se sentía tan derretida como el chocolate. Qué fácil sería dar rienda suelta a su deseo, empezar por los dedos y seguir por todo su cuerpo. Desnudarse e invitarlo, pero, aunque físicamente estaba decidida a hacerlo, mentalmente había algo que se lo impedía. La horrible sensación de que se estaba burlando y aprovechando de ella. Debía de ser muy fácil para un entrenador personal aprovecharse de una mujer de baja autoestima, claro. A juzgar por el calor que sentía entre las piernas, parecía que Pedro Alfonso se tomaba muy en serio su trabajo, si aquel consistía en devolverle la confianza en sí misma. Un bonito sacrificio, la verdad, por el que debería estarle agradecida. No a punto de llorar. Tenerlo claro desde el principio era mejor, así no se llamaría a error y no se lamentaría cuando él se fuera y la dejara sola. Con la sopa de col.
—¿Paula? —dijo Pedro con dulzura sin dejar de acariciarle la espalda.
¿Le estaba queriendo insinuar que aquello no formaba parte del servicio? Durante unos segundos dejó que la abrazara y se lo creyó. Sin embargo, la voz de la conciencia volvió a tomar protagonismo y le recordó lo mucho que iba a sufrir cuando se diera cuenta de que la había engañado.
—No pasa nada, Pedro —contestó echándose hacia atrás sin tener en cuenta que estaba sentada a horcajadas sobre él—. Lo he entendido. Tienes razón —rió levantándose.
—¿En qué? —dijo él sin soltarle la mano.
Paula sintió que le temblaban las piernas. Pedro se levantó a toda velocidad y se interpuso entre la puerta y ella.
—¿En qué? —insistió.
Paula sintió que en realidad su cuerpo quería recostarse en el de Pedro y sentir su calor.
—En que utilizo el chocolate… La comida… Como sustituto del sexo —contestó como si hablara desde otro planeta—. No es así, ¿Sabes? De hecho, si te quedas, vas a dormir en la habitación de invitados —concluyó dando un paso al frente para que se quitara y la dejara salir.
Pedro no se movió ni un milímetro. Alargó el brazo y le acarició el pómulo con el pulgar. Paula sintió un gran consuelo. ¡No, no y no! Aquello no podía ser. Lo que tenía que hacer era quitarse del medio. ¿Por qué no se había enfadado como cualquier otro que se hubiera quedado con las ganas después de creer que tenía la faena asegurada?
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