Le había puesto una gran zanahoria delante y le había dicho que la mordiera. Y Paula la iba a morder porque sería de tontos no hacerlo. Después solo sería cuestión de tiempo que volviera con él. Por lo menos con su presencia, Pedro había retrasado un poco aquel momento. Al sentir una puñalada parecida a los celos, se dijo que la decisión dependía única y exclusivamente de Paula y que él no era quién para meterse. Pero sí podía opinar sobre la cantidad de chocolate que ella estaba ingiriendo. Una onza, muy bien, pero ya dos, no. Avanzó hacia ella y le agarró la mano en el aire antes de que le diera tiempo de meterse la segunda onza en la boca.
—¡Basta! —dijo arrebatándole la tableta y tirándola al jardín.
—¡Pedro! No te había oído… —dijo ella tras dar un respingo.
Al ver que le habían arrebatado su droga, se puso de rodillas y siguió el chocolate con la mirada. Pedro no podía soltarle la muñeca porque seguía teniendo en la mano la segunda onza. Paula intentó cambiársela de mano, pero él le agarró también la otra muñeca. Entonces, dejó de forcejear y se rió.
—¡Madre mía! Debo de estar loca —dijo—. No sé qué me ha pasado.
—No pasa nada —la tranquilizó Pedro—. Vamos, levanta…
En cuanto bajó la guardia y le soltó la muñeca, Paula hizo otro intento desesperado por comerse el chocolate. Lucharon en la oscuridad hasta que Pedro se golpeó la rodilla con algo y cayó al suelo con ella encima. Allí, él notó sus pechos cayendo sobre su torso y el olor de ella mezclándose con el del chocolate. Se quedaron quietos unos segundos, lo que no fue mejor en absoluto. Pedro percibió los detalles en toda su fuerza. El pelo de Paula moviéndose con la brisa que entraba por la ventana y le acariciaba la cara, el cuello y la boca, sus enormes ojos tan oscuros como el chocolate que tanto ansiaba, sus labios voluminosos y apetecibles, sus muslos en la cadera.
—Por favor, Pedro —murmuró—. Quiero… necesito…
—¿Qué? —dijo él con voz ronca—. ¿Qué quieres, Paula?
«Chocolate, no», pensó ella. Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro le soltó la muñeca y deslizó la mano por debajo de su camiseta. Paula aguantó la respiración por miedo a que si hacía el más mínimo movimiento, él parara. Sentía su gran mano en la espalda y el pulgar dibujando círculos. Intentó no moverse, pero al sentir las caricias en las costillas no pudo evitar estremecerse.
—¿Es esto lo que quieres?
Pedro levantó la cabeza y le agarró el labio inferior entre los dientes con suavidad, jugueteó con ellos con la punta de la lengua, la saboreó… Paula sintió una oleada de tremendo placer en la tripa. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo Pedro, pero lo estaba haciendo tan bien que suspiró de gusto y le devolvió el delicado beso.
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