—Sería tonta si no la diera. No me gusta que sea él quien me dé esta oportunidad, pero no soy tonta, no necesito que mi madre me diga lo que me conviene. Sé que debo hacerlo si quiero ver mi obra reconocida y colgada en los museos.
Dejó la taza en el fregadero; sin mirarlo por temor a que aquellos penetrantes ojos azules se dieran cuenta de cuánto le dolía tener que sentirse agradecida hacia Damián Jackson.
—Tengo que volver a trabajar. Los paneles que te he enseñado tienen que estar terminados la semana que viene —le dijo—. Deja todo esto, ya lo hago yo luego —añadió refiriéndose al fregadero y a la mesa sin recoger.
No esperó a que Pedro contestara. Salió corriendo de la cocina y entró en el estudio tambaleándose de desesperación, buscando algo, lo que fuera, que la hiciera olvidar. No se molestó en encender la luz porque sabía perfectamente dónde dirigirse. Abrió el último cajón de la mesa. Al final, tenía que estar al final. Sí, allí estaba. Sus dedos tocaron la salvación. Sacó la tableta de fino chocolate que guardaba para las peores emergencias, se sentó en el suelo apoyada en la pared y la abrió. Aspiró su aroma, partió una onza y se la metió en la boca. No había nada como un buen trozo de chocolate derretido. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación.
Pedro, de pie en mitad del estudio oscuro, oyó la tableta de chocolate partiéndose. Tendría que habérselo impedido y podría haberlo hecho, pero, aunque había estado tan tranquila con Damián, se había dado cuenta de que habían sido momentos de mucha tensión para ella. La había visto clavarse las uñas en los muslos por debajo de la mesa. Por desgracia, no sabía si aquella reacción se debía a que quería matarlo o abalanzarse sobre él y cubrirlo de besos. A veces, aunque alguien haga algo terrible, y estaba claro que Damián Jackson lo había hecho, se le sigue deseando. Lo único que sabía era que se arrepentía de haber obligado a Paula a invitarlo a pasar. Al ver cómo se comportaba ante él, había entendido que aquel hombre era la causa de todos sus problemas. Sin embargo, le había parecido una buena oportunidad para que limpiara su corazón de cualquier rastro de Martin, como había hecho con la casa. Obviamente no servía para ganarse la vida como psicólogo. Las cosas no eran tan sencillas. Se preguntó si Damián habría ido con la idea de proponerle dar la conferencia o, viéndolo a él allí, habría improvisado. No le costaría averiguarlo. Tan solo una llamada a Tomás Armstrong. ¿Y por qué le había caído tan mal aquel tipo? Por sus comentarios sobre el café y aquello de que él era un hombre muy ocupado. Cretino. ¿Solo por eso? No, también por cómo miraba y tocaba a Paula, como si supiera que le bastaría con chasquear los dedos para que ella volviera a sus brazos. Tal vez tuviera razón.
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