—Me alegro de que me lo preguntes —contestó—. Lo cierto es que estaba calculando cuántas veces tendrás que ir de la casa al estudio y del estudio a la casa para darte un paseo decente al día.
—Oh… —se sonrojó Paula—. Vaya.
—Sí, lo mismo pensé yo al darme cuenta de que me habías tomado el pelo.
—Lo siento, tengo que aprender a controlar mi sentido del humor.
—Ni se te ocurra. A mí me gusta.
—No hace falta que seas tan amable.
—Te aseguro que no lo soy.
—Ah… ¿Y has llegado a alguna conclusión? —preguntó Paula señalando la distancia entre la casa y el estudio.
—Sí —contestó Pedro entrando.
Paula había puesto un par de cuencos de cerámica y había sacado de la nevera la ensalada que él había llevado. La cocina estaba iluminada acogedoramente.
—¿Y? —lo instó.
—Y, tienes razón —contestó Pedro quitándose la camiseta—. Estoy calado —añadió secándose con ella el pelo, el cuello y los brazos—. Y muerto de hambre —concluyó abriendo la puerta de la lavadora y metiéndola dentro—. ¿Te importa servir la cena? Ahora mismo vuelvo.
Paula, que no podía ni moverse, se quedó mirando el espacio que hasta hacía un segundo había ocupado su inesperado invitado. ¿De verdad había sucedido? ¿Había sido una alucinación o Pedro Alfonso se acababa de quitar la camiseta en su cocina? Tenía unos hombros como para que los hombres salieran corriendo al gimnasio y las mujeres a la cama. Ningún modelo de la escuela de bellas artes la había preparado para aquello. Tragó saliva. Parpadeó. Volvió a tragar. Entonces, oyó sus pasos en el piso de arriba y reaccionó. Agarró un trapo y sacó la fuente del horno. Al sentirlo detrás, rezó para que creyera que se había sonrojado como consecuencia del calor del horno.
—Tendría que haberte dicho dónde están las toallas —apuntó sin mirarlo.
—No te preocupes. He encontrado una —contestó Pedro.
—Muy bien, tú con total confianza, como si estuvieras en tu casa.
Como si no se hubiera comportado ya como si lo estuviera. Quitarse la camiseta en la cocina… Paula tomó la cuchara para servir, pero Pedro le agarró la mano y la obligó a mirarlo. Se había cambiado de pantalones. ¡Menos mal que no lo había hecho también en la cocina!
—¿Te he puesto en un aprieto? —le preguntó—. Quiero decir, ¿te ha parecido mal que me quitara la camiseta en la cocina?
—No, no, en absoluto —contestó Paula sintiéndose como una tonta.
Pedro debía de estar pensando que era una solterona. Y lo era. Solterona y virgen. Sin embargo, su reacción no era porque le hubiera molestado que se quitara la camiseta delante de ella sino por lo que se había perdido el último año. Por eso estaba enfadada. Se dió cuenta de que había ciertas cosas que el chocolate no podía sustituir.
—Es que cuando vives sola…
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