martes, 31 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 44

 –¿Quieres que hablemos de Lorena? Muy bien, pues te contaré lo que pasó. No rompimos; fue ella quien me dejó. Me dejó el mismo día que salí del hospital, porque le enfermaba ver el estado en que había quedado tras el accidente, incapaz, hecho un guiñapo. Ahí lo tienes. ¿Satisfecha? –le espetó Pedro–. Lo único que sentía por mí era lástima. En cuanto me vió en la silla de ruedas supo que, si se quedaba a mi lado, su maravillosa vida de celebridad se habría acabado. Por eso me dejó. Había dejado de ser útil para su carrera.


Miró a Paula, que se había rodeado la cintura con los brazos, y parecía tan frágil y vulnerable que se sintió como un gusano por haberle causado tanto pesar.


–Perdóname, Paula. Lo siento tanto… Se suponía que esta iba a ser una noche especial para tí.


Ella alzó la barbilla y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


–A esa chica encantadora que hay ahí dentro le importabas –le dijo con voz entrecortada–, pero tú la alejaste de tí. Fuiste tú quien le dijo que se marchara, ¿No es verdad?


Pedro apretó la mandíbula.


–Después de todos esos años juntos todavía no sabía o no si me quería –protestó él, golpeando el aire con un puño–. Creía que debía sentirme agradecido cuando se ofreció a quedarse a mi lado y cuidar de mí. ¡Como si necesitaría otra enfermera! No podía creerlo. Así que, sí, le dije que se fuera y que hiciera su vida. Y se marchó, ya lo creo que se marchó. Tomó el primer avión al día siguiente.


–O sea que fue tu orgullo lo que la apartó de tí. Por Dios, Pedro… ¿Todavía la quieres? –inquirió con voz trémula.


–No, ya no.


Ella se quedó mirándolo, con los ojos llorosos y una expresión mezcla de angustia y del más profundo afecto.


–No, por supuesto que no. Ya no queda sitio en tu corazón más que para tu ego. Todos estos días no has hecho más que hablarme de lo mucho que estabas esforzándote para demostrarle a la gente del sector que estás en forma y que vuelves a estar en la cresta de la ola porque crees que se lo debes a tu familia y a Cory Sports –sacudió la cabeza lentamente y levantó el brazo para parar un taxi que pasaba–: Deja de engañarte. Si estás forzando tu cuerpo a pesar del dolor y estás haciendo como que todo está bien, no es por el negocio. Lo estás haciendo para demostrarte a tí mismo que sigues siendo el mismo hombre: El campeón, el rey del surf. Pues enhorabuena: la prensa te adora. Espero que eso te haga feliz.


Y, dicho eso, se dió media vuelta, se subió al taxi y éste se alejó, adentrándose en el tráfico londinense, mientras Pedro veía impotente cómo se perdía en la distancia la mujer de la que se había enamorado, la única persona que quería que lo adorase. 





De: Pau_Chaves@constellationillustrations.com


Para: Sofi@saffronthechef.net


"¿Cómo va todo? Espero que las cenas de empresa de Navidad no los estén volviendo locos. En el museo hemos estado más ajetreados que nunca. Supongo que la gente que está por la zona para hacer sus compras navideñas aprovecha para hacer un descanso y culturizarse un poco. Por cierto, ¿Te dije que convencí al gerente de la cafetería del museo para que compraran ese café tan maravilloso que tomé en casa de Federico? Pues está siendo todo un éxito. Tanto como mis tarjetas de Navidad. Se están vendiendo muy bien. Y dentro de solo dos semanas por fin empiezan mis vacaciones de Navidad. ¡Qué felicidad! Besos, Paula". "P.D.: ¿Has visto?, ahora ya tengo mi propio correo, como una ilustradora profesional".




–Me alegra que haya disfrutado de su visita –Paula sonrió a la mujer y metió en una bolsa de papel el libro que esta acababa de comprar sobre la colección de porcelana del museo–. Si vuelve en enero, podrá ver la nueva exposición de jade de la antigua China; promete ser algo muy especial –añadió rodeando el mostrador de la tienda para darle la bolsa.


La mujer, que era la última cliente del día, se despidió con una inclinación de cabeza y salió de la tienda. Paula recogió todo, se puso el abrigo y el gorro, y estaba colgándose el bolso en bandolera para irse cuando un aroma familiar flotó hasta ella, haciéndola girarse sobre los tobillos. Y sus piernas se quedaron clavadas al suelo al ver a Pedro frente a ella.


–¿Qué… Qué estás haciendo aquí? –inquirió.


Su voz había sonado ahogada y patética, y sintió una punzada en el pecho cuando lo vió entrar en la tienda, llenando el espacio con su presencia, y haciendo que el corazón, a pesar de lo que le había hecho, le palpitara con fuerza, como si se alegrara de verlo.


–Creía que estabas en Tenerife.


–Y yo creo recordar –dijo él con esa voz deliciosa que tenía el poder de convertir sus piernas en gelatina– que en este museo hay una exposición fantástica de manuscritos iluminados de la Edad Media. ¿Hay alguna posibilidad de una visita guiada de esa sala? –le preguntó, esbozando una sonrisa.


–Una visita guiada… –repitió ella aturdida. Cuando por fin su cerebro reaccionó, carraspeó y le contestó–: Lo siento, pero cerramos dentro de un par de minutos. Tendrás que volver otro…


Pero no llegó a terminar la frase, porque Pedro avanzó, acortando los pocos pasos que los separaban, con sus ojos fijos en ella, impidiendo que su mente formara siquiera un pensamiento racional. ¡Ay, Dios! Estaba aún más moreno y más guapo. Y olía aún mejor. Y cada célula de su cuerpo parecía estar gritando cuánto había ansiado volver a verlo. Cada día que había pasado desde la noche de la entrega de premios había sido una tortura.


Conectados: Capítulo 43

Por suerte no tuvo que seguir con aquella charada ni un segundo más, porque en ese momento apareció Federico y le susurró a Pedro al oído algo sobre que la ceremonia estaba a punto de empezar. Éste la soltó de inmediato para mirar su reloj y discutir unos detalles con su hermano, y Paula siguió con la mirada a Lorena y Carlos mientras se alejaban, perdiéndose entre el resto de los asistentes.


–Eh, Paula, bien jugado –le dijo Pedro cuando Federico se hubo alejado también, para hablar con un técnico de sonido–. Tal vez ya no pueda hacer surf, pero tú, la chica más bonita de Londres, acabas de alegrarme la noche. ¿Paula? ¿Qué haces?, ¿Dónde vas? –la llamó, agarrándola por el brazo cuando le dió la espalda para irse. 


–¿Que qué estoy haciendo? –le espetó ella con los dientes apretados–. Me marcho. ¿El hotel tiene alguna otra salida? Aparte de por esa ridícula alfombra, quiero decir. Porque necesito salir de aquí ahora mismo.


Pedro frunció el ceño.


–Pues… yendo por el bar hay otra salida, pero… ¿Por qué quieres irte? Creía que lo estabas pasando bien.


–Tú lo has dicho. Lo estaba pasando bien –contestó ella, girándose hacia él con un movimiento brusco–. Y me marcho porque acabo de darme cuenta de que he olvidado algo muy importante.


–¿El qué? La ceremonia está a punto de empezar.


Paula apretó los puños.


–¿Quieres saber qué he olvidado? Que no estaba aún lo bastante fuerte emocionalmente como para que no volvieran a utilizarme.


–¿A utilizarte? ¿De qué estás hablando?


–¿Que de qué te estoy hablando? ¡Si acabas de admitirlo! –le espetó Paula exasperada–. «Bien jugado», me has dicho. Me habías traído aquí con la intención de poner celosa a tu ex novia, y de paso asegurarte de que esa foto salga mañana en las portadas de todas las revistas de cotilleos. Y no te has parado a pensar ni por un momento – añadió con voz trémula–, ni por un solo momento, en cómo me sentiría yo –las lágrimas le nublaban la visión, pero se obligó a continuar–. No me invitaste a venir como amiga; me invitaste a venir para demostrarle a tu ex novia que sigues teniendo gancho con las mujeres.


–Paula, yo no… No lo comprendes… –Pedro, que se había puesto lívido, alargó la mano la mano hacia ella, pero Paula dió un paso atrás.


–¿Sabes qué es lo que más me duele? Que jamás me habría esperado eso de tí. Jamás.


Y tras decir eso se alejó hacia el abarrotado bar, dejándolo con la palabra en la boca. Pedro se quedó tan aturdido, que en un primer momento no se movió. Paula tenía razón, se dijo. Tanta razón que se sintió espantado de lo que había hecho. Sí, la había besado para que lo viera Lorena, y también había sido consciente de que los fotógrafos no perderían la ocasión de captar una instantánea del momento: Pedro Alfonso, el semental, había vuelto. Aquello era exactamente lo que había querido que pasara. Pero en un momento dado, sin darse cuenta, había acabado enamorándose de su acompañante.


–¡Paula!, ¡Espera, por favor! –la llamó yendo tras ella, abriéndose paso entre la gente.


Cuando salió a la calle, maldiciendo el dolor de su pierna por no poder ir más deprisa, respiró aliviado al ver que Paula estaba esperando junto a la acera a que pasara un taxi.


–¡Paula! –la llamó.


Ella se volvió lentamente y lo miró dolida. No dijo nada, pero no hacía falta que dijera nada; lo que sentía estaba escrito en su rostro.


–Debería haberte contado antes lo de Lorena –reconoció Pedro–. Sabía que iba a venir aquí esta noche con Carlos, pero no sabía cómo iba a llevar el volver a verla, ni cómo iba a manejar la situación. Y no puedo cambiar lo que he hecho, pero no pretendía hacerte daño. Por favor, vuelve dentro conmigo.


–No, Pedro. Ya te he hecho el trabajito para el que me habías traído aquí, ¿No? Toda la semana he estado haciéndome la misma pregunta: ¿Por qué Federico te inscribió en esa página de contactos? Tú no necesitabas ayuda para encontrar novia, ni tampoco querías encontrar, como decías, a una mujer distinta de las mujeres con las que sueles tratar. Por supuesto que no. Ahora lo comprendo. Lo único que necesitabas era a alguien capaz de enhebrar dos palabras seguidas para que te acompañase, ¿no es verdad? Solo me necesitabas para que nos hicieran esa fotografía y saliese en las portadas de mañana –Paula sacudió la cabeza–. Pues ya está; lo has conseguido: misión cumplida. Felicidades. Eres patético.


Pedro dió un paso hacia ella, pero Paula retrocedió.


–Espera, por favor, deja que me explique. Está bien, sí, cometí un error. Y siento muchísimo no haberte contado antes lo de Lorena, pero yo no quería hacerte daño; tienes que creerme.


–¿Creerte? No pienso escuchar ni una palabra más de lo que tengas que decir. Se acabó, Pedro. Vuelve dentro; Federico te necesita. Pero Lorena no. Y eso es lo que de verdad te molesta, ¿No es así?, que ella haya superado vuestra ruptura y haya encontrado a alguien a quien amar mientras tú sigues atrapado en el pasado. Vamos, dime que me equivoco. 

Conectados: Capítulo 42

Paula se quedó allí y lo observó mientras se alejaba un poco con el reportero hacia donde estaban el cámara y el resto del equipo. Y ante sus ojos, como por arte de magia, el Pedro que conocía se transformó en Pedro Alfonso, la superestrella del surf. Lo observó admirada mientras respondía a las preguntas del reportero con un aire de suprema confianza en sí mismo, como quien está en la cresta de la ola y lo tiene todo bajo control, sonriendo y bromeando. Tenía la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, y con la derecha saludaba a las celebridades que iban entrando. Aquella versión de Pedro fue una revelación para ella. Parecía que se había equivocado de vocación; debería haber sido actor. Era como si estuviese interpretando un papel, y parecía que estaba disfrutando con la atención de la gente y de los medios. De hecho, daba la impresión de que lo revitalizaba. Tal vez fuera eso lo que echaba de menos en su vida, a lo que había estado acostumbrado antes del accidente. Suspiró y giró la cabeza hacia donde estaba Federico. Junto a él había un hombre alto, atlético y muy guapo que, a juzgar por la cantidad de fotógrafos que había frente a ellos, debía de ser un deportista importante. Oyó cómo uno de los fotógrafos lo llamaba por su nombre para que lo mirara. Era Carlos Ramírez, el futbolista que había mencionado Pedro. Y entonces se fijó en que, a solo un par de metros de ellos, aguardando pacientemente como ella, estaba Lorena Wilde. Solo había visto un par de veces su programa de televisión, pero no había duda de que en carne y hueso era igual de alta, esbelta y atractiva. Llevaba un vestido dorado que dejaba un hombro al descubierto y que le quedaba como un guante, y llevaba el cabello negro peinado en un artístico recogido. Se quedó paralizada cuando la vió girar la cabeza un par de veces hacia ella, como si le hubiera picado la curiosidad al darse cuenta de que estaba esperando a Pedro. Repentinamente se sintió tímida e insegura, pero luego le pareció que aquello era ridículo. Pedro y Carlos estaban siendo entrevistados, y ellas, que eran sus acompañantes, estaban solas. ¿Por qué no acercarse a saludarla? Y como lo pensó, lo hizo. Inspiró profundamente, fue hasta ella, y le tendió la mano con una sonrisa.


–Hola. Eres Lorena, ¿verdad? Encantada de conocerte. Yo soy Paula. Paula Chaves.


–Lo mismo digo –contestó Lorena, estrechándole la mano y sonriéndole también–. Antes estaba picando a Federico, preguntándole si Pedro también iba a venir solo, como él, y mencionó tu nombre, pero no sabía por dónde andaban.


Tenía una voz cálida y un rostro muy expresivo, un contraste enorme con la imagen distante y sofisticada que mostraba en televisión. Unas risas a sus espaldas las hicieron volverse a ambas. Carlos estaba dándole unos toques con las rodillas a un balón de fútbol, haciendo las delicias de los cámaras y los fotógrafos.


–Pedro me ha dicho que tu novio, Carlos, es uno de los nominados de los premios de esta noche. Debes de estar muy feliz por él.


El rostro de Lorena se iluminó con una sonrisa sincera.


–Lo estoy. Se ha esforzado tanto esta temporada… Y a pesar del éxito no se le ha subido a la cabeza. Soy una chica con suerte.


–Yo diría que es él quien tiene suerte de tenerte a su lado.


–Gracias, Paula, eres un encanto –contestó Lorena con una sonrisa–. Supongo que sí, que los dos hemos tenido suerte –murmuró, bajando la vista, como vergonzosa.


Y de pronto, cuando volvió a levantarla su cálida sonrisa se transformó en una mirada preocupada y recelosa. Paula iba a preguntarle si se encontraba bien cuando un brazo le rodeó la cintura por detrás.


–¿Suerte? ¿Estaban hablando de mí? –inquirió la voz de Pedro.


Paula puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua.


–El mundo no gira en torno a tí, Pedro –lo regañó, volviendo la cara hacia él con una sonrisa. Y como no sabía a qué se debía el repentino cambio en Lorena, prefirió decirle una mentira piadosa–. Estábamos hablando de la suerte que tenemos de estar aquí esta noche. Es una fiesta preciosa. ¿Verdad, Lorena?


–Desde luego –respondió la morena, tendiéndole su mano a Pedro, que él aceptó como si fuera una serpiente venenosa–. Me alegra volver a verte, Pedro. Te veo muy bien.


–Lo mismo digo –contestó él, abrazando con más firmeza la cintura de Paula–. He oído que has pasado una temporada en Río con Carlos.


–Sí, bueno, aunque tampoco ha sido un viaje de placer. Ya sabes cómo es: Trabajo, trabajo, traba… jo –Lorena bajó la vista por la pierna de Pedro, y Paula sintió cómo se tensaban los músculos del brazo de él–. Perdona, ese ha sido un comentario insensible por mi parte.


Paula sonrió a Pedro, esperando que le respondiera con humor, pero sus facciones estaban igual de tensas que su brazo. Con la intención de disipar un poco el ambiente, dijo con una sonrisa:


–Pedro y Federico tampoco paran de tanto trabajo como tienen. El otro día estaba con Pedro en su despacho y el teléfono no dejaba de sonar.


Lorena frunció el ceño, y esbozó una media sonrisa.


–Ah, perdona, Paula, creía que eras la novia de Pedro; no sabía que trabajabas para él.


–Paula es una artista en cuyos diseños estamos interesados – contestó Pedro por ella en un tono frío–, pero esta noche está aquí como mi acompañante. ¿Verdad, Paula?


Y, sin esperar a que ella respondiera, la atrajo hacia sí y la besó en los labios. A Paula aquel beso le habría parecido algo halagador, y hasta romántico, pero la pilló tan desprevenida que no le dio tiempo siquiera a cerrar los ojos, y lo que vió le heló la sangre en las venas. Pedro también tenía los ojos abiertos, pero no estaba mirándola a ella, sino a Lorena, que estaba a sus espaldas. Y por los destellos de los flashes que saltaron de repente, dedujo que los fotógrafos debían de estar encantados con la escena: Pedro Alfonso besando a una chica delante de su ex novia, la top model Lorena Wilde. Y en ese instante lo comprendió todo. Pedro había querido ver la cara de Lorena cuando besase a otra mujer. A cualquiera. No le había pedido que lo acompañara porque le gustase, sino para demostrarle a Lorena y a los medios que ya la había olvidado. Y ella había sido tan tonta como para creer que sentía algo por ella. La había utilizado. Igual que Iván. 

Conectados: Capítulo 41

Inspiró profundamente y se volvió hacia Pedro.


–¿No te parece que hacemos buena pareja, tan elegantes los dos? –le preguntó juguetona, con una sonrisa en los labios.


Pedro la tomó de la barbilla y le dio un largo beso en los labios.


–Ya lo creo –respondió con una sonrisa satisfecha–. Y con un poco de suerte los fotógrafos estarán tan ocupados contigo que se olvidarán de mí –le dio un toque en la punta de la nariz con el índice. 


Paula se rió.


–Ya, seguro. ¿No te habrás tomado unas copas antes de salir, verdad? Pero ahora en serio: ¿Hay alguien a quien deba deslumbrar o con quien deba estar vigilante? Lo digo porque, aunque me alabaste por ser tan sincera, a veces el ser demasiado sincera hace que me meta en líos.


–No te preocupes –contestó él, apretándole la mano con una sonrisa–. A la prensa y la televisión solo le interesan los deportistas y las personas famosas que acuden al evento. Habrá algunos fotógrafos a la caza y captura de instantáneas jugosas para las revistas del corazón, pero a nosotros no nos molestarán. Sobre todo con Lorena Wilde pavoneándose por ahí. Le encantan esta clase de eventos. Viene como acompañante de su novio, Carlos Ramírez, un futbolista que ha sido nominado para los premios de esta noche.


–¿Lorena Wilde, la modelo? –inquirió Paula, curiosa por el repentino cambio en su tono–. ¿La que presenta un concurso de modelos en la tele?


–La misma. Solo que cuando yo la conocí, hace años, estaba empezando y esperando a que saliera su gran oportunidad. Era lista, guapa y ambiciosa, y convencí a Federico para que la contratáramos para una campaña de nuestra línea de biquinis y ropa de deportes acuáticos. Nos convertimos en la pareja famosa de la temporada. 


¿Pareja?, ¿Había dicho «pareja»?


–Un momento, rebobina. ¿Estás diciéndome que Lorena Wilde fue novia tuya?


Él encogió un hombro.


–Pensé que lo sabías. Publicaban fotos nuestras en todas las revistas y salíamos por la tele. Supongo que vendía, el romance entre el surfista y la modelo –giró la cabeza hacia la ventanilla–. Estuvimos juntos tres años.


Tres años… Pedro había tenido una relación de tres años con una de las mujeres más bellas del mundo… A Paula se le cayó el alma a los pies. ¿Qué estaba haciendo un hombre como él con alguien como ella?


–Tres años… Eso es mucho tiempo –dijo en un hilo de voz.


–Sí que lo es. Pero rompimos después de mi accidente. Resulta irónico que vaya a reencontrarme con ella precisamente esta noche, ¿No?


El chófer aminoró la velocidad; habían llegado a su destino. Pedro echó una mirada por la ventanilla antes de volverse hacia ella y darle unas palmaditas en la mano con una sonrisa despreocupada.


–Relájate y recuerda lo que te he dicho. Tú sonríe, quédate a mi lado, y todo irá bien. ¿Lista? Tenemos que salir.


Y antes de que Paula pudiera siquiera prepararse mentalmente, la limusina se detuvo. En cuestión de segundos el chófer estaba junto a su puerta, y apenas tuvo tiempo de desabrocharse el cinturón y tomar su bolso antes de que Pedro, que ya estaba fuera, le tendiese la mano para ayudarla a bajar. Se vió envuelta de inmediato en una nube de flashes y el griterío de la multitud congregada en las inmediaciones del hotel donde se iba a celebrar el evento. La travesía por la alfombra roja se le hizo eterna, pero se agarró con fuerza al brazo de Pedro y obligó a sus pies a moverse mientras él saludaba a diestro y siniestro y se detenían a posar para los fotógrafos.


–Ha sido horrible –le dijo cuando por fin cruzaron las puertas del hotel–. ¿Cómo consigues parecer tan relajado?


Pedro sonrió.


–Me digo que esto es buena publicidad para Cory Sports. Nosotros somos quienes pagamos el evento, y todos sacamos algo de ello: Los patrocinadores, los accionistas, los medios… Nos necesitamos los unos a los otros –la rodeó por la cintura, atrayéndola hacia sí, y le susurró al oído–: Pero no tienes que preocuparte, tú has estado espectacular. Parecías una estrella de cine.


–¿Yo, una estrella? ¿En serio? –inquirió ella con incredulidad.


–Una estrella –repitió Pedro, y le guiñó un ojo.


Paula no acababa de creérselo, pero ese cumplido le dio ánimos. Quizá podría sobrevivir a aquello después de todo. Aunque aquella ex novia tan guapa de Pedro estuviese allí. ¡Ay, Dios! Mientras cruzaban el inmenso vestíbulo, Pedro le señaló un pequeño grupo de personas reunidas a un lado. Federico estaba entre ellos, y cuando los vió les agitó la mano para que se acercaran. Pero un equipo de televisión había visto también a Pedro, y el reportero, micrófono en ristre, los interceptó.


–Señor Alfonso, nos alegramos de volverlo a ver. ¿Podría concedernos una entrevista rápida antes de la ceremonia? Le prometo que serán solo cinco minutos.


Pedro miró a Paula.


–¿Te importa que…? Acabaré enseguida.


–No, claro que no –contestó ella, como si aquello fuese algo de lo más habitual–. Te espero. 

jueves, 26 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 40

¿Una chica con suerte? Pedro pensó en las largas horas que había pasado entrenando, dejando a un lado el resto de su vida, incluidas las chicas con las que había salido y a las que les había importado. Lo había sacrificado todo por el surf.


–No estoy muy seguro en lo de que sea una suerte –le dijo–. Ahora mismo estoy luchando por volver al loco mundo de los deportes: serán meses de ir de un sitio a otro, presión constante… Y lo cierto es, lo cierto es que siento como si, desde que tuve el accidente, lo hubiera perdido todo.


–Eso no es verdad, Pedro.


–Sí que lo es. Mi carrera se ha terminado, aunque quiera negarlo –murmuró él, tomando su mano y besándole los nudillos–. He visitado a diez especialistas, y todos me han dicho lo mismo: Que se acabó, que tengo que retirarme. Y solo tengo treinta y un años. ¿Tienes idea de hasta qué punto me aterra esa idea? Te mereces algo mejor, Paula. Te mereces a alguien con sueños alcanzables, a alguien con futuro.


Se apartó de ella y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación, que de repente parecía estar encogiéndose, como si quisiese aplastarlo. Aire, necesitaba aire… Salió del dormitorio, bajó las escaleras y no paró hasta salir de la casa. Se quedó allí plantado, jadeante, con los ojos cerrados con fuerza y el corazón martilleándole en el pecho. Apenas habría pasado un minuto cuando se oyeron unos pasos suaves, y sintió el cuerpo cálido de Paula apretado contra su espalda y sus brazos rodeándolo. Tomó sus manos, y permanecieron en silencio durante un buen rato hasta que Pedro se volvió para mirarla. Le puso las manos en la cintura y la miró a los ojos, dispuesto a disculparse, a explicarse, pero ella le impuso silencio poniendo un dedo en sus labios.


–El Pedro Alfonso al que la gente verá en la entrega de premios de esta noche es un hombre digno de respeto y admiración. Te esforzaste muchísimo para llegar a donde has llegado, y lo que has conseguido… Eso no te lo puede quitar nadie –se quedó callada un momento y le acarició distraídamente la camisa antes de mirarlo de nuevo–. Pero ese no es el hombre que escribió los mensajes en Internet, el que vino al museo conmigo, el que quiere a su familia con locura y hace reír a sus amigos, el que me está ayudando a hacer realidad mis sueños –ladeó la cabeza–. Creo que, en un punto de tu carrera, por ser el mejor olvidaste lo que era divertirte, y el Pedro divertido y creativo que hay en ti puede establecer nuevas metas y entusiasmarse con cosas nuevas. Tienes muchísimas cualidades, y talento para un montón de cosas –se puso de puntillas y lo besó en los labios–. A mí me deslumbraste desde el primer momento –retrocedió un paso y le dio un par de palmadas en el pecho–. Tienes que decirle adiós a tu viejo yo y hola al nuevo. Porque tu nuevo yo es increíble. Y sorprendente, y una inspiración para cualquiera. A mí, sin ir más lejos, me has demostrado que puedo hacer realidad mis sueños a mi manera, y que no tengo que conformarme con menos. Siempre te estaré agradecida por eso; siempre. 




De: Pau_Chaves@constellationofficeservices.com


Para: Sofi@saffronthechef.net


"Querida hada madrina: Te envío este correo… ¡Desde una limusina! Y tengo que decirte que no me costaría nada acostumbrarme a que me mimasen de esta manera todos los días. Tengo un ramillete de rosas precioso en la mano, un príncipe azul sentado a mi lado, y llevo las sandalias rojas de tacón que me has prestado. Con las que, por cierto, tengo que andar con tanto cuidado como si fueran los zapatos de cristal del cuento. Ahora solo tengo que esperar a que el reloj dé las doce a medianoche. Esto es un auténtico sueño. Ya te lo contaré todo mañana. Besos, «Paulicienta»"


Paula se acurrucó en el cómodo asiento de cuero de la limusina, extendió a ambos lados la falda de gasa de su vestido rojo, como si fuese un abanico, y le dio unas palmaditas.


–Así está mejor –murmuró para sí.


Pedro resopló y tosió para disimular su risa. Ella le golpeó en broma el hombro con su bolso de mano.


–¿Quieres parar? –lo increpó, pero luego soltó una risita excitada y meneó el trasero de lado a lado–. Me da igual que te rías de mí; esto es genial. Tengo que decir que, cuando agasajas a una chica, lo haces con mucho estilo. Esto sí que es una forma distinta de moverse por Londres.


–¿Te refieres a la excelente red de transporte público de la ciudad? –inquirió Pedro con un aire muy pomposo, reprimiendo a duras penas una sonrisilla.


Ella extendió la pierna derecha por completo, así de amplio era el interior del lujoso vehículo, la levantó en el aire y giró el tobillo mientras respondía muy digna:


–El ejercicio diario es esencial para los oficinistas.


Iba a bajar la pierna para evitar que la falda del vestido se le levantase más, pero Pedro fue más rápido que ella. Sus cálidos dedos le agarraron el tobillo, y se lo acarició con el pulgar.


–¿Diste clases de ballet?


–Durante cuatro años –contestó ella, acalorada–. Pero no se me daba nada bien.


–Pero mereció la pena; tiene unos tobillos muy bonitos, señorita Chaves –murmuró Pedro–. Y también unas buenas pantorrillas –deslizó la palma hasta la rodilla, donde ella atrapó a sus traicioneros dedos, y apartó su mano, devolviéndola a su regazo antes de bajar la pierna y ponerse bien la falda.


–¿Esa es tu opinión como deportista? –inquirió ella en un tono fingidamente despreocupado.


–Tal vez –murmuró él–. O tal vez no –añadió con una sonrisa, y giró la cabeza hacia su ventanilla. 


Ella hizo lo mismo, y se quedó mirando pensativa las calles por las que pasaban. Pedro le había dicho que al día siguiente volvía a Tenerife para preparar las maletas para un largo viaje al extranjero y, de algún modo, la idea de que tal vez no volvieran a verse le produjo una intensa desazón. Podrían mantener el contacto por teléfono o por correo electrónico, si él quería, pero aquella era, según lo previsto, la última vez que estarían juntos. Pedro no le había prometido nada, no había hablado de una relación seria, ni de compromiso. Lo sabía, sí, pero… no había nada de malo en albergar esperanzas, ¿No? Entonces recordó lo que él le había enseñado: Que había que vivir el momento presente. No debía pensar en nada más; solo tenía que disfrutar de esa velada junto a aquel hombre maravilloso. 


Conectados: Capítulo 39

Ella se quedó mirándolo un instante en silencio, pero luego deslizó el brazo que tenía en su espalda hasta su hombro y le sonrió.


–Está usted de suerte, señor Alfonso, porque estoy libre para el próximo vals. Será un placer bailar con usted –dijo mirándole a los ojos–. Aunque yo también debo advertirle de que estoy desentrenada en lo de bailar en pareja; el único sitio donde he bailado últimamente ha sido en la cocina, con la radio puesta, mientras cocinaba.


–¿Sabes qué?, olvídate del vals –replicó él atrayéndola hacia sí con una sonrisa–. Deberíamos bailar algo con más ritmo, como una rumba.


–Pues vas a tener que enseñarme, porque eso no sé bailarlo.


Pedro puso las manos en sus brazos desnudos, deleitándose en el suave tacto de su piel.


–Es así –le explicó–: un paso atrás a la derecha, luego hacia la izquierda, luego hacia delante, y luego a la derecha, como si estuvieras dibujando un cuadrado –deslizó el pie izquierdo hacia atrás, llevándola con él, y completaron el resto de los pasos–. Eso es. Y el ritmo va así: lento, rápido, rápido, lento… ¿Me sigues?


–Creo que sí –murmuró Paula, pero se quedó quieta y le rodeó el cuello con los brazos. 


Luego levantó la cabeza, y su cabello le rozó la barbilla cuando lo besó, algo vacilante, en la clavícula y en el cuello. Sus labios eran tan suaves, y tan, tan cautivadores… Con cada beso se acercó un poco más a él, hasta que sus caderas quedaron apretadas contra las de él, arrancando de su garganta un gemido.


–Paula –murmuró, tomándola por los hombros con la intención de apartarla de sí.


Pero, sin saber cómo, se encontró enredando las manos en su pelo, se inclinó hacia ella y la besó con pasión. Acarició su lengua con la suya y también el labio inferior antes de succionarlo suavemente con los suyos. Ella gimió y ladeó la cabeza para que pudiera besarla mejor. Cuando sus labios se despegaron, lo miró con una mirada llena de preocupación, tristeza y arrepentimiento, como si esperara algún comentario hiriente, recriminándole lo tonta que había sido por invitarlo a subir a su dormitorio. Aquella mirada se le clavó en el alma. No quería que Paula fuese simplemente su acompañante en el evento de esa noche. Quería volver a verla. Creía que había decidido que no quería volver a tener una relación seria, pero ella estaba trastocando sus esquemas, haciéndole cuestionarse tantas cosas… ¿Debería arriesgarse y demostrarle lo especial que era? ¿No implicaría eso poner en riesgo también a su corazón? Deslizó una mano por la espalda de Paula y la cerró sobre sus nalgas, apretándola contra sus caderas. Cuando el beso terminó ella estaba tan jadeante como él. Estaba preciosa, con el cabello oscuro desparramado sobre los hombros, las mejillas sonrosas y una sonrisa deslumbrante en los labios. Un mechón cayó hacia delante cuando apoyó la cabeza en su pecho. Pedro lo apartó, remetiéndolo tras la oreja, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la barbilla en su cabeza. Permanecieron así unos instantes, abrazados y con los ojos cerrados. Cuando ella finalmente se movió, abrió los ojos y bajó la vista hacia ella. Y esa vez no solo sonreían los labios de Paula, sino también sus ojos. Y con solo mirarla sintió como si el corazón fuese a estallarle de felicidad. ¡Dios, la quería tanto…! ¿Que la quería? Pedro se quedó paralizado. La cabeza le daba vueltas. ¿Se había enamorado de ella?


–No sabía que los deportistas bailaran tan bien –bromeó Paula. Luego se mordió el labio inferior, y con una sonrisa coqueta le preguntó–: ¿O es que soy una chica con suerte y eres la excepción que confirma la regla?


Conectados: Capítulo 38

El pecho de Pedro subía y bajaba, y el olor de su colonia flotaba en el aire, embriagándola mientras con los dedos de una mano sujetaba el botón a la tela, deseando que esta fuese su piel, y con la otra manejaba la aguja. Cada pequeña puntada era un triunfo sobre el deseo, casi irresistible, de lanzar a un lado la aguja y abalanzarse sobre él para pedirle que le hiciera el amor. Fue un alivio cuando cortó el hilo y se echó hacia atrás, poniendo un poco de espacio entre ellos.


–Listo –dijo con una sonrisa, y guardó la aguja y las tijeras en la cesta de la costura–. Espero que ahora no te apriete tanto.


Le lanzó una mirada a Pedro, que no se había movido, y estaba observándola con una expresión que no le había visto antes, con una media sonrisa que parecía encerrar sorpresa, admiración… y Algo más, que hizo que el corazón le diera un brinco en el pecho. ¿Deseo?


–Gracias –murmuró, con esa voz profunda y deliciosamente aterciopelada.


Paula tragó saliva.


–No hay de qué.


Pedro sonrió. Ella sonrió. Y entonces, él le pasó un brazo por la cintura, le levantó la barbilla con la otra mano, y la besó en los labios. Fue un beso tan dulce, tan tierno, que la dejó sin aliento y se le humedecieron los ojos. El corazón le latía tan deprisa como si estuviese cabalgando sobre la cresta de una inmensa ola.


–¡Eh!, ¿Por qué has hecho eso? –le preguntó, sonriendo con timidez.


Pedro puso las yemas de los dedos índice y corazón contra los cálidos labios de Paula.


–Porque el otro día, en el museo, me abriste los ojos a un mundo del que no sabía nada –comenzó a decir él, y la besó justo debajo de la oreja–. Y por confiar en mí y compartir conmigo tus sueños –añadió, besándola un centímetro más abajo.


Paula echó la cabeza hacia atrás para que sus labios pudieran seguir bajando.


–Y por venir aquel día a la cafetería, para que no me quedara allí solo –murmuró Pedro, besándola en el cuello–. Y porque eres preciosa, y tienes muchísimo talento, y mereces que te mimen todos los días.


–¿Tú crees? –inquirió ella en un hilo de voz.


Pedro, que iba a volver a besarla, levantó la cabeza y, al ver la sorpresa en su rostro, se le partió el corazón. ¿Por qué se tenía en tan poca estima? ¿Y por qué estaba mirándolo como si lo que había dicho de ella fuera como si le hubiese dado el Sol, la Luna y las estrellas? La cándida y cálida mirada de Paula lo derritió por dentro. No debería dejar que sus emociones lo controlaran de esa manera, pero ella era como un fuerte viento que derribaba todas sus defensas, y temía quedar expuesto por completo, vulnerable, como le había ocurrido con Lorena. Debería marcharse y dejarla allí, a salvo, en su pequeño mundo, lejos del loco caos que era el suyo. Lo contrario sería injusto con ella. No tenía nada que ofrecerle. Las relaciones serias eran para hombres que sabían quiénes eran y hacia dónde querían ir. No para hombres como él. Se levantó del sillón, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apretó los puños.


–Deberíamos irnos ya –dijo, pero su voz no sonó muy decidida.


Sin embargo, ella dió un paso, le puso las manos en la camisa y murmuró:


–No hace falta que digas nada más; lo entiendo.


Cada músculo del cuerpo de Pedro se tensó cuando apretó suavemente contra él. Una mano permaneció en su pecho, mientras que la otra le rodeó la espalda. Intentó moverse, pero ella se movió con él, y apoyó la mejilla en la solapa de la chaqueta, como si no quisiera dejarlo ir. No pudo resistir la tentación. Tomó la mano izquierda de Paula, que estaba sobre su pecho, la sostuvo a un lado, en el aire, y puso su otra mano en su cadera.


–¿Te había dicho que habrá una pequeña orquesta en la fiesta, después de la ceremonia? Esperaba que me ayudaras a practicar algunos pasos, aunque con la rodilla como la tengo no esperes que me mueva como Fred Astaire. ¿Me concede este baile, señorita Chaves? –le preguntó.

Conectados: Capítulo 37

 –Sí y no.


–¿Sí y no? O sea, que algo rojo sí que llevas puesto. ¿Y no vas a decirme qué? Porque estoy teniendo una visión de tí con un conjunto de ropa interior de color rojo y es algo… espectacular.


–¿Ah, sí? Pues sigue soñando, porque solo llevo unas braguitas rojas. Quiero decir… Llevo más ropa, pero no es de color rojo y… – resopló, irritada consigo misma–. Y tienes la irritante costumbre de hacer que me ponga colorada y empiece a balbucir como una tonta. No sé cómo lo haces.


–Unas braguitas rojas… –murmuró él con esa voz de terciopelo que la hacía derretirse por dentro–. Solo por eso voy a vestirme ahora mismo y estaré ahí dentro de veinte minutos, así que ve preparando esa bata.


–Pedro, ¿Quieres parar? Esta noche mi misión es ser una acompañante modélica porque tú me has ayudado y yo quiero ayudarte también, y este evento es muy importante para tí. Así que déjate de bobadas y céntrate en lo importante.


–Eso estaba haciendo. Dejémoslo en treinta minutos. Estoy impaciente por verte. Hasta ahora.


–Hasta ahora.


Paula cerró el móvil, pero en vez de dejarlo de nuevo en la mesilla lo apretó contra su pecho y se quedó allí tendida, con una sonrisa tonta en los labios, hasta que se acordó de lo último que Pedro había dicho. ¡Treinta minutos! Solo tenía treinta minutos para acabar de prepararse para la fiesta. Estaba segura de que iba a ser una noche memorable, y estaba dispuesta a disfrutar cada segundo de ella.




-¿Lista para pasarlo bien? –fue el saludo de Pedro cuando Paula le abrió la puerta.


Ella sonrió, haciéndose a un lado para dejarlo pasar, y cerró.


–Umm… Así que era verdad lo de que ibas a ir de rojo… – observó él mirándola de arriba abajo–. Estás guapísima. Y esto es para tí –dijo tendiéndole un ramillete de rosas rojas y fresias.


Paula lo tomó y cerró los ojos mientras inspiraba su dulce e intenso perfume.


–Gracias. Son preciosas.


Pedro estaba aún más guapo de lo que había esperado con ese traje hecho a medida, que resaltaba sus anchos hombros y su físico atlético. Tenía un aspecto tan tentador que, si fuese un bizcocho, se lo comería entero y no dejaría ni las migas.


–Madre mía… –murmuró, y lo recorrió con la mirada, desde el pelo, cuidadosamente despeinado, hasta los relucientes zapatos. Sonrió encantada al verlo sonrojarse, y le preguntó–: ¿Puedo añadir un último toque?


Cuando él asintió, como intrigado, sacó un capullo de rosa del ramillete y se lo puso en el ojal de la chaqueta.


–Así. Mucho mejor –Paula sonrió y le dió un par de palmaditas en el pecho.


Hizo ademán de dar un paso atrás, pero Pedro le rodeó la cintura con los brazos, se inclinó para deslizar su mejilla contra la de ella, y le susurró al oído, haciéndola estremecer:


–Estoy de acuerdo; mucho mejor.


Luego la besó en los labios con delicadeza.


–¿No tenemos prisa, no? –añadió, lanzando una mirada por encima de su hombro, hacia las escaleras.


Esa mirada era más que evidente, y Paula sintió que una ola de calor le subía hasta el pecho. Tragó saliva y, haciéndose la inocente, comentó con una sonrisa:


–Ya te dije que este traje era la elección perfecta.


–Sí que lo es. Excepto por la camisa –contestó Pedro, tirándose del cuello–. O el cuello de la camisa ha encogido, o mi cuello se ha vuelto más grueso. O puede que las dos cosas. 


Paula, dejándose llevar por un impulso travieso, se puso de puntillas y le susurró al oído:


–Sube arriba y quítate la camisa.


Un brillo relumbró en los ojos de Pedro que murmuró con una sonrisa:


–No es que no me tiente lo que estás pensando, pero quizá no sea el mejor momento. Federico me matará si llegamos tarde. Paula… ¿Qué estás haciendo? –inquirió deteniéndose aturdido, cuando lo tomó de la mano e intentó llevarlo hacia las escaleras.


–Como cualquier chica precavida y organizada que se precie, tengo un costurero en mi dormitorio. Puedo descoserte el botón del cuello de la camisa y cambiarlo de sitio para que no te apriete. No tardaré ni diez minutos. ¿Vienes?


–Te sigo, preciosa.


Paula intentó ignorar el tono insinuante de Pedro, y al entrar en el dormitorio le señaló un silloncito que había en el rincón.


–Siéntate –le dijo, yendo a por el costurero.


Luego fue junto a él, y Pedro la observó en silencio mientras le desabrochaba la pajarita, que era de clip, y los dos primeros botones de la camisa.


–Y ahora no te muevas, no vaya a clavarte la tijera –le advirtió, cortando las puntadas que sostenían el primer botón.


Sus dedos parecían tener voluntad propia, porque aprovechaban cada pequeña oportunidad para rozar el vello de su torso mientras trabajaba, y los segundos que tardó en soltar el botón le parecieron minutos. Pero por fin terminó, y acercó una silla para sentarse. En el silencio reinante se escuchaba la respiración de Pedro, que parecía un poco agitada, como la de ella, y sus ojos no se despegaban de su rostro, lo que hizo que le costara tres intentos enhebrar la aguja. 

martes, 24 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 36

Al final se había decidido a dar el primer paso y había llamado a Pablo, que había organizado una reunión la semana próxima con la agencia de publicidad con la que trabajaba Cory Sports para que discutieran los detalles de la cesión de los derechos de su diseño. Y Pedro había cumplido su palabra en cuanto a asesorarla, y estaba ayudándola muchísimo. Estaba yendo un par de horas por la tarde a las oficinas de Cory Sports, y se sentaba con ella para hablar del diseño de su página web, de técnicas de marketing y demás. Era un encanto: amable, generoso, con sentido del humor… ¿Qué chica no se enamoraría de un hombre así?, se dijo, esbozando una sonrisa. La verdad era que a ella le faltaba poco para llegar a ese punto. Aquella noche era muy importante para Pedro, se recordó poniéndose seria, y no se perdonaría defraudarle y no estar a la altura del evento al que iban a asistir. ¡Y solo le quedaba una hora para prepararse!, pensó contrayendo el rostro. Justo en ese momento sonó su móvil, que había dejado en la mesilla de noche. Se estiró para alcanzarlo y volvió a tumbarse para contestar.


–¿Diga?


–Hola, Paula –respondió la voz de Pedro, suave y pecaminosa como el chocolate–. Mis padres van a hacer una barbacoa en la playa esta noche, y estaba pensando en ponerle alguna excusa a Federico y tomar el próximo vuelo a Tenerife. ¿Quieres escaparte conmigo?


¿El próximo vuelo? ¿A Tenerife? ¿Escaparse con él? «Apúntame. Hago las maletas y en veinte minutos estoy lista», pensó Paula. Pero naturalmente no le respondió eso, sino que se rió y le dijo:


–¿Cómo?, ¿Y perder la oportunidad de conocer al actor favorito de mi amiga Sofía y darle envidia luego? Ni hablar. Han dicho en la tele que iba a asistir a la ceremonia –con la mano libre se puso a juguetear con un mechón de pelo y añadió para picarlo–: No lo tenía por un desertor, señor Alfonso. ¿No irá a dejar que el miedo a unos pocos reporteros coarte sus planes de dominar el mundo, verdad?


Él se quedó callado un momento, y Paula lo imaginó frunciendo el ceño al otro lado de la línea.


–Me conoce usted demasiado bien, señorita Chaves… – murmuró–. Quizá debería ir ya a buscarte para que me hagas cambiar de opinión.


–Perdona, pero todavía no estoy lista, y no quiero abrirte la puerta en bata y ropa interior.


En cuanto esas palabras abandonaron sus labios, Paula contrajo el rostro. Decir eso había sido un error; un tremendo error.


–Umm… Interesante… te propongo un juego: Darte puntos por lo que deje entrever la lencería y restarte puntos por lo que tape. Sería divertido.


–Sigue soñando –se apresuró a responder ella. Y, ansiosa por cambiar de tema, le preguntó–: ¿Cómo le va a Federico con su discurso?


–No sé de quién me hablas. Pero volviendo a lo de la lencería… ¿Estás en casa?


–Tal vez –se limitó a contestar ella. No iba a darle la satisfacción de decirle que estaba tumbada en la cama en ropa interior y con unas sandalias rojas de tacón. Solo se las había puesto para acostumbrarse a andar con ellas y no caerse de bruces en la alfombra roja, delante de todo el mundo–. ¿Y tú?


–Pues yo estoy ante el terrible dilema de qué ponerme. A lo mejor me podrías aconsejar.


–¿Quieres que te aconseje sobre qué ponerte? No estoy muy al día en moda masculina, pero puedo intentarlo. ¿Qué llevas puesto? – se dió un manotazo en la frente. ¿Pero en qué estaba pensando?–. Lo que quería decir es qué habías pensado ponerte –se apresuró a corregirse.


–Ya, ya… –murmuró él divertido–. Pues ahora mismo estoy sentado en la cama, y en el armario tengo varios trajes posibles, pero como creo que lo que de verdad te interesa es lo que llevo puesto…


Paula tragó saliva y apretó el teléfono contra su oído.


–Llevo unos boxers negros, calcetines negros… Ah, y una sonrisa, porque estoy hablando contigo.


Paula se mordió el labio al imaginarlo, y de repente le pareció como si la temperatura hubiera subido varios grados. «Concéntrate; concéntrate».


–Bien. Bueno, pues dime cómo son esos trajes que tienes en el armario.


–Pues… Tengo uno que es azul oscuro y otro que es negro. El negro tiene unos años, pero está como nuevo y me queda como un guante. Le tengo cariño porque es el primer traje a medida que me hice, para una entrevista. Para el azul había pensado en ponerme una corbata de seda de color gris claro, y para el negro una de color rojo. Y luego…


–El negro –contestó ella antes de que pudiera acabar de hablar– . Ponte el negro.


–¿Por qué?


–Porque soy una sentimental sin remedio, y sé que si llevas ese puesto te recordará que no tienes que demostrarle nada a nadie. Te has esforzado mucho para llegar donde estás –le explicó ella–. Además, yo también voy a ir de ese color; así iremos a juego.


–Umm… ¿Llevas algo rojo ahora mismo? –inquirió él, y por su voz Paula lo imaginó con una sonrisa pícara en los labios.


Paula bajó la vista al sujetador blanco sin tirantes, y las braguitas rojas que Sofía le había traído de Francia. Las sandalias rojas de tacón le daban un punto picante al conjunto, y se apresuró a quitárselas, como si él fuese a verlas a través del teléfono.


Conectados: Capítulo 35

Era evidente que Paula tenía su orgullo. Le recordaba a él. Probablemente era uno de los motivos por los que había sentido una fuerte conexión con ella desde el día en que se habían conocido. Y cada vez que volvían a verse tenía la impresión de que esa conexión no hacía sino intensificarse. Aquel pensamiento lo inquietó un poco – ¿Estaba empezando a gustarle demasiado Paula?–, y sin casi darse cuenta dejó caer los brazos y dió un paso atrás.


–Volvamos dentro; empieza a hacer frío –instó a Paula.


Ella parecía un poco aturdida por que se hubiera apartado de pronto de ella, pero no dijo nada y lo siguió dentro.


–Así que no quieres endeudarte… –murmuró mientras se sentaban en el sofá–. Bueno ya sabes cómo me gustan los retos – añadió. Entornó los ojos, y al instante siguiente esbozó una amplia sonrisa–. Espera, se me ocurre otra idea que no te costará ni un penique, y que puede que sea lo que necesites para echar a andar tu negocio. Me estaba acordando de lo que me dijiste en la piscina de mis «Dotes» de profesor; es verdad que disfruto enseñando. Podría ayudarte con tu plan de negocio, enseñarte qué cosas necesitarías para ponerlo en marcha: Una página web, cómo promocionarte…


Ella se quedó mirándolo con una ceja enarcada.


–¿Y tendría que llevar un bañador?


Una sonrisa lobuna iluminó el rostro de Pedro, que la recorrió de arriba abajo con la mirada.


–Tal vez no; me distraerías. Bueno, ¿Qué me dices? ¿Crees que podrías sacar una o dos horas al día para que te dé unos consejos? 




De: Pau_Cahves@constellationofficeservices.com


Para: Sofi@saffronthechef.net


"Gracias otra vez por dejar que me ponga tu vestido rojo para la entrega de premios de esta noche. Me queda perfecto, pero estoy otra vez hecha un manojo de nervios. ¿Qué voy a hacer, Sofí? ¡Habrá cámaras de televisión y fotógrafos! Pedro está decidido a presentarme a la mitad de los asistentes para que me dé a conocer como ilustradora. Lo que no se imagina es que, en cuanto yo empiece a describirles lo maravillosas que son las Biblias iluminadas del siglo xv, saldrán corriendo o pensarán que me he tomado algún tipo de droga. Y lo último que quiero hacer es abochornarlo. ¿Y si hiciera como que tengo la gripe? ¿O la varicela? Eso podría funcionar, ¿no? No querrá que contagie a ninguno de los asistentes. En fin, hablamos por la mañana… si es que los nervios no acaban conmigo esta noche. Besos, Paula".



Calzada con las sandalias rojas de tacón de Sofía, Paula no paraba de pasearse arriba y abajo por la habitación con las manos en las caderas, de la cama al armario, y del armario a la cama. Las puertas del armario estaban abiertas, y cada vez que se paraba delante de él alargaba la mano hacia el vestido rojo de gasa colgado en una de las perchas, pero luego la dejaba caer, indecisa. Dejó caer los hombros y apoyó la frente en una de las puertas del armario. Le daba igual que se le estropeara el maquillaje, aunque le hubiera llevado casi media hora aplicárselo, después de haber deshecho su primer intento con la leche desmaquillante, porque no la convencía. Le preocupaba transmitir un mensaje equivocado con su aspecto. ¿O sería el mensaje correcto? Había intentado conseguir un aire elegante y atractivo, pero al mirarse en el espejo no había visto nada de eso. Aquello no estaba funcionando. Había sido una locura pensar siquiera que podía acompañar a Pedro, copropietario de un negocio millonario, a un evento así. Se dejó caer en la cama y resopló. ¿Es que no había aprendido nada de lo de Iván? ¿Y si su primera impresión no había ido desencaminada y Pedro no era más que un oportunista? ¿Y si estaba a punto de ponerse en ridículo, yendo a un evento donde iba a sentirse como un pez fuera del agua? No, estaba siendo injusta. Pedro no era una sabandija como Iván. Lo que pasaba era que le preocupaba que se rieran de ella por salir de su pequeño mundo y confiar en él, creyendo que no iba a utilizarla para sus propósitos, como había hecho Iván. No, Pedro no era como Iván. Era un hombre atento y cariñoso que la había elegido, ¡A ella!, para que la acompañase. Todavía no se lo creía. Claro que tampoco había tenido mucho tiempo para hacerse a la idea y prepararse mentalmente. En los últimos días entre unas cosas y otras apenas había parado. 

Conectados: Capítulo 34

 –¿Yo? Pues… de adolescente tenía un montón de planes grandiosos, y el mundo me parecía una puerta abierta para conseguir lo que me propusiera, pero luego acabé dándome de bruces contra el muro de la realidad. En los últimos seis meses he estado con tres empleos, trabajando por la mañana, por la tarde y los fines de semana. Y ahora mismo me encuentro en la encrucijada de decidir si no debería volver a un puesto de jornada completa, encerrada en una gris oficina todo el día, y temiendo caer en las garras de otro Iván, o lanzarme e intentar ganarme la vida con mi arte –hizo una pausa y añadió a modo de explicación–: Nigel es el exnovio del que te hablé. Era otro compañero de oficina, como aquellas chicas que se nos acercaron el otro día, en la cafetería. Yo estaba colada por él, y llevaba un tiempo flirteando conmigo, así que, cuando me pidió que lo ayudara con un proyecto que estaba preparando, le dije que lo haría encantada –bajó la vista a sus manos, apoyadas en el jersey de Pedro, y acarició distraídamente la suave lana mientras hablaba–. Me convenció una y otra vez, de la forma más artera, para que le hiciera el trabajo gratis, noche tras noche, después de acabar mi jornada en la oficina. Me decía lo importante que era para él y cosas así, y me prometía que cuando se hubiese aprobado el proyecto haría pública nuestra relación en la oficina y seríamos una pareja de verdad –sus manos se detuvieron–. Me dejó el mismo día en que consiguió que le diesen el visto bueno a su proyecto –aunque las lágrimas le escocían los ojos, las contuvo y tragó saliva para continuar–. Pero ¿Sabes qué fue lo peor? Que las chicas de la oficina sabían que estaba viviendo con la hija del director, y que solo estaba utilizándome para que le hiciera el trabajo. Y no me dijeron nada. Estaban divirtiéndose demasiado a mi costa, riéndose a mis espaldas. ¿Tienes idea de lo humillante que fue? Cuando lo descubrí… yo… –tragó saliva de nuevo–. No podía seguir trabajando allí ni un minuto más. No podía. ¿Lo entiendes?


Pedro la atrajo hacia sí y la abrazó con ternura, acariciándole la espalda en silencio durante un rato antes de contestar.


–Lo entiendo. ¿Qué hiciste entonces?


Paula se echó hacia atrás y con una risa vergonzosa respondió:


–Pues un día me encontré con Marcela por la calle, y hablando me dijo que necesitaba una secretaria y… Bueno, ya conoces el resto de la historia. El puesto que me ofrecía era un empleo de media jornada, pero me venía bien porque me ayudaría hasta que mi carrera como ilustradora empezase a despegar. Solo que ahora parece que tendré que organizarme si quiero venderos mis diseños al museo y a ustedes.


Pedro le puso las manos en los hombros y le dijo mirándola a los ojos:


–Cierto, pero aun así creo que no estás siendo lo suficientemente ambiciosa. Tienes que pensar en grande. De hecho, no sé cómo no te has decidido aún a dar el salto y dedicarte de pleno a la ilustración.


–¿Es que no es evidente? –inquirió ella en un murmullo–. Me da demasiado miedo.


–¿Miedo de qué? ¿De fracasar? Mira, Federico y yo cometimos tantos errores en los dos primeros años cuando empezamos con el negocio que seguro que éramos el hazmerreír del resto del sector. Pero fuimos capaces de reírnos también de nosotros mismos y disfrutar del «Viaje».


–¿Y cómo conseguieron eso?, ¿Cómo podían reírse cuando sabían que habían tomado decisiones equivocadas que iban a costarles tiempo y dinero? Porque yo no sabría cómo hacerlo.


–¿Que cómo éramos capaces de reírnos de nuestros errores? Porque nos sentíamos como exploradores, adentrándonos en un territorio desconocido en el que cada día era un nuevo desafío – contestó Pedro con una sonrisa–. Y porque contábamos con el respaldo de nuestros padres; teníamos el apoyo de toda la familia – añadió encogiéndose de hombros.


–Pues no sabes la suerte que tuvieron –le dijo Paula muy seria–, porque mi familia lo único que hacía era ridiculizarme a mí y todo lo que me gustaba. Estoy sola, Pedro, completamente sola. ¿Lo comprendes?


Pedro se quedó callado, y sus ojos escrutaron los ojos verdes de Paula. ¿Completamente sola? El solo imaginarse sin el apoyo de sus padres, de Federico, de sus abuelos y su círculo de amigos de Tenerife hizo que se le erizara el vello de la nuca. Todos ellos habían sido su fuerza y su apoyo tanto en los buenos como en los malos momentos.


–No, no puedo imaginarlo –admitió–. Mencionaste a tus padres en el museo. ¿Es que ya no…?


Paula sacudió la cabeza.


–Ah, no, están vivos y coleando –respondió, intuyendo qué le quería preguntar–. Lo que pasa es que nunca se han preocupado por mí ni creen en mí, y no creo que eso vaya a cambiar.


–Ya veo. Entiendo que se te haga muy cuesta arriba el no poder contar con ellos. Pero se me está ocurriendo una idea: Conozco a un par de inversores privados que siempre andan a la busca de nuevas ideas de negocio en las que invertir. Solo tendría que hacer unas llamadas y… ¿Qué? ¿Por qué pones esa cara?


–No quiero endeudarme. No quiero que me hagan un préstamo, ni que me den ningún crédito ni nada de eso. Ese fue el problema que tuvieron mis padres, que se endeudaron hasta las cejas y acabaron perdiéndolo todo. Así que gracias, pero no. Sé que los comienzos van a ser difíciles, pero me he puesto unas cuantas líneas rojas que no pienso traspasar. 

Conectados: Capítulo 33

Fue Paula quien rompió el silencio.


–Yo he cambiado de rumbo tantas veces a lo largo de mi vida, que muchas veces tengo la sensación de estar caminando en círculos. ¿Alguna vez has querido intentar algo nuevo? ¿Distinto?


Él resopló, como si la sola idea fuese inconcebible.


–Jamás. Cory Sports me necesita; necesita que siga ganando campeonatos, que sea el rey del surf. Ese es mi trabajo.


–Bueno, pero tienes otras cualidades, como que puedes enseñar a la gente a nadar –apuntó Paula, mirándolo a los ojos–. Y a mí me ayudaste con mi propuesta de negocio –murmuró.


De repente fue como si el aire se hubiese cargado de electricidad estática. La suave música del CD que Federico había puesto en la minicadena se paró, y ya solo se oyó la respiración de ambos. Pedro se inclinó hacia delante.


–¿Lo pensarás al menos? –le preguntó con una sonrisa–. Piénsalo y llama a Pablo cuando te sientas preparada para darle una respuesta –añadió. Y antes de que ella pudiera contestar, se levantó y fue a abrir la puerta corredera de la terraza–. Ven, tomemos un poco el aire.



Cuando Paula salió a la terraza, lo que vió la dejó sin aliento. La llovizna que había estado cayendo había parado, y las nubes se habían alejado, dejando el cielo despejado y cuajado de estrellas. A sus pies se extendía una preciosa vista de Londres, y tan embelesada estaba observándola, apoyada en la balaustrada de piedra, que dió un respingo cuando oyó la voz de Pedro detrás de ella.


–Bonito, ¿Eh?


Paula se giró hacia él y asintió con una sonrisa.


–La vista desde la cúpula del museo es espectacular, pero esta también es maravillosa. Me encanta.


–Se te nota en la cara –murmuró él, yendo junto a ella–. Probablemente no seas consciente de ello, pero hay muy poca gente que sea totalmente sincera y abierta con respecto a sus sentimientos. Tú tienes un don especial, Paula: No tienes miedo de decir a los demás cómo te sientes, y te envidio por ello.


–¿Que me envidias? ¿Qué quieres decir? –inquirió ella sorprendida. Era la primera vez que oía ese tono vacilante en la voz de Pedro–. Yo no estoy tan segura; ser sincero puede hacerte vulnerable.


Pedro se quedó callado un momento.


–Este último año me ha enseñado unas cuantas cosas. Entre ellas, que en la vida no se puede tener todo bajo control. No voy a volver a hacer planes a largo plazo; eso se ha acabado. Porque nunca sabes qué puede ocurrir. Es imposible saberlo. Hay que vivir el día a día, aprovechar las oportunidades que surjan y disfrutarlas mientras puedas. Ese es mi nuevo lema.


–¿Y te está funcionado? –inquirió ella con una sonrisa.


–Pues no me va mal. Ahora mismo, podría estar en Sudamérica, cabalgando sobre las olas, pero en vez de eso estoy aquí, en Londres, disfrutando de una velada muy agradable en compañía de una dama encantadora.


Paula le agradeció el cumplido con otra sonrisa.


–Yo, en cambio, no sé si podría vivir de esa manera –comentó–. ¿Te acuerdas de lo que hablamos en la piscina sobre las lesiones de los deportistas? Yo siempre he sido muy precavida, incluso de pequeña. Al contrario que esos niños que tienen las rodillas despellejadas y con costras de tanto caerse, yo siempre iba con mucho cuidado, y no tengo «Cicatrices de guerra». Soy de las personas que creen que lo mejor es aprender sin sufrir, y puede que sea por eso por lo que me asusta el éxito que estoy teniendo de repente. Yo necesito planificar las cosas y tener la seguridad de que voy a poder ir pagando las facturas y no acabar con el agua al cuello.


–¿Que no tienes cicatrices? Yo diría que tienes unas cuantas. Lo que pasa es que no están a la vista, como las mías. Están todas aquí –dijo Pedro, apoyando suavemente las yemas de los dedos en su pecho, sobre su corazón–. Y estoy seguro de que las heridas que dejaron esas cicatrices fueron tan dolorosas como cualquiera de las mías. Y te las hiciste porque otras personas te infligieron más daño del que podías soportar, te forzaron más allá de tus limites –le explicó–. Pero ahí está el quid de la cuestión. En el deporte, cuando compites contra otros, te das cuenta muy pronto de que la única manera que tienes de ganar es forzarte más allá de los límites de lo que eres capaz de hacer. No se trata de los límites que te marcan otros, sino de los tuyos propios.


–Pero… ¿Cómo sabes cuáles son tus límites?


–No puedes saberlo; el único modo de averiguarlo es ponerte a prueba a tí misma. ¿Y sabes qué? Te sorprendería ver de lo que eres capaz –respondió Pedro–. Y aunque no triunfes, siempre puedes aprender de tus errores para volver a levantarte e intentarlo una y otra vez hasta demostrarte a tí misma que puedes hacerlo.


–¿Da igual cuántas veces te caigas, o cuántas veces te hagan daño?


–Exacto.


Paula se volvió hacia la balaustrada y se quedó mirando el horizonte. Pedro no podía imaginar cuántas veces, por ejemplo, se había obligado a sonreír cuando alguien le había fallado, o cuando la habían humillado, pensó, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.


–Ya. Pero a veces, cuando te han tumbado muchas veces, resulta muy difícil volver a levantarse y seguir luchando –le dijo con voz trémula–. Muy difícil.


Cuando Pedro la hizo volverse hacia él y la rodeó con sus fuertes brazos, Paula no protestó, sino que apoyó la cabeza en su hombro.


–¿Qué ocurre, Paula? –le preguntó él–. ¿Con qué sueñas que todavía no has conseguido?


Paula se irguió para mirarlo.

jueves, 19 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 32

Y en un abrir y cerrar de ojos apiló en una bandeja lo que quedaba en la mesa y desapareció con ella tras la puerta de la cocina. Paula se inclinó para tomar de la mesita la pequeña taza de café expreso, se la llevó a la nariz e inspiró su aroma antes de probar un sorbo.


–Umm… Está delicioso. Me encanta el buen café.


–Es del Caribe; Federico conoce al productor. Hay unas pocas tiendas especializadas aquí en Londres que lo importan en grano entero y lo venden molido, pero él hace que se lo muelan siguiendo sus propias especificaciones. Así es mi hermano. Las cosas tienen que estar bien hechas, y lo enfada muchísimo si no se hacen bien.


–Sí, ya me he dado cuenta. Lo preocupaba tanto que Pablo y Nadia llegasen a casa más tarde de la hora a la que tenía que irse la niñera que no ha parado hasta que han accedido a que los llevase su chófer –dijo Paula–. Aunque la culpa es tuya por haberlos entretenido con tus chistes, haciéndonos reír a todos.


–¿Qué te ha parecido Pablo?


–Es muy simpático, ¡Y ha sido tan amable alabando la invitación personalizada a la fiesta de Marcela que hice para ustedes!


Pedro sacudió la cabeza y se sentó en el otro sofá, frente a ella.


–Pablo nunca hace ni dice nada por ser amable. Lo que te ha dicho lo ha dicho porque lo siente. Así de sencillo. El diseño de esa invitación fue una idea genial –se metió la mano en el bolsillo del pantalón y le tendió una tarjeta a Paula–. Cuando te ha dicho que consideres si querrías venderle los derechos exclusivos de tu diseño, no lo ha dicho por decir; es que está interesado. Ahí tienes sus datos de contacto. Piensa cuánto querrías cobrarle y llámalo mañana mismo. Sé, porque lo conozco, que está esperando que lo hagas.


Paula bajó la vista a la tarjeta, pero apenas pudo leerla porque se le habían llenado los ojos de lágrimas. La dejó sobre la mesita, miró a Pedro, y sacudió la cabeza.


–¿Mañana? Todo esto va un poco deprisa para mí.


–Reconocemos un trabajo de calidad cuando lo vemos, Paula. Eres una artista con mucho talento, y nos gustaría comprar uno de tus diseños; ¿cuál es el problema?


–Es que… Supongo que no estoy acostumbrada a que la gente me tome en serio como artista. No me esperaba todo lo que me está pasando. Primero el museo me dice que sí, que quieren vender mis tarjetas navideñas, y ahora Pablo me pide que les venda el diseño de esa invitación que hice. Es algo abrumador –parpadeó para contener las lágrimas–. Llevo mucho tiempo esforzándome para conseguir que mi trabajo artístico despegue, y ahora que de repente empiezo a ver los frutos, me cuesta mucho asimilar que alguien confíe en él. Perdona.


Pedro fue a por un álbum de fotos y pasó una hoja tras otra hasta encontrar un recorte de una hoja de periódico. Puso el libro encima de la mesita, mirando hacia ella, y le señaló el recorte. Allí estaba él, de adolescente, subido a una caja de madera, y con una sonrisa de oreja a oreja, mientras sostenía por encima de su cabeza un pequeño trofeo plateado, como si fuese un atleta olímpico. A un lado estaba su hermano Federico, y al otro un hombre que se parecía tanto a ellos que no podía ser más que su padre. Los dos tenían un brazo alrededor de los hombros de Pedro, y estaban tan sonrientes como él.


–Tenía diecisiete años, y acababa de ganar el campeonato de surf de Cornualles –le explicó–, brillaba el sol, y en ese momento pensé que mi vida no podría ser mejor. Mi madre fue quien hizo la foto. Luego todos paseamos por la playa y nos sentamos en un chiringuito a tomar pescado con patatas fritas. Fue entonces cuando mis padres me dijeron que iban a venderlo todo y a mudarse aTenerife para que pudiera entrenarme y convertirme en surfista profesional –cerró el álbum y la miró–. Me dieron la oportunidad de demostrar de qué era capaz. Y yo tenía tanto miedo de decepcionarles que en un primer momento me paralizó, pero luego decidí arriesgarme y darlo todo, y nunca me he arrepentido de ello –tomó su mano entre las suyas, y le acarició la palma con la yema de los dedos, haciéndola estremecerse por dentro–. Arriésgate, Paula –le dijo–. Demuéstrale al mundo de qué pasta estás hecha; demuéstrales de lo que eres capaz.


Ella vaciló y dejó la taza en la mesita.


–¿Es lo que estás haciendo tú? ¿Estás intentando demostrarle al mundo de qué estás hecho? Debe de ser difícil, después del accidente, pero demuestras el mismo entusiasmo que cuando te hicieron esa foto.


Pedro frunció el ceño. ¿El mismo entusiasmo? No, jamás volvería a ser aquel adolescente feliz y lleno de expectativas que no tenía ni idea de cuánto iba a tener que esforzarse para llegar a ser campeón del mundo. Y defender el título. A sus diecisiete años había rezumado energía y potencial, y sí, había disfrutado enormemente con el surf. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido auténtica felicidad con lo que hacía? Seguía experimentando esa descarga de adrenalina al cabalgar sobre las olas, sí, y seguía siendo excitante, pero… ¿Felicidad? No, hacía años que no se sentía feliz de verdad. Incluso antes del accidente su vida se había convertido en una batalla sin fin por mantenerse en la mejor forma, y por darlo todo en las competiciones y el trabajo.


Conectados: Capítulo 31

 –Pues menos mal, porque me da la impresión de que esas señoras van a darte bastante trabajo –bromeó–. Parecen unas pillinas de cuidado. Pero seguro que con tus dotes de profesor las manejarás sin problemas.


¿Dotes de profesor?, pensó Pedro, soltando una tosecilla. Pero luego se quedó pensativo. Bueno, la verdad era quien siempre le había gustado enseñar; no importaba qué edad tuvieran los principiantes. Sí, era algo que siempre podría hacer, independientemente de que recuperase la movilidad en la pierna o no.


–Por cierto, hay algo que quería preguntarte –le dijo–. No sé si te dije que, como solo estoy de paso en Londres, me alojo con mi hermano en su departamento, y estaba pensando en invitarte, si te apetece, a venir a cenar mañana. Podríamos celebrar que ha sido un éxito tu propuesta de negocio al museo.


–¿Quieres que vaya… a cenar contigo? –repitió Paula, con el corazón latiéndole como un loco.


La idea de estar a solas en un apartamento con un hombre al que acababa de conocer le daba un poco de miedo. Él, que debió de leerle el pensamiento, dijo:


–En el departamento de Federico. Va a cocinar él; la cocina es una de sus aficiones –le aclaró–. Y también vendrán Pablo, el diseñador de nuestra web, y su esposa Nadia. Le he enseñado a Pablo la invitación que hiciste para la fiesta de tu jefa, y quiere conocerte. Ah, y además sigo teniendo tu paraguas, y quiere que vengas a por él –añadió–. Te echa muchísimo de menos.


Aquello arrancó una sonrisa a Paula.


–Entonces, ¿Qué?, ¿Le digo a Federico que ponga un plato más en la mesa? –le preguntó Pedro.


–Solo una pregunta: si voy, ¿Tendré que lavar los platos?


Pedro se echó a reír.


–Pues claro que no. Tu único deber será disfrutar de la velada. Incluso iré a recogerte si quieres.


–En ese caso, me encantaría ir a cenar con ustedes, gracias. Pero no hace falta que vengas a recogerme; tomaré un taxi.


–Como quieras –contestó él–. Si te hubieras traído un bañador, te invitaría a unirte a la clase, pero puedes asistir como público –dijo levantándose.


Y dicho eso se alejó hacia donde estaban las señoras, que, en cuanto se metió en el agua, lo rodearon, como un grupo de fans ávidas por ver de cerca a su cantante favorito. Paula se rió y se sentó en el banco para ver la clase desde allí.






De: Pau_Chaves@constellationofficeservices.com


Para: Sofi@saffronthechef.net


Asunto: Cena con los gemelos Alfonso


"¡Mira que eres mala, Sofi! A lo mejor Federico es un cocinero estupendo, ¿Quién sabe? Ya sé que son millonarios, y que la gente con dinero suele llamar a un servicio de catering, pero Pedro dijo que le gusta cocinar. Y cómo no, por supuesto que cuando vuelva te contaré con todo detalle qué comimos y si estaba bueno. Pero no, no pienso hacer fotos, ni de su departamento, ni de la comida. En fin, tengo que dejarte o llegaré tarde. Gracias otra vez por prestarme tu jersey de cachemira. ¡Deséame suerte! Besos de tu amiga Andy, que está hecha un manojo de nervios".





–¿Más queso, Paula? –le preguntó Federico –. Intenté guardarte lo que quedaba del dulce de membrillo, pero era demasiado tarde; la «Increíble máquina devoradora» llegó antes que yo –murmuró señalando con el cuchillo del queso a Pedro.


Éste arrojó los brazos al aire y protestó diciendo:


–¿Qué culpa tengo yo de tener buen apetito? Además, tú tampoco eres quién para hablar. Fui a ayudar a Nadia a ponerse el abrigo, y cuando me dí la vuelta los chocolates que habían traído Pablo y ella habían desaparecido, como por arte de magia. 


Federico resopló y alzó la barbilla con desdén.


–Privilegios del cocinero –dijo–. Y sí, confieso que tengo debilidad por las cosas dulces. ¿Satisfecho? –le espetó, y esquivó la servilleta que le lanzó Pedro.


Paula se rió y, echándose hacia atrás en el sofá de cuero, se dió unas palmaditas en el estómago y respondió:


–Gracias, Federico, pero no creo que pueda comer nada más. Y no te olvides de que has prometido darme la receta de esos solomillos de cerdo con jengibre y naranja. En mi vida había probado nada tan bueno.


Federico fue junto a ella, le tomó la mano y le besó los nudillos.


–Me siento muy halagado por ese cumplido. Gracias, gentil dama –dijo. Luego miró a su hermano con los ojos entornados y le espetó–: ¿Lo ves? A todo el mundo le ha gustado lo que he preparado. Según Pablo ha sido un menú muy inspirado.


Pedro resopló y puso los ojos en blanco.


–¿Y lo del sorbete de champán? Por favor… Es un postre de lo más afeminado; yo esperaba una tarta de chocolate o algo así.


–No escuches ni una palabra –intervino Paula, sonriendo a Federico–. Ha sido una cena maravillosa, aunque me siento algo culpable aquí sentada; ¿Seguro que no quieres que te eche una mano para fregar? –inquirió haciendo ademán de levantarse.


Federico la empujó suavemente por el hombro para impedírselo.


–Ni hablar. Para eso hay un invento estupendo llamado «Lavavajillas». Tú sigue ahí sentada, relájate y disfruta del café mientras este analfabeto culinario te hace compañía –dijo lanzándole a Pedro una mirada desdeñosa que hizo reír a Paula. 

Conectados: Capítulo 30

Cerró los ojos y se recreó en las agradables sensaciones que estaba experimentando, y durante unos instantes ninguno de los dos pronunció palabra, pero finalmente se obligó a apartarse de él y retroceder un par de pasos. Había sido una mala idea ir allí, una muy mala idea. Porque en ese momento, con Pedro frente a sí, todo mojado y vestido solo con un bañador, se estaba muriendo de ganas por rendirse a la atracción que sentía por él, y hacer una locura, como lanzarse a sus brazos y besarlo hasta dejarlo sin aliento. No tuvo el valor de mirarlo a los ojos cuando al fin acertó a hablar.


–¡Qué vergüenza!, un poco más y lo mismo me habría caído a la piscina y habrías tenido que tirarte para que no me ahogara.


–¿Estás bien? –le preguntó él en un tono suave, de preocupación sincera.


Paula tragó saliva y asintió.


–Estoy bien, gracias.


Apenas había dicho eso cuando Pedro, al dar un paso hacia ella, contrajo el rostro de dolor, y tuvo que sentarse en el banco para masajearse la rodilla y los músculos de la pantorrilla.


–¿Un calambre? –le preguntó Paula acercándose y sentándose junto a él.


–No exactamente –contestó él con una sonrisa sarcástica, pero luego le puso la mano en el hombro y añadió–: Perdona; a veces me olvido de que el resto del mundo no siente demasiado interés por mi carrera de surfista.


–Bueno, yo no suelo leer la sección de deportes del periódico, pero me imagino que los deportistas profesionales sufrís un montón de lesiones –dijo Paula, bajando la vista a su pierna–. ¿Te duele mucho?


–Bastante, pero los analgésicos me dejan atontado, así que prefiero aguantar el dolor –le explicó Pedro–. Y es verdad que cuando practicas un deporte de competición te lesionas con frecuencia porque te fuerzas más allá de tus límites, pero no es una lesión. Si lo fuera, lo llevaría mejor. No, tuve un accidente con el coche; me arrolló un camión.


A Paula se le escapó un gemido ahogado y se llevó una mano al pecho.


–Perdona, ahora recuerdo que mencionaste algo de un accidente en el museo. ¿Cómo ocurrió?


–Yo iba conduciendo un pequeño deportivo. Estaba lloviendo, y el conductor del camión iba borracho como una cuba. Yo había salido de casa de mi novia, en Tenerife, completamente despreocupado, y veinticuatro horas después me desperté en un hospital más muerto que vivo –dijo Pedro–. Estaba demasiado atontado por los analgésicos y los sedantes, pero recuerdo el rostro preocupado de mi padre hablando con los médicos, y oírles decir cosas como «Fracturas», «Perforación en el pulmón», «Operación de cadera», «Clavos»… Luego me anestesiaron y ya no recuerdo más.


–Dios mío… –murmuró ella–. ¿Y el conductor del camión…?


–Solo unos cortes y algunos moratones. Tuvo suerte; al contrario que yo –respondió Pedro–. Y no fui un enfermo muy paciente. Suerte que mis padres sí lo fueron conmigo y no tuvieron en cuenta mis gritos y mi mal humor.


–Bueno, seguro que se sentían tan aliviados de que hubieras sobrevivido que no les importaba nada más –apuntó ella.


–Sobreviví, sí, pero hecho pedazos, y tuvieron que hacerme varias operaciones; todavía se ven los remiendos –dijo Pedro, señalando su pierna.


Paula no pudo evitar quedarse mirando la cicatrices, que iban desde la rodilla hasta la parte superior del muslo, pero no le parecieron desagradables, ni sintió repugnancia alguna.


–Bonitas cicatrices –comentó, por decir algo.


Pedro parpadeó, se miró la rodilla, y volvió a mirarla a ella.


–¿Bonitas cicatrices? –dijo, fingiéndose indignado–. A todas las mujeres les encantan. Creía que te impresionarían y te echarías a mis brazos. Soy un héroe herido.


–¿Un héroe? ¿Por unas cicatrices en la pierna? ¡Por favor! –lo picó ella con una sonrisa divertida–. Aunque para tu familia debió de ser un buen susto.


–Ya lo creo que lo fue.


–¿Y te limita de algún modo? –le preguntó ella.


A Pedor no le gustaba hablar del accidente y las secuelas que le había dejado, y odiaba que la gente lo mirara con lástima, pero los ojos de Paula solo reflejaban una preocupación sincera.


–No para clases como esta –contestó, señalando con la cabezaal grupo de señoras.


Se habían metido en el agua, pero seguían parloteando entre ellas. Paula sonrió.

Conectados: Capítulo 29

Cuando agarró una toalla que había en un banco y se sentó para secarse la cara y el pelo con ella, a Paula se le cortó el aliento y fue incapaz de apartar la vista. Lo devoró con los ojos, admirando los espectaculares hombros, el torso y los abdominales, que parecían esculpidos con martillo y cincel, el oscuro vello que descendía desde el ombligo y se perdía bajo la cinturilla del bañador, las musculosas piernas… No había esperado que estuviese en tan buena forma después de haber pasado meses hospitalizado. Ni tampoco que fuera a estar tan espectacular ligero de ropa. «¡Madre mía!». Obligó a sus piernas a que la llevaran en esa dirección, y cuando llegó junto a él, que aún estaba frotándose con vigor el cuero cabelludo, lo saludó. Pedro levantó la cabeza, y una expresión de decepción asomó a su rostro.


–¿Cómo?, ¿No has traído bañador? –le preguntó, dejando caer la toalla a su regazo.


–¡Más quisieras! –le espetó ella–. Aunque, hablando de bañadores, en el vestuario había un grupo de señoras mayores con unos bañadores tropicales muy coloridos, y estaba preguntándome si sería una de vuestras colecciones –añadió.


Él esbozó una sonrisa y asintió.


–En los dos últimos años hemos estado desarrollando un programa de acuaterapia en piscinas climatizadas. ¿Cómo es que te has venido sin bañador?


–¿Para qué sirve eso de la acuaterapia? –inquirió ella, ignorando su pregunta.


–Para muchas cosas: Las artritis, el reuma… Y otras dolencias, como lesiones deportivas; el agua está a treinta y cinco grados –le explicó Pedro–. Hoy es el primer día de ese grupo de mujeres que has visto, y a partir de mañana tendrán las clases con el instructor que hemos contratado, pero hoy tendrán una clase conmigo, a modo de introducción, y les hemos regalado unos bañadores de una línea nueva que estamos probando de bañadores femeninos para todas las edades. ¿Pero por qué estás evitando responder a mi pregunta?


Paula frunció los labios.


–Fui a un internado privado donde teníamos piscina. Pero no era climatizada; de hecho el agua estaba helada, y teníamos clases de natación hasta en invierno. La profesora de gimnasia decía que éramos unas quejicas, y que el aprender a sufrir contribuiría a formar nuestro carácter y nos haría más fuertes.


–¿Y funcionó?


–Por supuesto que no. Odiaba sus clases; todas la odiábamos. De hecho, me hice una baja médica falsa que decía que tenía problemas de espalda y no podía nadar, y así pude librarme.


Pedro se quedó mirándola unos segundos, con las cejas enarcadas, y carraspeó.


–Paula, ¿Estás diciéndome que…?


Ella asintió.


–Sí, no sé nadar. El agua me aterra.


–Pues yo trabajé durante un tiempo como profesor de natación – le dijo Pedro–; he enseñado a un montón de gente a nadar. Y lo primero que hay que desterrar es precisamente eso, el miedo al agua, porque nadar es muy divertido. Hay que dejar a un lado los temores y pasarlo bien.


Justo en ese momento se abrieron las puertas de vaivén, dando paso a una explosión de risas y color. Era el grupo de señoras del vestuario, que se dirigieron a los escalones que había en la parte poco profunda de la piscina.


–Ellas sí que se lo pasan bien –observó Paula, que se había girado para mirarlas.


Como estaba distraída no había visto que él se había movido, y cuando fue a volverse de nuevo, se chocaron. El pie izquierdo de Pedro, que estaba descalzo, resbaló, mientras que ella se tambaleó hacia atrás. Pensaba que iban a caer los dos al suelo, pero consiguió recobrar el equilibrio y agarrarla por la cintura con ambas manos, y cuando ella fue a erguirse, una se deslizó, sin que él lo pretendiera, por debajo de su holgada sudadera de algodón, bajo la cual solo llevaba el sujetador. La sensación de los dedos de él en su piel desnuda era electrizante. Además, al tiempo que él la había sujetado, ella había plantado, en un acto reflejo, una mano en su pecho, mojado y desnudo, y su frente había quedado apoyada en la barbilla de él. 

martes, 17 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 28

 De: Pau_Chaves@constellationofficeservices.com


Para: Sofi@saffronthechef.net


Asunto: Qué hacer con lo del millonario


"Me gustaría que dejaras de regañarme. Puede que sea por culpa de lo que me hizo Iván, pero lo último que quiero o necesito ahora mismo es ir a una entrega de premios en la que habrá una cena de gala en la que no sabré qué cubierto tengo que usar para cada plato, y en la que seguro que diré alguna inconveniencia y meteré la pata. Pedro solo está siendo amable, eso es todo. Además, sabes que no tengo ni idea de deportes. Y no, aunque tiene un hermano gemelo no voy a pedirle que tengamos una cita doble contigo y con él. Mi vida ya es bastante complicada tal y como están las cosas. Bueno, tengo que dejarte; tengo que pintar varias tarjetas más. Con cariño, Paula, la artista profesional (…O algo así)"



Paula se sentó frente a su mesa de dibujo y sonrió. Allí era donde se sentía más feliz, a solas con su pasión. Tomó la pluma que había estado utilizando para escribir a mano las direcciones de las invitaciones de Marcela, y escribió, cuidadosamente, el nombre de Pedro en letra redonda, luego en cursiva, y luego con letra gótica. Pedro Alfonso… Era un nombre con carácter, pensó, esbozando una sonrisa algo boba. Un nombre con carácter para un hombre fuerte, deportista, obstinado, impredecible… Tan ensimismada estaba escribiendo su nombre, que cuando le sonó el móvil lo abrió y contestó sin mirar siquiera quién llamaba.


–Hola, Paula –la saludó una profunda voz masculina.


Y la pluma que tenía en la mano hizo un borrón de tinta en el papel.


–¡Oh, mierda! –masculló, apresurándose a intentar reparar el estropicio.


–Habría preferido un simple «Hola» –dijo Pedro divertido.


–¡No, no te lo decía a tí! –contestó ella azorada–. Es que acabo de echar un borrón en el papel sin querer. Pero no importa, no era un dibujo importante ni nada de eso. 


Puso los ojos en blanco y contrajo el rostro. ¿Se podía dar una impresión más estúpida y patética? Inspiró profundamente, esbozó una sonrisa, y trató de hablar como si su cerebro dirigiese a su boca.


–Perdona. Me has pillado desprevenida.


–No pasa nada. Me ha dicho mi hermano que el museo quiere que les enseñes más tarjetas –dijo Pedro–. Enhorabuena. He pensado que podríamos celebrarlo.


Al oírle decir eso, a Paula se le llenó el estómago de mariposas y el corazón le palpitó con fuerza.


–Se me ha ocurrido una idea –continuó Pedro–, pero que no cunda el pánico, porque no se trata de una cita –añadió riéndose–. Sé que nuestro acuerdo se limita a la noche de la entrega de premios. Verás, Cory Sports está patrocinando un programa de acuaterapia en un par de piscinas de Londres y hoy voy a comprobar de primera mano cómo va. ¿Te gustaría venir?



Cuando Paula se bajó del taxi, se apretó el cinturón de la gabardina, y se preguntó si lo que se había puesto sería el atuendo apropiado para reunirse con un ejecutivo millonario en una piscina. Pedro le había dicho que se pusiera algo informal, pero no sabía cuál era su idea de «Algo informal», porque para ella algo informal era unos pantalones de chándal holgados, una sudadera, y unas zapatillas calentitas. «En fin, valor y al toro», se dijo, y entró en el exclusivo gimnasio delante del que la había dejado el taxista. Cuando entró en el vestuario de mujeres, se llevó una sorpresa al encontrarse con un grupo de diez o doce señoras mayores, charlando y riendo mientras guardaban sus cosas en las taquillas, todas ataviadas con coloridos bañadores de una pieza que habrían encajado perfectamente en una playa tropical. Tenían diseños con grandes flores rojas, aves del paraíso, exóticas mariposas y hojas de plantas tropicales. Era tal la explosión de vida y color que transmitían, que Andy no pudo sino sonreír. Aquello era lo último que habría esperado encontrar en aquella elegante zona residencial de Londres.


–Señoras, ¿No les sobrará algún bañador de esos? ¡Son geniales!


–¡Y no te imaginas cómo nos miran los hombres con ellos! – contestó la que estaba más cerca de ellas, haciendo que las demás prorrumpieran en pícaras risitas.


Paula dejó que siguieran a lo suyo, y escogió una taquilla para guardar su gabardina y sus botas, y se puso unas chanclas.  Cuando cruzó las puertas de vaivén por las que se entraba a la piscina cubierta, había un nadador haciendo un largo tras otro a braza. Se quedó observándolo, admirada por la fuerza de cada brazada, y al cabo dió por finalizada su sesión de natación, y salió de la piscina apoyándose en el borde con los brazos. Fue entonces cuando se dió cuenta de que era Pedro. ¡Cómo no! Demasiado orgulloso para usar la escalerilla…


Conectados: Capítulo 27

Federico dejó su vaso de Coca-Cola sobre la mesa de la cocina de su departamento, donde estaban almorzando.


–Debo estar alucinando –dijo mirando a Pedro por encima de sus gafas–. Por un momento me ha parecido oírte decir que, después de que se negara, tuviste que sobornar a Paula para que accediera a ser tu acompañante el sábado.


–Has oído bien –contestó Pedro entre bocado y bocado del sándwich que estaba comiéndose–. Y por cierto, ¿Con quién me dijiste que ibas a ir tú? ¡Ah, sí!, ya me acuerdo: Vas a ir solo… otra vez.


Federico suspiró.


–Pues sí, pero no soy yo el que lleva una hora andando arriba y abajo y que es incapaz de estar sentado más de diez minutos seguidos. Y sí, ya sé que los médicos te han dicho que necesitas ejercitar la rodilla, pero, por favor, dime que Paula no es solo una distracción. Porque yo seguiré aquí en Londres cuando te hayas ido, y será a mí a quien le tocará recoger los pedazos.


–¿Una distracción? –Pedro resopló indignado–. Por supuesto que no. Y voy a cumplir lo que le he prometido. Tenemos contactos que podrían ayudarla. ¿Quieres dejar de mirarme así? Solo va a acompañarme a la entrega de premios, eso es todo. Sin ataduras ni expectativas de ningún tipo por ninguna de las dos partes.


Federico lo miró con los ojos entornados.


–Has estado meses dándome la lata con que no estabas preparado para presentarte solo delante de los otros deportistas y lo entiendo. De verdad. Ahora que vuelves a andar quieres que el resto del mundo te vea de pie, otra vez al pie del cañón y, si es con una encantadora señorita del brazo, mejor, pero… ¿Por qué será que me da la impresión de que hay más que eso? 


–Necesitamos demostrarle a la gente que el accidente no ha hecho que me venga abajo, y que Cory Sports continúa siendo una empresa sólida. Además, yo no te pedí que me consiguieses una cita.


–No, no lo hiciste… porque eres incapaz de pedirle ayuda a nadie, ni siquiera a tu propia familia. Y aun así, hay algo que no entiendo: ¿Por qué tomarte tantas molestias? ¿Recuerdas esa sesión de fotos que hicimos en Bali el año pasado para la nueva colección de biquinis? Las modelos eran todas de una agencia de aquí, de Londres. Podría llamarles por teléfono, y seguro que cualquiera de ellas estaría encantada de acompañarte a la entrega de premios. Al fin y al cabo, es solo una noche.


Pedro dejó su sándwich en el plato. De repente había perdido el apetito.


–Algunas veces no te enteras de nada, ¿Sabes? –le espetó a su hermano–. Lo último que necesito es otra modelo de biquinis. Son unas chicas estupendas, todas ellas, pero para este evento necesito algo distinto. Paula es estupenda. Es poco convencional. Me gusta.


Federico se quedó mirándolo con los labios fruncidos, y se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos en la mesa, para preguntarle:


–¿Todo esto es por Lorena? Porque, si lo que te preocupa es encontrártela allí, no tengo inconveniente en que no vengas.


–¿Preocuparme? –Pedro resopló con sorna y se levantó–. ¿Por qué habría de preocuparme? Lorena ya ha pasado página: Ahora es la novia de uno de los mejores jugadores de fútbol del mundo, y me alegro por ella.


–¿Que te alegras por ella? –repitió Federico–. Por favor… Debí haberlo imaginado. Mira, no hace falta que asistas. En la feria de Honolulu que empieza la semana que viene tendrá lo último en equipo y complementos de surf, y al director de la feria le encantaría contar contigo. Sol, mar, diversión… Y piensa en la publicidad que nos daría…


–Ni hablar. Estoy bien y voy a ir a la entrega de premios. Con Paula –insistió Pedro, poniéndose a su lado–. Te preocupas demasiado –dijo dándole un puñetazo amistoso en el hombro–. No pasará nada. Además, prefiero ocuparme de lo del programa de acuaterapia de esta tarde antes que pasarme horas sentado tras una mesa, revisando papeles, o metido en un avión. Mi rodilla no soportaría un vuelo tan largo; aún no –de pronto se quedó callado y enarcó una ceja–. Acuaterapia… Ahora que lo pienso… –se rió y sonrió como un niño–. Quizá pueda convencer a Paula para que venga conmigo. Me voy; luego te veo.


–Sí, eso, vete –Federico suspiró y lanzó los brazos al aire–. No te preocupes por mí; deja que cargue con todo el trabajo. No pasa nada; vete y pásalo bien.


–Eso es lo que voy a hacer –respondió Pedro divertido.


–Genial. Ah, se me olvidaba, felicita a Paula.


Pedro frunció el ceño.


–¿Que la felicite? ¿Por qué?


–Por lo del museo. Como llamó para decirte que están muy interesados y que quieren ver el resto de sus tarjetas…


–¿Que ha llamado?, ¿A qué hora ha llamado?


–¿No te lo había dicho? ¡Vaya!, ¡Qué despiste tengo…! Pedro, no te pongas así, hombre… ¡Eh! ¡Ay!, ¡Deja de pegarme con la servilleta! ¡Oye!, ¡Que duele!

Conectados: Capítulo 26

 –No te dejaría sola ni un segundo, y estoy seguro de que te desenvolverías muy bien; eres una persona muy abierta.


Paula lanzó los brazos al aire.


–Sigues sin escucharme. Lo que necesitas es a una chica sofisticada y esbelta, como esa rubia despampanante con la que estaba tu hermano Federico.


Pedro frunció el ceño y enarcó las cejas.


–¡Ah, te refieres a Tamara! La encantadora Tamara… Sí, bueno, necesitábamos una recepcionista para el turno de mañana y es la que nos habían mandado de la agencia. Una chica estupenda, pero no sabe ni lo que es un albarán, y sus aptitudes no van más allá de hacerse la manicura mientras responde el teléfono, y el otro día se echó a llorar cuando mi hermano se puso a dictarle una relación de los medios que cubrirán la entrega de premios para que se pusiera en contacto con ellos para coordinarnos. ¡Lloraba a moco tendido!


–¿Quieres parar? –le pidió Paula, a quien le estaba entrando la risa–. Me da igual; yo no tengo cuerpo de modelo. Solo soy una chica normal y corriente, del montón. Y el solo imaginarme andando por una alfombra roja con los objetivos de las cámaras apuntándome hace que me entren palpitaciones –murmuró apoyando la espalda en la barandilla y cerrando los ojos.


–Paula… –la llamó él con esa voz aterciopelada. Ella abrió los ojos vacilante, y lo vió avanzando hacia ella con una mirada tan intensa que por instante se olvidó hasta de respirar–. Tú no eres una chica del montón –dijo deteniéndose ante ella–. Solo nos hemos visto un par de veces, pero puedo decirte que eres una de las mujeres más extraordinarias que he conocido. Y en cuanto a lo de que no tienes un cuerpo de modelo… –sus labios se curvaron en una sonrisa que hizo que una ola de calor aflorara en su vientre–. Yo no quiero una mujer con cuerpo de revista; quiero una mujer real.


De pronto a Paula le pareció que había subido la temperatura, y se había hecho un silencio tal que podría haberse oído una mosca.


–¿Todavía estamos hablando de lo de acompañarte a esa entrega de premios? –murmuró finalmente, con las mejillas ardiendo.


–¿Tú qué crees? –le respondió él, reprimiendo una sonrisa.


Paula inspiró lentamente, tratando de pensar con claridad, aunque con Pedro mirándola así era imposible.


–Necesito a una chica a la que el ridículo juego de la fama le tenga sin cuidado, pero que sea lo bastante educada como para no decírselo a esa gente a la cara. Con una chica así tal vez sería capaz de sobrevivir a la velada sin darle un puñetazo a alguien y sin abochornar a Federico. Y esa chica eres tú, Paula –murmuró Pedro mirándola a los ojos, mientras le acariciaba el dorso de la mano con el pulgar–. Dí que sí, y a cambio te prometo que haré todo lo que pueda para ayudarte con tu carrera.


Paula frunció el ceño.


–¿Qué quieres decir? Tú no sabes nada de mi carrera.


Federico se encogió de hombros.


–Reconozco la pasión y el talento cuando los veo, y por lo que me has contado, hasta ahora no has tenido la oportunidad de hacer tu sueño realidad. Esas tarjetas hechas a mano que me has enseñado son solo el principio, Paula. En Cory Sports contratamos a diseñadores que siempre están buscando nuevos talentos, como tú.


–Así que, para convencerme de que te acompañe, estás intentando sobornarme, ofreciéndote a ayudarme a dar salida a mis diseños. ¿Es eso lo que estás diciendo? –le preguntó Paula atónita.


–Efectivamente –contestó él asintiendo.


–Debería darte vergüenza.


–Pues no me da ninguna porque lo digo muy en serio. No tengo muy a menudo la posibilidad de ayudar a una chica a hacer realidad sus sueños, y en este caso me encantaría poder hacerlo. ¿Qué me dices?


Ella se humedeció los labios con la lengua, como si estuviera pensándoselo. «Ahora o nunca», pensó Pedro.


–Solo serán unas horas. Y por supuesto, como mi acompañante, te agasajaré con todos los lujos que puedas imaginar.


Paula esbozó una sonrisilla.


–¿Por qué no lo habías dicho antes? Casi he olvidado lo que es que la agasajen a una.


–Entonces, ¿Vendrás conmigo? Es el sábado de la semana que viene. La ceremonia empieza a las ocho de la tarde –Pedro se inclinó y la besó en la frente, y luego en la sien–. ¿Sí? Estupendo –le susurró al oído, antes de mirarla con una sonrisa de oreja a oreja–. Va a ser una noche memorable.


Y de pronto, sin previo aviso, le dió un abrazo tan fuerte que casi la dejó sin aire, y luego dio un paso atrás y se frotó las manos.


–Muy bien, y ahora, a lo importante –le dijo–: Tú me has dedicado parte de tu tiempo para enseñarme esas maravillosas obras de arte que tanto te fascinan. Lo menos que puedo hacer es darte a cambio una idea de por qué a mí me apasiona el surf. Así podrás seguirme cuando hable en la entrega de premios. 


–¿Qué?, ¿Vas a llevarme a hacer surf? –inquirió ella, mirándolo sorprendida.


–Me temo que, en esta época del año, para eso tendría que raptarte y llevarte a Tenerife. No, estaba pensando en algo que podamos hacer sin tener que irnos tan lejos. Ya te llamaré cuando lo tenga preparado –le explicó Pedro, y llevó sus manos a los labios para besarle los nudillos antes de soltarlas–. Creo que nos da tiempo a repasar una última vez tu propuesta de negocio antes de esa reunión, ¿No? Vamos, los vas a deslumbrar –le lanzó una sonrisa y la tomó de la mano para arrastrarla con él hacia la escalera.