martes, 30 de junio de 2020

Chocolate: Capítulo 4

Pedro caminaba a toda velocidad por la acera, con la bolsa de los bombones de Sofía en una mano y su maleta en la otra. Iba a llegar tarde a su almuerzo con Mariana, pero había merecido la pena conocer a Paula y a Sofía, ambas encantadoras. Las cosas habían cambiado mucho en el mundo de los artesanos del chocolate si había que tomar a aquellas dos mujeres como ejemplo. La mayoría de los chocolateros que él conocían eran hombres de cierta edad, muy profesionales, a los que nunca se les habría ocurrido vender pechos de chocolate. Una pena. Aquellas dos mujeres estaban en lo cierto. El chocolate era un placer. Debería ser algo divertido. A él le iba a encantar compartir aquellos conejos con Camila y Mariana.


Se miró en un escaparate e hizo un gesto de decepción. Se pasó una mano por la barbilla. No tenía muy buen aspecto. Apenas había dormido poco en los últimos días para ocuparse de la recolección del cacao. Tal vez debería haberse tomado tiempo para asearse y afeitarse en el aeropuerto antes de dirigirse al centro de la ciudad. Mariana podría perdonarle por no tener la clase de corte de pelo y el sentido del buen gusto a la hora de vestir de su novio, pero no le gustaría que él se presentara en una elegante galería de arte con un aspecto desaliñado. Además, ella le había pedido que fueran a almorzar juntos antes de que Pedro fuera a recoger a la niña al colegio. Una sonrisa le iluminó el rostro. Podría haber sido un idiota en muchos aspectos, pero había hecho algo maravilloso al casarse con Mariana y traer juntos al mundo a un hermoso rayo de sol como Camila Alfonso. Tenía casi ocho años, era muy lista y muy guapa. Algunas mañanas, cuando estaba lloviendo a mares, las semillas de cacao se estaban pudriendo y a Pedro le suponía un gran esfuerzo poder pagar los sueldos de sus trabajadores, solo ver la foto de la niña sobre la mesilla de noche le daba fuerzas suficientes para ponerse a trabajar. Camila era la razón por la que luchaba para conseguir que su plantación de cacao orgánico fuera un éxito. Ella era su inspiración, su motivación y la razón por la que aguantaba, aunque tuviera que dejarla a ella con su madre en Londres durante la mayor parte del año.  Él nunca se había sentido cómodo en aquella fabulosa ciudad, con el ruido y el bullicio de personas y del tráfico. Su hogar estaba en la selva del Caribe, en la plantación en la que él se había criado.



Por fin, vió la entrada a la galería de arte. Minutos más tarde, recorría con la mirada el concurrido restaurante hasta que vio a la mujer que había sido su esposa sentada a la mejor mesa de todo el restaurante. Mariana Fernandez Alfonso llevaba un vestido de lino color caramelo, sandalias doradas y joyas de oro. El cabello, largo y liso, le caía como una cascada por los hombros. Era elegante y sofisticada. Sin embargo, para él siempre sería la estudiante universitaria que, con su mochila, había entrado en la plantación porque se había perdido. Pedro perdió la cabeza y el corazón el mismo día. Aquella era la mujer que había soñado con dirigir una plantación de cacao en las Indias Occidentales bajo el sol caribeño. Desgraciadamente, todo había salido mal. Ella no tardó en darse cuenta de que su futuro estaba en Londres. Le dijo que podía volverse a Inglaterra con ella o quedarse en Santa Lucía con su único y verdadero amor: la plantación. Mariana solía decir de la plantación que era la amante con la que ella no podía competir. Tenía razón. Pedro había sacrificado su familia por esas tierras. Razón de más para asegurarse de que la finca salía adelante.

Chocolate: Capítulo 3

Los dedos se deslizaron sobre los labios de Pedro y, durante una fracción de segundo, él sintió un vínculo que era tan primitivo y elemental que tuvo que ocultar su incomodidad centrándose en la comida. Chocolate orgánico. La causa de muchos problemas, pero había pasado tanto tiempo…

—¿Qué le parece? —le preguntó ella, sin saber que era la responsable de la incomodidad que se había apoderado de Pedro—. Para las fiestas de adultos, pongo las pasas a remojo en alguna bebida alcohólica, pero estas cajas de conejo son de zumo de manzana. Parece irle bien.

Pedro mordió la pasa.

—¡Vaya! —exclamó—. Tengo que reconocer que estoy más que acostumbrado al chocolate amargo, por lo que esa cantidad de azúcar me choca un poco. Además, estoy tratando de persuadir a mi hija para que no coma demasiado dulce, así que espero que me perdone si solo me llevo unas poquitas pasas.

—¿Cómo dice?

—No quiero ser el responsable de una tropa de niñas de ocho años que se pongan hasta arriba de azúcar y de aditivos.

Sofía lanzó un silbido mientras pasaba junto a ellos con una bandeja vacía.

—Metedura de pata. Terreno peligroso. Acaba de decir la palabra prohibida, que empieza por A. Prepárese para agacharse.

Pedro se volvió a mirar a Paula. Vió que a ella se le había acelerado la respiración y que tenía los ojos entornados. Cuando respondió, su voz tenía un tono que resultaba inconfundiblemente gélido.

—En primer lugar, el único aditivo que uso en mi chocolate son frutas y azúcares orgánicos. En segundo lugar, las pasas son dulces. Y los niños las adoran. He probado utilizando solo chocolate e, inevitablemente, se quedan siempre en el plato.

—Es una pena —replicó él mientras tomaba una segunda pasa y se la colocaba debajo de la nariz—. Ni siquiera puedo oler el sutil sabor del chocolate. Tal vez debería probar con un cacao menos amargo. Así, podría recortar el azúcar y seguiría teniendo el sabor del chocolate. Una variedad más suave funcionaría muy bien.

La morena se quedó boquiabierta durante un instante. Luego, levantó la barbilla y se cruzó de brazos.

—¿De verdad? Siga, por favor —replicó ella con una voz falsamente engañosa—. Me fascina escuchar cómo puedo mejorar la receta para el rebozado de chocolate en la que llevo trabajando más de seis meses. En realidad, me muero de ganas por saber qué otros valiosos consejos podría usted darme.

Pedro se aclaró la garganta. Se había vuelto a equivocar, pero le encantaban los desafíos.

—Simplemente estoy diciendo que ese rebozado podría no ser el más acertado para fruta seca. Y estamos hablando de un chocolate orgánico de muy buena calidad, ¿Verdad?

Paula no tuvo que responder. En ese momento, Sofía se echó a reír mientras servía a un joven muy elegantemente vestido cuatro de los pechos que Pedro había estado oliendo.

—Por supuesto que sí —afirmó Sofía—. Y me cuesta una fortuna todas las semanas. Sin embargo, Paula insiste en que nuestro chocolate tiene que ser el mejor. Su dinero no se verá desperdiciado. Y tú, señorita —le dijo a Paula—, tienes que estar en otro lado ahora, así que lárgate. Yo me ocuparé de tu amigo. Y gracias de nuevo por ayudarme.

Paula miró el reloj y contuvo el aliento.

—Si el reloj va bien, estoy frita —dijo mientras le entregaba la bandeja de los conejitos a Pedro—. Espero que su hija tenga una fantástica fiesta de cumpleaños. A pesar de todo ese chocolate tan dulce que, seguramente, le picará los dientes. Adiós.

Con un rápido movimiento, se desató el delantal, tomó el bolso y se marchó del puesto antes de que Pedro tuviera oportunidad de responder. Casi no había recuperado los sentidos cuando miró a su alrededor y se encontró delante de la rubia que lo observaba con las manos enguantadas, como un cirujano a punto de operar.


—Hola otra vez. Me llamo Sofía. ¿Con qué otros deliciosos bombones puedo tentarle hoy?

Chocolate: Capítulo 2

Un recuerdo se apoderó del pensamiento de Pedro. Chispeante champán, faldas y danzas escocesas en una pequeña y fría sala que los padres de Mariana escogieron para su boda. A pesar de celebrarse en junio, el día de la boda resultó ser frío, húmedo y ventoso, pero a él no se lo había parecido ni por un solo instante. Los dos habían sido tan jóvenes y tan idealistas, con maravillosos sueños sobre la vida que iban a llevar en Santa Lucía. Era una pena que la dura realidad de la vida hubiera hecho añicos ese sueño demasiado pronto. Un grupo de mujeres que buscaban algo muy especial para una fiesta lo empujaron suavemente. Después de que él las atendiera cuando se disculparon por ello, Pedro se dió cuenta de que la morena seguía esperando a que él le diera una respuesta.

—Bueno, pues usted dirá —le dijo ella con una sonrisa—. Hace un instante, parecía estar muy lejos de aquí.

—Usted me hizo recordar mi propia boda. Y tenía razón. El mes de junio puede ser un mes maravilloso para casarse. Muchas gracias —dijo mientras la observaba con una triste sonrisa.

—Es parte de mi trabajo. Y… bueno —comentó ella señalando con la cabeza la bandeja de pechos—. ¿Cuántos quiere? Un par es lo normal, tres es algo escandaloso y cuatro resultaría demasiado avaricioso, pero usted me dirá.

Pedro la miró. La miró de verdad. Ella acababa de dar un paso al frente para situarse bajo el sol y acababa de darse cuenta de que ella no tenía el cabello castaño, sino de un rojizo profundo y lo suficientemente largo como para enmarcarle perfectamente el rostro. Un par de ojos verdes lo observaban y, bajo la mirada de Pedro, la boca de aquella mujer sonreía y creaba un triángulo de suaves líneas de expresión desde la barbilla hasta las mejillas. De algún modo, él pudo apartar la sensación de fracaso y arrepentimiento por la ruptura de su matrimonio y disfrutar del momento.

—Estoy seguro de que sus… sus pechos son deliciosos —dijo Pedro, provocando un murmullo entre las demás dientas—. Me refiero a los pechos de chocolate, por supuesto, pero a mí solo me gusta el chocolate orgánico muy puro. Cuanto más puro mejor.

Ella pareció muy desilusionada, lo que hizo que Pedro se sintiera inmediatamente culpable por haberle hecho perder el tiempo cuando, en realidad, no deseaba comprar nada.

—Aunque hay algo con lo que sí podría ayudarme.

—¿De verdad? —preguntó ella levantando las cejas—. Me resulta difícil creerlo, considerando que ni siquiera mis pechos pueden tentarle.

Cuando ella sonrió, Pedro se fijó que ella tenía la punta de la nariz algo pelada y que estaba cubierta de pecas. Cabello rojo, ojos verdes y pecas. No podía ser. Maldita sea. El corazón comenzó a latirle un poco más rápido, lo suficiente para que él apartara la mirada y fingiera observar los carteles que había en el puesto. Evidentemente, estaba mucho más cansado de lo que había pensando si la sonrisa de una mujer podía amenazar con encender los interruptores que había apagado muy categóricamente unos años atrás. Nada de novias. Ya había sacrificado un matrimonio por su obsesión con el cultivo del cacao y no tenía intención de volver a pasar por lo mismo. Tosió rápidamente para cubrir su rubor antes de responder a la pregunta que ella le había hecho.

—¿Tiene algo para una fiesta infantil de cumpleaños? Mi hija va a cumplir ocho la semana que viene.

—Ah, un hombre de familia —replicó ella con voz más suave. Los hombros parecieron relajársele—. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Hemos vendido la mayor parte de nuestros chocolates para niños a primera hora de la mañana, pero deje que mire a ver si me quedan algo con forma de animales —dijo. Volvió a agacharse para buscar entre las cajas de plástico—. ¿Ositos o conejitos? —le preguntó mientras rebuscaba—. ¿Chocolate blanco o chocolate con leche? Ah, también tengo pasas rebozadas con chocolate negro, aunque nosotros las llamamos cajas de conejo. A los niños les encanta. Yo le recomendaría los conejos.

Sacó una bandeja y se dirigió hacia Pedro para que él viera su contenido. Se trataba de unos preciosos conejitos de chocolate con leche, con orejas de chocolate blanco teñidas de rosa.

—Son maravillosos. Me los llevo todos. Y una bolsa de las pasas. ¿Le importa que pruebe uno, Paola…?

—Por supuesto que no. Y me llamo Paula, no Paola —respondió ella mientras le ofrecía una pequeña bandeja de pasas con chocolate—. A Sofía y a mí nos encanta ocuparnos del catering para fiestas infantiles. Son tan divertidas… —dijo guiñando el ojo—. Sería un maravilloso regalo de cumpleaños. Esa niña sería la envidia de todas sus amigas.

Pedro estaba a punto de decirle que él era el dueño de una plantación de cacao en Santa Lucía, por lo que las amigas de Camila ya creían que tenía un montón de barritas de chocolate guardadas en el armario de su dormitorio cuando Paula tomó una de las pasas y, sin dudar ni pedir permiso, se la metió a él en la boca.

Chocolate: Capítulo 1

¡Haz que tu despedida de soltera sea muy especial con miembros masculinos realizados con chocolate de primera calidad!

Pedro Alfonso se detuvo en seco y contempló atónito el cartel que decoraba la parte superior del puesto en el que se vendían Los increíbles chocolates de Sofía. Especialidad en bombones para fiestas.

Estaban en el centro de Londres y el catering para fiestas era un negocio en auge, pero lo de «miembros masculinos»… Aquello era lo último que Pedro hubiera esperado ver en una feria de comida orgánica. Se asomó por encima de las cabezas de las mujeres que se arremolinaban alrededor del puesto para probar las muestras antes de realizar su selección. No quería pensar lo que harían con lo que eligieran cuando llegaran a casa, pero no se podía negar que el puesto estaba haciendo mucho negocio para tratarse de un lunes a la hora de comer. Miró rápidamente el reloj digital que había encima de la entrada del metro. Disponía de veinte minutos como mucho para encontrar la galería de arte en la que había quedado con Mariana, su ex esposa, para almorzar, pero podía utilizar parte de ese tiempo para descubrir lo popular que se había hecho el chocolate orgánico desde la última vez que había ido de visita a Londres. Cuando consiguió acercarse un poco más, se dió cuenta de que una rubia menuda y vivaracha era la dueña del puesto. Quedaba completamente oculta tras la oleada de clientes que no dejaban de agitar su dinero y de señalar impetuosamente las bandejas en las que descansaban las figuras, que tenían un tamaño muy natural y resultaban muy correctas anatómicamente.

La rubia llevaba una camiseta con las palabras «Los bombones de Sofía» impresas en el pecho. En cualquier otro lugar, con gente diferente, aquellas palabras podrían tener un doble sentido, en especial porque la camiseta era algo estrecha para una mujer de busto considerable. ¿Sería ella Sofía? Los dulces parecían estar vendiéndose muy bien. Pedro por fin encontró un hueco en la fila. Si el chocolate orgánico que él iba a fabricartuviera una acogida tan entusiasta, no tendría que volver a preocuparse del futuro de su plantación de cacao en Santa Lucía. En realidad, los miembros masculinos no eran exactamente lo que él buscaba para conseguir ingresos extra, pero…

La rubia lo miró, parpadeó dos veces y luego sonrió.

—¡Hola, guapo! ¿Estás buscando algo para tu despedida de soltero? Precisamente tengo lo que necesitas —dijo. Se inclinó sobre el mostrador y sacó una bandeja de bombones que dejaron a Pedro sin aliento—. Es tu día de suerte. Tenemos una oferta especial en todas las partes del cuerpo. ¿Cuántos quieres?

Pedro tosió cortésmente antes de negar con la cabeza.

—Mmm, gracias, pero no necesito dedos de los pies de chocolate hoy, aunque estoy seguro de que están deliciosos. No obstante, ¿le importaría si le hiciera algunas fotografías a su puesto? Ciertamente es… diferente.

—¡Paula! Un caballero quieres hacerles unas fotos a tus bombones. ¿Te parece bien?

Pedro miró por encima del hombro de la rubia y vió a una morena que llevaba uniforme de cocinera. Estaba rebuscando algo entre las cajas. Cuando la morena miró a Pedro, sonrió y sus mejillas se tiñeron de un suave rubor. Cuando habló, no obstante, su rostro parecía animado y alegre.

—Solo si compra algo —replicó. Entonces, se acercó a Pedro y le ofreció una caja de semicírculos de chocolate color rosado con la forma de senos, que contaban con un círculo de caramelo en el centro. Un grano de cacao proporcionaba mayor realismo—. También las tengo de moca, si las prefiere. O tal vez la encantadora Sofía pueda tentarle con una caja de cada sabor. Por supuesto, todas están realizadas con chocolate orgánico confeccionado por una servidora.

La morena le ofreció la caja a Pedro. Casi sin querer, él cerró los ojos e inhaló el delicioso aroma del chocolate.

—¡Vaya! Ese chocolate huele fenomenal. ¿Lleva también un toque de frambuesa?

—Coulis de frambuesa orgánica y extracto de vainilla. Ahora, dígame si quiere comprarlo porque estoy vendiendo los pechos muy bien para las fiestas de despedida de soltero y de soltera. Junio es un mes maravilloso para casarse, ¿No le parece?

Chocolate: Sinopsis

Cuando el chocolate no es suficiente.


Tan solo con probar los deliciosos bombones de Paula Chaves, Pedro Alfonso quedó enganchado. La peculiar chocolatera era la persona idónea para sacar el mejor partido al cacao de su plantación.


Paula siempre había soñado con tener su propia chocolatería y, con la oferta de Pedro, podría conseguirlo. Sin embargo, se sentía muy turbada por su presencia. La vida le había enseñado que era más seguro dejarse llevar por los placeres del chocolate que por los de las relaciones sentimentales.  Además, no quería estropear su sueño. No debía sentirse tentada por algo incluso más dulce que el chocolate…

jueves, 25 de junio de 2020

Dulce Amor: Epílogo

Paula entró en casa y sonrió al escuchar los martillazos, seguidos de una palabrota y luego más martillazos. Subió al piso de arriba, siguiendo el sonido hasta la habitación al final del pasillo… Y dejó escapar una exclamación al ver que donde había habido una vieja moqueta por la mañana, ahora había suelos de madera. Y unas cortinas con jirafas de color malva y leones verdes colgando de una barra torcida. Pedro estaba en el suelo, con un manual de instrucciones delante de él, la cuna en un millón de partes a su lado. Moisés observaba desde la esquina donde Duquesa lo tenía atrapado. La gata levantó una pata para decirle quién era la jefa, y Moisés miró a Paula con cara de sufrimiento mientras movía la cola a modo de saludo. Pedro levantó la cabeza. Tenía serrín en el pelo y su sonrisa hizo lo que le había hecho desde el momento que dio el «sí, quiero»: Que su corazón se llenase de amor.

—¿Sabes una cosa…? —murmuró él, mirando de nuevo las instrucciones—. Recuerdo que una vez pensé que un hogar era un sitio de descanso. Pues era un error, no he tenido un momento de descanso desde que compramos esta vieja casa. Y era cierto, pero lo decía con afecto, con cariño.

Había tirado los muros del piso de abajo para darle a la casa un aspecto moderno que era la envidia de todo el vecindario, y especialmente, de su hermana Carolina, que vivía dos casas más abajo. Pedro no era un carpintero profesional y a veces tenía que intentarlo dos o tres veces para conseguir que las cosas estuvieran más o menos bien. El hecho de que a él le gustase tanto cuando era tan malo, hacía que Paula sintiera tanta ternura que casi le dolía. Aquel hombre que odiaba el fracaso se había convertido en alguien tan seguro de sí mismo, y en su amor incondicional por él, que fracasaba regularmente y luego se encogía de hombros. En eso era en lo que el amor lo había convertido: En un hombre que aceptaba su humanidad. Y Paula adoraba eso.

—No tenías que empezar con el cuarto de los niños todavía… —le dijo, revolviendo su pelo para quitarle el serrín—. Descubrimos que estaba embarazada hace dos días, tenemos mucho tiempo.

—Ya conoces el dicho: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy» —replicó él—. Además, me han pedido ayuda para solucionar un caso en Green Bay y ya me conoces: Una vez que me ponga con eso no tendré tiempo para nada más.

Pedro sacudió la cabeza con buen humor, aceptando que era obsesivo cuando se trataba de su trabajo. Paula lo conocía bien, y aceptaba esa parte de él que quería arreglar todo lo que estaba mal en el mundo. Pero había una gran diferencia: ahora volvía a la luz después de pasar un tiempo en la oscuridad. Y dejaba que el amor lo curase.

—¿Y si las cosas no fueran bien? Es mi primer embarazo y nunca se sabe. Por eso deberíamos dejar la habitación para el último momento.

Pedro sonrió.

—Todo va a ir bien —le dijo, con tal seguridad, con tal convencimiento, que Paula lo creyó.

La asombraba que su marido, que una vez no había sido capaz de creer que la vida pudiera ser algo maravilloso, estuviera tan comprometido con un final feliz. Pedro ya veía a su hijo en aquel cuarto y lo amaba con todo su corazón.

—Me encantan las cortinas —dijo Paula—. ¿Dónde has encontrado la tela?

—La barra está un poco torcida, pero la arreglaré. Y he comprado la tela en Babyland.

—¿Has ido a Babyland? —preguntó ella, incrédula.

—¿Por qué te sorprende?

—No es un sitio donde se reúnan expertos en homicidios o el nuevo comisario de policía de Kettle Bend. Te van a tomar el pelo.

—No se lo cuentes a tu amiga Jimena, pues no puede mantener la boca cerrada. ¿Me pasas el destornillador?

Paula se lo pasó.

—¿Vas a ir al desfile mañana?

—Sí, claro. Al desfile, a la merienda, a los fuegos artificiales… ¿Estás decepcionada con el nuevo formato de las fiestas?

Aquel año habían decidido que se celebrarían en un solo día, el cuatro de julio, y no como los dos años anteriores.

—No, qué va —respondió Paula—. Costaba mucho organizar cuatro días de fiesta y era difícil encontrar voluntarios para hacer todo el trabajo. Sé que mi idea era una exageración…

—No, Paula, tú has salvado al pueblo.

—Eso no es verdad.


Pero lo había salvado a él, pensó. De alguna forma, había encontrado valor para rescatar a Pedro Alfonso.

—¿Cómo que no? Cuando le vendiste tu negocio a esa gran empresa y ellos compraron la vieja fábrica en la calle Mill, crearon puestos de trabajo. Ochenta ni más ni menos. Y esos artículos que escribes en Viajes y Pueblos Con Encanto han hecho muchísimo por Kettle Bend. Ahora tenemos más tiendas y más residentes en el pueblo… Por eso Jonathon va a abrir una consulta aquí. Así no tendrá que ir a Madison todos los días.

—Y luego está nuestro más famoso ciudadano…

Moisés, que la miraba con cara de adoración, parecía a punto de acercarse, pero como la gata lo vigilaba desde una esquina decidió no hacerlo. El cachorro seguía recibiendo cartas, aunque todos sabían que ya había sido adoptado. El incidente en el río Kettle había capturado el corazón de la gente. ¿Por qué? Tal vez porque hacía que la gente creyese que había personas dispuestas a sacrificarse por aquellos que los necesitaban. ¿Y quién necesitaba a Pedro más que ella? Era una ironía increíble, pensó entonces. Había creído haberlo rescatado cuando era al revés. Los últimos dos años habían sido más maravillosos de lo que hubiera creído posible. Paula despertaba cada mañana sintiéndose abrumadoramente feliz.

—Soy la mujer más afortunada del mundo —le dijo, acariciando su cara—, porque te enamoraste de mí.


Pedro sonrió.


—No es que me enamorase de tí, señora Alfonso…


—Ah, vaya momento para decírmelo, cuando me has dejado embarazada — bromeó ella.


—Lo que quiero decir es que no podía hacer otra cosa, era inevitable. Te ví y… tuve que entregarte mi corazón.


Pedro puso una mano en su abdomen, aunque aún no se notaba el embarazo, y Paula cerró los ojos, segura de haber sentido esa nueva vida moviéndose dentro de ella. Había una gran felicidad en la simplicidad de los momentos que compartían y que los llevaban hacia un maravilloso futuro.






FIN

Dulce Amor: Capítulo 44

A la hora del almuerzo comieron hamburguesas con aros de cebolla y algodón dulce como postre. Y después subieron a la noria y se besaron sin parar mientras daban vueltas. Luego, cuando empezaba a ponerse el sol, volvieron a casa para ponerse ropa cómoda y tomar una manta antes de unirse a la gente a la orilla del río Kettle para ver los fuegos artificiales. Había familias con niños, parejas, adolescentes riendo o bebiendo cerveza hasta que vieron al oficial Alfonso… Y escondieron las botellas. Se tumbaron sobre la manta y cuando empezó a hacer fresco se envolvieron en ella. Y poco después empezaron los fuegos artificiales. Era exactamente lo que Pedro sentía: Como si estuviera explotando de alegría, de felicidad. Pero el pobre perro estaba aterrorizado y se metió bajo la manta con ellos, temblando. Paula apoyó la cabeza en el pecho de él mientras intentaba calmar al animal acariciando sus orejas. Paula Chaves siempre había creído que podían ocurrir cosas buenas si uno lo deseaba lo suficiente. ¿Y quién era él para decir que estaba equivocada? Ella había conseguido aquel milagro. El pueblo entero y una innumerable cantidad de turistas estaban viendo los fuegos artificiales de Kettle Bend… Por ella. Porque había creído en su visión, porque había confiado en un sueño. Y lo había rescatado a él porque había creído en algo en lo que habría sido más sensato no creer. Su forma de ver la vida no le había dado felicidad, la de ella sí. Ser reservado y escéptico, esperar lo peor de todo el mundo, no le había aportado nada. De modo que iba a intentarlo a su manera. De hecho, sabía que iba a intentarlo a su manera durante mucho tiempo. Los fuegos artificiales explotaron en el cielo creando miles de fragmentos de luz que se reflejaban en las tranquilas aguas del río.

—Voy a ponerle un nombre al perro —dijo Pedro entonces.

Paula se volvió para mirarlo con una sonrisa en los labios.

—¿Qué nombre?

—Moisés.

—¿Por qué?

—Porque lo encontré flotando en el agua y porque me llevó a la tierra prometida.

—¿Qué tierra prometida? —preguntó Paula.


—Tú.
En ese momento, estallaron los primeros fuegos artificiales. Paula lo miró, con los ojos llenos de lágrimas, y alargó una mano para tocar su cara en un gesto lleno de ternura y de amor. Pedro sabía que no volvería atrás. Podía ser fuerte, pero no tanto como para sobrevivir sin ella.

—Cásate conmigo… —susurró, mientras las chispas de colores iluminaban el rostro de Paula.

—Sí —respondió ella.

Cuando sus labios se unieron, explotó la traca final, llenando el cielo de colores. Y mientras las chispas se desintegraban, perdiéndose en un cielo oscuro, sonó un atronador aplauso. Para Pedro, era como si todo el planeta estuviera celebrando aquel momento. Aquel milagro. Que un hombre y una mujer se unieran, que tuviesen el valor de decir que sí a lo que se les ofrecía. Tal vez toda la creación celebraba aquel momento en el que la magnífica fuerza que sobrevivía a todo lo demás, la que triunfaba sobre todo, estaba en la manera en la que un hombre y una mujer se miraban a los ojos.

Dulce Amor: Capítulo 43

—No soy una ingenua.

—Yo lo he vivido y sé que no es cierto, el amor no gana siempre.

Paula bajó del brazo del sillón para sentarse en sus rodillas.

—Te quiero —le confesó, mirándolo a los ojos—. Te quiero y nunca dejaré de hacerlo. He venido a buscarte, Pedro Alfonso, y eso significa que el amor gana siempre.

—Eres una inocente… —murmuró él, sin tocarla, pero sin apartarse.

—¿Creías que iba a quererte menos por lo que me has contado? Pues te equivocas, ahora me importas más.

Pedro la miraba como buscando algo en sus ojos… Y por fin la apretó contra su pecho, enterrando la cara en su cuello.

—Deja que lleve esa carga contigo… —susurró—. Solo no puedes, pero entre los dos sí podemos hacerlo.

Lo sintió temblar entonces.

—Muy bien… —musitó.

Y por fin, Paula dejó escapar un suspiro, sus lágrimas de alegría mezclándose con las de Pedro.

—¡Aventura de verano! —estaba gritando Pedro—. La mejor mermelada del mundo… Cura los corazones rotos.

—No puedes decir eso —lo regañó Paula, riendo.





Pedro estaba ayudándola en el puesto del mercadillo el último día de las fiestas. Habían estado juntos desde que le contó la verdad sobre su vida, desde que Paula se ofreció a llevar esa carga con él. No podían separarse. No se cansaban el uno del otro. La noche anterior se habían quedado dormidos en el sofá, hablando en voz baja, haciéndose confidencias hasta que por fin, agotados, se quedaron dormidos. Cuando él despertó por la mañana, con la cabeza de ella sobre su hombro, le había parecido que estaba en el cielo. De modo que Pedro Alfonso, el hermético oficial Alfonso, estaba vendiendo mermeladas en el puesto y pasándolo en grande. No sólo vendía mermeladas, las publicitaba como si fueran un elixir mágico. Se movía entre la gente, yendo de mesa en mesa, de puesto en puesto, besando a los niños… Estaba vivo. ¿Cómo era posible que vender mermelada en un humilde puesto de un humilde pueblo lo hiciera sentir como si estuviese en la cima de una montaña? Como si tuviese toda una maravillosa vida por delante. Se sentía así porque Paula estaba a su lado. Paula, que había escuchado en silencio su secreto y no se había marchado. Paula, que lo había liberado. Así era como se sentía en aquel momento: libre. Como si su soledad hubiera sido una prisión de la que ella lo hubiera sacado. Ella, la pequeña Paula, que no debía medir más de metro sesenta, era tan fuerte que había logrado apartar de sus hombros esa carga tan pesada.

—Perdone, señora, si compra un tarro de mermelada, prometo caminar con las manos.

—¡Pedro!

Pero la señora compró la mermelada, riendo, y Pedro caminó sobre las manos. Y Paula tuvo que reír y aplaudir con los demás.

—Vamos, cariño —dijo luego, poniendo el cartel de "Cerrado" en el puesto—. Seguramente tendremos tiempo para participar en la carrera de sacos.

Más tarde, riendo, uno sobre el otro en el suelo, Pedro se preguntó si eso era ser un adolescente, porque él nunca había podido serlo. La muerte de sus padres había ensombrecido ese momento de su vida en el que debería haber estado riendo, robando besos, y sintiendo que su corazón se aceleraba por una chica en particular. Para Pedro Alfonso, era una increíble bendición vivir ahora esa parte de su vida que había perdido. La de enamorarse. Porque eso era lo que le había pasado desde el momento en que conoció a Paula Chaves. Por fin, Paula y él consiguieron levantarse y llegar a la meta los últimos. Pero la multitud aplaudió de toda formas cuando se besaron… Y siguieron haciéndolo durante varios minutos.

—Creo que podríamos ganar la competición del huevo y la cuchara —sugirió.

—Lo dudo —dijo Paula.

—Vamos a intentarlo de todas formas. Me gusta besarte cuando perdemos… — murmuró él, moviendo cómicamente las cejas.

—A mí también.

Dulce Amor: Capítulo 42

—Y luego me contó que su pandilla no había matado a los Algard, que estaba asqueado por lo que había visto. Me dijo que estaba buscando en el sitio equivocado y que él iba a descubrir quién lo había hecho. ¿Y sabes qué? Lo hizo. Tenía contactos y podía intimidar a la gente del barrio para sacarles información, algo que yo no podía hacer. Fue humillante para nosotros que encontrase al culpable enseguida. Según Lucas, el asesino era el hermano del padre. Había sido una simple pelea familiar.

—¡Dios mío…!

—Me dijo que él se encargaría de todo y fue entonces cuando vi la delgada línea que separa el bien del mal. Fue entonces cuando descubrí que yo era tan malo como esos asesinos a los que detenía. Porque quería venganza por esa familia, por esos niños que nunca irían al colegio, que nunca volverían a jugar con sus padres — Pedro apretó los labios—. Ya no confiaba en el sistema. Había trabajado en doscientos once casos y no siempre encontrábamos a los culpables, pero en este caso necesitaba hacerlo.

—¿Y qué pasó? —preguntó Paula.

—Lucas me dió veinticuatro horas. Me dijo que si yo no lo había encontrado en veinticuatro horas, lo haría él.

—Y tú dejaste que lo hiciera.

—No, hice lo que debía: detuve al asesino y conseguí una confesión completa. Era cierto, había matado a su hermano en una pelea. ¿Y sabes por qué mató al resto de la familia? Porque eran testigos del asesinato. Porque hasta el niño de dos años sabía que había matado a su padre.

—Pero hiciste lo que debías hacer —dijo Paula.

—Las cosas no salieron como yo esperaba —respondió él—. El abogado del asesino consiguió que un psiquiatra lo declarase perturbado mental y salió de la cárcel. Apenas estuvo unos meses en prisión y yo no podía dejar de pensar en esos niños inocentes… No podía dejar de pensar que había perdido la oportunidad de apartar a ese canalla de la sociedad.

—¿Y sigue en la calle?

Pedro negó con la cabeza.

—La ley no pudo hacer nada, pero se encontró con la justicia de la calle. Yo sabía quién lo había matado, de modo que hice mi trabajo: Detuve a Lucas y lo llevé ante la justicia. Tenía veintitrés años y le cayó cadena perpetua. ¿Pero sabes lo que me dijo?: «Ha merecido la pena». Y ese fue el fin para mí como detective. ¿Quiénes eran los buenos y quiénes los malos? Sentía que había fracasado en todo, como policía, como marido, como hijo…

—Eso no es cierto.

Paula seguía queriendo creer lo mejor de él aunque había escuchado lo peor. ¿Por qué no se apartaba? ¿No se daba cuenta de que era un hombre que había perdido la fe de que el bien podía triunfar sobre el mal?

—Sí es cierto. La gente que nunca ha tenido que enfrentarse con la violencia no lo entiende. Piensas en ello todo el tiempo, piensas que podrías haber hecho las cosas de otra manera…

—¡No puedes creer que tú puedes proteger al mundo entero, Pedro!

—No, ya lo sé. Pero eso es lo que tienes que saber sobre mí, Paula Chaves. La gente cree que si eres bueno, sólo pueden pasarte cosas buenas. Encuentran consuelo en creer que alguien dirige este mundo, pero yo sé que todo es fruto de la casualidad. Y por eso no puedo estar contigo, por eso no puedo aceptar tu amor. Porque a pesar de haber recibido golpes en la vida, sigues decidida a encontrar lo bueno en los demás. Eres una buena chica, pero yo he caminado entre las sombras durante demasiado tiempo, y no tengo nada que ofrecerte. Con el tiempo, la oscuridad que llevo conmigo apagaría tu luz.

Allí estaba, lo había dicho. Esperó que ella reaccionase, que se levantara para salir de su casa sin mirar atrás, que se llevase el perro. Pero entonces sintió una mano cálida y consoladora en su cuello. Y tuvo que hacer un esfuerzo para mirarla, pero no veía una despedida en sus ojos. Al contrario, en ellos veía lo que llevaba tanto tiempo buscando. Descanso.

Paula miró el rostro angustiado del hombre al que amaba, y de repente, entendió el atractivo mundial de ese vídeo en el que se lanzaba al río para rescatar a un perro. Aquel hombre que decía no creer en el bien, era el más raro de los hombres, uno dispuesto a entregar su vida para proteger a alguien, o algo, más vulnerable y en peligro mortal. Desde la muerte de sus padres, Pedro Alfonso se había opuesto a la maldad del mundo y había entregado su vida intentando proteger a los más débiles. Era lógico que se sintiera como un fracasado. ¿No se daba cuenta de que esa era una labor imposible para un ser humano? Con lágrimas en los ojos, tuvo que reconocer otra verdad: Pedro estaba dispuesto a renunciar a la felicidad para protegerla a ella.

—Tengo que decirte una cosa, Pedro Alfonso… —empezó a decir. Él había cruzado los brazos sobre el pecho, como el guerrero que era, pero ya era hora de que los guerreros volviesen a casa—. Te equivocas del todo. La oscuridad no apaga la luz, es al contrario: La luz aparta la oscuridad. El amor gana, al final el amor gana siempre.

—Eres una ingenua —dijo él bruscamente.

Pero Paula no tenía miedo. Estaba con un hombre bueno que no sabía que lo era, un hombre que había dedicado su vida a proteger a otros. Y aunque fuese lo último que hiciera,  pensaba rescatar a Pedro de sí mismo.

Dulce Amor: Capítulo 41

—He vivido y respirado un mundo tan violento, tan feo, que te rompería el corazón. Estoy intentando decirte que cada caso es una cicatriz para mí. Cada uno se ha llevado un trozo de mi alma y me ha dejado algo dentro. ¿Sabes cuántos casos he llevado?

Ella negó con la cabeza.

—Doscientos doce. Esas son muchas cicatrices, Paula.

Fue un error pronunciar su nombre porque ella lo tomó como una invitación. Se levantó del sofá y se sentó en el brazo del sillón, poniendo una mano sobre su hombro, la otra acariciando su pelo.

—Algunas personas dicen que un cuadro sin sombras no está completo. Tal vez es lo mismo para las personas… —murmuró.

—Estoy intentando decirte que no me conoces.

—Sí, ya lo sé —asintió ella—. Cuéntame más cosas entonces.

No estaba asustándola, y sin embargo, las palabras se peleaban por salir de él, como el agua saliendo de un dique roto.

—En mi último caso en Detroit —siguió Pedro—, cuando pensaba que ya lo había visto todo, que ya había visto lo peor del ser humano, descubrí lo negro que era mi propio corazón. En ese último caso, tuve que enfrentarme conmigo mismo — luego hizo una pausa para mirarla. «No se lo digas. Ahórrale esa fealdad. Dile que se vaya y que no vuelva nunca». Pero ya lo había intentado y no servía de nada. Había intentado desanimarla desde el principio… El único arma que le quedaba era la verdad y tenía que usarla—. Empezó como tantos otros: Los vecinos habían escuchado disparos y cuando llegó la policía nos llamaron de inmediato. Habían encontrado a una familia asesinada. Los Algard habían desaparecido de la faz de la tierra: La madre, el padre, un niño de cinco años, otros de tres y otro de dos.

—¡Qué horror…!

Paula se llevó una mano al corazón. Pero aún no le había contado todo.

—Nos equivocamos —siguió Pedro—. Pensamos que se trataba de una guerra entre pandillas. ¿Quién si no podría haber hecho algo así? Creíamos que estaban intentando enviar un mensaje a todo el barrio para dejar claro que ellos eran los jefes. Entonces, un pandillero se puso en contacto conmigo, un chico muy joven, Lucas. Y mientras hablaba con él, me dí cuenta de que si Carolina no me hubiera salvado de esa vida, ese chico podría ser yo. Era un tipo listo, seguro de sí mismo que no pedía disculpas por formar parte de una pandilla. Según él, estaba protegiendo a su familia. Recuerdo bien sus palabras: «Aquí todos somos soldados. A los que envían a Oriente Medio les pagan dinero por matar gente, a nosotros no».

—¡Qué horror!

Pedro asintió con la cabeza.

martes, 23 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 40

Pedro miró a Paula, que se acercaba por la acera con el perro. Debería haberle dicho que no lo llevase, pero entonces habría adivinado la verdad: que se había encariñado con él. Y si adivinaba eso, podría averiguar la verdad. Encariñarse con algo o alguien debilitaba a un hombre, lo hacía anhelar algo que el mundo no podía darle. Al menos, a él. Pero si Paula pudiese encontrar al hombre adecuado, un hombre como onathon, tal vez habría esperanzas para ella. Sí, un dentista sería perfecto para ella. Aunque pensar en ella con otro hombre lo ponía enfermo, eso era lo que debería pasar. Además, él siempre había sido ese hombre, el que hacía lo que había que hacer. Y lo haría de nuevo. Le diría adiós para devolverla al mundo en el que debía estar, soñando con un vestido de novia, una valla blanca, un niño sobre su pecho…

La mentira de que estaba enfadado porque Bruno Moore se había enterado de que iba a quedarse con el perro no había servido de nada. Porque ella, valiente como siempre, lo había llamado por teléfono. Tenía que contar con la verdad para conseguir lo que no había conseguido con la mentira. Le demostraría quién era en realidad, la asustaría para que volviese a su mundo de mermeladas. «Pero no le gusta hacer mermeladas». No podía pensar en eso, necesitaba reunir fuerzas para decirle adiós.

Pedro abrió la puerta antes de que ella llamase, esperando que sus sentimientos no se reflejasen en su rostro. Paula no podía saber que le encantaba su vestido rosa con lunares de color malva, no podía saber que quería oler su pelo por última vez, no podía saber que tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla y para no acariciar las orejas del perro… No podía saber cómo le daba la bienvenida su corazón. Quería recibirla con una expresión que fuera fría, pero eso no la asustó, y ella hizo lo que había ido allí a hacer, lo más valiente: mostrarse vulnerable.

—Te echo de menos —le dijo, con tímida intensidad.

«Yo también te echo de menos. Es como si me hubieran partido el corazón en dos», pensó Pedro. Pero no dijo nada.

—Pedro, te quiero.

«Yo también te quiero. Tanto, que no puedo hacer lo que deseo hacer». Porque lo que deseaba era rendirse. Quería abrazarla y besarla… Pero amarla significaba dejarla ir. Tenía que asustarla de una vez por todas. Paula merecía un hombre diferente, uno mejor que él.

—Será mejor que entres —le dijo, dando un paso atrás.

El perro no dejaba de gemir, buscando una caricia, y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tocarlo. Verla allí, en el sofá de su salón, le recordaba la primera vez que había ido a buscarlo, cuando se le cayó la toalla. El día que lo acusó de decorar su casa como si fuera la celda de Al Capone… Aquel día que no había terminado nunca.

—Necesito contarte algo —empezó a decir. Ella asintió con la cabeza, esperando, tan ingenua era—. Estuve casado cuando era muy joven y mi matrimonio duró lo mismo que uno de Hollywood… Pero sin el glamour. No te lo conté porque no hay futuro para nosotros, de modo que no tenía sentido —Paula dió un respingo. El brillo de valentía en sus ojos empezaba a desaparecer, reemplazado por uno de inseguridad—. Me contaste que tu prometido había tenido una aventura… Pues bien, yo también la tuve. Eso fue lo que destrozó mi matrimonio.

Paula lo miró, boquiabierta. Tal vez debería dejarla creer que se trataba de una mujer, pensó Pedro. Pero no, eso no sería suficiente para asustarla.

—Mi amante no era una mujer, era mi trabajo como detective. No era sólo un trabajo, era una misión… Mucho peor que una amante —siguió—. Era exigente, se lo llevaba todo, y cuando pensaba que no tenía nada más que dar, me pedía un poco más —Pedro sacudió la cabeza—. Era muy joven entonces y mi mujer también. Ella debería haber sido lo más importante para mí, pero no lo era, y Tamara no lo entendía… Para mí no era sólo otro crimen, otra muerte violenta, era un sueño roto, eran familias destrozadas, era la madre que esperaba angustiada noticias de su hijo desaparecido o la joven esposa embarazada que caía al suelo, rota de dolor, al saber que habían asesinado a su marido. Para mí, descubrir quién lo había hecho era lo único importante, no había nada más. Así era como honraba a los que morían, descubriendo a los responsables o angustiándome cuando no los encontraba.

Suspiró pesadamente, frunciendo el ceño al ver que Paula se había inclinado un poco hacia él para mirarlo a los ojos, sin entender lo que intentaba decirle.

—¿No crees que esa devoción a tu profesión tiene que ver con la muerte de tus padres? —le preguntó—. ¿No tratabas cada caso con tanta intensidad como una forma de compensar esa tragedia?

Pedro no quería mirarla, porque si la miraba, se perdería en sus ojos, olvidaría lo que tenía que hacer. No quería que Paula lo entendiese, quería hacerla ver que vivían en dos mundos completamente diferentes, que ella no podría vivir nunca en el suyo.


Dulce Amor: Capítulo 39

Las fiestas de Kettle Bend iban a ser un éxito. El pueblo estaba lleno de gente, esperando en la ruta del desfile. Y sin embargo, Paula experimentaba una sensación de vacío. El comité le había suplicado que fuese en la carroza, pero ella no quería hacerlo. De hecho, consiguió perderse entre la gente, y ver, sin emoción, a la banda de música seguida de una tropa de payasos. Era un día perfecto, sin nubes. Las calles estaban limpísimas y había flores en las farolas, las tiendas con los escaparates decorados. Kettle Bend nunca había estado más bonito. Miró a la gente que observaba el desfile, pensativa. Era justo lo que había planeado: familias, niños gritando de alegría, abuelos aplaudiendo, algodón dulce, manzanas con caramelo… Pero cuando apareció la carroza del comité, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar. La gente con la que había trabajado para hacer realidad aquello estaba en la carroza, sonriendo, saludando. Se había encariñado con esa gente. ¿Por qué se sentía tan triste entonces? Porque uno no podía convertir un pueblo en su familia. Había aprendido eso en casa de Carolina. El amor era complicado, pero al final merecía la pena porque te convertía en la persona que debías ser.

Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba, y se dió la vuelta sorprendida. Tras ella, un poco a la izquierda, vió a Pedro. Pero estaba seguro de que él no la había visto. Como ella, había decidido mezclarse entre la gente. No iba de uniforme, pero llevaba una gorra y gafas de sol. No quería ser reconocido. No quería hacer el papel de héroe. Nunca lo había querido, ella lo había obligado a hacerlo. Pero ¿Por qué estaba allí?, se preguntó. ¿Sería posible que la echase de menos? Seguramente habría leído en el periódico que el perro abriría el desfile y tal vez sentía curiosidad por ver cómo iba todo. ¿Sería posible que quisiera saber si ella estaba contenta? Claro que eso significaría que le importaba, y su silencio decía todo lo contrario. Aun así, no podía apartar los ojos de él.

Pero cuando escuchó gritos de júbilo volvió la cabeza. El perro iba en un descapotable blanco, con el alcalde de Kettle Bend a su lado, y la gente lo saludaba con aplausos. Entonces el perro vió a Pedro y apoyó las patas delanteras en la puerta del coche, dispuesto a saltar. Afortunadamente, el alcalde consiguió sujetarlo a tiempo por el collar. Paula miró a Pedro, y sintió que lo que quedaba de su corazón se partía en dos al ver su expresión. Se había quitado las gafas de sol y podía ver la verdad en sus ojos oscuros. Podía ver el recuerdo de los momentos que habían pasado juntos, lanzando el frisbee, dándole palomitas al perro esa primera noche, mientras veía un partido de hockey. En los ojos de él vió cuando se perseguían el uno al otro por la cocina de su casa, o paseando a la orilla del río, el perro escondiéndose entre sus piernas cuando tiraba un palo al agua. En sus ojos vió la última noche que pasaron juntos, tumbados en la cama de su sobrino mientras el perro intentaba subirse…

Pedro giró la cabeza de repente y Paula sostuvo su mirada durante unos segundos, desafiante, pero su expresión era indescifrable. Luego volvió a ponerse las gafas de sol, se dió la vuelta y desapareció entre la gente. Ella se quedó inmóvil, atónita por lo que acababa de ver. La verdad. Y supo, como había sabido desde el principio, que iba a tener que ser muy valiente para amar a Pedro Alfonso. El día que fue a buscarlo a su casa con el perro había encontrado valentía para hacerlo. Pues iba a tener que intentarlo de nuevo. Iba a tener que jugárselo todo. Tenía que demostrarle su amor. Pero por el momento, debía dejarlo ir. El mercadillo abría después del desfile, y tenía que ir a su puesto de mermeladas. El mercadillo fue agotador y divertido a la vez. Estaba lleno de gente, y ella iba de un lado a otro ofreciendo muestras de mermelada y guardando en bolsas los frascos que vendía. Un hombre se acercó a ella entonces. Un hombre guapo y bien vestido. Le ofreció una muestra de mermelada y se volvió hacia otro cliente… Pero cuando se volvió, el extraño puso una tarjeta en su mano.

—Llámeme —le dijo, esbozando una sonrisa.

Una vez se habría sentido intrigada por esa invitación. Ahora, sencillamente le devolvió una sonrisa cansada mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo. Y cuando la sacó por la noche tuvo que reírse al leer el nombre de Adrián Hedley bajo el conocido logo de una empresa de mermeladas y confituras. De modo que no estaba interesado en ella, sino en sus productos. Mejor, pensó, porque era hora de descubrir si había alguna esperanza. Cuando vió a Pedro esa mañana en el desfile se había atrevido a esperar que la hubiese… Ahora, mientras marcaba su teléfono, no estaba tan segura. Sabía que él vería su número en la pantalla, de modo que casi le sorprendió que contestase.

—Hola, Pedro.

—Hola, Paula. Enhorabuena por tu éxito —le dijo, con tono impersonal.

Pero que hubiese contestado cuando sabía que era ella era una pequeña victoria. Tenía tantas cosas que decirle… Sentía una terrible soledad al no tenerlo a su lado para compartir su alegría.

—Pedro, tenemos que hablar.

Silencio.

—Muy bien —dijo él por fin.

Lo había dicho con frialdad, pero tendría que ser suficiente por el momento. Paula colgó y se atrevió a albergar una pequeña esperanza, como una luz brillando a lo lejos, guiando a un viajero helado y cansado hacia su casa.

Dulce Amor: Capítulo 38

Pedro no era un hombre que aceptase fácilmente los fracasos y no se sentiría mejor después de haberle confiado los suyos. Pero Paula estaba segura de que había algo importante y profundo entre los dos, y que él la llamaría tarde o temprano. Pero cuando los días se convirtieron en semanas, tuvo que enfrentarse con la posibilidad de que no fuera así. En su casa había muchas pruebas de que los opuestos no siempre encontraban terreno común. El perro y la gata se odiaban. Si había pensado quedarse con el cachorro, como un recuerdo de esos días felices con Pedro, una casa llena de muebles destrozados y jarrones rotos estaba convenciéndola de que no era buena idea. Y recordarlo tampoco lo era. Sentía tal angustia, tal pena cuando se iba a la cama por las noches sin que él la hubiese llamado… No iba a aparecer en su casa para pedirle disculpas. Se había terminado.

Paula hizo lo único que podía hacer para intentar olvidarlo: concentrarse en el trabajo y pasear al perro seis veces al día, evitando los sitios en los que podría encontrarse con Pedro. Pero si esperaba que eso agotase al cachorro y dejase de torturar a Duquesa, estaba muy equivocada. Empezó a hacer mermeladas como una maníaca, intentando ignorar los recuerdos de él persiguiéndola con un paño mientras el perro corría tras ellos… Acudió a todas las reuniones del comité, controlando los progresos de cada grupo, ayudó a construir puestos, a colocar banderolas de colores en la calle donde tendría lugar el desfile inaugural, a repartir programas de mano… A pesar de su sonrisa estaba segura de que todo el mundo sabía que ocurría algo, y todos afortunadamente, fueron lo bastante discretos como para no preguntar. Y cada noche volvía a casa para hacer mermelada, con el perro a sus pies y la gata escondida debajo de algún mueble.

Aparentemente, el mundo entero había visto el vídeo de Pedro Alfonso rescatando al cachorro y cientos de personas querían adoptarlo. Algunas de las cartas iban dirigidas sencillamente a Kettle Bend, Wisconsin, pero el cartero se las entregaba a ella porque eso era lo que le habían dicho en el ayuntamiento. Sintiéndose responsable de encontrar una buena familia para el cachorro, Paula leyó todas las cartas, aunque le rompía el corazón como se lo rompía no saber nada de Pedro. Ella, que estaba intentando desesperadamente recuperar su escepticismo sobre los finales felices, tenía que ver montones de fotos de familias perfectas… Escribían desde ciudades grandes y desde pueblos pequeños, en apartamentos, en granjas o ranchos, frente a un lago, en las montañas…

Una familia le envió una foto de su perro, que había muerto unos meses antes, y leyó enternecedoras cartas de niños diciendo cuánto deseaban adoptar al cachorro. En una de ellas incluso habían enviado un hueso… Tenía que tomar una decisión, por el bien del perro, que necesitaba un buen hogar, sin gatos. Pero aunque había muchas familias adecuadas, en su corazón sabía que era el perro de Pedro. Ni siquiera era capaz de llamarlo Towanda, no sólo porque no le pegase, sino porque no era buena idea ponerle nombre en un momento de ira. No podía ponerle nombre al perro porque en su corazón sabía que eso era algo que debía hacer él. Cuando Juan Bushnell llamó, frenético porque faltaban unos días para el desfile y aún no tenían a nadie que lo presidiera, aparte del alcalde, Paula abandonó el sueño de que Pedro se pusiera en contacto con ella. En el fondo, siempre había pensado que podría convencerlo para que presidiera el desfile. En el fondo, siempre había pensado que podría convencerlo para que la amase. Pero ¿Qué clase de amor era ese? ¿Quién tenía que convencer a otra persona para que la amase?

—El perro debería presidir el desfile —sugirió—. A los turistas les encantaría.

Además, podríamos anunciar a qué familia vamos a entregárselo.

—¡Genial! —dijo Juan, satisfecho—. Me parece una idea estupenda.

Pero si era tan estupenda, se preguntó Paula, ¿Por qué se sentía tan angustiada?

Dulce Amor: Capítulo 37

Pedro respiró profundamente mientras subía los escalones.

—Paula, tenemos que irnos —le dijo, con voz tensa.

Carolina se dió cuenta, y Paula también, pero intentó disimular.

—Gracias por la cena. Ha sido un placer conocerlos.

—Lo mismo digo. Espero verte a menudo por aquí.

Pedro silbó al perro, que salió medio grogui de la habitación de los niños, y subieron al coche en silencio.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Paula.

Él no respondió. Conducía con los labios apretados y su hosca expresión le recordaba su primer encuentro. Las barreras estaban levantadas de nuevo. Paula cruzó los brazos sobre el pecho y decidió que no tenía el menor interés en insistir. Pero su repentino mal humor empezaba a enfadarla de verdad. Por fin, Pedro detuvo el coche frente a su casa.

—La llamada era de Bruno Moore, el presentador que me entrevistó.

—Sé quién es Bruno Moore —dijo ella.

—Claro que lo sabes.

—¿Qué significa eso?

—Quiere otra entrevista ahora que están a punto de empezar las fiestas.

—Eso es bueno, ¿No?

—No, no lo es. Quiere que hablemos sobre mi decisión de adoptar al perro. Y sólo le he contado a una persona que estoy dispuesto a quedarme con él —dijo Pedro—. No has esperado ni un minuto para sacar provecho de eso, ¿Verdad? Tus estúpidas fiestas son más importantes para tí que proteger mi privacidad.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó Paula, atónita.

¿Sus estúpidas fiestas?

—Tú eras la única que sabía lo del perro.

Hablaba con su tono de detective, frío, duro; un tono que ella odiaba porque estaba encontrándola culpable sin haberle dado tiempo a defenderse. Jimena debía de habérselo contado a Bruno, decidió. ¿Y cómo se atrevía Pedro a pensar tan mal de ella? Después del tiempo que habían pasado juntos debería conocerla un poco mejor. Pero estaba claro que él, que guardaba sus secretos con tanto cuidado, no la conocía de verdad. Y la sorpresa se mezclaba con la sensación de haber sido traicionada.

—También yo he descubierto algo que tú no me habías contado: Que estuviste casado —dijo Paula por fin—. ¿Cuándo pensabas contármelo?

Si había esperado sorprenderlo, se llevó una desilusión.

—No veía ninguna razón para contártelo —dijo él—. A mí no me gusta regodearme en mis fracasos.

—¿Es así como ves las cosas que yo te he contado? —exclamó Paula—. Creía que estábamos empezando a confiar en el uno en el otro. Pero por lo visto, sólo ha sido por mi parte.

—Y por mi parte ha sido lo más sensato, ya que no eres capaz de guardar un secreto. Imagina si te hubiera hablado sobre mi ex mujer y las razones por las que dejé mi trabajo en Detroit. ¡Seguramente mañana estaría leyéndolo en el periódico para atraer más gente a las fiestas!

Ella lo miró, perpleja.

—¡Eres el hombre más imbécil que he conocido en toda mi vida!

—Ya lo sé, eres tú la única que se sorprende.

Aunque estaba temblando de furia, Paula bajó del coche con la cabeza bien alta. Habían discutido otras veces, pero aquella era una pelea de verdad.

—No olvides llevarte a tu perro —dijo él entonces.

—Yo no puedo tener un perro, ya tengo una gata.

—Seguro que acabarán llevándose bien.

¿Había querido decir que las cosas podrían arreglarse? ¿Que si criaturas tan opuestas como un perro y un gato podían llevarse bien también podrían hacerlo ellos? Demasiado furiosa como para llorar, Paula abrió la puerta del pasajero.

—¡Ven aquí, Towanda!

Por dentro, rogaba que Pedro dijese algo sobre el nombre. Pero se quedó donde estaba, en silencio, mirando hacia delante. Paula cerró de un portazo y cuando el coche desapareció al final de la calle se puso a llorar. El perro lanzó un gemido, lamiendo su mano antes de tirar de la correa, intentando patéticamente hacer lo que ella quería hacer. Seguir a Pedro.

—Ten un poco de orgullo —se dijo a sí misma.

Tarde o temprano, Pedro descubriría que no había sido ella quien se lo contó a Bruno. Y entonces le hablaría de su ex mujer y le contaría por qué había dejado su trabajo en Detroit. Intentaba convencerse a sí misma de que era importante estar en desacuerdo, incluso discutir para ver cómo eran capaces de resolver las cosas. Pronto sabría si eran capaces de salir de los rápidos y flotar hacia un cauce más tranquilo. Pedro le pediría disculpas por sacar conclusiones precipitadas, le hablaría de su vida en Detroit, le confiaría cosas de su anterior matrimonio… Fracasos, los había llamado.

jueves, 18 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 36

Pedro guardó el móvil en el bolsillo unos segundos después. Desde el porche podía oír a su hermana y a Paula charlando… A Carolina le encantaba Paula. ¿Era por eso por lo que la había llevado allí? Evidentemente, llevar a una chica a casa de su hermana era un gran paso. «Casi como poner un anuncio de compromiso», pensó. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Era muy raro en él no pensar bien las cosas. ¿Por qué no había pensado que tanto su hermana como Sarah iban a leer algo en la situación que él no pretendía? Cuando se tumbaron en la cama con los niños, en su rostro había visto la misma expresión que aquella primera noche, cuando tuvo a Ralf en brazos. Lo supiera o no, aquello era lo que quería de la vida. Lo que lo sorprendió fue un pensamiento que apareció como de la nada: «Eso es lo que quieres tú también».

De repente, Pedro supo qué terrible debilidad lo había hecho no pensar bien las cosas. Se había enamorado de Paula Chaves. Y era un error. Él no tenía nada que llevar a una relación. Su trabajo lo había hecho cínico y frío, tan dispuesto a pensar lo peor de la gente como Paula a pensar lo mejor. Una chica como ella necesitaba un hombre como su cuñado, una persona sencilla sin un pasado oscuro. Rafael era dentista, con una consulta que había heredado de su padre, y desde pequeño lo único que había querido era una familia, seguridad, rutina, tradiciones… Pedro y Carolina también habían aprendido esas cosas; la diferencia era que ellos sabían que alguien podía arrancártelas de golpe, dejándote sin nada. Rafael conocía la historia de Carolina, pero no la había vivido. Su cuñado no creía que la vida de alguien pudiera ser apagada en un parpadeo. No sabía que un ser humano era incapaz de controlar su destino. Él, sin embargo, llevaba eso en su interior como una herida infestada. Rafael creía ingenuamente que su buen carácter y su capacidad de llevar dinero a casa, era suficiente para proteger a su familia. ¿Y Carolina? Su hermana era lo bastante valiente como para haberse arriesgado a enamorarse, aun sabiendo que la vida no ofrecía garantías, aun sabiendo que no había finales felices para casi nadie. Pero él no tenía tanto valor como su hermana.

—¿Algún problema? —le preguntó Rafael.

—No, no… —murmuró Pedro.

Él ya sabía lo que debía hacer antes de la llamada. Lo había sabido en cuanto se tumbó al lado de Paula, leyendo un cuento para los niños. Lo había sabido en cuanto reconoció la verdad. Tenía que decirle adiós. Pero esa llamada le había dado una excusa para hacerlo. Bruno Moore, el presentador que lo había entrevistado, sabía que había decidido quedarse con el perro. Y aparte de él, sólo una persona en el mundo lo sabía. En realidad, no estaba enfadado con Paula. No, estaba enfadado consigo mismo por dejar que una mujer atravesara sus defensas, por dejar que ocurriera algo entre ellos cuando no tenía nada que aportar a una relación. Había enterrado a sus padres y había fracasado en un matrimonio. Y en su último caso en Detroit había visto y hecho cosas que querría olvidar para siempre. Eso era lo único que podía aportar a una relación: Su incapacidad de confiar en la vida. Que ella le hubiese contado a Bruno Moore algo tan personal, usándolo en provecho propio, sólo confirmaba lo que ya sabía. No podía confiar en nadie. Y tampoco en sí mismo.

Mientras Rafael y él volvían al porche, hacia la luz, hacia las mujeres, le pareció el paseo más largo del mundo. Paula se volvió para mirarlo con el ceño fruncido, como si supiera que pasaba algo. Le gustaba cómo lo miraba, como si hubiera salido el sol. Y se dió cuenta de que la echaría de menos. Pero un hombre tenía que merecer esas miradas. Tendría que demostrarle cada día que lo merecía… Un hombre querría protegerla de todo lo malo. Y después de haber lidiado con su trabajo en el departamento de homicidios de Detroit, Pedro sabía que esa era una tarea imposible. Ni siquiera era capaz de protegerla de sí mismo y menos de fuerzas que no podía controlar. Pero sí podía protegerla de sí mismo, pensó, haciendo lo que debía hacer.

Dulce Amor: Capítulo 35

Al día siguiente, Paula conoció a Carolina y Rafael por primera vez. Y si había temido sentirse incómoda con la hermana y el cuñado de Pedro, estaba equivocada. Joaquín y Franco persiguieron al perro por toda la casa hasta que llegó la hora de la cena. Y luego organizaron un desastre con los espaguetis que los hizo reír a todos. Estaba sorprendida por lo cómoda que se sentía allí, con Pedro, siendo parte de algo que siempre había querido tener. Una familia. Todos bromeaban en la mesa, Pedro y Rafael se llevaban bien, y el inmenso cariño de los dos hermanos era evidente. Carolina le pidió que llevase a los niños a la cama mientras su marido y ella limpiaban los platos.

—Ve con él, Paula.

—Ah, muy bien.


Fueron juntos al dormitorio de los niños, con una cama a un lado de la habitación y una cuna en el otro. Joaquín les pidió que se tumbasen en su cama y el perro intentó unirse a ellos, poniendo cara de enfado cuando Pedro le dijo que no, muy serio. Por fin, cuando los cuatro estaban en la cama, con el cachorro tumbado a sus pies, Joaquín eligió un libro de cuentos. Con Franco apoyado en el pecho, Pedro empezó a leer el cuento… Y unos segundos después Joaquín se quedó dormido. Paula lo miró y sintió un anhelo tan profundo que era como ser tragada por la corriente del río, una corriente de la que no podía escapar. Pero si no había posibilidad de escapar, ¿Por qué no disfrutar del viaje? Pedro seguía leyendo el cuento para Franco y ella dejó que su masculina voz la relajase. Después de romper con Fernando había intentando convencerse a sí misma de que podía vivir sin aquello. Ahora sabía que no podía. Porque aquello era lo que quería. No, era más que eso. Aquello era lo que necesitaba. Era la vida que había querido siempre. Cuando terminó de leer el cuento, Pedro se levantó para meter a Franco en la cuna, con la colita hacia arriba, el pulgar en la boca… Por un momento se quedaron inmóviles, mirando al niño sin decir una palabra. Y luego se reunieron con Carolina y Rafael en el porche de atrás para tomar un café y mirar las estrellas.

—En Detroit no se veían las estrellas —dijo Carolina, apretando la mano de su marido.

Rafael tenía una pierna escayolada, pero si albergaba algún resentimiento contra su mujer por tener que trabajar lejos de Kettle Bend, no lo demostraba. Parecía un hombre feliz, satisfecho con su vida, un hombre que conduciría cientos de kilómetros todos los días… Por ella. La conversación era agradable, y a Paula le encantaba ver a Pedro con su hermana, tan juguetón, tan protector… Ese era el autentico Pedro Alfonso, sin la guardia levantada. Más tarde, cuando los hombres se alejaron por el jardín para fumar un puro, Carolina y ella se quedaron solas.

—¿Por qué llamas Alfonso a tu hermano? —le preguntó.

—Si quieres que te diga la verdad, me asombra que te deje llamarlo Pedro.

—¿Por qué?

—Porque nadie lo ha llamado nunca así. Ni siquiera en el colegio. Allí era Alfonso o Alfon.

—¿Y tú también lo llamabas así?

—Qué remedio… Amenazó con cortarme la trenza mientras dormía si le decía a alguien que su nombre era Pedro.

—Pero ¿Por qué no le gusta?

—¿Quién sabe? —Carolina se encogió de hombros—. Tal vez alguien se burló de su nombre cuando era pequeño. Mi padre siempre lo llamaba «Hijo». Decía que el día que nació Pedro, el sol salió en su vida y nunca volvió a ponerse. Y yo era «Arco iris» por la misma razón.

Paula imaginó una familia unida, cariñosa, y sintió como nunca el impacto de la trágica muerte de sus padres.

—Mi madre lo llamaba Pedro —siguió Carolina—. Era la única persona que lo hacía, pero desde que murió, no dejó que nadie lo llamara así. Creo que le recuerda a esa noche, por eso me sorprende que tú… ¡Ah, ya…!

—¿Qué? —preguntó Paula.

—Que creo que eres estupenda para mi hermano. Cuando los ví montando en bicicleta a la orilla del río, no podía creer que fuera Alfonso —Carolina miró hacia los dos hombres en el jardín—. Tamara no era buena para él. Menos mal que nunca tuvieron hijos.

—¿Tamara? —repitió Paula.

Carolina la miró, sorprendida.

—Ah, pensé que sabías lo de su ex mujer. Lo siento, no debería haber dicho nada.

¿Pedro había estado casado y no se lo había dicho? Él lo  sabía todo sobre ella. Todo. Sabía de su infancia, del mujeriego de su padre, de su poco sentido común para elegir hombres con los que compartir su vida…Durante los últimos días le había hablado de sus mascotas muertas, de sus citas desastrosas, del baile de promoción, y de sus películas favoritas de todos los tiempos. ¿Por qué no le había contado que había estado casado? Había creído que era un hombre que se tomaba en serio sus compromisos, un hombre incapaz de romper una promesa. Pero aparentemente, estaba equivocada. Se había equivocado con Fernando, aunque le había dado muchas pistas sobre lo insatisfecho que estaba con su relación. ¿No estaba Pedro dándole pistas también? No quería ponerle nombre al perro, por ejemplo. Y le había dejado claro que no quería saber nada de relaciones personales. ¿Por qué había decidido ignorar eso? Porque la había emocionado que la invitase a cenar en casa de su hermana, aunque no le había hablado de ella. Por los paseos con el perro, porque habían hecho mermelada juntos, porque habían visto juntos unos cuantos partidos de hockey. ¿Tan emocionada estaba que no había querido ver la verdad? De repente, en el silencio de la noche, oyeron que sonaba un móvil.

—Espero que no conteste… —murmuró Carolina.

Pero cuando oyeron responder a Pedro, ella suspiró.

—Seguro que es algo de trabajo y seguro que se irá… Por eso se rompió su relación con Tamara.

Tamara otra vez.

—Creo que su trabajo es muy importante para él. No es sólo lo que hace, es lo que es.

Carolina le regaló una sonrisa que hasta ese momento había estado reservada para Pedro, como incluyéndola en el círculo, y eso aumentó su anhelo de tener una familia. ¿Pero no era ese anhelo lo que la cegaba, como le había ocurrido con Fernando?

Dulce Amor: Capítulo 34

Sabía, por cómo hablaba de ella, que Della era la persona más importante del mundo para Pedro…

—No, es que nos vió montando en bicicleta el otro día y dice que estuvo a punto de caer al río con el coche, tan sorprendida se quedó. Carolina cree que no sé pasarlo bien, ¿Qué te parece?

—Que no te conoce.

Pedro sonrió.

—No sabe en qué me he convertido en los últimos tiempos… —murmuró, mirándola de esa forma que le encogía el corazón.

—Me encantaría ir a cenar a casa de tu hermana.

Él asintió con la cabeza, mirando el río.

—Eso era lo que me temía.

Paula supo entonces que también él lo había sentido, que había algo entre ellos tan poderoso como la corriente de ese río.

—¿Dónde crees que acabará el palo? —le preguntó, imaginando que terminaba en un campo verde muy lejos, que un niño lo recogía y volvía a tirarlo.

Tal vez llegaría al mar y terminaría en un país extranjero. Las posibilidades, del palo y de su vida, parecían infinitas.

—Probablemente caerá por la cascada —dijo él—, y acabará pulverizado.

Ella sintió un escalofrío.

—Me marcho —dijo entonces—. Tengo una reunión del comité. ¿Vienes?

—No, tengo que irme a trabajar.



Le asombraba que pasara su tiempo libre con ella y lo rápidamente que se había ganado el respeto de los vecinos de Kettle Bend. Paula se daba cuenta de que cada día más gente los veía como una pareja y no podía contener la emoción que eso le provocaba.

—Yo sé de una chica que está enamorada… —bromeó Jimena.

Paula acababa de descubrirlo y no quería que lo supiera todo el pueblo.

—No estoy enamorada —protestó débilmente.

Jimena soltó una risita.

—Es el final perfecto de la historia: «Cachorro a punto de ahogarse une a una pareja».

—Pedro y yo no somos una pareja.

—Si van a Hombre’s un sábado por la noche y piden un batido y dos pajitas, es oficial.

—¿Te has enterado de eso? —exclamó Paula.

—Incluso sé qué llevabas puesto.

—Por favor, no sigas.

—Una camisa blanca, un pantalón pirata negro y unas bailarinas de color rosa chicle.

—¡Dios mío!

—Así son los pueblos pequeños, Paula. Todo el mundo lo sabe todo de los demás. Así que puedes decirme que no estás enamorada todo lo que quieras, el brillo de tus ojos te delata. ¿Ya le han puesto nombre al perro?

—No —respondió ella. Pero de repente, le parecía tan importante que tenía que contárselo a alguien—. Creo que Pedro va a quedárselo.

—Yo no tenía la menor duda. Como he dicho, un final feliz.

Dulce Amor: Capítulo 33

Paula dió un paso atrás y Pedro vió una pregunta en sus ojos.

—Creo que es hora de ponerle un nombre —dijo luego, mirando al cachorro.

Eso lo sorprendió. Porque no sólo estaba pidiéndole que le pusiera un nombre, estaba preguntándole si era capaz de comprometerse. Quería saber dónde iba aquello. Pedro no contestó y pudo ver la desilusión en sus ojos. Había sabido que acabaría desilusionándola, de modo que no era una sorpresa. Porque la verdad era que Paula Chaves no sabía nada sobre él. Tal vez era el momento de contarle que estaba dañado de manera irrevocable. Ella se había llevado una terrible desilusión con el canalla de su prometido, y él sería un candidato aún peor. Pero contarle los detalles de su vida implicaba que aquello iba a algún sitio y Pedro estaba decidido a que no fuera así.

—¿Quieres que nos veamos mañana? —sugirió ella—. Podemos pasear un rato al perro sin nombre.

Pedro sabía que debía decir que no. Lo sabía, pero no lo hizo. Porque esa nueva esperanza que estaba empezando a nacer en su corazón no lo dejaba.

—¿Por qué no vas a buscarme alrededor de las cuatro? No vayas antes, no quiero que vuelvas a pillarme en la ducha —le advirtió.

Y se dió cuenta de que le gustaba que se pusiera colorada, casi tanto como tomarle el pelo. Pero Paula no iba a dejarle que tomase todas las decisiones.

—Voy a hacer una lista de nombres —le dijo, con una dulce sonrisa.

Sullivan se dio cuenta de que dos días se habían convertido en tres. Su legendaria disciplina estaba fallándole y eso no podía ser. Y tal vez para convencerse a sí mismo de que seguía llevando el control, decidió entonces que no iba a ponerle nombre al perro.

—Trey, Timothy, Taurus, Towanda…

—¿Towanda?

—Sólo lo he dicho para ver si estabas prestando atención. Voy por la T y no puedo creer que no te haya gustado un solo nombre —dijo Paula.

—No voy a quedarme con el perro, de modo que no tiene sentido que le ponga nombre. Eso es para quien lo adopte.

Decía que no iba a quedarse con el perro, pero Paula no lo creía. Los tres habían pasado mucho tiempo juntos en la última semana, el perro era de Pedro y él lo sabía. Sólo estaba siendo cabezota. Y lo era, mucho. Pero la mayoría de la gente no sabía que también era divertido, inesperadamente tierno, inteligente, juguetón…

Paula lo miró, sin poder disimular una sonrisa. Estaban paseando con el perro a la orilla del río, una idea de Pedro para que el pobre animal aprendiese a controlar su miedo al agua. Se le encogía el corazón al ver su expresión cuando el animal se escondía tras él, asustado. ¿Qué le estaba pasando?, se preguntó. Y entonces, de repente, lo supo. No sólo estaba enamorándose de cómo el pelo caía sobre su frente, de cómo su sonrisa lo iluminaba todo, de cómo podía hacer que dar un paseo a la orilla del río o hacer mermelada la hiciese sentir viva… Estaba enamorándose de Pedro Alfonso. Contempló ese pensamiento y esperó sentir una oleada de terror. Pero en lugar de eso experimentaba una sensación de alegría. La vida nunca había sido mejor. Desde que él dió la entrevista habían recibido muchas reservas para las fiestas, los comités no dejaban de trabajar en las actividades y todos los puestos estaban alquilados. En la última semana se habían visto todos los días. Habían ido a pasear al perro y a montar en bicicleta con el cachorro tras ellos. Pero esas cosas tan normales, como hacer palomitas y ver partidos de hockey, parecían imbuidas de una emoción extraordinaria. Y habían intercambiado besos que cada día eran más apasionados. iban de la mano… Cuando veían la televisión, Pedro le pasaba un brazo por los hombros. A veces le daba un beso y reía cuando ella disimulaba los escalofríos que la hacía sentir. Pero nada de eso podía compararse con lo que sentía en aquel momento. Era como si su corazón hubiera estado cerrado durante años, y de repente, se abriera. Las crecidas de la primavera habían terminado y el cauce del río se deslizaba suavemente frente a ellos, pero cuando él tiró un palo al agua, el perro lanzó un gemido y se escondió detrás de su pierna, mirando el palo con un ojo. Suspirando, él se inclinó para acariciar sus orejas.

—¡Qué demonios…! Tal vez me lo quede.

—¿Qué?

Pedro se encogió de hombros.

—Mi hermana nos ha invitado a cenar mañana. ¿Te apetece?

Paula lo miró, perpleja. Iba a quedarse con el perro y su hermana la había invitado a cenar. Todo estaba cambiando de una manera increíble.

—¿Le has hablado de mí a tu hermana? —le preguntó, con el corazón acelerado.

martes, 16 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 32

—Puedo discutir contigo si me apetece.

—Sí, es verdad. Pero te advierto que tendrá consecuencias.

—¿Por ejemplo? —le preguntó ella, sin dejarse intimidar.

—Deja que te lo demuestre…

Pedro abrió la puerta de la cocina y tomó un paño con el que la golpeó el trasero.

—¡Oye!

Corrieron alrededor de la isla de la cocina, saliendo y entrando, riendo como niños. El cachorro se unió al juego, sin saber a quién perseguía, pero encantado de dar vueltas. Paula tomó otro paño y lo golpeó en el trasero antes de huir hacia el salón. Y por fin, cuando estaban muertos de risa, se rindió.

—De acuerdo, de acuerdo… Puedes ayudarme —le dijo—. Mira, esta es la receta.

—«Aventura de verano» —leyó Pedro, riendo al ver las propiedades que le atribuía la abuela de Paula—. ¿Crees que funciona de verdad?

—¡Pues claro que no!

—Entiendo que odies hacer mermelada.

—No odio hacer mermelada.

—Sí lo odias —insistió él.

Le gustaba jugar con ella, reírse, hacer bromas… Tomarle el pelo y perseguirla por la cocina. De verdad le gustaba discutir con ella sobre la mermelada, sobre los perros, sobre si debía o no volver a usar la olla a presión… Eran las dos de la mañana cuando por fin se puso la chaqueta y los zapatos. Aunque dudaba que pudiera librarse algún día de aquel olor a frutas y azúcar.

—¿Tienes que trabajar mañana? —le preguntó Paula.

—Y tengo que levantarme a las cinco. Pero no importa, estoy acostumbrado.

Paula miró alrededor.

—No me lo puedo creer, hemos metido toda la mermelada en frascos y lo he pasado de maravilla.

Pedro se dió cuenta de que nunca había salido de la casa de una mujer a las dos de la mañana sin que hubiera pasado nada. Salvo que había treinta y dos tarros de mermelada en el alféizar de la ventana, brillando como joyas. Salvo que se habían perseguido por la cocina como si fueran dos niños pequeños, salvo estar uno al lado del otro, lavando y secando montañas de cacerolas. Algo había pasado sí. Y sentía como si estuviera curándose de su soledad, de su pena. Era como si empezase a albergar esperanzas otra vez. Un sentimiento muy peligroso. Ni siquiera había probado la maldita mermelada… A menos que contase chupar la cuchara o esa gotita en la muñeca de Paula. En realidad, era lo mejor que había probado nunca, pero él sabía que no tenía nada que ver con el sabor de la confitura. Eran las circunstancias lo que lo hacía tan dulce. Si tener un hogar sabía así, era maravilloso. Y sin poder resistirse a la tentación, la envolvió en sus brazos, levantando su barbilla con un dedo para rozar sus labios. Y luego, después de rozarlos, la besó de verdad. Y descubrió que estaba equivocado sobre el sabor del hogar. No era la mermelada ni las circunstancias. Eran sus labios.

Dulce Amor: Capítulo 31

No lo miraba a los ojos, tan insegura, que Pedro no tuvo corazón para decirle que no. Además, un día se había convertido en dos, ¿Por qué no dejarse llevar? Un dulce aroma llenaba toda la casa, el mismo que había notado el primer día. Y ese aroma le recordó cosas que habían desaparecido de su vida: Una cocina hogareña, calentita, un hogar. Descanso. Afortunadamente, antes de que pudiera dejarse llevar por esos recuerdos, el perro vió a la gata de Paula y empezó a correr tras ella, metiéndose bajo la mesa de café, saltando por encima del sofá, entrando y saliendo de las habitaciones… Por fin, Pedro logró acorralarlo en la cocina, donde ladraba angustiado, porque la gata había desaparecido misteriosamente. Él miró alrededor, sorprendido por el desastre, antes de volver al salón, donde Paula estaba recogiendo las flores del jarrón que el gato y el perro habían tirado, ofreciéndole una deliciosa panorámica de su trasero.

—¿Qué ha pasado en la cocina?

Ella se volvió, colorada hasta la raíz del pelo. Aunque no sabía si era porque había estado mirando su trasero o porque no le gustaba que la hubiese pillado con la casa desordenada.

—Me gusta así, la llamo «Titanic después del hundimiento ».

—Es como si hubiera explotado una bomba —bromeó él.

Todas las encimeras estaban cubiertas de bandejas, cacerolas y restos de frutas… Paula fue a la cocina y dejó escapar un suspiro.

—Qué horror…

—¿Eso que hay pegado al techo es una ciruela?

—Tuve un pequeño accidente con la olla a presión.

—Pues has tenido suerte de que no te matase.

—Es que tenía prisa. Como verás, me queda mucho por hacer.

Por su expresión, estaba claro que no le gustaba hacer mermeladas. Y pensó entonces que aquel desastre era en parte culpa suya. Paula había estado con él cuando debería haber estado trabajando. Ella cerró la puerta de la cocina, en parte para proteger a su gata, en parte para protegerse a sí misma de algo que odiaba hacer. Pidieron pizza y vieron el partido de hockey… Y descubrieron que no se le debía dar pizza a un cachorro. Después del partido, Pedro sabía que era hora de irse a casa. Pero lo supiera o no, Paula lo había rescatado de su soledad. Sólo serían unos días, se dijo a sí mismo. Mientras tanto, quería hacer algo por ella.

—Vamos a hacer mermelada.

—No es necesario, Pedro, puedo hacerlo yo sola.

«Pedro». ¿Por qué insistía en llamarlo así? ¿Y por qué le gustaba que lo hiciera? Era parte de esa sensación de estar en casa. Sí, le debía algo.

—Claro que puedes hacerlo. Sólo tienes que rellenar mil tarros de mermelada mientras intentas salvar al pueblo, y… Todo lo demás.

—Sólo tengo que terminar el último pedido —dijo ella—. Y rellenar unos cuantos frascos para el mercadillo de las fiestas. Aunque si no puedo, no pasa nada.

Pero sí pasaba, pensó Pedro. Estaba descuidando su medio de vida por el pueblo. Y por él. Tenía que pagar esa deuda, y luego le diría adiós. Le habría dado a Paula, y a sí mismo, dos días, una hora y cinco minutos.

—Dame la receta —le dijo.

—No.

—No discutas conmigo.

Paula lo miró con el ceño fruncido y se le ocurrió que le gustaba discutir con ella.

Dulce Amor: Capítulo 30

Al notar las deliciosas curvas del cuerpo de Paula apretadas contra el suyo, Pedro sintió…  Eso que no estaba en su vocabulario. Descanso. Desde el momento que la conoció, todo en ella le había ofrecido eso. Un sitio en el mundo donde podría descansar. Donde podría dejar el escudo, compartir su carga y reposar su agotado corazón. Donde podría encontrar un poco de paz. Había intentado alejarla, salvarla de un hombre como él. Pero en lugar de marcharse, ella había visto en su corazón lo que necesitaba. De nuevo, estaba sorprendido por la valentía de Paula y por su falta de ella. Porque debería rechazar lo que le ofrecía y no podía hacerlo. Cuando levantó la cara para mirarlo, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas, y en lugar de hacer lo que debería hacer, alejarla y cerrar la puerta, rozó esas lágrimas con un dedo que luego se llevó a los labios.

—No llores, Paula —le dijo—. Por favor, no llores…

Se dió cuenta entonces de que no estaba tan endurecido como creía, porque deseaba con todo su corazón que nunca tuviese razones para llorar.

—¿Qué quieres? —le preguntó, besando su pelo.

—Quiero que este día no termine nunca —dijo ella.

Pedro pensó que no podía darle todo lo que quería. De hecho, sabía que no podría darle los sueños que brillaban en sus ojos: Una familia perfecta en una casita perfecta con una valla blanca. Paula era una buena chica que merecía una vida feliz, y la oscuridad que había en su alma le impediría darle eso. Pero sí podía darle aquello: Que aquel día no terminase. Cuando la conoció, había pensado que podría darle cinco minutos de su tiempo. Luego, esa mañana, pensó que una hora con ella tampoco sería una amenaza. Y podía darle el resto del día. Él se apartó de la puerta y le hizo un gesto para que entrase.

—Espero que te guste el hockey.

—Me encanta.

—Sí, claro… —bromeó él, incrédulo—. ¿Quién juega hoy?

—Los Canuck contra los Red Wings, el segundo partido de la final de la Copa Stanley  —Pedro  la miró atónito. Una sorpresa más—. Durante toda mi infancia intenté ser el chico que mi padre había querido tener.

—¿Y sabes hacer palomitas?

—Por supuesto.

—Entonces, estoy perdido —dijo Pedro.

Paula rió, y su risa llenó una casa que hasta entonces siempre había estadovacía. Amenazando con llenar a un hombre que también había estado siempre vacío. La cuestión era dónde iba aquello. Porque no podía terminar bien. Pero Pedro decidió no pensar en ello. Sólo eran unas horas. Sin embargo, un momento había llevado a otro y podría escapársele de las manos. Tal vez ya se le había escapado de las manos. Pero no era nada que no pudiese controlar en cuanto quisiera hacerlo. De modo que aprendieron juntos, que darle palomitas a un cachorro era mala idea, y él descubrió que Paula sabía mucho de hockey. Ella insistió en quedarse hasta las doce y un minuto para decirse adiós cuando terminase el día. Y también descubrió, que una mujer dormida sobre su torso, era una de las cosas más dulces que le habían pasado nunca. Recuperar el control no iba a ser tan sencillo como había pensado, porque a las doce, mientras la veía ponerse las zapatillas, se oyó decir a sí mismo:

—¿Quieres ir conmigo a la entrevista?

Paula sonrió de oreja a oreja, como si le hubiera ofrecido una cena en el mejor restaurante del pueblo. Y luego la vió alejarse en su escarabajo rojo mientras intentaba recuperar la cordura. Un día estaba convirtiéndose en dos. Después de eso se alejaría de ella y de aquel embrollo en el que se había metido, se prometió a sí mismo. La entrevista en televisión fue muy bien. El perro se comportó, las preguntas eran fáciles de responder, y consiguió mencionar Kettle Bend y las fiestas del pueblo a cada momento. Paula lo esperaba fuera, sus ojos brillantes de aprobación. Y eran unos ojos en los que un hombre podría perderse.

—¿No habías dicho que no se te daban bien las entrevistas?

—Es diferente cuando no tienes a una ciudad entera protestando por un crimen sin resolver y dispuestos a cortarte el cuello si la investigación no va lo bastante aprisa.

—¿Quieres que vayamos a mi casa? Podemos pedir una pizza y ver el último partido de la copa Stanley.

Dulce Amor: Capítulo 29

Cuando creía que iba a cerrar la puerta sin decir adiós, Pedro levantó su barbilla con un dedo e inclinó la cabeza para besarla. El roce de sus labios fue increíble. Sabía a cosas tan reales como la lluvia, a cosas fuertes e irrompibles, eternas. Sabía a tierra, magnífica, abundante, misteriosa y llena de vida. Y era como si cada momento de pasión que había vivido en su vida antes de aquel fuese una barata imitación. Se dijo a sí misma que era una puerta que se abría, algo que empezaba entre ellos. Eso era lo que saboreaba en sus labios: La fuerza y la frescura de un nuevo principio. Pero cuando se apartó y dió un paso atrás, en sus ojos vió una realidad muy diferente. No había abierto una puerta, había sido un adiós.

—Paula… —empezó a decir—. Tú estás ocupada intentando salvar este pueblo, no intentes salvarme a mí también.

Y luego se dió la vuelta. Estaba solo, aunque el perro iba con él. Era el pistolero dejando el pueblo al anochecer. No necesitaba a nada ni a nadie. Ni una mujer ni un perro. Pero enterrada en algún sitio, en esas palabras había una admisión. No había dicho que no necesitara ser salvado. Sólo le había advertido que no lo intentase.

Y de repente, Paula pensó que nunca había sido espontánea. Que nunca había hecho lo que su corazón le pedía que hiciera. Siempre había temido llevarse una desilusión o un brusco rechazo, y había elegido el camino más fácil, el más conservador. Nunca se había saltado las reglas, al contrario; se había esforzado por ser una buena chica que no creaba problemas. ¿Y dónde la había llevado eso? ¿Había conseguido el amor o la aprobación que buscaba? No. Salvo esa mañana, por una vez en la vida, cuando había hecho lo que quería hacer, no lo que debía hacer. Y aquel día había vivido. Y después de haber vivido tan completamente, después de haber experimentado la alegría y la felicidad, nada sería lo mismo. Respirando profundamente, aunque estaba temblando por dentro, decidió que no iba a dar un paso atrás, y armándose de valor, alargó una mano para tocar sus labios. Algo cambió en su expresión. No la rechazaba, no se apartaba, y suspirando, Paula le echó los brazos al cuello. Podía sentir su fuerza, el calor que irradiaba su cuerpo. Notaba los latidos de su corazón bajo la camisa, y respiraba su rico y seductor aroma. En silencio, esperó a ver si la rechazaba como la había rechazado su padre, como la había rechazado su prometido, el hombre con el que pensaba casarse y formar una familia. ¿La rechazaría Pedro o se rendiría? Le daba pánico descubrirlo. Pero le daba aún más miedo alejarse sin tener el valor de explorar lo que podía haber entre ellos.

jueves, 11 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 28

—No tan asombroso… —murmuró Pedro.

Paula temía haber revelado demasiado sobre sí misma.

—Menos mal que nunca me ha dado por cometer delitos. Ahora mismo tendrías una confesión firmada.

Siguieron hablando de otras cosas, y por fin, Pedro llamó al camarero para pagar la cuenta, arqueando una ceja cuando paula ofreció pagar su parte. Mientras volvían a su casa, le contó divertidas anécdotas de su sobrino Joaquín, y aunque agradecía el cambio de tema, Paula se sentía un poco insatisfecha. Él había descubierto sus secretos, la había acorralado hasta que no tuvo más remedio que contárselos. Aunque no era tan sorprendente, al fin y al cabo había sido detective. Pero no le ofrecía nada a cambio. En cierto modo, mantenía las distancias de manera tan efectiva hablando de otras cosas como cuando se mostraba remoto y distante. Y estaba segura de que había usado su encanto muchas veces para evitar la intimidad. Cuando llegaron al porche de su casa, se quedó sorprendida al ver la hora que era.

—Vaya, la clínica veterinaria habrá cerrado. No voy a poder llevar al perro.

No lo había hecho a propósito, pero tal vez el animal sería capaz de derribar sus defensas.

—¿Podrías llevártelo? —le preguntó—. Sólo esta noche. De todas formas, tienes que llevarlo a la entrevista mañana.

Pedro se encogió de hombros.

—Sí, claro, no me importa.

No sabía por qué, pero a Paula le costaba decirle adiós después de haberle contado la historia de su vida sin saber nada de la suya.

—¿Tú sí provienes de una de esas familias unidas? —le preguntó—. Antes de que tus padres muriesen, quiero decir.

Él miró a lo lejos durante unos segundos.

—Sí —respondió por fin—. Éramos una familia de clase trabajadora en un barrio pobre de Detroit. Nunca teníamos dinero, y a veces no había nada en la nevera, pero nos queríamos mucho.

—¿Cómo murieron tus padres?

Pedro la miró sorprendido, como si no estuviera dispuesto a responder. Como si compartir aquel día en el parque y luego con el comité organizador de las fiestas, fuese más que suficiente. Pero ¿Cómo iba a ser intimidad si él no le contaba nada? Paula contuvo el aliento, esperando haberse ganado su confianza.

—Fueron asesinados —dijo por fin.

La violencia de esa realidad oscureció de repente aquel hermoso día. Y Paula se dió cuenta de que esa violencia era algo con lo que Pedro vivía cada minuto de su vida. Durante aquel día lo había visto relajarse, bajar la guardia y ser más espontáneo, más abierto. Había conseguido que le contase sus secretos… Pero sus secretos le parecían poca cosa comparados con tan trágica revelación. Aunque le gustaría decir algo, hacer alguna pregunta o decir que lo sentía, el instinto le dijo que no lo hiciera. En lugar de eso puso una mano en su brazo, invitándolo a confiar. Y después de unos segundos, él dijo:

—Fue un error. Estaban en el peor sitio en el momento equivocado y los tomaron por otras personas.

Paula no apartó la mano de su brazo, mirándolo a los ojos y viendo en ellos su dolor. Pero Pedro se apartó murmurando:

—Fue hace mucho tiempo…

Había sido mucho tiempo atrás, pero esa era la respuesta a todas sus preguntas. Por qué había elegido ser detective y mucho más. Era la clave de por qué había decidido estar solo. Y sabía que acababa de hacerle un gran regalo confiando en ella esa parte de su vida.

—Gracias por contármelo.

Pedro parecía irritado, no con ella, sino consigo mismo, como si abrirle su corazón fuese una debilidad. Pero Paula veía algo completamente diferente: Veía a un hombre valiente. Pedro Alfonso había intentado controlar todo lo que iba mal en el mundo. Pero para hacerlo había sacrificado una parte de sí mismo. Se había metido en lo más oscuro del ser humano, y de verdad creía que la luz al final del túnel era un tren y no el sol. Había hecho bien en ir tras él, pensó. Pero si había creído que eso los acercaría, estaba equivocada.

—Tengo que irme —dijo Pedro.

Estaba dando marcha atrás, diciendo que no al día que habían compartido. Estaba diciéndole que podía llevar la carga solo. Aunque lo matase.

Dulce Amor: Capítulo 27

—Me parecía lo más noble. Al fin y al cabo, estábamos prometidos. La verdad es que pensé que eran comentarios maliciosos por envidia o porque la gente no podía soportar que fuera feliz.

Él sacudió la cabeza.

—Un optimista cree que la luz al final del túnel es el sol. Un escéptico sabe que es un tren.

—Era un tren —asintió Paula—. Los ví juntos un día… Podría haber sido una simple reunión de trabajo, pero estaban demasiado cerca el uno del otro, tan concentrados que ni siquiera se fijaron en mí. Y hasta que ví la expresión culpable de Fernando cuando le conté que lo había visto con Tamara, me agarré a la esperanza de que no fueran más que rumores… —Paula suspiró—. Después de eso, no podía quedarme allí y verlo todos los días. Fernando era mi jefe en la editorial.

—Ya veo… —murmuró Pedro.

—Bueno, pues ya sabes lo que me pasó. Tienes razón, vine a Kettle Bend para curar mis heridas. ¿Estás contento?

—En realidad, estaría contento si pudiese ver al tal Fernando una vez.

—¿Para qué?

Pedro se encogió de hombros, pero había algo tan fiero, tan protector en su mirada, que Paula sintió un escalofrío.

—¿Sabes lo que me molesta? Que además de hacerte daño te obligara a marcharte de la revista.

—Fernando no me obligó. Yo había sido una ingenua…

—Eso no es un delito.

—Y lo dice el experto… —replicó ella, intentando mantener el sentido del humor sobre algo que nunca la haría reír.

—Pero entiendes que la culpa es suya, ¿No? Que tú no tuviste nada que ver.

—¡Claro que tuve algo que ver! Toda mi vida se fue por el desagüe.

—Tuviste suerte de verlo con esa mujer. Eso evitó que cometieras un error casándote con él.

Eso era verdad. ¿Se habría casado Fernando con ella si no hubiera descubierto su relación con Tamara? Se le ocurrió entonces que si se hubiera casado con él, no estaría allí en ese momento. Al lado de Pedro. Enamorándose de cómo los últimos rayos del sol hacían brillar su pelo, de cómo agarraba la taza de café con esas manos tan grandes, de cómo clavaba sus ojos en ella… Imagino que empezaste a contarte a ti misma todo tipo de mentiras después de eso.

—¿A qué te refieres?

—Por ejemplo, que no eras suficiente para él o que no eras lo bastante interesante. Crees que en parte fue culpa tuya, ¿Verdad?

Enamorándose de cómo decía las cosas, de cómo se ponía de su lado…

—Sí, supongo que de algún modo lo hice.

—No fue culpa tuya, Paula. Ese tipo era un canalla y tú mereces algo mejor.

—Si, bueno, merezca algo mejor o no, me convirtió en una escéptica. Confirmó que el amor eterno y los finales felices no existen.

Pedro sonrió.

—Puedes pensar que eres una escéptica, pero no es verdad. Te lo digo yo, que he convertido ese defecto en una forma de arte.

—Bueno, sobre los temas del corazón sí lo soy.

—No vienes de una de esas familias de postal, ¿Verdad?

Enamorándose de cómo la entendía, de cómo le arrancaba todos esos secretos que la mantenían prisionera.

—¿Por qué crees eso?

—Por algo que dijiste mientras jugábamos en el parque. Me dió la impresión de que te habían dicho demasiadas veces que no estabas a la altura.

Paula tragó saliva. Estaba claro que era muy perceptivo. Y sin embargo, había algo muy liberador en eso.

—Si hubieras tenido apoyo durante tu ruptura con ese tipo, seguramente seguirías en Nueva York. No habrías decidido amar a un pueblo en lugar de amar a un hombre.

Ella suspiró.

—Yo creía que mi familia era perfecta… —empezó a decir—. Aparte de que mi padre quería un niño, no una niña, tuve una infancia feliz. Pero a los once años, mi madre descubrió que mi padre tenía una aventura. Intentaron arreglarlo, pero la confianza había desaparecido, y durante los dos años siguientes se peleaban sin parar.

—Y tú venías a Kettle Bend para estar con tu abuela y soñabas con la familia perfecta —dijo él.

—Hacía planes para solucionar los problemas entre mis padres —admitió Paula—. Pero no sirvió de nada. Poco después mi padre se marchó de casa. Volvió a casarse y su nueva familia lo era todo para él. Se olvidó de que tenía una hija de un matrimonio anterior y se limitaba a enviar un cheque o alguna postal en mi cumpleaños. Mi madre dice que intentaba reemplazarlo, por eso estuve a punto de casarme con alguien como él. Asombroso, ¿Verdad?

Dulce Amor: Capítulo 26

Sin embargo, ¿cómo era posible que algo tan normal como sentarse bajo una sombrilla para comer patatas fritas y darle trocitos de hamburguesa a un perro, podía hacerla sentir tan feliz, tan llena de vida y esperanza? Probablemente porque el hombre con el que estaba cenando no tenía nada de normal. Charlaron sobre sus ideas para las fiestas, sobre el tiempo, y la recuperación de su cuñado Rafael… Y luego, de repente, Pedro dijo:

—Háblame de tu trabajo en Nueva York.

—Eso ha quedado atrás.

—Pues es una pena…

—¿Qué quieres decir?

—He leído algunos de tus artículos en Internet y me parecen muy buenos.

—¿Has leído mis artículos? —exclamó Paula, sorprendida.

Pedro se encogió de hombros.

—Ese día no había deportes en televisión.

—¿Has leído mis artículos sobre bebés? —repitió ella, sintiéndose halagada.

—He sido detective durante mucho tiempo y siempre seré un poco cotilla.

—¿Por qué te has molestado?

—Por curiosidad.

¿Pedro sentía curiosidad por ella?

—¿En serio?

—Eres muy buena escritora.

—Bueno, no lo hacía mal.

—No, de verdad, me gusta mucho cómo escribes. Dime por qué decidiste marcharte de Nueva York.

—Ya te lo he contado, mi abuela murió, y me dejó la casa y el negocio. Era hora de cambiar de vida.

—Esa es la parte que me interesa.

—No es tan interesante —dijo Paula, evasiva.

Pero era evidente que Pedro estaba intentando descubrir algo, y tenía la sensación de que no pararía hasta que lo descubriese. Quería saber quién le había roto el corazón, seguro. Pero ella prefería terminar el día con una nota más alegre.

—Deja que yo decida si es interesante o no —insistió él—. ¿Por qué dejaste la revista? Ya sé que tu abuela te dejó una casa y un negocio, pero si eras feliz en Nueva York, podrías haberlo vendido todo y quedarte allí.

Paula empezaba a sentirse atrapada.

—Se te dan bien los interrogatorios, ¿Verdad?

—Muy bien —respondió Pedro.

—La curiosidad mató al gato —le recordó ella.

—Me arriesgaré.

—¿Por qué te importa tanto?

—Es un misterio que me gustaría resolver.

—Yo no veo nada misterioso en ello.

—Una chica guapa y llena de talento, deja una floreciente carrera en Nueva York para vivir en un pueblo diminuto. Se olvida de las compras en San Francisco y de esquiar en los Alpes, para vivir como una monja en un sitio tan pequeño como Kettle Bend, Wisconsin, dedicándose a salvar el pueblo.

—¿Cómo una monja?

—Sí, bueno, no lo decía literalmente. Quiero decir que… En fin, no sales con nadie.

—Eso demuestra lo poco que sabes. Resulta que esta misma mañana he visto a un hombre desnudo…

Pedro se atragantó con el café.

—Muy bien, tú ganas.

—No sabía que te pareciese tan patética —dijo Paula.

—Todo lo contrario, por eso siento curiosidad. Deberías tener que apartar a los hombres con matamoscas.

—¿Y por qué crees que no lo hago?

—No tienes la expresión de una mujer que es besada a menudo. Y por alguien que sabe cómo hacerlo.

Paula lo miró, perpleja.

—¿Cómo voy a discutir con un hombre que puede citar a Rhett Butler en Lo Que El Viento Se Llevó?

Pedro soltó una carcajada.

—Además, tú misma me dijiste que no salías con nadie.

—¿Quieres saber la patética realidad? Estuve prometida y a punto de casarme —empezó a decir Paula—. Pero mientras yo elegía vestidos de novia y soñaba con niños, mi prometido tenía una aventura con otra periodista. Yo había oído rumores sobre su relación con Tamara…

—Pero decidiste ignorarlos —la interrumpió Pedro.