Pedro detuvo la camioneta apretando los dientes. Había tenido que alejarse de aquella mujer tan precipitadamente que no le había preguntado su nombre. Nunca había tenido un golpe de testosterona tan súbito ni había sentido despertar su apetito sexual tan violentamente. ¿Cómo iba a convivir con una cocinera así durante dos semanas? ¿Cómo iba a sobrellevar una situación así? No podía imaginarse viviendo bajo el mismo techo que ella cuando había bastado mirarla para sentirse atraído por ella como si fuera un imán, y desde ese instante no había dejado de tener pensamientos lujuriosos. Lo que debía hacer era volver, despedirla y llamar a la agencia de colocación para que enviaran una sustituta. Pero como no le podrían mandar a nadie antes del almuerzo, no tendría más remedio que quedarse con aquélla al menos por un día. ¿Y si la agencia no encontraba otra para reemplazarla…? Se frotó la cara con las manos. Estaba en una situación complicada. Los hombres llevaban trabajando desde la seis de la mañana sin descanso y se merecían un buen almuerzo, y él, su jefe, era responsable de que no les faltara. Cuando llegaba al cobertizo en el que se llevaba a cabo la esquila, pensó que debía llamarla para asegurarse de que todo iba a bien, pero cambió de idea. Aunque apenas habían intercambiado unas palabras, había encontrado su voz extremadamente sexy. Parecía joven, más o menos de la edad de Megan, que cumpliría veinticinco años en unos meses. ¿Por qué querría trabajar en un rancho una mujer de esa edad? Frunció el ceño. Hacía mucho tiempo que no se interesaba por una mujer y aquél no era el momento para cambiar de actitud.
Paula miró a su alrededor con una sonrisa de satisfacción. No podía negar que había necesitado que Mamá Luisa la guiara paso a paso para hacer la tarta de melocotón, pero después de un rato, al familiarizarse con la cocina, se había sentido en su elemento. Le gustaba cocinar aunque no quisiera dedicarse a ello regularmente y menos para un pequeño ejército. Pedro Alfonso tenía una cocina bien equipada, con magníficas superficies de granito y una buena colección de cazos de acero inoxidable que colgaban de una estructura de madera. Contaba con un frigorífico de tamaño industrial, un gran fogón y una despensa perfectamente provista. Había hojeado el libro de cocina de la cocinera y había averiguado que los lunes preparaba pollo con judías verdes y pudín de postre. Para ella, se trataba de un menú insulso y decidió cambiarlo, así que optó por una lasaña con ensalada mixta y tortas al estilo texano. De postre, tarta de melocotón. Además, había puesto la mesa de manera distinta a como la encontró. Aunque suponía que llegada la hora de comer unos hombres hambrientos no repararían en cuestiones estéticas, cambió el mantel de cuadros escoceses que parecía llevar unos cuantos días puesto, por uno amarillo intenso. Evidentemente, el señor Alfonso, consciente de que siempre tendría que alimentar a grandes grupos, había construido un comedor de acceso directo a la cocina, con una gran mesa y sillas confortables para unas cincuenta personas. En opinión de Paula, eso demostraba que, además de tener sentido práctico, era un buen jefe, que cuidaba de sus empleados haciéndoles sentir lo bastante importantes como para comer en la casa de su señor en lugar de ser relegados a comer en los barracones. Miró la hora y se dió cuenta de que le quedaba algo menos de un cuarto de hora para acabar de poner la mesa cuando oyó un vehículo detenerse en el exterior. Al mirar por la ventana, reconoció la camioneta de Pedro. Respiró hondo y se cuadró de hombros para no dejarse apabullar. Por muy guapo que fuera, su único interés era que posara para la revista. Volvió a mirar por la ventana y al ver que no se bajaba, supuso que sus hombres llegarían a continuación, así que fue al fogón e hizo los últimos preparativos.
Pedro se reclinó en el asiento de cuero y contempló su casa sin saber si estaba preparado para entrar. Por curiosidad, bajó la ventanilla y olisqueó el aire. Creyó reconocer un aroma italiano a la vez que se preguntaba desde hacía cuánto tiempo sus hombres y él comían pollo los lunes. Norma era una gran cocinera, pero detestaba los cambios. Los hombres sabían qué esperar cada día de la semana. Sabiendo que no podía quedarse sentado en la camioneta indefinidamente, se bajó, y antes de que la hubiera rodeado, se abrió la puerta de su casa. En cuanto vió a la mujer que salió al porche, se quedó paralizado. Sus ojos no le habían engañado por la mañana. Era tan espectacularmente hermosa que cada hormona masculina de su cuerpo cobró vida, y cuando notó un nudo en el estómago, tuvo la certeza de que tenía que despedirla lo antes posible. No iba a poder tolerar su presencia.
Paula lidiaba con sus propias dudas mientras observaba el rostro severo de Pedro y se preguntaba qué le hacía estar tan tenso cuando, al fin y al cabo era ella quien había pasado las últimas horas trabajando delante del fogón. De hecho, de conocer la realidad y saber que lo había salvado de una catástrofe, debería besarle los pies. Y pensando en que le besara los pies… Se quedó atrapada por esa imagen a la que sucedió otra de los labios de Pedro besando otras partes de su cuerpo. Sólo pensarlo le hizo apretar los puños al tiempo que la ahogaba una oleada de ardiente deseo. Aquel hombre le causaba tal torbellino de emociones que, sólo por obligarla a sofocarlas, estaba en deuda con ella.
martes, 30 de abril de 2019
Eres Irresistible: Capítulo 3
Paula pensó en marcharse y volver en otra ocasión, pero no pudo evitar preguntarse qué le habría pasado a la cocinera, y si habría oído bien que tenía que preparar comida para veinte hombres. Se frotó el rostro con las manos. Tenía que haber alguien que pudiera darle su móvil para llamarlo y explicarle su error. Se volvió hacia la casa, que Pedro había dejado abierta, y decidió entrar para llamar a Sofía. Al subir las escaleras del porche dedujo, por el vivo color de la pintura, que debía tratarse de una casa relativamente nueva. Había numerosas ventanas desde las que se divisaba una vista de las montañas, y que aprovechaban la luz al máximo. El porche bordeaba todo el edificio y en él había un balancín, que resultaba tentador incluso en aquella heladora mañana de marzo. Entró y cerró la puerta tras de sí. Daba directamente a una gran sala de cuyo centro arrancaba una escalera de caracol. Apenas había mobiliario, pero las piezas que la ocupaban eran de aspecto sólido y confortable. Varios cuadros de estilo clásico colgaban de las paredes. El suelo era de madera, con algunas alfombras marcando distintos espacios. Estaba a punto de ir a lo que suponía que era la cocina cuando sonó el teléfono y, sin pensárselo, respondió.
—Hola.
—Soy María Dodson, de la agencia de colocación. ¿Puedo hablar con el señor Alfonso?
—No está en este momento.
—Por favor, dígale que ha habido un error y que la cocinera interna que iba a su casa esta mañana ha sido enviada a otro lugar.
Paula tamborileó sus inmaculadas uñas en un cuadernillo.
—No se preocupe; se lo diré.
—Sé que su cocinera habitual ha tenido que irse por una emergencia y siento terriblemente dejarlo en la estacada con tantos hombres para alimentar —dijo la mujer, compungida.
—Estoy segura de que lo entenderá —dijo Paula por decir—. De hecho, creo que ha encontrado una solución —añadió.
Justo cuando colgaba se le ocurrió una idea. Aunque su padre la había mimado hasta lo indecible, nunca había olvidado sus orígenes y creía firmemente en el deber de ayudar a los menos privilegiados. Por ese motivo, ella había pasado los veranos trabajando como voluntaria en albergues para personas sin techo, cocinando para grandes cantidades de gente. Mamá Luisa, que había cocinado en albergues durante años, le había enseñado todo lo que necesitaba saber, y después de tantos años, Paula supo que aquel aprendizaje no había sido en vano. Se acarició la barbilla. Quizá si ayudaba a Pedro Alfonso a salir aquel día del aprieto en el que se encontraba él no tendría más remedio que devolverle el favor. Sobre todo si conseguía que se sintiera verdaderamente en deuda con ella. Sonrió felinamente, y tras mirar el reloj, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa. Un buen favor merecía ser compensado, y esperaba que Pedro estuviera de acuerdo con esa filosofía.
—Hola.
—Soy María Dodson, de la agencia de colocación. ¿Puedo hablar con el señor Alfonso?
—No está en este momento.
—Por favor, dígale que ha habido un error y que la cocinera interna que iba a su casa esta mañana ha sido enviada a otro lugar.
Paula tamborileó sus inmaculadas uñas en un cuadernillo.
—No se preocupe; se lo diré.
—Sé que su cocinera habitual ha tenido que irse por una emergencia y siento terriblemente dejarlo en la estacada con tantos hombres para alimentar —dijo la mujer, compungida.
—Estoy segura de que lo entenderá —dijo Paula por decir—. De hecho, creo que ha encontrado una solución —añadió.
Justo cuando colgaba se le ocurrió una idea. Aunque su padre la había mimado hasta lo indecible, nunca había olvidado sus orígenes y creía firmemente en el deber de ayudar a los menos privilegiados. Por ese motivo, ella había pasado los veranos trabajando como voluntaria en albergues para personas sin techo, cocinando para grandes cantidades de gente. Mamá Luisa, que había cocinado en albergues durante años, le había enseñado todo lo que necesitaba saber, y después de tantos años, Paula supo que aquel aprendizaje no había sido en vano. Se acarició la barbilla. Quizá si ayudaba a Pedro Alfonso a salir aquel día del aprieto en el que se encontraba él no tendría más remedio que devolverle el favor. Sobre todo si conseguía que se sintiera verdaderamente en deuda con ella. Sonrió felinamente, y tras mirar el reloj, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa. Un buen favor merecía ser compensado, y esperaba que Pedro estuviera de acuerdo con esa filosofía.
Eres Irresistible: Capítulo 2
Media hora más tarde, estaba solo en la cocina, apagando el teléfono tras hablar con Sergio Lawrence, uno de los esquiladores. A causa de una tormenta de nieve que había tenido lugar varias semanas atrás la temporada se había retrasado, y debían concluirla en dos semanas para llegar a tiempo a la temporada de cría de corderos. A partir de aquel mismo día, los trabajos tendrían que acelerarse para cumplir el calendario. Sergio había llamado para decirle que dos ovejas preñadas se habían escapado del corral de esquila y vagaban por el campo, y que los perros estaban teniendo dificultades para devolverlas al redil. Pedro no podía permitir que la esquila se retrasara, así que tendría que acudir con la mayor prontitud posible al establo de la zona norte. Fue hacia la puerta al oír aproximarse un coche. Miró el reloj. Ya era hora de que la cocinera llegara. Se había retrasado más de una hora, y tendría que explicarle que ése era un comportamiento inaceptable.
Paula detuvo el coche ante un rancho de dos pisos y suspiró. No estaba dispuesta a aceptar el «no» que Pedro Alfonso le había dado por respuesta a Sofía. Esa era la razón de que hubiera cancelado sus merecidas vacaciones en las Bahamas para convencerlo en persona. Siguiendo el GPS cada vez más lejos de Denver y adentrándose en lo que los residentes locales llamaban Territorio Alfonso, no había dejado de preguntarse por qué alguien querría vivir tan lejos de la civilización, algo que para ella era un misterio insondable. Al mirar por la ventanilla, pensó en el hombre que ocupaba su mente desde hacía dos semanas y al que estaba decidida a convencer para que ocupara la portada de su revista. Si había un hombre irresistible, era él. Tras abandonar la carretera principal, había encontrado una gran señal de madera que anunciaba Rancho Shady Tree, y debajo: Territorio Alfonso. Sofia le había dicho que cada uno de los quince Alfonso poseía una propiedad de cien acres en la que habían construido su residencia. La casa principal ocupaba un terreno de trescientos acres. Durante el recorrido, había ido encontrando distintas señales que indicaban a cuál de los miembros de la familia pertenecía el correspondiente rancho: Juan, Tomás, Federico…, hasta que finalmente, había llegado al de Pedro.
Paula había hecho todas las averiguaciones precisas sobre Pedro Alfonso. Tenía treinta y seis años, se había graduado en economía agraria y se dedicaba a la cría de ganado ovino desde hacía cinco años. Con anterioridad, él y su primo Marcos, que era siete meses mayor que él, habían dirigido una constructora multimillonaria, Blue Ridge, que habían heredado de sus padres. Tras asegurarse de que la compañía funcionaba sin problemas, Pedro le había cedido la gestión a Marcos para dedicarse a lo que siempre había querido ser: ranchero. También supo que sus padres y sus tíos habían muerto en un accidente cuando Pedro estaba en el último año de universidad, y que los últimos quince años él y Marcos habían cuidado de sus hermanos pequeños. Marcos se había casado hacía tres meses, y él y su mujer, Pamela, repartían su tiempo entre el rancho y la ciudad de Wyoming. En conjunto, Pedro era el tipo de hombre que cualquier mujer querría llegar a conocer y por tanto, perfecto para su revista. Aunque no podía evitar sentir mariposas en el estómago al pensar que iba a volver a verlo, estaba decidida a actuar como la profesional que era, y explicarle que la lana que sus ovejas producían terminaba convertida en las prendas que las mujeres compraban, por lo que explicar ese proceso sería de gran interés para sus lectoras. Respiró profundamente y abrió la puerta del coche al mismo tiempo que el hombre que la atormentaba hacía días salía de la casa con gesto huraño.
—¡Llega tarde! —dijo con severidad.
Pedro intentó no quedarse mirándola, pero no pudo evitarlo. ¿Aquélla iba a ser su cocinera? Con el cabello negro ondulado y unos ojos de mirada seductora, parecía una modelo, y se sintió sexualmente vivo por primera vez en mucho tiempo. El despertar de su libido era lo último que necesitaba cuando debía concentrar toda su energía en el trabajo, y por un instante estuvo a punto de decirle que se fuera. Pero recordó que tenía veinte hombres que alimentar, a los que tras un nefasto desayuno que él mismo había preparado, les había prometido un buen almuerzo. Si esa mujer se quedaba, tenía la certeza de que todos ellos pensarían que era un verdadero manjar.
—Perdón, no he entendido bien.
Pedro bajó los escalones del porche y fue hacia ella.
—He dicho que llega tarde y que se lo descontaré de su salario. La agencia me dijo que llegaría a las ocho y son las nueve. Mis hombres necesitan comer. Espero que sepa llevar una cocina.
En lugar de preguntarle de qué hablaba, Paula se limitó a decir:
—Claro que sé llevar una cocina.
—Pues ponga manos a la obra. Ya hablaremos cuando venga a almorzar, pero será mejor que sepa que no soporto la falta de puntualidad —concluyó Pedro mientras se acercaba a su camioneta.
Paula dedujo que esperaba una cocinera que, evidentemente, no había llegado. Lo mejor sería decirle que estaba equivocado.
—¡Espere!
Él se volvió y su mirada hizo que Paula sintiera una oleada de calor y que se le endurecieran los pezones.
—Lo siento, pero no tengo tiempo. Encontrará todo lo que necesite en la cocina.
Y antes de que Paula pudiera protestar, subió a la camioneta y partió.
Paula detuvo el coche ante un rancho de dos pisos y suspiró. No estaba dispuesta a aceptar el «no» que Pedro Alfonso le había dado por respuesta a Sofía. Esa era la razón de que hubiera cancelado sus merecidas vacaciones en las Bahamas para convencerlo en persona. Siguiendo el GPS cada vez más lejos de Denver y adentrándose en lo que los residentes locales llamaban Territorio Alfonso, no había dejado de preguntarse por qué alguien querría vivir tan lejos de la civilización, algo que para ella era un misterio insondable. Al mirar por la ventanilla, pensó en el hombre que ocupaba su mente desde hacía dos semanas y al que estaba decidida a convencer para que ocupara la portada de su revista. Si había un hombre irresistible, era él. Tras abandonar la carretera principal, había encontrado una gran señal de madera que anunciaba Rancho Shady Tree, y debajo: Territorio Alfonso. Sofia le había dicho que cada uno de los quince Alfonso poseía una propiedad de cien acres en la que habían construido su residencia. La casa principal ocupaba un terreno de trescientos acres. Durante el recorrido, había ido encontrando distintas señales que indicaban a cuál de los miembros de la familia pertenecía el correspondiente rancho: Juan, Tomás, Federico…, hasta que finalmente, había llegado al de Pedro.
Paula había hecho todas las averiguaciones precisas sobre Pedro Alfonso. Tenía treinta y seis años, se había graduado en economía agraria y se dedicaba a la cría de ganado ovino desde hacía cinco años. Con anterioridad, él y su primo Marcos, que era siete meses mayor que él, habían dirigido una constructora multimillonaria, Blue Ridge, que habían heredado de sus padres. Tras asegurarse de que la compañía funcionaba sin problemas, Pedro le había cedido la gestión a Marcos para dedicarse a lo que siempre había querido ser: ranchero. También supo que sus padres y sus tíos habían muerto en un accidente cuando Pedro estaba en el último año de universidad, y que los últimos quince años él y Marcos habían cuidado de sus hermanos pequeños. Marcos se había casado hacía tres meses, y él y su mujer, Pamela, repartían su tiempo entre el rancho y la ciudad de Wyoming. En conjunto, Pedro era el tipo de hombre que cualquier mujer querría llegar a conocer y por tanto, perfecto para su revista. Aunque no podía evitar sentir mariposas en el estómago al pensar que iba a volver a verlo, estaba decidida a actuar como la profesional que era, y explicarle que la lana que sus ovejas producían terminaba convertida en las prendas que las mujeres compraban, por lo que explicar ese proceso sería de gran interés para sus lectoras. Respiró profundamente y abrió la puerta del coche al mismo tiempo que el hombre que la atormentaba hacía días salía de la casa con gesto huraño.
—¡Llega tarde! —dijo con severidad.
Pedro intentó no quedarse mirándola, pero no pudo evitarlo. ¿Aquélla iba a ser su cocinera? Con el cabello negro ondulado y unos ojos de mirada seductora, parecía una modelo, y se sintió sexualmente vivo por primera vez en mucho tiempo. El despertar de su libido era lo último que necesitaba cuando debía concentrar toda su energía en el trabajo, y por un instante estuvo a punto de decirle que se fuera. Pero recordó que tenía veinte hombres que alimentar, a los que tras un nefasto desayuno que él mismo había preparado, les había prometido un buen almuerzo. Si esa mujer se quedaba, tenía la certeza de que todos ellos pensarían que era un verdadero manjar.
—Perdón, no he entendido bien.
Pedro bajó los escalones del porche y fue hacia ella.
—He dicho que llega tarde y que se lo descontaré de su salario. La agencia me dijo que llegaría a las ocho y son las nueve. Mis hombres necesitan comer. Espero que sepa llevar una cocina.
En lugar de preguntarle de qué hablaba, Paula se limitó a decir:
—Claro que sé llevar una cocina.
—Pues ponga manos a la obra. Ya hablaremos cuando venga a almorzar, pero será mejor que sepa que no soporto la falta de puntualidad —concluyó Pedro mientras se acercaba a su camioneta.
Paula dedujo que esperaba una cocinera que, evidentemente, no había llegado. Lo mejor sería decirle que estaba equivocado.
—¡Espere!
Él se volvió y su mirada hizo que Paula sintiera una oleada de calor y que se le endurecieran los pezones.
—Lo siento, pero no tengo tiempo. Encontrará todo lo que necesite en la cocina.
Y antes de que Paula pudiera protestar, subió a la camioneta y partió.
Eres Irresistible: Capítulo 1
—No entiendo por qué no vas a posar para esa revista, Pedro.
Pedro, que estaba moviendo un fardo de paja al corral de las parideras, no se molestó en mirar a su hermana pequeña, Luciana, que siempre se entrometía en cualquier cosa que afectara a alguno de sus cinco hermanos.
—Pedro, no pienso moverme hasta que me digas algo.
Pedro sonrió porque sabía que si le ordenaba que se fuera, lo haría. Aunque ocasionalmente demostraba su carácter retador, sabía a qué atenerse cuando él le marcaba los límites, a pesar de que durante unos años ella y su primo Diego se habían empeñado en ponerle a prueba, como si creyeran que meterse en líos formaba parte de la esencia de la vida.
Desde entonces y tras terminar sus estudios de secundaria, Luciana había empezado una carrera universitaria, y Diego había sorprendido a todo el mundo al tomar la decisión, hacía un mes, de entrar en el ejército. De hecho, la vida de los Alfonso llevaba tiempo dominada por una total calma; tanto, que el propio Pedro, aunque no lo hubiera admitido jamás, la encontraba un tanto aburrida.
—No tengo nada que decir —decidió responder—. Simplemente, he rechazado la oferta.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —Pedro supuso que Luciana le estaría dirigiendo una mirada incendiaria.
—¿Por qué? ¿No has pensado en la publicidad?
Pedro decidió mirarla con una expresión que habría hecho retroceder a cualquiera menos a su hermana de veintiún años. De sus tres hermanas, Sonia, de veinticinco años y Carolina, de veintitrés, Luciana era la más testaruda.
—No quiero publicidad, Luciana. Ya tuvimos bastante con la que Diego, tú y los gemelos nos proporcionaron.
Lucina ni se inmutó.
—Eso fue en el pasado. Estamos hablando del presente, y la publicidad no nos iría mal.
Pedro estuvo a punto de reír.
—¿Quién la necesita?
Tenía demasiado trabajo como para perder el tiempo charlando de naderías. Norma, que había cocinado para él y para sus hombres los últimos dos años, había tenido que ausentarse el día anterior al recibir la noticia de que su única hermana, que vivía en Kansas, había sido operada de apendicitis de urgencia. Pasarían al menos dos semanas antes de que volviera, así que en plena época de esquila y con más de veinte hombres a los que alimentar, Pedro necesitaba una cocinera desesperadamente. El día anterior había llamado a la agencia de empleo, le habían dicho que tenían a la persona perfecta y que se presentaría a la mañana siguiente.
—Sería buena publicidad para tí y para el rancho, para que todo el mundo sepa el gran ganadero que eres.
Pedro sacudió la cabeza. Nunca le había interesado tener una proyección pública. Se sentía muy unido a su familia, pero respecto al mundo exterior prefería permanecer aislado. Todos los que le conocían sabían que era muy celoso de su vida privada. También Luciana, y por eso no comprendía por qué se molestaba en insistir.
—El rancho no necesita ese tipo de publicidad. Me han pedido que pose para una revista de chicas —Pedro nunca había leído Irresistible, pero podía imaginarse el tipo de artículos que incluía.
—Debías sentirte halagado, Pedro.
Pedro puso los ojos en blanco.
—Como quieras —miró el reloj por dos motivos: era lunes y Luciana tenía clase en la universidad, y su nueva cocinera llegaba diez minutos tarde.
—Me gustaría que te lo pensaras.
—No —dijo Pedro con firmeza—. ¿No deberías estar en clase? —salió del establo y fue hacia la casa que había terminado de construir el año anterior.
Luciana lo siguió pisándole los talones y Pedro recordó cómo, cuando tenía siete años, acostumbraba a hacer lo mismo. Acababan de perder a sus padres y a sus tíos en un accidente de avión y Luciana no soportaba perderlo de vista. Aquel recuerdo le hizo esbozar una sonrisa.
—Sí, tengo clase, pero antes quería hablar contigo —dijo Luciana a su espalda.
Pedro se volvió con las manos en los bolsillos.
—Vale, lo has intentado y has fracasado. Adiós, Lu.
La vió poner los brazos en jarras y alzar la barbilla. Pedro conocía bien la cabezonería Alfonso, pero como era lógico, sabía cómo lidiar con ella.
—Creo que te equivocas. Yo estoy suscrita a esa revista y te sorprenderías — explicó—. No es una revista de chicas, sino que incluye buenos artículos, algunos sobre salud. Una vez al año, eligen a un hombre para la portada, el hombre que representa la fantasía amorosa de toda mujer.
¿La fantasía amorosa de toda mujer? La idea hizo reír a Pedro, que no se consideraba más que un rudo ganadero de Colorado, tan ocupado que ni siquiera recordaba la última vez que había intimado con una mujer. Su vida consistía en trabajar desde el amanecer hasta el anochecer los siete días de la semana.
—Si me equivoco, será culpa mía, enana, pero sobreviviré a mi error, y tú también. Ahora, lárgate.
Pedro, que estaba moviendo un fardo de paja al corral de las parideras, no se molestó en mirar a su hermana pequeña, Luciana, que siempre se entrometía en cualquier cosa que afectara a alguno de sus cinco hermanos.
—Pedro, no pienso moverme hasta que me digas algo.
Pedro sonrió porque sabía que si le ordenaba que se fuera, lo haría. Aunque ocasionalmente demostraba su carácter retador, sabía a qué atenerse cuando él le marcaba los límites, a pesar de que durante unos años ella y su primo Diego se habían empeñado en ponerle a prueba, como si creyeran que meterse en líos formaba parte de la esencia de la vida.
Desde entonces y tras terminar sus estudios de secundaria, Luciana había empezado una carrera universitaria, y Diego había sorprendido a todo el mundo al tomar la decisión, hacía un mes, de entrar en el ejército. De hecho, la vida de los Alfonso llevaba tiempo dominada por una total calma; tanto, que el propio Pedro, aunque no lo hubiera admitido jamás, la encontraba un tanto aburrida.
—No tengo nada que decir —decidió responder—. Simplemente, he rechazado la oferta.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —Pedro supuso que Luciana le estaría dirigiendo una mirada incendiaria.
—¿Por qué? ¿No has pensado en la publicidad?
Pedro decidió mirarla con una expresión que habría hecho retroceder a cualquiera menos a su hermana de veintiún años. De sus tres hermanas, Sonia, de veinticinco años y Carolina, de veintitrés, Luciana era la más testaruda.
—No quiero publicidad, Luciana. Ya tuvimos bastante con la que Diego, tú y los gemelos nos proporcionaron.
Lucina ni se inmutó.
—Eso fue en el pasado. Estamos hablando del presente, y la publicidad no nos iría mal.
Pedro estuvo a punto de reír.
—¿Quién la necesita?
Tenía demasiado trabajo como para perder el tiempo charlando de naderías. Norma, que había cocinado para él y para sus hombres los últimos dos años, había tenido que ausentarse el día anterior al recibir la noticia de que su única hermana, que vivía en Kansas, había sido operada de apendicitis de urgencia. Pasarían al menos dos semanas antes de que volviera, así que en plena época de esquila y con más de veinte hombres a los que alimentar, Pedro necesitaba una cocinera desesperadamente. El día anterior había llamado a la agencia de empleo, le habían dicho que tenían a la persona perfecta y que se presentaría a la mañana siguiente.
—Sería buena publicidad para tí y para el rancho, para que todo el mundo sepa el gran ganadero que eres.
Pedro sacudió la cabeza. Nunca le había interesado tener una proyección pública. Se sentía muy unido a su familia, pero respecto al mundo exterior prefería permanecer aislado. Todos los que le conocían sabían que era muy celoso de su vida privada. También Luciana, y por eso no comprendía por qué se molestaba en insistir.
—El rancho no necesita ese tipo de publicidad. Me han pedido que pose para una revista de chicas —Pedro nunca había leído Irresistible, pero podía imaginarse el tipo de artículos que incluía.
—Debías sentirte halagado, Pedro.
Pedro puso los ojos en blanco.
—Como quieras —miró el reloj por dos motivos: era lunes y Luciana tenía clase en la universidad, y su nueva cocinera llegaba diez minutos tarde.
—Me gustaría que te lo pensaras.
—No —dijo Pedro con firmeza—. ¿No deberías estar en clase? —salió del establo y fue hacia la casa que había terminado de construir el año anterior.
Luciana lo siguió pisándole los talones y Pedro recordó cómo, cuando tenía siete años, acostumbraba a hacer lo mismo. Acababan de perder a sus padres y a sus tíos en un accidente de avión y Luciana no soportaba perderlo de vista. Aquel recuerdo le hizo esbozar una sonrisa.
—Sí, tengo clase, pero antes quería hablar contigo —dijo Luciana a su espalda.
Pedro se volvió con las manos en los bolsillos.
—Vale, lo has intentado y has fracasado. Adiós, Lu.
La vió poner los brazos en jarras y alzar la barbilla. Pedro conocía bien la cabezonería Alfonso, pero como era lógico, sabía cómo lidiar con ella.
—Creo que te equivocas. Yo estoy suscrita a esa revista y te sorprenderías — explicó—. No es una revista de chicas, sino que incluye buenos artículos, algunos sobre salud. Una vez al año, eligen a un hombre para la portada, el hombre que representa la fantasía amorosa de toda mujer.
¿La fantasía amorosa de toda mujer? La idea hizo reír a Pedro, que no se consideraba más que un rudo ganadero de Colorado, tan ocupado que ni siquiera recordaba la última vez que había intimado con una mujer. Su vida consistía en trabajar desde el amanecer hasta el anochecer los siete días de la semana.
—Si me equivoco, será culpa mía, enana, pero sobreviviré a mi error, y tú también. Ahora, lárgate.
Eres Irresistible: Prólogo
Paula Chaves se acercó al cristal para ver mejor al hombre que cruzaba la calle y su corazón se aceleró. Nunca había visto a un hombre tan atractivo. Continuó mirándolo mientras se detenía a hablar con otro hombre delante de una tienda de pienso. Era alto, de cabello oscuro y sexy desde el sombrero Stetson hasta las gastadas botas camperas. Por cómo se le ajustaban los pantalones a las caderas, debía tener unas piernas poderosas y unas nalgas firmes, además de anchos hombros y marcados abdominales. En definitiva, tenía todas las características que separaban a un niño de un hombre de verdad. Cuando se echó el sombrero hacia atrás, vió que tenía la piel tostada y los ojos tan oscuros como el cabello, además de una boca de labios voluptuosos que le hicieron humedecerse los suyos. Bastaba mirarlo para que una mujer se sintiera excitada. Incluso desde aquella distancia, ella misma sentía calor y un hormigueo interno, algo que no le había pasado en sus veintiocho años de vida. De hecho, en el último año no había salido con nadie, en parte porque su relación con Pablo Fullbright le había resultado insatisfactoria, una total pérdida de tiempo de un año que la había dejado sin ganas de meterse en otra. Sus amigos creían que no le interesaba el amor y quizá tuvieran razón, pues prefería meterse en la cama con un buen libro que con un miembro del sexo opuesto. Y de pronto, un completo desconocido le hacía la boca agua. Especialmente en aquel instante cuando, plantado con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos, sonrió y se le formaron dos irresistibles hoyuelos en las mejillas.
—¿Qué estás mirando, Pau?
Paula se sobresaltó. Casi había olvidado que estaba acompañada. Miró a su amiga de la infancia, Sofía Conyers, que se sentaba al otro lado de la mesa.
—Mira a ese hombre de la camisa azul, Sofi, y dime qué ves. ¿No te parece perfecto para el primer número en Denver de Irresistible? —preguntó con una excesiva animación que habría preferido disimular.
Era la dueña de la revista Irresistible, dedicada a la mujer moderna. Había comenzado como una publicación regional pero durante los últimos años se había expandido a nivel nacional. El número más importante del año era el Hombre Irresistible, en el que se incluía un artículo en profundidad sobre un hombre que la revista consideraba digno de ser calificado de «irresistible». Con la ampliación de la revista, Paula había convencido a su amiga Sofía de que dirigiera la edición de Denver. Al no recibir respuesta de Sofía, sonrió.
—¿Qué me dices?
Sofía la miró.
—Ya que lo preguntas te diré lo que veo: a Pedro Alfonso, uno de los muchos Alfonso. Y la respuesta a si sería el candidato ideal es que sí, pero sé que no lo hará.
Paula arqueó una ceja.
—Eso quiere decir que lo conoces.
Sofía sonrió.
—Sí, pero no tan bien como a alguno de los Alfonso más jóvenes. Fui al colegio con sus hermanos y sus primos. Muchos de ellos son tan guapos como él, y puede que sean más fáciles de convencer. Olvida a Pedro.
Paula miró por la ventana convencida de dos cosas: la primera, que no lo olvidaría; y la segunda, que a Sofía le gustaba alguno de los Alfonso más jóvenes.
—Pero es a él a quien quiero, Sofi —dijo con determinación—. Y ya que lo conoces, pregúntaselo. Evidentemente, le pagaremos por su tiempo.
Sofía rió.
—Ese no es el problema, Pau. Pedro es uno de los ganaderos más ricos de Colorado, pero todos sabemos que es muy celoso de su intimidad. Te aseguro que no lo hará.
Paula quiso pensar que su amiga se equivocaba.
—Aun así, pregúntaselo.
Volvió a mirar por la ventana y sonrió. Era el hombre perfecto y lo quería para su revista.
—No sé si me gusta la expresión de tu cara, Pau, la he visto antes y sé lo que significa.
Paula no podía evitar sonreír, y si alguien tenía la culpa era su padre, el senador Miguel Chaves, de Florida, que la había criado tras la muerte de su madre de cáncer cervical cuando ella tenía dos años. Su padre era el hombre al que más admiraba y quien le había enseñado que cuando se deseaba algo verdaderamente, había que hacer lo posible para conseguirlo. Siguió mirando por la ventana mientras la conversación entre Pedro Alfonso y el otro hombre concluía y aquél entraba en la tienda, caminando de una forma que la dejó sin aliento. No cabía duda: volvería a verlo de nuevo.
—¿Qué estás mirando, Pau?
Paula se sobresaltó. Casi había olvidado que estaba acompañada. Miró a su amiga de la infancia, Sofía Conyers, que se sentaba al otro lado de la mesa.
—Mira a ese hombre de la camisa azul, Sofi, y dime qué ves. ¿No te parece perfecto para el primer número en Denver de Irresistible? —preguntó con una excesiva animación que habría preferido disimular.
Era la dueña de la revista Irresistible, dedicada a la mujer moderna. Había comenzado como una publicación regional pero durante los últimos años se había expandido a nivel nacional. El número más importante del año era el Hombre Irresistible, en el que se incluía un artículo en profundidad sobre un hombre que la revista consideraba digno de ser calificado de «irresistible». Con la ampliación de la revista, Paula había convencido a su amiga Sofía de que dirigiera la edición de Denver. Al no recibir respuesta de Sofía, sonrió.
—¿Qué me dices?
Sofía la miró.
—Ya que lo preguntas te diré lo que veo: a Pedro Alfonso, uno de los muchos Alfonso. Y la respuesta a si sería el candidato ideal es que sí, pero sé que no lo hará.
Paula arqueó una ceja.
—Eso quiere decir que lo conoces.
Sofía sonrió.
—Sí, pero no tan bien como a alguno de los Alfonso más jóvenes. Fui al colegio con sus hermanos y sus primos. Muchos de ellos son tan guapos como él, y puede que sean más fáciles de convencer. Olvida a Pedro.
Paula miró por la ventana convencida de dos cosas: la primera, que no lo olvidaría; y la segunda, que a Sofía le gustaba alguno de los Alfonso más jóvenes.
—Pero es a él a quien quiero, Sofi —dijo con determinación—. Y ya que lo conoces, pregúntaselo. Evidentemente, le pagaremos por su tiempo.
Sofía rió.
—Ese no es el problema, Pau. Pedro es uno de los ganaderos más ricos de Colorado, pero todos sabemos que es muy celoso de su intimidad. Te aseguro que no lo hará.
Paula quiso pensar que su amiga se equivocaba.
—Aun así, pregúntaselo.
Volvió a mirar por la ventana y sonrió. Era el hombre perfecto y lo quería para su revista.
—No sé si me gusta la expresión de tu cara, Pau, la he visto antes y sé lo que significa.
Paula no podía evitar sonreír, y si alguien tenía la culpa era su padre, el senador Miguel Chaves, de Florida, que la había criado tras la muerte de su madre de cáncer cervical cuando ella tenía dos años. Su padre era el hombre al que más admiraba y quien le había enseñado que cuando se deseaba algo verdaderamente, había que hacer lo posible para conseguirlo. Siguió mirando por la ventana mientras la conversación entre Pedro Alfonso y el otro hombre concluía y aquél entraba en la tienda, caminando de una forma que la dejó sin aliento. No cabía duda: volvería a verlo de nuevo.
Eres Irresistible: Sinopsis
Si no puedes aguantar el calor…
Pedro tenía la norma de no mezclar placer y trabajo, pero su cocinera del momento era tan atractiva que empezaba a plantearse introducir un cambio en sus costumbres. Cuando la tentación fue más fuerte que la razón, descubrió que Paula Chaves era tan apasionada en la cama como buena cocinera.
Aunque su relación era cada vez más tórrida, Pedro se preguntaba cuáles eran los motivos ocultos de Paula. Al descubrirlos, decidió olvidarla aunque fuera a base de duchas frías, pero pronto supo que había cometido un grave error: infravalorar el poder del corazón, especialmente, tratándose del de un Alfonso.
Pedro tenía la norma de no mezclar placer y trabajo, pero su cocinera del momento era tan atractiva que empezaba a plantearse introducir un cambio en sus costumbres. Cuando la tentación fue más fuerte que la razón, descubrió que Paula Chaves era tan apasionada en la cama como buena cocinera.
Aunque su relación era cada vez más tórrida, Pedro se preguntaba cuáles eran los motivos ocultos de Paula. Al descubrirlos, decidió olvidarla aunque fuera a base de duchas frías, pero pronto supo que había cometido un grave error: infravalorar el poder del corazón, especialmente, tratándose del de un Alfonso.
jueves, 25 de abril de 2019
Corazón Indomable: Capítulo 47
—¿Qué le ocurre? —preguntó Bruno, mirando a Pedro con dureza.
—Nada.
—Y un cuerno. Te comportas como si alguien te hubiera puesto un hierro candente en el trasero.
—Sí no fueras mi amigo, y no te necesitara en el trabajo, sería yo quien te pusiera un hierro candente a tí.
Se miraron fijamente unos segundos; después se echaron a reír.
—Perdona, jefe, Debería mantener la boca cerrada.
—Así es. Pero tienes razón. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—¿Esas muchas cosas responden a las iniciales P.C.?
Pedro titubeó, sin saber cuánto desvelarle a su amigo de su vida personal. Pero estaba tan siempre tan irritable que le debía a Bruno la verdad. O al menos parte de ella.
—La echo de menos —admitió con un suspiro.
—Yo también.
—Volvamos al trabajo.
Bruno asintió.
La conversación había tenido lugar esa mañana. Aunque Pedro trabajaba como un poseso todos los días, para agotarse, nada conseguía prepararlo para la noche, por cansado que estuviera. Añoraba a Paula. A cada momento olía su aroma, oía su risa, sentía su piel bajo los dedos callosos. Pero lo peor era recordar sus gemidos cuando le hacía el amor. Eso, todo lo que había de especial en ella, lo volvía loco. La amaba. Debería habérselo dicho. Saltó del sofá y fue a la cocina a por una cerveza. Después de un trago la vació en el fregadero. Emborracharse no era la solución. Cuando saliera del estupor, ella seguiría en su mente.
—Al diablo con todo esto —dijo.
Corrió al escritorio, sacó un sobre, se puso la chaqueta y salió de la cabaña. Paula lo vió en cuanto salió. Aunque casi se le paró el corazón, se detuvo y, como una zombi, observó a Pedro cruzar el estacionamiento de su edificio.
—¿Qué... qué haces aquí?
—¿Adónde vas? —preguntó Pedro.
—Yo he preguntado primero —su voz fue un susurro.
—He venido a verte —clavó los ojos en ella.
—¿Por qué?
—Para decirte que te quiero y que soy muy desgraciado sin tí —soltó él de sopetón.
—Yo iba a verte, a decirte exactamente lo mismo.
Después, Paula no supo quién se había movido antes. Daba igual. En segundos, estuvieron uno en brazos del otro. Después, riendo y besándola, Pedro la alzó y la hizo girar por el aire.
—Cásate conmigo, Paula Chaves—susurró al ponerla de nuevo en el suelo.
A las tres de la mañana, Paula y Pedro estaban sentados en medio de la cama de ella, bebiendo cerveza con limón y comiendo queso y galletas. Habían hecho el amor hasta quedar agotados y hambrientos. Desnudos, habían ido a la cocina a saquear el frigorífico y vuelto con todo a la cama. En ese momento, mirándose a los ojos, Paula sintió que Pedro oprimía su mano con suavidad. Ella le devolvió el apretón y dejó los vasos en la mesilla.
—Te quiero, Pedro Alfonso.
—Yo te quiero a tí, Paula Chaves.
—¿Y cuándo será la boda? —parpadeó para evitar unas inesperadas lágrimas.
—¿Qué te parece mañana? —Pedro trazó el contorno de sus labios con un dedo.
—Ojalá fuera posible.
—Eso pienso yo. Pero en cuanto hayamos arreglado los papeles nada podrá detenernos.
—Espero que no.
—Nunca pensé que pudiera regresar a la civilización, pero contigo como esposa, sé que será posible.
Paula, con el rostro surcado por las lágrimas, lo besó y repitió otra versión de sus palabras.
—Nunca creía que pudiera vivir en el bosque y seguir practicando la abogacía, pero contigo como esposo, será posible. De hecho, es lo que deseo hacer.
—¿Me quieres tanto como para plantearte dejar todo esto? —Pedro sonó asombrado.
—Sin dudarlo un segundo.
Pedro la estrechó entre sus brazos, quitándole el aire.
—Te quiero tanto que me gustaría acurrucarme en tu interior. Tengo algo para tí —la soltó y se inclinó hacia sus vaqueros, en el suelo. Sacó algo de un bolsillo.
—¿Qué es? —preguntó Paula.
—Ábrelo y lo verás.
Ella obedeció, después lo miró intrigada.
—Es una escritura, lo sé. Pero ¿De qué?
—La casa de Wellington.
Paula lo miró con incredulidad.
—Oí decir que estaba en venta, y era cierto.
—Así que la compraste —musitó ella.
—Sí. Para tí. Para nosotros.
Paula soltó un grito, rodeó su cuello con los brazos y se lo comió a besos.
—Por lo visto, he hecho bien al comprarla.
—Más que bien. Es perfecto.
—Cuando dijiste que te gustaba, llamé a un agente inmobiliario amigo mío y le pedí que comprobara si se vendía —alzó la mano. —No te equivoques, no sabía que me querías, pero algo me dijo que comprase la casa de todas formas.
—Pedro, es maravilloso, Wellington es perfecto para los dos; es lo bastante grande para abrir un despacho.
—Sin duda.
—Siempre deseé tener mi propia empresa algún día.
—Ese día ha llegado. Es hoy.
—Y es un lugar perfecto para formar una familia —esperó sin aliento la reacción de Pedro.
Los ojos de él se llenaron de lágrimas.
—Temía que no quisieras tener más hijos.
—Claro que quiero —afirmó ella. —De hecho...
Él puso las manos sobre sus hombros y la tumbó sobre la cama.
—Entonces será mejor que empecemos, cariño, no hay por qué perder tiempo.
—Creo que el primero ya está en camino —le susurró Paula, abrazándose a su cuello.
—¿Quieres... quieres decir que...? —tragó saliva y la miró con asombro y adoración.
Ella sonrió y lo besó.
—Es exactamente lo que quiero decir.
—Te quiero, te quiero, te quiero —gritó Pedro, abrazándola con furia.
—Yo también te quiero.
FIN
—Nada.
—Y un cuerno. Te comportas como si alguien te hubiera puesto un hierro candente en el trasero.
—Sí no fueras mi amigo, y no te necesitara en el trabajo, sería yo quien te pusiera un hierro candente a tí.
Se miraron fijamente unos segundos; después se echaron a reír.
—Perdona, jefe, Debería mantener la boca cerrada.
—Así es. Pero tienes razón. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—¿Esas muchas cosas responden a las iniciales P.C.?
Pedro titubeó, sin saber cuánto desvelarle a su amigo de su vida personal. Pero estaba tan siempre tan irritable que le debía a Bruno la verdad. O al menos parte de ella.
—La echo de menos —admitió con un suspiro.
—Yo también.
—Volvamos al trabajo.
Bruno asintió.
La conversación había tenido lugar esa mañana. Aunque Pedro trabajaba como un poseso todos los días, para agotarse, nada conseguía prepararlo para la noche, por cansado que estuviera. Añoraba a Paula. A cada momento olía su aroma, oía su risa, sentía su piel bajo los dedos callosos. Pero lo peor era recordar sus gemidos cuando le hacía el amor. Eso, todo lo que había de especial en ella, lo volvía loco. La amaba. Debería habérselo dicho. Saltó del sofá y fue a la cocina a por una cerveza. Después de un trago la vació en el fregadero. Emborracharse no era la solución. Cuando saliera del estupor, ella seguiría en su mente.
—Al diablo con todo esto —dijo.
Corrió al escritorio, sacó un sobre, se puso la chaqueta y salió de la cabaña. Paula lo vió en cuanto salió. Aunque casi se le paró el corazón, se detuvo y, como una zombi, observó a Pedro cruzar el estacionamiento de su edificio.
—¿Qué... qué haces aquí?
—¿Adónde vas? —preguntó Pedro.
—Yo he preguntado primero —su voz fue un susurro.
—He venido a verte —clavó los ojos en ella.
—¿Por qué?
—Para decirte que te quiero y que soy muy desgraciado sin tí —soltó él de sopetón.
—Yo iba a verte, a decirte exactamente lo mismo.
Después, Paula no supo quién se había movido antes. Daba igual. En segundos, estuvieron uno en brazos del otro. Después, riendo y besándola, Pedro la alzó y la hizo girar por el aire.
—Cásate conmigo, Paula Chaves—susurró al ponerla de nuevo en el suelo.
A las tres de la mañana, Paula y Pedro estaban sentados en medio de la cama de ella, bebiendo cerveza con limón y comiendo queso y galletas. Habían hecho el amor hasta quedar agotados y hambrientos. Desnudos, habían ido a la cocina a saquear el frigorífico y vuelto con todo a la cama. En ese momento, mirándose a los ojos, Paula sintió que Pedro oprimía su mano con suavidad. Ella le devolvió el apretón y dejó los vasos en la mesilla.
—Te quiero, Pedro Alfonso.
—Yo te quiero a tí, Paula Chaves.
—¿Y cuándo será la boda? —parpadeó para evitar unas inesperadas lágrimas.
—¿Qué te parece mañana? —Pedro trazó el contorno de sus labios con un dedo.
—Ojalá fuera posible.
—Eso pienso yo. Pero en cuanto hayamos arreglado los papeles nada podrá detenernos.
—Espero que no.
—Nunca pensé que pudiera regresar a la civilización, pero contigo como esposa, sé que será posible.
Paula, con el rostro surcado por las lágrimas, lo besó y repitió otra versión de sus palabras.
—Nunca creía que pudiera vivir en el bosque y seguir practicando la abogacía, pero contigo como esposo, será posible. De hecho, es lo que deseo hacer.
—¿Me quieres tanto como para plantearte dejar todo esto? —Pedro sonó asombrado.
—Sin dudarlo un segundo.
Pedro la estrechó entre sus brazos, quitándole el aire.
—Te quiero tanto que me gustaría acurrucarme en tu interior. Tengo algo para tí —la soltó y se inclinó hacia sus vaqueros, en el suelo. Sacó algo de un bolsillo.
—¿Qué es? —preguntó Paula.
—Ábrelo y lo verás.
Ella obedeció, después lo miró intrigada.
—Es una escritura, lo sé. Pero ¿De qué?
—La casa de Wellington.
Paula lo miró con incredulidad.
—Oí decir que estaba en venta, y era cierto.
—Así que la compraste —musitó ella.
—Sí. Para tí. Para nosotros.
Paula soltó un grito, rodeó su cuello con los brazos y se lo comió a besos.
—Por lo visto, he hecho bien al comprarla.
—Más que bien. Es perfecto.
—Cuando dijiste que te gustaba, llamé a un agente inmobiliario amigo mío y le pedí que comprobara si se vendía —alzó la mano. —No te equivoques, no sabía que me querías, pero algo me dijo que comprase la casa de todas formas.
—Pedro, es maravilloso, Wellington es perfecto para los dos; es lo bastante grande para abrir un despacho.
—Sin duda.
—Siempre deseé tener mi propia empresa algún día.
—Ese día ha llegado. Es hoy.
—Y es un lugar perfecto para formar una familia —esperó sin aliento la reacción de Pedro.
Los ojos de él se llenaron de lágrimas.
—Temía que no quisieras tener más hijos.
—Claro que quiero —afirmó ella. —De hecho...
Él puso las manos sobre sus hombros y la tumbó sobre la cama.
—Entonces será mejor que empecemos, cariño, no hay por qué perder tiempo.
—Creo que el primero ya está en camino —le susurró Paula, abrazándose a su cuello.
—¿Quieres... quieres decir que...? —tragó saliva y la miró con asombro y adoración.
Ella sonrió y lo besó.
—Es exactamente lo que quiero decir.
—Te quiero, te quiero, te quiero —gritó Pedro, abrazándola con furia.
—Yo también te quiero.
FIN
Corazón Indomable: Capítulo 46
-¿Te he dicho últimamente lo orgulloso que estoy de tí?
—Todos los días.
—Sólo quiero asegurarme de que sepas que estás haciendo un gran trabajo y lo mucho que lo aprecia la empresa —Martín sonrió y se sentó frente a Paula.
—Lo sé, y agradezco tu apoyo y tus halagos.
—Odié que tuvieras que irte, ya lo sabes —Martín frunció el ceño, —pero supongo que fue lo mejor. Ahora que estás de vuelta lo veo claro. Estás tan aguda y agresiva como siempre.
—Eres un buen hombre, Martín Billingsly, soy muy afortunada al tenerte como jefe.
—Yo... podríamos ser algo más —dijo él en voz baja. —Pero no te interesa, ¿Verdad?
—No, no en el sentido al que te refieres —sonrió con tristeza. —Pero tu interés por mí es el mejor cumplido.
—Bueno —Martín suspiró y esbozó una sonrisa. —Estaba preparado para un «no».
—Siempre te he considerado un amigo y el mejor de los jefes.
Él titubeó un momento y la miró intensamente.
—¿Qué? —ladeó la cabeza y le devolvió la mirada.
—No eres la misma.
—Acabas de decirme que...
—No me refiero a tu trabajo —interrumpió Martín.
—Ah —ella giró la cabeza, temiendo que fuera a adentrarse en terreno prohibido. Sus siguientes palabras le dieron la razón.
—Cuando crees que nadie te ve, tu rostro se llena de tristeza —hizo una pausa. —¿A qué se debe?
—Estoy bien —mintió ella. —Te estás dejando llevar por la imaginación.
—Paparruchas. Sé que me estoy entrometiendo, pero eso es lo que hacen los amigos... y los jefes.
—Es algo que debo resolver por mí misma.
—¿Sigue teniendo que ver con tu familia?
—No —ella sonrió. —Alejarme consiguió un milagro. Cuando pienso en ellos, todos los días, es con cariño y dulzura, en vez de con el dolor de la pérdida.
—Me alegra mucho oírte decir eso. Es maravilloso.
—Lo sé.
—Pero —Martín siguió presionando, —sigues estando demasiado triste para mi gusto. Se inclinó hacia delante. —Es por ese tipo, ¿Verdad?
—No sé de qué tipo hablas —Paula se tensó.
—Claro que lo sabes.
Paula, intentando controlar el rubor que estaba a punto de teñir sus mejillas, se puso en pie y fue hacia la ventana. El día estaba triste y nublado, igual que ella. Martín tenía razón. Estaba fastidiada, aunque mi podía permitirse admitirlo, ni siquiera ante ella misma. Echaba de menos a Pedro, Su ausencia casi le dolía. En ese momento podía ver su enorme cuerpo en el bosque, con su casco, vaqueros y botas, haciendo funcionar una máquina o caminando por el bosque, absorto. Y adorando cada segundo. Deseó que la amara tanto como amaba los bosques.
—¿Paula?
—Perdona —se volvió hacia él. —Mi mente estaba vagando por ahí.
—Visto que no vas a contármelo, será mejor que me vaya —miró su reloj. —Tengo que estar en el juzgado dentro de media hora y, si no me equivoco, tú también.
—Es cierto —Paula cuadró los hombros, limpió su mente de cualquier tema personal y añadió—: Este es un caso que no estoy dispuesta a perder.
—No lo perderás. Y como prometí, eso te permitirá acceder a la sociedad —al no conseguir la respuesta que esperaba de ella, frunció el ceño. —Sigues queriendo ser socia, ¿No?
—Desde luego —afirmó Paula con entusiasmo forzado. Agarró su maletín. —Vamos a ganar un caso.
Sólo llevaba un mes en casa, pero parecían seis. Sus ojos recorrieron el salón de su piso de Houston y pensó en lo afortunada que era al regresar a un lugar tan bonito todos los días. Pero ya no se lo parecía tanto como antes de haberse marchado a Lane. Además del lujoso piso, tenía montones de amigos y sitios a los que ir. Houston tenía mucho que ofrecer. Se preguntó por qué, en ese caso, no estaba por ahí con algún amigo. Sólo eran las seis de la tarde; aún podía replantearse una invitación al teatro que había rechazado esa mañana. Pero no le apetecía salir. Prefería remojarse en la bañera y pasar el resto de la tarde leyendo y relajándose. Por desgracia, eso no estaba ocurriendo. En cuanto entró en casa se sintió tensa, nerviosa y solitaria; todo lo cual la ponía furiosa consigo misma. Para empeorar las cosas había recibido dos llamadas seguidas: una de Marta y una de Jimena. Ambas le habían dicho cuánto la echaban de menos y pedido que fuera pronto a Lane a visitarlas. Después de cada conversación, Paula había colgado y se había echado a llorar.
En ese momento, acurrucada en el sofá, tenía ganas de llorar de nuevo. Pero no tenía razones para hacerlo. Todo le iba bien. Además de un piso precioso, buen trabajo y buen sueldo, le habían ofrecido convertirse en socia junior del bufete, tal y como Martín había predicho. Aunque aún no había aceptado la oferta oficialmente, todos sabían que lo haría. Todos menos ella. Se sentía desgraciada. Y la causa era Pedro. Todas las cosas maravillosas de su vida no eran más que eso, cosas. Desde que se había enamorado de él, las cosas ya no tenían importancia. Quería seguir practicando la abogacía, desde luego, pero había dejado de ser su única pasión. Le gustaba su sitio pero no era más que un lugar donde dormir. Su pasión era Pedro.
De pronto, una lucecita se encendió en su cabeza. Lo que más deseaba en el mundo era despertarse cada mañana junto a él. Se puso en pie de un salto. ¡Era imposible! No podía vivir en un pueblo pequeño. Su conciencia le susurró que era una mentirosa. Había estado en Lane varias semanas y había sobrevivido. Incluso había hecho amigos, trabajado y disfrutado. La mente de Paula giraba como un torbellino. Inspiró varías veces para controlar los latidos de su corazón. Había perdido a Ariel por una tragedia sobre la que no tenía ningún control. El caso de Pedro era distinto. Sí lo perdía, sería culpa de ella. Agarró el bolso y salió corriendo.
—Todos los días.
—Sólo quiero asegurarme de que sepas que estás haciendo un gran trabajo y lo mucho que lo aprecia la empresa —Martín sonrió y se sentó frente a Paula.
—Lo sé, y agradezco tu apoyo y tus halagos.
—Odié que tuvieras que irte, ya lo sabes —Martín frunció el ceño, —pero supongo que fue lo mejor. Ahora que estás de vuelta lo veo claro. Estás tan aguda y agresiva como siempre.
—Eres un buen hombre, Martín Billingsly, soy muy afortunada al tenerte como jefe.
—Yo... podríamos ser algo más —dijo él en voz baja. —Pero no te interesa, ¿Verdad?
—No, no en el sentido al que te refieres —sonrió con tristeza. —Pero tu interés por mí es el mejor cumplido.
—Bueno —Martín suspiró y esbozó una sonrisa. —Estaba preparado para un «no».
—Siempre te he considerado un amigo y el mejor de los jefes.
Él titubeó un momento y la miró intensamente.
—¿Qué? —ladeó la cabeza y le devolvió la mirada.
—No eres la misma.
—Acabas de decirme que...
—No me refiero a tu trabajo —interrumpió Martín.
—Ah —ella giró la cabeza, temiendo que fuera a adentrarse en terreno prohibido. Sus siguientes palabras le dieron la razón.
—Cuando crees que nadie te ve, tu rostro se llena de tristeza —hizo una pausa. —¿A qué se debe?
—Estoy bien —mintió ella. —Te estás dejando llevar por la imaginación.
—Paparruchas. Sé que me estoy entrometiendo, pero eso es lo que hacen los amigos... y los jefes.
—Es algo que debo resolver por mí misma.
—¿Sigue teniendo que ver con tu familia?
—No —ella sonrió. —Alejarme consiguió un milagro. Cuando pienso en ellos, todos los días, es con cariño y dulzura, en vez de con el dolor de la pérdida.
—Me alegra mucho oírte decir eso. Es maravilloso.
—Lo sé.
—Pero —Martín siguió presionando, —sigues estando demasiado triste para mi gusto. Se inclinó hacia delante. —Es por ese tipo, ¿Verdad?
—No sé de qué tipo hablas —Paula se tensó.
—Claro que lo sabes.
Paula, intentando controlar el rubor que estaba a punto de teñir sus mejillas, se puso en pie y fue hacia la ventana. El día estaba triste y nublado, igual que ella. Martín tenía razón. Estaba fastidiada, aunque mi podía permitirse admitirlo, ni siquiera ante ella misma. Echaba de menos a Pedro, Su ausencia casi le dolía. En ese momento podía ver su enorme cuerpo en el bosque, con su casco, vaqueros y botas, haciendo funcionar una máquina o caminando por el bosque, absorto. Y adorando cada segundo. Deseó que la amara tanto como amaba los bosques.
—¿Paula?
—Perdona —se volvió hacia él. —Mi mente estaba vagando por ahí.
—Visto que no vas a contármelo, será mejor que me vaya —miró su reloj. —Tengo que estar en el juzgado dentro de media hora y, si no me equivoco, tú también.
—Es cierto —Paula cuadró los hombros, limpió su mente de cualquier tema personal y añadió—: Este es un caso que no estoy dispuesta a perder.
—No lo perderás. Y como prometí, eso te permitirá acceder a la sociedad —al no conseguir la respuesta que esperaba de ella, frunció el ceño. —Sigues queriendo ser socia, ¿No?
—Desde luego —afirmó Paula con entusiasmo forzado. Agarró su maletín. —Vamos a ganar un caso.
Sólo llevaba un mes en casa, pero parecían seis. Sus ojos recorrieron el salón de su piso de Houston y pensó en lo afortunada que era al regresar a un lugar tan bonito todos los días. Pero ya no se lo parecía tanto como antes de haberse marchado a Lane. Además del lujoso piso, tenía montones de amigos y sitios a los que ir. Houston tenía mucho que ofrecer. Se preguntó por qué, en ese caso, no estaba por ahí con algún amigo. Sólo eran las seis de la tarde; aún podía replantearse una invitación al teatro que había rechazado esa mañana. Pero no le apetecía salir. Prefería remojarse en la bañera y pasar el resto de la tarde leyendo y relajándose. Por desgracia, eso no estaba ocurriendo. En cuanto entró en casa se sintió tensa, nerviosa y solitaria; todo lo cual la ponía furiosa consigo misma. Para empeorar las cosas había recibido dos llamadas seguidas: una de Marta y una de Jimena. Ambas le habían dicho cuánto la echaban de menos y pedido que fuera pronto a Lane a visitarlas. Después de cada conversación, Paula había colgado y se había echado a llorar.
En ese momento, acurrucada en el sofá, tenía ganas de llorar de nuevo. Pero no tenía razones para hacerlo. Todo le iba bien. Además de un piso precioso, buen trabajo y buen sueldo, le habían ofrecido convertirse en socia junior del bufete, tal y como Martín había predicho. Aunque aún no había aceptado la oferta oficialmente, todos sabían que lo haría. Todos menos ella. Se sentía desgraciada. Y la causa era Pedro. Todas las cosas maravillosas de su vida no eran más que eso, cosas. Desde que se había enamorado de él, las cosas ya no tenían importancia. Quería seguir practicando la abogacía, desde luego, pero había dejado de ser su única pasión. Le gustaba su sitio pero no era más que un lugar donde dormir. Su pasión era Pedro.
De pronto, una lucecita se encendió en su cabeza. Lo que más deseaba en el mundo era despertarse cada mañana junto a él. Se puso en pie de un salto. ¡Era imposible! No podía vivir en un pueblo pequeño. Su conciencia le susurró que era una mentirosa. Había estado en Lane varias semanas y había sobrevivido. Incluso había hecho amigos, trabajado y disfrutado. La mente de Paula giraba como un torbellino. Inspiró varías veces para controlar los latidos de su corazón. Había perdido a Ariel por una tragedia sobre la que no tenía ningún control. El caso de Pedro era distinto. Sí lo perdía, sería culpa de ella. Agarró el bolso y salió corriendo.
Corazón Indomable: Capítulo 45
Llamaron a la puerta. Abrió y Paula fue derecha a sus brazos, aferrándolo como si no quisiera dejarlo escapar nunca, lo que a él le parecía muy bien. Finalmente la alejó de sí y la besó suavemente.
—Buenas tardes —dijo ella con voz ahogada.
Él percibió que algo iba mal, Pero no iba a presionarla, se lo contaría cuando estuviera preparada.
—Parece que celebramos algo —comentó Paula, entrando en la habitación.
—Son bastante lamentables, ¿No? —Pedro miró las flores y sonrió avergonzado.
—Si te refieres a las flores, me parecen encantadoras.
—Los dos sabemos que eso no es verdad, pero suena bien de todas formas.
—Eres imposible —afirmó Paula, moviendo la cabeza.
—Siéntate —pidió Pedro con un nerviosismo que a él lo molestó y a ella le causó asombro. — ¿Quieres vino o cerveza?
—Ninguna de las dos cosas, de momento.
Él alzó las cejas.
—Me gustaría oír qué dijo Fabián. Sobre quién te disparó.
—No creerás lo que voy a contarte —Pedro movió la cabeza de lado a lado.
—Claro que sí. Soy abogada, ¿Recuerdas?
—Un adolescente de dieciséis años decidió ir con su escopeta a dar unos tiros. Montó en la camioneta de su padre y fue a la tierra de Holland. Cuando vio un jabalí, decidió seguirlo.
Hizo una breve pausa.
—Para resumir, cuando tuvo la oportunidad de disparar lo hizo, pero falló y el jabalí se lanzó contra la maleza. Yo grité, el chico se asustó y se fue. Estaba tan asustado que chocó contra un árbol, de ahí la confesión. Tuvo que contarles a sus padres por qué había un golpe en la camioneta y que había estado en la tierra de Holland. Un par de días después su padre se enteró de que alguien había recibido un disparo allí. Ató cabos y comprendió lo ocurrido. Hoy fueron a hablar con Fabián.
—Podría haberte matado —dijo Paula, solemne.
—Lo sé. Fabián me preguntó si quería demandarlo.
—¿Vas a hacerlo?
—No. El pobre chico está aterrorizado por haber herido a alguien. Fue un accidente. Además, ya tiene bastante con sus padres, que no están nada contentos.
—Chicos —Paula movió la cabeza. —Al menos el misterio está resuelto, Y tú casi recuperado.
—Eso es verdad —sonrió con descaro. —Eso significa que podré seducirte sin piedad.
—Antes tenemos que hablar.
—Creía que eso es lo que acabamos de hacer.
—Sobre otra cosa...
—Bien. Habla.
—Jimena ha vuelto.
—¿Cuándo? —Pedro se tensó visiblemente.
—Esta tarde, a la hora de cerrar.
—Eso está bien —forzó una sonrisa. —Estoy seguro de que las dos están contentas.
Siguió un incómodo silencio.
—Puede que tú no necesites beber nada, pero yo sí —fue a la cocina, agarró una cerveza y se bebió la mitad de un trago. Paula lo había seguido a la cocina, sería. —¿Cuándo te marcharás?
—Pronto.
—Lo imaginaba, he aprendido a leerte bastante bien —hizo una pausa. —Antes de que digas nada más, quiero preguntarte algo.
—Adelante.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que tú y yo tengamos un futuro juntos? —alzó la mano al ver que ella abría la boca. —Sé que somos de mundos diferentes, y muy distintos —se frotó la nuca. —Pero esas diferencias hacen que la vida y las relaciones sean estimulantes.
—Pedro...
—Sí todos fuéramos iguales, sería muy aburrido.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Paula con voz queda.
—Resumiendo. ¿Te quedarás algo más de tiempo... conmigo? Para ver adonde nos lleva todo esto.
—Pedro, Martín llamó. Desde Houston.
El silencio que siguió fue largo y agobiante.
—¿No vas a decir nada? —inquirió Paula.
—Ya he hablado. Ahora te toca a tí.
—Mi empresa quiere que vuelva de inmediato.
Aunque Paula no dijo nada, Pedro supo que se debatía. Anhelaba abrazarla, besarla, decirle que la amaba y suplicarle que no se fuera. Pero se quedó inmóvil y callado.
—Siento que se lo debo a ellos, y a mí misma. Así que me marcho mañana.
—Creo que con eso queda dicho todo —farfulló Pedro, tras mirarla larga y duramente.
—Eso no significa...
—Sé lo que significa. Has decidido volver a Houston —encogió los hombros. —No intentaré hacerte cambiar de opinión.
—¿Me estás diciendo que esto se ha acabado? —Paula palideció.
—Tú eres la abogada de algo rango. ¿Es que no está claro?
Se miraron fijamente unos instantes.
—También me estás diciendo que debería irme ahora mismo, ¿Verdad? —Paula apenas fue capaz de hacer la pregunta, tenía la garganta seca.
—Dadas las circunstancias, creo que probablemente sea buena idea.
Conteniendo las lágrimas, Paula giró sobre los talones y salió, cerrando la puerta a su espalda.
Maldiciendo, Pedro lanzó la botella de cerveza contra la chimenea. Ni se inmutó cuando los trozos de cristal salieron disparados por todos sitios.
—Buenas tardes —dijo ella con voz ahogada.
Él percibió que algo iba mal, Pero no iba a presionarla, se lo contaría cuando estuviera preparada.
—Parece que celebramos algo —comentó Paula, entrando en la habitación.
—Son bastante lamentables, ¿No? —Pedro miró las flores y sonrió avergonzado.
—Si te refieres a las flores, me parecen encantadoras.
—Los dos sabemos que eso no es verdad, pero suena bien de todas formas.
—Eres imposible —afirmó Paula, moviendo la cabeza.
—Siéntate —pidió Pedro con un nerviosismo que a él lo molestó y a ella le causó asombro. — ¿Quieres vino o cerveza?
—Ninguna de las dos cosas, de momento.
Él alzó las cejas.
—Me gustaría oír qué dijo Fabián. Sobre quién te disparó.
—No creerás lo que voy a contarte —Pedro movió la cabeza de lado a lado.
—Claro que sí. Soy abogada, ¿Recuerdas?
—Un adolescente de dieciséis años decidió ir con su escopeta a dar unos tiros. Montó en la camioneta de su padre y fue a la tierra de Holland. Cuando vio un jabalí, decidió seguirlo.
Hizo una breve pausa.
—Para resumir, cuando tuvo la oportunidad de disparar lo hizo, pero falló y el jabalí se lanzó contra la maleza. Yo grité, el chico se asustó y se fue. Estaba tan asustado que chocó contra un árbol, de ahí la confesión. Tuvo que contarles a sus padres por qué había un golpe en la camioneta y que había estado en la tierra de Holland. Un par de días después su padre se enteró de que alguien había recibido un disparo allí. Ató cabos y comprendió lo ocurrido. Hoy fueron a hablar con Fabián.
—Podría haberte matado —dijo Paula, solemne.
—Lo sé. Fabián me preguntó si quería demandarlo.
—¿Vas a hacerlo?
—No. El pobre chico está aterrorizado por haber herido a alguien. Fue un accidente. Además, ya tiene bastante con sus padres, que no están nada contentos.
—Chicos —Paula movió la cabeza. —Al menos el misterio está resuelto, Y tú casi recuperado.
—Eso es verdad —sonrió con descaro. —Eso significa que podré seducirte sin piedad.
—Antes tenemos que hablar.
—Creía que eso es lo que acabamos de hacer.
—Sobre otra cosa...
—Bien. Habla.
—Jimena ha vuelto.
—¿Cuándo? —Pedro se tensó visiblemente.
—Esta tarde, a la hora de cerrar.
—Eso está bien —forzó una sonrisa. —Estoy seguro de que las dos están contentas.
Siguió un incómodo silencio.
—Puede que tú no necesites beber nada, pero yo sí —fue a la cocina, agarró una cerveza y se bebió la mitad de un trago. Paula lo había seguido a la cocina, sería. —¿Cuándo te marcharás?
—Pronto.
—Lo imaginaba, he aprendido a leerte bastante bien —hizo una pausa. —Antes de que digas nada más, quiero preguntarte algo.
—Adelante.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que tú y yo tengamos un futuro juntos? —alzó la mano al ver que ella abría la boca. —Sé que somos de mundos diferentes, y muy distintos —se frotó la nuca. —Pero esas diferencias hacen que la vida y las relaciones sean estimulantes.
—Pedro...
—Sí todos fuéramos iguales, sería muy aburrido.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Paula con voz queda.
—Resumiendo. ¿Te quedarás algo más de tiempo... conmigo? Para ver adonde nos lleva todo esto.
—Pedro, Martín llamó. Desde Houston.
El silencio que siguió fue largo y agobiante.
—¿No vas a decir nada? —inquirió Paula.
—Ya he hablado. Ahora te toca a tí.
—Mi empresa quiere que vuelva de inmediato.
Aunque Paula no dijo nada, Pedro supo que se debatía. Anhelaba abrazarla, besarla, decirle que la amaba y suplicarle que no se fuera. Pero se quedó inmóvil y callado.
—Siento que se lo debo a ellos, y a mí misma. Así que me marcho mañana.
—Creo que con eso queda dicho todo —farfulló Pedro, tras mirarla larga y duramente.
—Eso no significa...
—Sé lo que significa. Has decidido volver a Houston —encogió los hombros. —No intentaré hacerte cambiar de opinión.
—¿Me estás diciendo que esto se ha acabado? —Paula palideció.
—Tú eres la abogada de algo rango. ¿Es que no está claro?
Se miraron fijamente unos instantes.
—También me estás diciendo que debería irme ahora mismo, ¿Verdad? —Paula apenas fue capaz de hacer la pregunta, tenía la garganta seca.
—Dadas las circunstancias, creo que probablemente sea buena idea.
Conteniendo las lágrimas, Paula giró sobre los talones y salió, cerrando la puerta a su espalda.
Maldiciendo, Pedro lanzó la botella de cerveza contra la chimenea. Ni se inmutó cuando los trozos de cristal salieron disparados por todos sitios.
martes, 23 de abril de 2019
Corazón Indomable: Capítulo 44
Atónita, Paula se dió la vuelta y vió a Jimena ir hacia ella con los ojos abiertos. No podía creer sus ojos. Destino. Era lo único a lo que podía atribuir ese giro inesperado de la situación.
—¿Cuándo has llegado a casa? —preguntó Paula, riendo mientras le devolvía a Jimena el abrazo.
—De hecho, aún no he pasado por allí —los ojos de Jimena recorrieron el local, empapándose de todo. —Éste es el primer sitio al que vengo.
—Es fantástico verte.
—Ya me lo imagino —Jimena soltó una risita.
—No lo decía en ese sentido —afirmó Paula muy seria— Lo creas o no, ha sido una experiencia divertida.
—Ya, claro.
—Lo digo en serio.
—Créeme, me alegro. Temía que no volvieras a hablarme.
—Sólo espero que no pienses que he destrozado tu negocio con mi ineptitud.
—Eso no ha ocurrido —declaró Jimena. —Si eres capaz de servir café y hacer estofado, puedes dirigir este sitio —se rió y su cuerpo, alto y de huesos grandes, se sacudió. Los ojos verdes chispearon. —Aunque las dos sepamos que no has hecho ninguna de las dos.
—Sí que he hecho las dos —Paula se colocó las manos en las caderas, como si la hubiera insultado. —De vez en cuando, claro.
—Eh, bromeaba, ya lo sabes. Vamos a casa para que me pongas al corriente de todo.
—No puedo esperar.
—¿Paula? —llamó Daniela.
Ella se dio la vuelta y vió a Daniela con el teléfono en la mano.
—Es el señor Mangunm, para tí.
—¿Quién es? —preguntó Jimena, notando la reacción de su prima.
—Te lo explicaré después. Adelántate tú, yo te seguiré —Paula cerró la puerta del diminuto despacho y descolgó.
Para Pedro, ese era el momento de la verdad.
—Hola, señor Mangunm.
—Pensé que tal vez te encontrase aquí.
Pedro se quitó el sombrero y fue hacia Paula, dejando a Bruno jugueteando con una pieza de maquinaria.
—Hola, nena —saludó, se inclinó y la besó.
Desconcertada por esa familiaridad, sobre todo delante de Bruno, Paula se sonrojó levemente. Pedro se rió.
—Me asombra que aún puedas sonrojarte, después de todo lo que hemos compartido.
—Calla —ordenó ella, aunque una sonrisa afloró a sus labios. —Bruno podría oírte.
—No, está demasiado ocupado jugando con esa pieza —hizo una pausa. —Yo preferiría jugar contigo.
—Eres imposible —protestó Paula.
—Y te encanta, sólo que no quieres admitirlo.
—Tienes razón, no lo haré.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Pedro.
—Buenas noticias.
—Dímelas.
—Julián Ross se hizo la prueba del ADN y falló.
—¡Glorioso! —gritó Pedro.
Tiró el casco al aire y después agarró a Paula y la hizo girar y girar. Cuando volvió a dejarla en el suelo, estaba tan mareada que tuvo que apoyarse en él.
—Has usado los dos brazos —dijo con asombro.
—Correcto. Eso es lo que consigue la felicidad. Además, el brazo apenas me molesta.
—El doctor Carpenter debe de ser un buen cirujano.
—¿Qué demonios pasa aquí? —Bruno se reunió con ellos. —Te he oído gritar como un poseso.
—Todo se ha solucionado —Pedro dió una palmada en el hombro de Bruno. —Por fin.
—¿Eso significa que podemos poner las máquinas en marcha? —gritó Bruno.
—Significa exactamente eso —dijo Paula, risueña.
—Muchas gracias, señora —dijo Bruno, haciéndole una reverencia.
—Fuera de aquí —dijo ella entre risas.
—¿Aviso a los trabajadores? —preguntó Bruno a Pedro.
—Diles que se presenten mañana a primera hora.
—Eso haré.
Cuando Bruno se fue, Pedro se puso serio.
—Gracias. Sabes que lo digo en serio.
—Sí que lo sé.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Por lo visto, Ross tenía problemas económicos por culpa del juego. Como necesitaba el dinero y estaba seguro de ser un heredero legal, accedió a hacerse la prueba —sonrió a Pedro. — Como se suele decir, el resto es historia.
—Que tú pusiste en marcha. Sí no hubieras exigido la prueba de ADN, seguiría con la soga al cuello —la agarró, la apretó contra él y la besó con fuerza. —Ésta es mi demostración práctica de agradecimiento.
Sin aliento, Paula se apartó. Iba a hablar cuando Bruno los interrumpió.
—Venga, ustedes dos. Denme un respiro —sonrió y los dos le devolvieron la sonrisa. — Entonces, tenemos a Ross por lo del ADN, pero ¿Qué hay de tu hombro? Aún no estoy seguro de que no sea responsable de eso.
—Mi instinto me dice que no es tan estúpido, pero quién sabe —Pedro se puso serio. —Cuando salga de aquí iré a ver a Fabián.
En ese momento sonó su móvil. Era el sheriff.
—Hola, Fabián, deben de haberte pitado los oídos —Pedro escuchó un minuto y añadió. —De acuerdo. Llegaré enseguida.
—¿Y? —preguntaron Paula y Bruno casi al unísono.
—Ross está limpio. Tiene una coartada perfecta para la hora en que se produjo el disparo.
—Maldición —masculló Bruno.
—Entonces, ¿Quién te disparó? —preguntó Paula. —¿Lo sabe Fabián?
—Sí, pero quiere hablar conmigo en persona.
—Al menos el misterio está resuelto —dijo Bruno. —Ya me contarás los detalles.
—Tenemos que hablar —le dijo Paula a Pedro cuando Bruno se marchó.
—Ya lo creo que sí. ¿Qué te parece si hago unos filetes esta noche y vienes a cenar?
—Allí estaré.
Todo estaba tan perfecto como estaba en la mano de Pedro. Había limpiado la casa y comprado flores para la rústica mesa del comedor. Aunque parecían un poco fuera de lugar, estaba orgulloso de ellas. La ensalada estaba hecha, la cerveza fría y el vino fresco. La patatas estaban asándose y los filetes listos para ponerlos en la parrilla. Y él para ver a Paula. Entonces y siempre. Se le encogió el estómago al pensar en siempre. Se preguntó sí estaba enamorado. Aunque la idea le daba pánico, quería saber la respuesta. Para él, lujuria y amor iban tan unidos que le resultaba difícil distinguir cuál era cuál.
—¿Cuándo has llegado a casa? —preguntó Paula, riendo mientras le devolvía a Jimena el abrazo.
—De hecho, aún no he pasado por allí —los ojos de Jimena recorrieron el local, empapándose de todo. —Éste es el primer sitio al que vengo.
—Es fantástico verte.
—Ya me lo imagino —Jimena soltó una risita.
—No lo decía en ese sentido —afirmó Paula muy seria— Lo creas o no, ha sido una experiencia divertida.
—Ya, claro.
—Lo digo en serio.
—Créeme, me alegro. Temía que no volvieras a hablarme.
—Sólo espero que no pienses que he destrozado tu negocio con mi ineptitud.
—Eso no ha ocurrido —declaró Jimena. —Si eres capaz de servir café y hacer estofado, puedes dirigir este sitio —se rió y su cuerpo, alto y de huesos grandes, se sacudió. Los ojos verdes chispearon. —Aunque las dos sepamos que no has hecho ninguna de las dos.
—Sí que he hecho las dos —Paula se colocó las manos en las caderas, como si la hubiera insultado. —De vez en cuando, claro.
—Eh, bromeaba, ya lo sabes. Vamos a casa para que me pongas al corriente de todo.
—No puedo esperar.
—¿Paula? —llamó Daniela.
Ella se dio la vuelta y vió a Daniela con el teléfono en la mano.
—Es el señor Mangunm, para tí.
—¿Quién es? —preguntó Jimena, notando la reacción de su prima.
—Te lo explicaré después. Adelántate tú, yo te seguiré —Paula cerró la puerta del diminuto despacho y descolgó.
Para Pedro, ese era el momento de la verdad.
—Hola, señor Mangunm.
—Pensé que tal vez te encontrase aquí.
Pedro se quitó el sombrero y fue hacia Paula, dejando a Bruno jugueteando con una pieza de maquinaria.
—Hola, nena —saludó, se inclinó y la besó.
Desconcertada por esa familiaridad, sobre todo delante de Bruno, Paula se sonrojó levemente. Pedro se rió.
—Me asombra que aún puedas sonrojarte, después de todo lo que hemos compartido.
—Calla —ordenó ella, aunque una sonrisa afloró a sus labios. —Bruno podría oírte.
—No, está demasiado ocupado jugando con esa pieza —hizo una pausa. —Yo preferiría jugar contigo.
—Eres imposible —protestó Paula.
—Y te encanta, sólo que no quieres admitirlo.
—Tienes razón, no lo haré.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Pedro.
—Buenas noticias.
—Dímelas.
—Julián Ross se hizo la prueba del ADN y falló.
—¡Glorioso! —gritó Pedro.
Tiró el casco al aire y después agarró a Paula y la hizo girar y girar. Cuando volvió a dejarla en el suelo, estaba tan mareada que tuvo que apoyarse en él.
—Has usado los dos brazos —dijo con asombro.
—Correcto. Eso es lo que consigue la felicidad. Además, el brazo apenas me molesta.
—El doctor Carpenter debe de ser un buen cirujano.
—¿Qué demonios pasa aquí? —Bruno se reunió con ellos. —Te he oído gritar como un poseso.
—Todo se ha solucionado —Pedro dió una palmada en el hombro de Bruno. —Por fin.
—¿Eso significa que podemos poner las máquinas en marcha? —gritó Bruno.
—Significa exactamente eso —dijo Paula, risueña.
—Muchas gracias, señora —dijo Bruno, haciéndole una reverencia.
—Fuera de aquí —dijo ella entre risas.
—¿Aviso a los trabajadores? —preguntó Bruno a Pedro.
—Diles que se presenten mañana a primera hora.
—Eso haré.
Cuando Bruno se fue, Pedro se puso serio.
—Gracias. Sabes que lo digo en serio.
—Sí que lo sé.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Por lo visto, Ross tenía problemas económicos por culpa del juego. Como necesitaba el dinero y estaba seguro de ser un heredero legal, accedió a hacerse la prueba —sonrió a Pedro. — Como se suele decir, el resto es historia.
—Que tú pusiste en marcha. Sí no hubieras exigido la prueba de ADN, seguiría con la soga al cuello —la agarró, la apretó contra él y la besó con fuerza. —Ésta es mi demostración práctica de agradecimiento.
Sin aliento, Paula se apartó. Iba a hablar cuando Bruno los interrumpió.
—Venga, ustedes dos. Denme un respiro —sonrió y los dos le devolvieron la sonrisa. — Entonces, tenemos a Ross por lo del ADN, pero ¿Qué hay de tu hombro? Aún no estoy seguro de que no sea responsable de eso.
—Mi instinto me dice que no es tan estúpido, pero quién sabe —Pedro se puso serio. —Cuando salga de aquí iré a ver a Fabián.
En ese momento sonó su móvil. Era el sheriff.
—Hola, Fabián, deben de haberte pitado los oídos —Pedro escuchó un minuto y añadió. —De acuerdo. Llegaré enseguida.
—¿Y? —preguntaron Paula y Bruno casi al unísono.
—Ross está limpio. Tiene una coartada perfecta para la hora en que se produjo el disparo.
—Maldición —masculló Bruno.
—Entonces, ¿Quién te disparó? —preguntó Paula. —¿Lo sabe Fabián?
—Sí, pero quiere hablar conmigo en persona.
—Al menos el misterio está resuelto —dijo Bruno. —Ya me contarás los detalles.
—Tenemos que hablar —le dijo Paula a Pedro cuando Bruno se marchó.
—Ya lo creo que sí. ¿Qué te parece si hago unos filetes esta noche y vienes a cenar?
—Allí estaré.
Todo estaba tan perfecto como estaba en la mano de Pedro. Había limpiado la casa y comprado flores para la rústica mesa del comedor. Aunque parecían un poco fuera de lugar, estaba orgulloso de ellas. La ensalada estaba hecha, la cerveza fría y el vino fresco. La patatas estaban asándose y los filetes listos para ponerlos en la parrilla. Y él para ver a Paula. Entonces y siempre. Se le encogió el estómago al pensar en siempre. Se preguntó sí estaba enamorado. Aunque la idea le daba pánico, quería saber la respuesta. Para él, lujuria y amor iban tan unidos que le resultaba difícil distinguir cuál era cuál.
Corazón Indomable: Capítulo 43
Ella se inclino sobre él, enredando los dedos en el vello de su pecho. En algún momento habían terminado sobre la cama de Paula, aunque ella no recordaba los detalles. Después de la tórrida sesión contra la pared, su mente había entrado en parada. Pero no por mucho tiempo. En cuanto llegaron a la cama, empezaron a hacer el amor de nuevo. Al principio, ella tenía cuidado con su hombro, pero era obvio que la herida no disminuía la pasión de Pedro. Era como si no pudieran tener suficiente el uno del otro.
Paula se preguntó qué le había ocurrido. Era cierto que estaba enamorada de Pedro. Pero también lo había estado de su marido. Con él todo era distinto. Accedía a una parte de ella cuya existencia desconocía: su lado salvaje. Excitante: sí. Alocada: sí. Peligrosa: sí. Permanente: no. Aunque le dolía el corazón al pensarlo, no quería apartarse de su cálido cuerpo, ni dejar de tocarlo. Sus dedos estaban disfrutando recorriendo su pecho y su estómago, Y más abajo.
Gimiendo, Pedro la miró. Ella estaba apoyada en un codo y sabía que sus ojos ardían de pasión, como los de él. No se molestaron en apagar la luz. Con Ariel no había sido así; siempre hacían el amor en la oscuridad.
—¿En qué estas pensando? —preguntó Grant con su voz grave y brusca.
—En Ariel, mi marido.
—¿Qué pensabas de él? —preguntó Pedro con voz de resignación, tras un corto titubeo.
—Aunque nos queríamos de verdad, no hacíamos el amor de forma salvaje o apasionada. Ahora lo veo claro.
—Gracias por decirme eso. No sabes lo humilde ni lo bien que me hace sentir —hizo una pausa para besarla. —Nunca he hecho el amor a una mujer como te lo he hecho a tí. La chispa, el fuego, lo que quieras llamarlo, no estaba ahí —hizo otra pausa. —Tal vez por eso no me casé nunca.
Las últimas palabras quedaron flotando en el aire, provocando tensión. Paula, entristecida por una razón que se negaba a admitir, sustituyó los dedos con los labios, lamiendo sus pezones hasta ponerlos duros.
—Hum, eso está muy bien —gruñó él.
—Esto debería estar aún mejor —usando la lengua, bajó lamiendo hasta el ombligo, que besó y succionó.
Él gimió y se retorció cuando siguió bajando. Al llegar a su erección, ella hizo una pausa y lo miró, para ver su reacción. Se había erguido, apoyándose sobre los codos y le devolvía la mirada, con los ojos nublados.
—Es... es tu decisión —dijo con voz ronca.
Ella colocó los labios en la punta y chupó. Y siguió chupando.
—Oh, Pau —gritó él, —sí, sí.
Se subió sobre él y se hundió en su duro miembro. Poco después los gemidos y gritos de ambos resonaron en la habitación. Cuando Paula por fin se tumbó a su lado, exhausta pero satisfecha, y más feliz de lo que había soñado nunca, se preguntó cómo iba a poder dejarlo.
—Paula, soy Martín.
—Me alegra oír tu voz —a ella se le aceleró el pulso.
—Lo mismo digo. Dicho eso, iré directo al grano.
—¿Por qué no? —contestó ella. Ocurría algo. Lo notaba en el tono de su voz.
—¿Recuerdas que te dije que había un par de casos para tí?
—Desde luego.
—Bueno, pues vamos a empezar con ellos y queremos que estés en las sesiones desde el principio; eso significa que te necesitamos aquí cuanto antes.
—Oh, Martín, nada me gustaría más que decirte que podía salir ahora, pero no puedo. Aunque espero el regreso de mi prima cualquier día de éstos.
—Lo retrasaremos cuanto podamos —soltó un profundo suspiro. —¿Cómo va tu caso?
—Debería resolverse pronto.
—Bien. Así no impedirá que regreses a Houston cuando vuelva tu prima—hizo una pausa más larga. —¿Recuerdas que hablamos de hacerte socia?
—Claro —¿cómo iba a olvidar eso?
—Bueno, pues sí ganas estos casos, estarás dentro.
—No sé qué decir, excepto gracias —el corazón de Paula estaba desbocado.
—Con eso basta —Martín rió. —Mantenme informado.
—Lo haré, y gracias otra vez por llamar.
—¡Sí! —gritó Paula alborozada, después de colgar.
Había hecho de su profesión su vida, y por fin empezaba a ver resultados. De pronto, igual que había brotado, su entusiasmo se apagó. Se dejó caer en una silla, con las piernas como gelatina. Pedro. Lo dejaría, no lo vería más ni intercambiaría insultos con él. Ya no le haría el amor. Eso no podía ser, cuando ella lo quería. Pero tampoco tenía opción. Él nunca había dicho que la quisiera e, incluso si lo hacía, un futuro para ellos era un imposible. Pedro quería una cosa y ella otra. Y lo que quería uno tenía tan poco que ver con lo que quería el otro como la riqueza de la reina de Inglaterra y la de un artista muerto de hambre. Pensar en Pedro hacía que ella lo añorase. No había pasado por la cafetería en todo el día, ni la había llamado. Había estado tan ocupada que no había tenido tiempo de pensarlo, pero se acercaba la hora del cierre y la tarde se avecinaba solitaria para ella. Quería verlo. Cada vez que estaban juntos se enamoraba más. La idea de dejarlo la apabullaba; la de quedarse, también.
—¡Yuju, chica!
Paula se preguntó qué le había ocurrido. Era cierto que estaba enamorada de Pedro. Pero también lo había estado de su marido. Con él todo era distinto. Accedía a una parte de ella cuya existencia desconocía: su lado salvaje. Excitante: sí. Alocada: sí. Peligrosa: sí. Permanente: no. Aunque le dolía el corazón al pensarlo, no quería apartarse de su cálido cuerpo, ni dejar de tocarlo. Sus dedos estaban disfrutando recorriendo su pecho y su estómago, Y más abajo.
Gimiendo, Pedro la miró. Ella estaba apoyada en un codo y sabía que sus ojos ardían de pasión, como los de él. No se molestaron en apagar la luz. Con Ariel no había sido así; siempre hacían el amor en la oscuridad.
—¿En qué estas pensando? —preguntó Grant con su voz grave y brusca.
—En Ariel, mi marido.
—¿Qué pensabas de él? —preguntó Pedro con voz de resignación, tras un corto titubeo.
—Aunque nos queríamos de verdad, no hacíamos el amor de forma salvaje o apasionada. Ahora lo veo claro.
—Gracias por decirme eso. No sabes lo humilde ni lo bien que me hace sentir —hizo una pausa para besarla. —Nunca he hecho el amor a una mujer como te lo he hecho a tí. La chispa, el fuego, lo que quieras llamarlo, no estaba ahí —hizo otra pausa. —Tal vez por eso no me casé nunca.
Las últimas palabras quedaron flotando en el aire, provocando tensión. Paula, entristecida por una razón que se negaba a admitir, sustituyó los dedos con los labios, lamiendo sus pezones hasta ponerlos duros.
—Hum, eso está muy bien —gruñó él.
—Esto debería estar aún mejor —usando la lengua, bajó lamiendo hasta el ombligo, que besó y succionó.
Él gimió y se retorció cuando siguió bajando. Al llegar a su erección, ella hizo una pausa y lo miró, para ver su reacción. Se había erguido, apoyándose sobre los codos y le devolvía la mirada, con los ojos nublados.
—Es... es tu decisión —dijo con voz ronca.
Ella colocó los labios en la punta y chupó. Y siguió chupando.
—Oh, Pau —gritó él, —sí, sí.
Se subió sobre él y se hundió en su duro miembro. Poco después los gemidos y gritos de ambos resonaron en la habitación. Cuando Paula por fin se tumbó a su lado, exhausta pero satisfecha, y más feliz de lo que había soñado nunca, se preguntó cómo iba a poder dejarlo.
—Paula, soy Martín.
—Me alegra oír tu voz —a ella se le aceleró el pulso.
—Lo mismo digo. Dicho eso, iré directo al grano.
—¿Por qué no? —contestó ella. Ocurría algo. Lo notaba en el tono de su voz.
—¿Recuerdas que te dije que había un par de casos para tí?
—Desde luego.
—Bueno, pues vamos a empezar con ellos y queremos que estés en las sesiones desde el principio; eso significa que te necesitamos aquí cuanto antes.
—Oh, Martín, nada me gustaría más que decirte que podía salir ahora, pero no puedo. Aunque espero el regreso de mi prima cualquier día de éstos.
—Lo retrasaremos cuanto podamos —soltó un profundo suspiro. —¿Cómo va tu caso?
—Debería resolverse pronto.
—Bien. Así no impedirá que regreses a Houston cuando vuelva tu prima—hizo una pausa más larga. —¿Recuerdas que hablamos de hacerte socia?
—Claro —¿cómo iba a olvidar eso?
—Bueno, pues sí ganas estos casos, estarás dentro.
—No sé qué decir, excepto gracias —el corazón de Paula estaba desbocado.
—Con eso basta —Martín rió. —Mantenme informado.
—Lo haré, y gracias otra vez por llamar.
—¡Sí! —gritó Paula alborozada, después de colgar.
Había hecho de su profesión su vida, y por fin empezaba a ver resultados. De pronto, igual que había brotado, su entusiasmo se apagó. Se dejó caer en una silla, con las piernas como gelatina. Pedro. Lo dejaría, no lo vería más ni intercambiaría insultos con él. Ya no le haría el amor. Eso no podía ser, cuando ella lo quería. Pero tampoco tenía opción. Él nunca había dicho que la quisiera e, incluso si lo hacía, un futuro para ellos era un imposible. Pedro quería una cosa y ella otra. Y lo que quería uno tenía tan poco que ver con lo que quería el otro como la riqueza de la reina de Inglaterra y la de un artista muerto de hambre. Pensar en Pedro hacía que ella lo añorase. No había pasado por la cafetería en todo el día, ni la había llamado. Había estado tan ocupada que no había tenido tiempo de pensarlo, pero se acercaba la hora del cierre y la tarde se avecinaba solitaria para ella. Quería verlo. Cada vez que estaban juntos se enamoraba más. La idea de dejarlo la apabullaba; la de quedarse, también.
—¡Yuju, chica!
Corazón Indomable: Capítulo 42
Cuando llegaron a la demarcación de Wellington, Pedro le dió instrucciones para ir al taller. Ella esperó en la camioneta mientras él entraba a hacer sus gestiones.
—Aún no está lista—dijo, subiendo— Supongo que eso es bueno, porque el arreglo va a costar mucho dinero. Dinero que ahora no tengo.
Estuvo a punto de decirle que ella le prestaría el dinero, pero se lo pensó mejor al ver su expresión hosca. Su instinto le decía que no aceptaría dinero de ella.
—¿Adónde vamos? —le preguntó. —¿De vuelta a Lane?
—Sí, a no ser que quieras ir a cenar algo.
—Prefiero volver.
—Me parece bien.
Estaban en las afueras de Wellington, en una carretera lateral, cuando ella vió la casa más bonita que podía haber imaginado. De piedra blanca, estaba entre árboles y arbustos, bien cuidada. Tenía un aspecto pacífico y acogedor. Intrigó tanto a Paula que bajó la velocidad.
—Que lugar más bonito —dijo con admiración.
—Debe de estar de broma.
—¿Por qué dices eso? —Paula paró el motor y se volvió hacia él.
—Me sorprende que consideres bonita una casa de fuera de la ciudad.
—Bueno, esto es todo lo cerca que me gustaría vivir del campo.
—Incluso así, dudo que fueras feliz. La gente de la ciudad no encaja aquí.
Eso lo dejaba todo muy claro. Los ojos de Paula chispearon con ira.
—¿Intentas enfadarme a propósito, o es natural en tí?
—Eso no merece respuesta —masculló él.
El resto de camino transcurrió con un silencio hostil. Cuando llegaron a casa de Jimena, Paula saltó de la camioneta y fue hacia dentro. Pedro agarró su brazo y la obligó a girarse hacia él.
—Mira, lo siento. No debí abrir la boca.
—Tienes razón.
—¿Me creerías si te digo que estaba muy estresado?
—No.
—Ya lo suponía —se frotó la mandíbula— ¿Creerías esto? ¿Y si te digo que quería conseguir que me odiaras, para no desear besarte cada vez que te acercas a mí?
Ella sintió la sangre golpetearle en los oídos.
—Oh, al diablo —farfulló Pedro.
Puso la mano buena en su hombro y la empujó contra la pared, con la respiración entrecortada. Segundos después, la besaba. Si ella no hubiera estado apoyada en la pared, se habría derretido hasta hacer un charco en el suelo. Pero le devolvió el beso con ganas, abrazándose a su cuello, disfrutando de las sensaciones que provocaba en ella.
—Dios, te deseo tanto que me estás matando —la voz de Pedro sonó desesperada.
—Yo también te deseo —susurró ella, amándolo con todo su corazón.
—Me refiero a aquí —clavó los ojos en los suyos, tan ardientes como sus labios. —Ahora.
—¿Ahora? ¿Y... y tu hombro?
—Deja que yo me preocupe de eso.
Sin una palabra más y sin quitarle los ojos de encima, ella le bajó la cremallera y liberó su erección. Él le levantó la falda vaquera y le bajó el tanga. Paula se libró de él de una patada justo cuando él colocaba una mano bajo su trasero. Como si supiera exactamente lo que tenía en mente, ella se abrazó a su cuello. Después, utilizando toda su fuerza, dio un salto y lo rodeó con las piernas.
—Oh, Paula, Paula —gimió él, penetrándola con una fuerte embestida.
—Aún no está lista—dijo, subiendo— Supongo que eso es bueno, porque el arreglo va a costar mucho dinero. Dinero que ahora no tengo.
Estuvo a punto de decirle que ella le prestaría el dinero, pero se lo pensó mejor al ver su expresión hosca. Su instinto le decía que no aceptaría dinero de ella.
—¿Adónde vamos? —le preguntó. —¿De vuelta a Lane?
—Sí, a no ser que quieras ir a cenar algo.
—Prefiero volver.
—Me parece bien.
Estaban en las afueras de Wellington, en una carretera lateral, cuando ella vió la casa más bonita que podía haber imaginado. De piedra blanca, estaba entre árboles y arbustos, bien cuidada. Tenía un aspecto pacífico y acogedor. Intrigó tanto a Paula que bajó la velocidad.
—Que lugar más bonito —dijo con admiración.
—Debe de estar de broma.
—¿Por qué dices eso? —Paula paró el motor y se volvió hacia él.
—Me sorprende que consideres bonita una casa de fuera de la ciudad.
—Bueno, esto es todo lo cerca que me gustaría vivir del campo.
—Incluso así, dudo que fueras feliz. La gente de la ciudad no encaja aquí.
Eso lo dejaba todo muy claro. Los ojos de Paula chispearon con ira.
—¿Intentas enfadarme a propósito, o es natural en tí?
—Eso no merece respuesta —masculló él.
El resto de camino transcurrió con un silencio hostil. Cuando llegaron a casa de Jimena, Paula saltó de la camioneta y fue hacia dentro. Pedro agarró su brazo y la obligó a girarse hacia él.
—Mira, lo siento. No debí abrir la boca.
—Tienes razón.
—¿Me creerías si te digo que estaba muy estresado?
—No.
—Ya lo suponía —se frotó la mandíbula— ¿Creerías esto? ¿Y si te digo que quería conseguir que me odiaras, para no desear besarte cada vez que te acercas a mí?
Ella sintió la sangre golpetearle en los oídos.
—Oh, al diablo —farfulló Pedro.
Puso la mano buena en su hombro y la empujó contra la pared, con la respiración entrecortada. Segundos después, la besaba. Si ella no hubiera estado apoyada en la pared, se habría derretido hasta hacer un charco en el suelo. Pero le devolvió el beso con ganas, abrazándose a su cuello, disfrutando de las sensaciones que provocaba en ella.
—Dios, te deseo tanto que me estás matando —la voz de Pedro sonó desesperada.
—Yo también te deseo —susurró ella, amándolo con todo su corazón.
—Me refiero a aquí —clavó los ojos en los suyos, tan ardientes como sus labios. —Ahora.
—¿Ahora? ¿Y... y tu hombro?
—Deja que yo me preocupe de eso.
Sin una palabra más y sin quitarle los ojos de encima, ella le bajó la cremallera y liberó su erección. Él le levantó la falda vaquera y le bajó el tanga. Paula se libró de él de una patada justo cuando él colocaba una mano bajo su trasero. Como si supiera exactamente lo que tenía en mente, ella se abrazó a su cuello. Después, utilizando toda su fuerza, dio un salto y lo rodeó con las piernas.
—Oh, Paula, Paula —gimió él, penetrándola con una fuerte embestida.
Corazón Indomable: Capítulo 41
Pasó junto al sofá de puntillas, para no despertar a Pedro. Se preguntó por qué la vida tenía que ser tan complicada. Había llegado al otro extremo del sofá cuando agarraron su mano. Giró en redondo y vió que él estaba sentado, sujetándola.
—Me... me has sobresaltado —tartamudeó. —Creía que estabas dormido.
—Estaba descansando.
Sus miradas se encontraron como imanes.
—Suponía que te habrías ido con tu novio.
—No es mi novio —liberó su mano y la metió en el bolsillo del vaquero. —Es mi jefe. Como ya sabes.
—Le gustas.
—¿Y qué sí le gusto?
No sabía por qué había dicho eso. Tal vez para ponerlo celoso. Pero no tenía sentido, Pedro no la amaba. Sólo sentía lujuria, sin compromisos. Y, bueno o malo, ella había disfrutado cada minuto siendo el foco de esa lujuria.
—Ah, así que tienes al pobre bastardo en espera.
—Lo que yo haga no es asunto tuyo —dijo, colérica.
—Tienes toda la razón, no lo es —accedió él con dureza, poniéndose en pie. —Nada de lo que hagas es asunto mío, ni lo que haga yo asunto tuyo —sus ojos volvieron a encontrarse en un forcejeo de voluntades. —¿Correcto?
—Correcto —dijo ella desafiante.
—Me encuentro fatal. Me voy a la cama.
Cuando oyó cerrarse la puerta del dormitorio de invitados, Paula se sentó en el sofá, revuelta. Si alguna vez había creído que la amaba, sus palabras acababan de demostrar que se equivocaba. Agarró un almohadón, hundió el rostro en él y lloró.
—Pareces agotada, nenita.
—Lo estoy, Marta.
—Antes de venir saqué unas pastas de té del horno. ¿Por qué no pasas por casa y tomas algunas?
—Gracias, pero no. Voy a ir a casa a remojar mis huesos cansados en la bañera. Otro día, seguro.
—¿En serio? No me importa ir a casa y traértelas.
—No te atrevas. Estoy demasiado cansada para comer nada ahora.
—Muy bien, te veré más tarde, entonces.
Dió gracias porque Marta no hubiera presionado. Normalmente no aceptaba un «no» como respuesta. Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin había terminado el día. Habían trabajado mucho; todo el mundo había pasado por allí. Excepto Pedro. Hacía un par de días que no lo veía. La noche que había pasado en casa de Jimena había sido corta. Se había levantado a las cinco de la mañana para ir a echarle un vistazo y ya no estaba. Tenía que hablar con él, porque había conseguido que le dieran audiencia en dos días. Como resultado de su ausencia, no sabía qué deseaba más, sacudirlo o besarlo. No dejaba de pensar en la noche de pasión que habían compartido, Pero sabía que era mejor así. Mejor que se alejara. Mejor que no es tu viera en condiciones de tocarla.
—Nos vamos, Paula—dijo Daniela, asomando la cabeza por las puertas batientes.
—Yo también. Los veré por la mañana.
Paula había echado el cierre y estaba a punto de subir al coche cuando la camioneta de Pedro estacionó a su lado.
—Sube y vamos a dar una vuelta.
—¿Qué haces al volante? —ni siquiera pensó en que le estuviera dando órdenes. Sólo en que no debía conducir.
—Tengo un brazo bueno.
—Pedro Alfonso, estás loco. Podrías tener un accidente y matarte, o matar a alguien.
—¿Vas a venir?
—No.
—Por favor.
Cuando la miraba así parecía perder el sentido común y era incapaz de negarle nada. Les quedaba tan poco tiempo juntos que cada momento era precioso.
—Sólo si me dejas conducir.
—¿Has conducido una camioneta alguna vez?
—No.
—Toda tuya —hizo un gesto con el brazo y se rió.
Puala se sentó al volante y se quedó quieta, notando cómo la miraba.
—Es fácil de conducir, en realidad. Igual que un coche, así que vamos —dijo él con una sonrisa burlona.
Tras ajustar el asiento y el espejo retrovisor, arrancó.
—Espera un segundo —dijo Pedro cuando salió a la carretera. —Vamos hacia Wellington. Tengo una pieza de maquinaria en el taller mecánico.
—Eso me recuerda... —intervino Paula, —Tenemos audiencia pasado mañana, respecto a la prueba de ADN.
—Eso es fantástico. Sé que ese bastardo de Ross está mintiendo.
—¿Y si no es así?
—Entonces, estoy hundido —afirmó Pedro. —Mi único recurso sería demandar a Holland para que me devuelva el dinero.
—A no ser que el juez ordene a Holland que dé a Ross la parte que le corresponda de la venta de árboles.
—¿Puede hacer eso?
—Los jueces son como dioses —Paula sonrió sin chispa de humor. —Pueden hacer todo lo que quieran.
—Entonces, recemos.
El resto del viaje fue en silencio, aunque Paula era muy consciente de que Pedro ocupaba el asiento de al lado. Anhelaba tocarlo. Siempre que sus ojos se encontraban, notaba el mismo anhelo en él. Apretó el volante con más fuerza y se ordenó mantener las distancias.
—Me... me has sobresaltado —tartamudeó. —Creía que estabas dormido.
—Estaba descansando.
Sus miradas se encontraron como imanes.
—Suponía que te habrías ido con tu novio.
—No es mi novio —liberó su mano y la metió en el bolsillo del vaquero. —Es mi jefe. Como ya sabes.
—Le gustas.
—¿Y qué sí le gusto?
No sabía por qué había dicho eso. Tal vez para ponerlo celoso. Pero no tenía sentido, Pedro no la amaba. Sólo sentía lujuria, sin compromisos. Y, bueno o malo, ella había disfrutado cada minuto siendo el foco de esa lujuria.
—Ah, así que tienes al pobre bastardo en espera.
—Lo que yo haga no es asunto tuyo —dijo, colérica.
—Tienes toda la razón, no lo es —accedió él con dureza, poniéndose en pie. —Nada de lo que hagas es asunto mío, ni lo que haga yo asunto tuyo —sus ojos volvieron a encontrarse en un forcejeo de voluntades. —¿Correcto?
—Correcto —dijo ella desafiante.
—Me encuentro fatal. Me voy a la cama.
Cuando oyó cerrarse la puerta del dormitorio de invitados, Paula se sentó en el sofá, revuelta. Si alguna vez había creído que la amaba, sus palabras acababan de demostrar que se equivocaba. Agarró un almohadón, hundió el rostro en él y lloró.
—Pareces agotada, nenita.
—Lo estoy, Marta.
—Antes de venir saqué unas pastas de té del horno. ¿Por qué no pasas por casa y tomas algunas?
—Gracias, pero no. Voy a ir a casa a remojar mis huesos cansados en la bañera. Otro día, seguro.
—¿En serio? No me importa ir a casa y traértelas.
—No te atrevas. Estoy demasiado cansada para comer nada ahora.
—Muy bien, te veré más tarde, entonces.
Dió gracias porque Marta no hubiera presionado. Normalmente no aceptaba un «no» como respuesta. Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin había terminado el día. Habían trabajado mucho; todo el mundo había pasado por allí. Excepto Pedro. Hacía un par de días que no lo veía. La noche que había pasado en casa de Jimena había sido corta. Se había levantado a las cinco de la mañana para ir a echarle un vistazo y ya no estaba. Tenía que hablar con él, porque había conseguido que le dieran audiencia en dos días. Como resultado de su ausencia, no sabía qué deseaba más, sacudirlo o besarlo. No dejaba de pensar en la noche de pasión que habían compartido, Pero sabía que era mejor así. Mejor que se alejara. Mejor que no es tu viera en condiciones de tocarla.
—Nos vamos, Paula—dijo Daniela, asomando la cabeza por las puertas batientes.
—Yo también. Los veré por la mañana.
Paula había echado el cierre y estaba a punto de subir al coche cuando la camioneta de Pedro estacionó a su lado.
—Sube y vamos a dar una vuelta.
—¿Qué haces al volante? —ni siquiera pensó en que le estuviera dando órdenes. Sólo en que no debía conducir.
—Tengo un brazo bueno.
—Pedro Alfonso, estás loco. Podrías tener un accidente y matarte, o matar a alguien.
—¿Vas a venir?
—No.
—Por favor.
Cuando la miraba así parecía perder el sentido común y era incapaz de negarle nada. Les quedaba tan poco tiempo juntos que cada momento era precioso.
—Sólo si me dejas conducir.
—¿Has conducido una camioneta alguna vez?
—No.
—Toda tuya —hizo un gesto con el brazo y se rió.
Puala se sentó al volante y se quedó quieta, notando cómo la miraba.
—Es fácil de conducir, en realidad. Igual que un coche, así que vamos —dijo él con una sonrisa burlona.
Tras ajustar el asiento y el espejo retrovisor, arrancó.
—Espera un segundo —dijo Pedro cuando salió a la carretera. —Vamos hacia Wellington. Tengo una pieza de maquinaria en el taller mecánico.
—Eso me recuerda... —intervino Paula, —Tenemos audiencia pasado mañana, respecto a la prueba de ADN.
—Eso es fantástico. Sé que ese bastardo de Ross está mintiendo.
—¿Y si no es así?
—Entonces, estoy hundido —afirmó Pedro. —Mi único recurso sería demandar a Holland para que me devuelva el dinero.
—A no ser que el juez ordene a Holland que dé a Ross la parte que le corresponda de la venta de árboles.
—¿Puede hacer eso?
—Los jueces son como dioses —Paula sonrió sin chispa de humor. —Pueden hacer todo lo que quieran.
—Entonces, recemos.
El resto del viaje fue en silencio, aunque Paula era muy consciente de que Pedro ocupaba el asiento de al lado. Anhelaba tocarlo. Siempre que sus ojos se encontraban, notaba el mismo anhelo en él. Apretó el volante con más fuerza y se ordenó mantener las distancias.
martes, 16 de abril de 2019
Corazón Indomable: Capítulo 40
Era increíble ver a Martín Billingsly en Lane, Texas, y más un lunes, el día más ajetreado en la empresa. El hecho de que Pedro estuviera a su lado, mirando a Martín de arriba abajo, no ayudaba nada. Paula se aclaró la garganta e hizo las presentaciones.
—Parece que he venido en mal momento —dijo Martín, con aspecto incómodo.
—No por lo que a mí respecta —rechazó Pedro, moviendo el brazo bueno. —Los dejaré solos — miró a Martín. —Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Cuando Pedro entró en la casa, Paula miró a su jefe, pensando que parecía muy cansado. Aun así, seguía estando guapo. Era alto, de espaldas anchas, con pelo plateado y una sonrisa devastadora. Además, tenía una voz espectacular, que era una de las razones por las que lo respetaban tanto en las salas de juicios.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó. Después, como sí creyera que iba a considerarla grosera, añadió—: Por supuesto, me alegro de verte.
—Estoy seguro, pero no te alegras tanto como yo habría deseado —Martín sonrió débilmente.
—No sé a qué te refieres —Paula se sonrojó.
—Ah, yo creo que sí —Martín señaló la puerta con la cabeza. —¿Qué hay con él?
—Es un amigo que acaba de salir del hospital.
Los ojos de Martín la escrutaron, como si buscara toda la verdad. Ella ignoró la mirada.
—En realidad es un gusto verte, estoy deseando saber cómo van las cosas en la empresa — esperó que su voz binara templada, porque temblaba por dentro.
—Entonces vamos a algún sitio a hablar. A comer, por ejemplo. Me apetece saber cómo te va, luego te pondré al día sobre la empresa. Tenemos un par de casos próximos que llevan tu nombre escrito.
—Eso es fantástico.
—¿Es todo lo que tienes que decir? —alzó las espesas cejas.
—Me encantaría comer contigo, pero no es buen momento —dijo Paula; estaba sudando.
—¿Tienes que volver a la cafetería?
—En realidad, hoy está cerrada.
Martín alzó las cejas interrogativamente, como preguntando por qué no podía ir a comer.
—Parece que he metido la pata viniendo sin avisar —murmuró, al ver que ella no se explicaba.
—Supongo que tiene algo que ver con el tipo que ha entrado —inclinó la cabeza hacia la puerta.
—Eso sólo es parcialmente verdad —afirmó Paula con seguridad. —¿Y si nos sentamos en el columpio del porche y charlamos?
Al fin y al cabo, no podía enviarlo de vuelta sin pasar algo de tiempo con él. Que hubiera ido a verla era un acontecimiento, y así debía tratarlo. Su trabajo era su vida; sí su jefe quería verla, sería boba impidiéndoselo. Además, Pedro podía cuidarse solo un rato.
—Se te ve bien —dijo Martín cuando se sentaron.
—Lo estoy —contestó ella con sinceridad. —Tenías razón, Necesitaba alejarme. Pero tengo que hacerte una confesión.
—¿Ah?
—He estado trabajando un poco.
—¿En un caso?
Paula asintió y le explicó el tema.
—No protestaré. Me parece genial que estés dedicándote a las leyes de nuevo y te sientas bien haciéndolo.
—Me alegra mucho tu aprobación —le ofreció una gran sonrisa, —aunque aún no he ganado el caso.
—Lo ganarás —aseveró él.
—Gracias. Tu confianza me hace sentirme aún mejor.
—¿Cuándo podemos esperarte de vuelta?
—En cuanto regrese mi prima.
Una expresión de alivio cruzó el rostro de Martín, haciendo que pareciese menos cansado.
—¿Y qué me dices de él?
Paula no simuló malinterpretar el énfasis que había en la pregunta, pero no pensaba contestarla.
—¿Qué sobre él?
—Vale, no quieres hablar de él —Martín encogió los hombros. —Eso puedo aceptarlo.
—Ya que estás en ello, acepta que estoy deseando volver al trabajo.
—Todo el mundo te echa de menos, yo incluido —Martín estiró el brazo y apretó su mano. — Estamos deseando que regreses.
—Gracias —Paula notó que las lágrimas afloraban a sus ojos. —No sabes cuánto significa para mí.
—Me marcharé ahora, pero hablaremos más tarde.
—Gracias por venir. Sólo siento que...
—No te disculpes —Martín alzó la mano. —Debí telefonear antes —le guiñó un ojo. —Nos veremos pronto.
—Puedes contar con ello —sonrió Paula.
Paula esperó a que estuviera en su BMW y arrancase antes de entrar en la casa. Cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. Entonces se dió cuenta de que Pedro no había llegado a la habitación de invitados, se había tumbado en el sofá y parecía profundamente dormido. Lo observó, pensando lo guapo que estaba, sobre todo cuando las profundas líneas que rodeaban sus ojos y su boca estaban relajadas. Percibía en él una vulnerabilidad que le rompía el corazón. Entre el problema de trabajo y el accidente, estaba estresado mental y físicamente. Sintió la tentación de acercarse y frotar la mejilla de Pedro con el dorso de la mano, por el mero placer de tocarlo. Siempre que lo veía deseaba tocarlo. Pero como ese tipo de contacto no tenía futuro, se aguantaba. Sus vidas estaban en mundos distintos, y siempre lo estarían. Se obligó a pensar en Martín y en lo que acababa de ocurrir entre ellos. Seguía atónita por su inesperada aparición. Había querido pasar tiempo con él, pero no quería dejar solo a Pedro, teniendo en cuenta lo que había dicho el médico. Durante un segundo se había sentido dividida en dos sentidos; y no estaba segura de haber tomado la decisión correcta.
—Parece que he venido en mal momento —dijo Martín, con aspecto incómodo.
—No por lo que a mí respecta —rechazó Pedro, moviendo el brazo bueno. —Los dejaré solos — miró a Martín. —Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Cuando Pedro entró en la casa, Paula miró a su jefe, pensando que parecía muy cansado. Aun así, seguía estando guapo. Era alto, de espaldas anchas, con pelo plateado y una sonrisa devastadora. Además, tenía una voz espectacular, que era una de las razones por las que lo respetaban tanto en las salas de juicios.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó. Después, como sí creyera que iba a considerarla grosera, añadió—: Por supuesto, me alegro de verte.
—Estoy seguro, pero no te alegras tanto como yo habría deseado —Martín sonrió débilmente.
—No sé a qué te refieres —Paula se sonrojó.
—Ah, yo creo que sí —Martín señaló la puerta con la cabeza. —¿Qué hay con él?
—Es un amigo que acaba de salir del hospital.
Los ojos de Martín la escrutaron, como si buscara toda la verdad. Ella ignoró la mirada.
—En realidad es un gusto verte, estoy deseando saber cómo van las cosas en la empresa — esperó que su voz binara templada, porque temblaba por dentro.
—Entonces vamos a algún sitio a hablar. A comer, por ejemplo. Me apetece saber cómo te va, luego te pondré al día sobre la empresa. Tenemos un par de casos próximos que llevan tu nombre escrito.
—Eso es fantástico.
—¿Es todo lo que tienes que decir? —alzó las espesas cejas.
—Me encantaría comer contigo, pero no es buen momento —dijo Paula; estaba sudando.
—¿Tienes que volver a la cafetería?
—En realidad, hoy está cerrada.
Martín alzó las cejas interrogativamente, como preguntando por qué no podía ir a comer.
—Parece que he metido la pata viniendo sin avisar —murmuró, al ver que ella no se explicaba.
—Supongo que tiene algo que ver con el tipo que ha entrado —inclinó la cabeza hacia la puerta.
—Eso sólo es parcialmente verdad —afirmó Paula con seguridad. —¿Y si nos sentamos en el columpio del porche y charlamos?
Al fin y al cabo, no podía enviarlo de vuelta sin pasar algo de tiempo con él. Que hubiera ido a verla era un acontecimiento, y así debía tratarlo. Su trabajo era su vida; sí su jefe quería verla, sería boba impidiéndoselo. Además, Pedro podía cuidarse solo un rato.
—Se te ve bien —dijo Martín cuando se sentaron.
—Lo estoy —contestó ella con sinceridad. —Tenías razón, Necesitaba alejarme. Pero tengo que hacerte una confesión.
—¿Ah?
—He estado trabajando un poco.
—¿En un caso?
Paula asintió y le explicó el tema.
—No protestaré. Me parece genial que estés dedicándote a las leyes de nuevo y te sientas bien haciéndolo.
—Me alegra mucho tu aprobación —le ofreció una gran sonrisa, —aunque aún no he ganado el caso.
—Lo ganarás —aseveró él.
—Gracias. Tu confianza me hace sentirme aún mejor.
—¿Cuándo podemos esperarte de vuelta?
—En cuanto regrese mi prima.
Una expresión de alivio cruzó el rostro de Martín, haciendo que pareciese menos cansado.
—¿Y qué me dices de él?
Paula no simuló malinterpretar el énfasis que había en la pregunta, pero no pensaba contestarla.
—¿Qué sobre él?
—Vale, no quieres hablar de él —Martín encogió los hombros. —Eso puedo aceptarlo.
—Ya que estás en ello, acepta que estoy deseando volver al trabajo.
—Todo el mundo te echa de menos, yo incluido —Martín estiró el brazo y apretó su mano. — Estamos deseando que regreses.
—Gracias —Paula notó que las lágrimas afloraban a sus ojos. —No sabes cuánto significa para mí.
—Me marcharé ahora, pero hablaremos más tarde.
—Gracias por venir. Sólo siento que...
—No te disculpes —Martín alzó la mano. —Debí telefonear antes —le guiñó un ojo. —Nos veremos pronto.
—Puedes contar con ello —sonrió Paula.
Paula esperó a que estuviera en su BMW y arrancase antes de entrar en la casa. Cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. Entonces se dió cuenta de que Pedro no había llegado a la habitación de invitados, se había tumbado en el sofá y parecía profundamente dormido. Lo observó, pensando lo guapo que estaba, sobre todo cuando las profundas líneas que rodeaban sus ojos y su boca estaban relajadas. Percibía en él una vulnerabilidad que le rompía el corazón. Entre el problema de trabajo y el accidente, estaba estresado mental y físicamente. Sintió la tentación de acercarse y frotar la mejilla de Pedro con el dorso de la mano, por el mero placer de tocarlo. Siempre que lo veía deseaba tocarlo. Pero como ese tipo de contacto no tenía futuro, se aguantaba. Sus vidas estaban en mundos distintos, y siempre lo estarían. Se obligó a pensar en Martín y en lo que acababa de ocurrir entre ellos. Seguía atónita por su inesperada aparición. Había querido pasar tiempo con él, pero no quería dejar solo a Pedro, teniendo en cuenta lo que había dicho el médico. Durante un segundo se había sentido dividida en dos sentidos; y no estaba segura de haber tomado la decisión correcta.
Corazón Indomable: Capítulo 39
—Gracias —dijo Paula con alivio, aunque sabía que eso sería añadir otro clavo a su ataúd emocional.
Dejó a Bruno atrás y siguió al médico.
—Ya era hora de que me dejasen salir de aquí.
—Sólo has tenido que quedarte una noche —dijo Paula, con voz templada, intentando calmar a Pedro.
—Una noche ha sido una noche de más.
Paula quería decirle que dejase de protestar, pero sabía que el efecto del calmante debía de haberse pasado y estaba incómodo. Eso pondría de mal humor a cualquiera, sobre todo a alguien poco acostumbrado al dolor. Cuando estuvieron dentro del coche, Pedro la miró.
—Bruno me ha dicho que el disparo podría no haber sido accidental.
—Es cierto —Paula le contó la conversación con el sheriff.
—En mi opinión, eso es una locura.
—Fabián no parecía tan seguro.
—Los cazadores, legales e ilegales, siempre han sido un problema para los forestales —dijo Pedro.
—¿Entonces crees que fue un cazador?
—O un niño jugando con la escopeta de su padre.
—Eso dijo Bruno.
Ambos se quedaron callados un momento.
—¿Estas pensando lo mismo que yo? —preguntó Pedro con voz seria.
—¿Qué Julián Ross podría ser el culpable?
—Sí —dijo Pedro con expresión adusta. —Si fue algo deliberado, es la única persona que podría beneficiarse con mí muerte.
—Pero si lo piensas con racionalidad, es ridículo —afirmó Paula, —Primero, ¿Qué iba a ganar? Y, segundo, ¿Cómo iba a pretender salir bien librado? Estoy segura de que es el sospechoso número uno.
—Sí no fue un accidente, se las verá conmigo —un brillo acerado destelló en los ojos de Pedro.
—Tendrás que ser paciente. Deja que la ley haga su trabajo.
—Y no meterme por medio —la voz de Pedro sonó fría como el hielo. —¿Es eso lo que dices?
—Por supuesto, pero tú ya lo sabes.
—No estés tan segura —Pedro hizo una pausa y cambió de tema. —Me dicen que voy a ir a tu casa, contigo.
Paula puso la mano en la palanca de cambios al ver el destello de deseo de sus ojos. Tragó saliva.
—Dejemos dos cosas claras: no es mi casa y tú vas a ir derecho a la habitación de invitados.
—Oh, diantre.
Ella le lanzó una mirada fulminante antes de arrancar.
—Que mi brazo esté fuera de servicio no implica que lo demás no funcione.
—Hablando de tu brazo, ¿Cómo está?
—Lo creas o no, bastante bien. De hecho, incluso puedo subirlo y bajarlo sin demasiado dolor.
—Pero aún no puedes controlarlo del todo —afirmó Paula. —Me da miedo que un mal movimiento haga que salten los puntos. Entonces sí tendrías problemas.
—Creo que exageras, pero vale —Pedro hizo un mohín. Sólo te estoy pinchando. Prometo ser buen chico —la miró con ojos como brasas. —Pero no cuánto tiempo.
Decidiendo que era mejor no contestar a eso, Paula se incorporó a la carretera.
—Tengo que pasar por la cafetería a echar un vistazo.
—Tómate tu tiempo. No me iré a ningún sitio.
—Por cierto, ¿Has oído algo del sheriff?
—No. Pero si no lo hago pronto, iré a molestarlo.
Paula estuvo quince minutos en la cafetería y después fueron a casa de Jimena. Pedro y ella iban a entrar, cuando otro coche paró detrás de ellos. Se dió la vuelta y se quedó boquiabierta. «¿Martín Billingsly? ¿Qué cuernos hace él aquí?».
—¿Quién es ese? —preguntó Pedro con cierta irritación, como sí supiera que algo no iba bien.
—Es... mi jefe.
Dejó a Bruno atrás y siguió al médico.
—Ya era hora de que me dejasen salir de aquí.
—Sólo has tenido que quedarte una noche —dijo Paula, con voz templada, intentando calmar a Pedro.
—Una noche ha sido una noche de más.
Paula quería decirle que dejase de protestar, pero sabía que el efecto del calmante debía de haberse pasado y estaba incómodo. Eso pondría de mal humor a cualquiera, sobre todo a alguien poco acostumbrado al dolor. Cuando estuvieron dentro del coche, Pedro la miró.
—Bruno me ha dicho que el disparo podría no haber sido accidental.
—Es cierto —Paula le contó la conversación con el sheriff.
—En mi opinión, eso es una locura.
—Fabián no parecía tan seguro.
—Los cazadores, legales e ilegales, siempre han sido un problema para los forestales —dijo Pedro.
—¿Entonces crees que fue un cazador?
—O un niño jugando con la escopeta de su padre.
—Eso dijo Bruno.
Ambos se quedaron callados un momento.
—¿Estas pensando lo mismo que yo? —preguntó Pedro con voz seria.
—¿Qué Julián Ross podría ser el culpable?
—Sí —dijo Pedro con expresión adusta. —Si fue algo deliberado, es la única persona que podría beneficiarse con mí muerte.
—Pero si lo piensas con racionalidad, es ridículo —afirmó Paula, —Primero, ¿Qué iba a ganar? Y, segundo, ¿Cómo iba a pretender salir bien librado? Estoy segura de que es el sospechoso número uno.
—Sí no fue un accidente, se las verá conmigo —un brillo acerado destelló en los ojos de Pedro.
—Tendrás que ser paciente. Deja que la ley haga su trabajo.
—Y no meterme por medio —la voz de Pedro sonó fría como el hielo. —¿Es eso lo que dices?
—Por supuesto, pero tú ya lo sabes.
—No estés tan segura —Pedro hizo una pausa y cambió de tema. —Me dicen que voy a ir a tu casa, contigo.
Paula puso la mano en la palanca de cambios al ver el destello de deseo de sus ojos. Tragó saliva.
—Dejemos dos cosas claras: no es mi casa y tú vas a ir derecho a la habitación de invitados.
—Oh, diantre.
Ella le lanzó una mirada fulminante antes de arrancar.
—Que mi brazo esté fuera de servicio no implica que lo demás no funcione.
—Hablando de tu brazo, ¿Cómo está?
—Lo creas o no, bastante bien. De hecho, incluso puedo subirlo y bajarlo sin demasiado dolor.
—Pero aún no puedes controlarlo del todo —afirmó Paula. —Me da miedo que un mal movimiento haga que salten los puntos. Entonces sí tendrías problemas.
—Creo que exageras, pero vale —Pedro hizo un mohín. Sólo te estoy pinchando. Prometo ser buen chico —la miró con ojos como brasas. —Pero no cuánto tiempo.
Decidiendo que era mejor no contestar a eso, Paula se incorporó a la carretera.
—Tengo que pasar por la cafetería a echar un vistazo.
—Tómate tu tiempo. No me iré a ningún sitio.
—Por cierto, ¿Has oído algo del sheriff?
—No. Pero si no lo hago pronto, iré a molestarlo.
Paula estuvo quince minutos en la cafetería y después fueron a casa de Jimena. Pedro y ella iban a entrar, cuando otro coche paró detrás de ellos. Se dió la vuelta y se quedó boquiabierta. «¿Martín Billingsly? ¿Qué cuernos hace él aquí?».
—¿Quién es ese? —preguntó Pedro con cierta irritación, como sí supiera que algo no iba bien.
—Es... mi jefe.
Corazón Indomable: Capítulo 38
—Se pondrá bien. Es duro. Hará falta más que una bala en el hombro para librarse de él.
Ella asintió, incapaz de compartir con él su secreto, la verdadera razón por la que estaba tan afectada. Se había enamorado de un hombre con quien no tenía ningún futuro.
—Ahora, si pierde el derecho a talar los árboles en la tierra de Holland… —la voz de Bruno se quebró. —Eso sería peor que un tiro en el hombro.
—No perderá la madera —refutó Paula.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Creo que el juez Winston hará lo correcto.
—Eso espero —los labios de Bruno se curvaron hacia abajo. Sigo sin poderme creer que ese bastardo de Ross... —calló y carraspeó. —Disculpa el lenguaje.
—No hacen falta disculpas —Paula movió la cabeza. —Recuerda que trabajo con un grupo de abogados, todos hombres. Créeme, he oído cosas mucho peores.
—Créeme, yo también lo habría llamado algo peor.
Ambos sonrieron y volvieron a quedarse callados.
—¿No crees que los médicos ya deberían haber terminado?
—No —Bruno cruzó la piernas. —Entre las preparaciones y todo lo demás, se tarda más tiempo del que crees.
Paula lo sabía, pues había estado antes en una sala de espera de quirófano, por amigos y familiares, Pero era distinto. Se trataba del hombre al que amaba. Le dió un vuelco el estómago y se sintió fatal. ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, la respuesta era muy clara. Seguiría adelante con su vida, igual que él seguiría con la suya. Haciendo cosas distintas en lugares diferentes.
—Él te importa mucho, ¿verdad?
—Sí, así es —no vió razón para negarlo.
—Me alegro. Lleva solo demasiado tiempo.
—Mira, no pienses que... —empezó, alarmada.
Bruno alzó la mano para interrumpirla.
—No pienso nada, señorita Chaves, así que no hagas una montaña de un grano de arena.
—Llámame Paula.
—De acuerdo, Paula. Sólo digo que desde que estás aquí he notado un cambio en Pedro... a mejor, por cierto. Aunque lo bueno dure poco, es mejor que nada.
—Me cuesta creer que nunca se haya casado.
No debería hablar de la vida de Pedro a su espalda, sobre todo en esas circunstancias. Pero, a pesar de su explicación, la desconcertaban tantos años de soltero.
—Es demasiado quisquilloso —sonrió Bruno. —En cuanto a mujeres se refiere.
—Eso no me dice mucho —comentó Paula, con la esperanza de no pensar en lo que ocurría en el quirófano.
—Le gusta vivir en lugares recónditos.
—Entonces, allí debería quedarse.
—Y le encanta su independencia.
—Debería mantenerla —afirmó Paula, con dolor de corazón, Pedro era quien era y no iba a cambiar. Y menos por ella.
Alguien se aclaró la garganta detrás de ellos y ambos giraron rápidamente.
—Ah, Fabián —dijo Bruno, levantándose. —Únete a nosotros.
Inmediatamente, Paula supo quién era ese hombre alto y delgado. Había estado en la cafetería un par de veces. Se levantó y, por cortesía, le apretó la mano. Ella no creía que hubiera aparecido allí sin razón. Sabía que tenía algo que decir. Parecía incómodo y jugueteaba con el sombrero que tenía en la mano. Evitaba mirarla a ella, tenía los ojos clavados en Bruno.
—Sheriff, ¿Dispararon a Pedro a propósito? —la rotunda pregunta de Paula sorprendió a los dos hombres.
Bruno estrechó los ojos y Fabián pasó el peso de un píe a otro. Después, el rostro del sheriff se despejó e incluso sonrió, lo que pareció tranquilizarlo.
—Eh, no estamos seguros, señora.
—Quieres decir... —a Paula se le secó la boca y lo miró con horror,
—Imaginé que había sido un cazador de jabalís, o un chaval practicando tiro —comentó Bruno con voz grave. —La idea de que alguien disparase a Pedro a propósito no se me había pasado por la cabeza.
Paula soltó el aire y movió la cabeza, demasiado horrorizada para hablar. Ese tipo de cosas no le ocurrían a la gente que conocía, y menos a alguien que le importaba tanto. Se pasó la lengua por los labios resecos.
—Podría haber... —calló, incapaz de decir «Muerto».
—Lo sabemos, señora —dijo el sheriff con respeto. —Ha sido cosa de Dios. Así lo veo. Dígale a Pedro que la investigación será de máxima prioridad.
—Sí alguien le pegó un tiro —dijo Bruno con voz áspera. —Compadezco a ese pobre idiota cuando lo encuentres, Pedro irá a por él.
—Mira —Fabián se frotó la barbilla, —estamos investigando a fondo. Encontraremos al responsable. En cuanto sepamos algo, os informaremos —hizo una pausa y carraspeó. —¿Cómo está Pedro?
—No lo sabemos aún —contestó Bruno.
Fabián se marchó poco después dejando un tenso silencio. Paula no dejaba de mirar la puerta del quirófano y por fin tuvo su recompensa. Un hombre alto y calvo, de verde, entró en la sala.
—¿Señorita Chaves?
Bruno y Paula se pusieron de pie, ansiosos.
—Soy el doctor Carpenter, Pedro está bien. Hemos sacado la bala sin problemas —se limpió la frente, —Pero ha perdido bastante sangre, así que pasará la noche aquí.
—¿Quiere decir que en otro caso podría haberse ido a su casa? —preguntó Paula, atónita.
—A casa sí, pero no recomendamos que vaya solo —el doctor puso cara de preocupación. — Algo me dice que, cuando se despierte, eso no va a gustarle nada.
—No lo dude —Bruno soltó una risita. —Tendrá una pataleta si no lo dejan salir de aquí.
—¿Puedo verlo? —preguntó Paula.
—Está en recuperación, pero no hay mucha gente, así que permitiré que se siente con él —dijo el doctor.
Ella asintió, incapaz de compartir con él su secreto, la verdadera razón por la que estaba tan afectada. Se había enamorado de un hombre con quien no tenía ningún futuro.
—Ahora, si pierde el derecho a talar los árboles en la tierra de Holland… —la voz de Bruno se quebró. —Eso sería peor que un tiro en el hombro.
—No perderá la madera —refutó Paula.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Creo que el juez Winston hará lo correcto.
—Eso espero —los labios de Bruno se curvaron hacia abajo. Sigo sin poderme creer que ese bastardo de Ross... —calló y carraspeó. —Disculpa el lenguaje.
—No hacen falta disculpas —Paula movió la cabeza. —Recuerda que trabajo con un grupo de abogados, todos hombres. Créeme, he oído cosas mucho peores.
—Créeme, yo también lo habría llamado algo peor.
Ambos sonrieron y volvieron a quedarse callados.
—¿No crees que los médicos ya deberían haber terminado?
—No —Bruno cruzó la piernas. —Entre las preparaciones y todo lo demás, se tarda más tiempo del que crees.
Paula lo sabía, pues había estado antes en una sala de espera de quirófano, por amigos y familiares, Pero era distinto. Se trataba del hombre al que amaba. Le dió un vuelco el estómago y se sintió fatal. ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, la respuesta era muy clara. Seguiría adelante con su vida, igual que él seguiría con la suya. Haciendo cosas distintas en lugares diferentes.
—Él te importa mucho, ¿verdad?
—Sí, así es —no vió razón para negarlo.
—Me alegro. Lleva solo demasiado tiempo.
—Mira, no pienses que... —empezó, alarmada.
Bruno alzó la mano para interrumpirla.
—No pienso nada, señorita Chaves, así que no hagas una montaña de un grano de arena.
—Llámame Paula.
—De acuerdo, Paula. Sólo digo que desde que estás aquí he notado un cambio en Pedro... a mejor, por cierto. Aunque lo bueno dure poco, es mejor que nada.
—Me cuesta creer que nunca se haya casado.
No debería hablar de la vida de Pedro a su espalda, sobre todo en esas circunstancias. Pero, a pesar de su explicación, la desconcertaban tantos años de soltero.
—Es demasiado quisquilloso —sonrió Bruno. —En cuanto a mujeres se refiere.
—Eso no me dice mucho —comentó Paula, con la esperanza de no pensar en lo que ocurría en el quirófano.
—Le gusta vivir en lugares recónditos.
—Entonces, allí debería quedarse.
—Y le encanta su independencia.
—Debería mantenerla —afirmó Paula, con dolor de corazón, Pedro era quien era y no iba a cambiar. Y menos por ella.
Alguien se aclaró la garganta detrás de ellos y ambos giraron rápidamente.
—Ah, Fabián —dijo Bruno, levantándose. —Únete a nosotros.
Inmediatamente, Paula supo quién era ese hombre alto y delgado. Había estado en la cafetería un par de veces. Se levantó y, por cortesía, le apretó la mano. Ella no creía que hubiera aparecido allí sin razón. Sabía que tenía algo que decir. Parecía incómodo y jugueteaba con el sombrero que tenía en la mano. Evitaba mirarla a ella, tenía los ojos clavados en Bruno.
—Sheriff, ¿Dispararon a Pedro a propósito? —la rotunda pregunta de Paula sorprendió a los dos hombres.
Bruno estrechó los ojos y Fabián pasó el peso de un píe a otro. Después, el rostro del sheriff se despejó e incluso sonrió, lo que pareció tranquilizarlo.
—Eh, no estamos seguros, señora.
—Quieres decir... —a Paula se le secó la boca y lo miró con horror,
—Imaginé que había sido un cazador de jabalís, o un chaval practicando tiro —comentó Bruno con voz grave. —La idea de que alguien disparase a Pedro a propósito no se me había pasado por la cabeza.
Paula soltó el aire y movió la cabeza, demasiado horrorizada para hablar. Ese tipo de cosas no le ocurrían a la gente que conocía, y menos a alguien que le importaba tanto. Se pasó la lengua por los labios resecos.
—Podría haber... —calló, incapaz de decir «Muerto».
—Lo sabemos, señora —dijo el sheriff con respeto. —Ha sido cosa de Dios. Así lo veo. Dígale a Pedro que la investigación será de máxima prioridad.
—Sí alguien le pegó un tiro —dijo Bruno con voz áspera. —Compadezco a ese pobre idiota cuando lo encuentres, Pedro irá a por él.
—Mira —Fabián se frotó la barbilla, —estamos investigando a fondo. Encontraremos al responsable. En cuanto sepamos algo, os informaremos —hizo una pausa y carraspeó. —¿Cómo está Pedro?
—No lo sabemos aún —contestó Bruno.
Fabián se marchó poco después dejando un tenso silencio. Paula no dejaba de mirar la puerta del quirófano y por fin tuvo su recompensa. Un hombre alto y calvo, de verde, entró en la sala.
—¿Señorita Chaves?
Bruno y Paula se pusieron de pie, ansiosos.
—Soy el doctor Carpenter, Pedro está bien. Hemos sacado la bala sin problemas —se limpió la frente, —Pero ha perdido bastante sangre, así que pasará la noche aquí.
—¿Quiere decir que en otro caso podría haberse ido a su casa? —preguntó Paula, atónita.
—A casa sí, pero no recomendamos que vaya solo —el doctor puso cara de preocupación. — Algo me dice que, cuando se despierte, eso no va a gustarle nada.
—No lo dude —Bruno soltó una risita. —Tendrá una pataleta si no lo dejan salir de aquí.
—¿Puedo verlo? —preguntó Paula.
—Está en recuperación, pero no hay mucha gente, así que permitiré que se siente con él —dijo el doctor.
Corazón Indomable: Capítulo 37
Paula no podía dejar de pasear por la sala de espera. Sus piernas no cooperaban y le impedían sentarse.
—Vas a desgastarte tú, y también la alfombra —farfulló Bruno.
Estaba recostado en una silla, con las piernas extendidas ante él. Había más gente en la sala, pero no mucha, y Paula podía pasear sin molestar.
—Lo sé —admitió, parándose un momento. —Pero me siento como si me hubieran vuelto del revés.
Bruno alzó las cejas, como si fuera a preguntar que había entre Pedro y ella. Era demasiado intuitivo, así que tendría que estar en guardia. Pero resultaba difícil cuando no podía disimular su ansiedad.
Una hora antes un hombre había entrado en la cafetería y anunciando que había habido un accidente en el bosque y que habían disparado a Pedro Alfonso; Paula se había puesto en marcha. Había dicho a Daniela que iba al hospital de Wellington y había llamado a Bruno. Había llegado a urgencias justo cuando llevaban a Pedro al quirófano. Al verla, él había pedido al camillero que esperase. Ella, sintiendo que el corazón iba a salirse le del pecho, se había detenido junto a la camilla, sin oxigeno en los pulmones.
—¿Qué... qué ha ocurrido?
—Algún idiota me disparó en el hombro, poca cosa —dijo él con ligereza, aunque ella sabía que debía dolerle mucho.
—¡Poca cosa! —Gimió— ¿Cómo puedes decir eso cuando te llevan al quirófano?
—Podría haber sido en el corazón.
Aunque ese sobrio comentario ponía las cosas en perspectiva, a Paula no le parecía poca cosa recibir un disparo. Los hombres tenían una lógica muy extraña.
—Señora, tenemos que irnos.
Paula había estirado el brazo y agarrado su mano, mirándola a los ojos. Ella le dió un apretón.
—Estaré esperando.
—Te veré pronto—le había guiñado un ojo.
Para cuando llegó a la sala de espera, Paula tenía la garganta demasiado cerrada para hablar, Y allí estaba Bruno, que la miró con ojos inquisitivos. Ninguno dijo nada. Sí hubiera querido, podría haberse ido a una esquina y dado rienda suelta a las lágrimas, pero no habría servido de nada. Pedro iba a estar perfectamente, se decía con convicción. Saldría del quirófano enseguida, como nuevo. Era ridículo que su estómago fuera un nudo de puro miedo. De pronto, se quedó helada. Amor. No por Pedro, no podía ser. Imposible. No podía haber sido tan tonta como para enamorarse de ese forestal. Pero sabía que sí. Antes de que se le doblaran las rodillas, se sentó en la silla más cercana, que era la contigua a la de Bruno.
—Gracias a Dios —dijo él con media sonrisa, —por fin te has sentado.
Paula intentó sonreír, pero no pudo. Bruno se inclinó hacia ella y le dió una palmadita en la mano.
—Vas a desgastarte tú, y también la alfombra —farfulló Bruno.
Estaba recostado en una silla, con las piernas extendidas ante él. Había más gente en la sala, pero no mucha, y Paula podía pasear sin molestar.
—Lo sé —admitió, parándose un momento. —Pero me siento como si me hubieran vuelto del revés.
Bruno alzó las cejas, como si fuera a preguntar que había entre Pedro y ella. Era demasiado intuitivo, así que tendría que estar en guardia. Pero resultaba difícil cuando no podía disimular su ansiedad.
Una hora antes un hombre había entrado en la cafetería y anunciando que había habido un accidente en el bosque y que habían disparado a Pedro Alfonso; Paula se había puesto en marcha. Había dicho a Daniela que iba al hospital de Wellington y había llamado a Bruno. Había llegado a urgencias justo cuando llevaban a Pedro al quirófano. Al verla, él había pedido al camillero que esperase. Ella, sintiendo que el corazón iba a salirse le del pecho, se había detenido junto a la camilla, sin oxigeno en los pulmones.
—¿Qué... qué ha ocurrido?
—Algún idiota me disparó en el hombro, poca cosa —dijo él con ligereza, aunque ella sabía que debía dolerle mucho.
—¡Poca cosa! —Gimió— ¿Cómo puedes decir eso cuando te llevan al quirófano?
—Podría haber sido en el corazón.
Aunque ese sobrio comentario ponía las cosas en perspectiva, a Paula no le parecía poca cosa recibir un disparo. Los hombres tenían una lógica muy extraña.
—Señora, tenemos que irnos.
Paula había estirado el brazo y agarrado su mano, mirándola a los ojos. Ella le dió un apretón.
—Estaré esperando.
—Te veré pronto—le había guiñado un ojo.
Para cuando llegó a la sala de espera, Paula tenía la garganta demasiado cerrada para hablar, Y allí estaba Bruno, que la miró con ojos inquisitivos. Ninguno dijo nada. Sí hubiera querido, podría haberse ido a una esquina y dado rienda suelta a las lágrimas, pero no habría servido de nada. Pedro iba a estar perfectamente, se decía con convicción. Saldría del quirófano enseguida, como nuevo. Era ridículo que su estómago fuera un nudo de puro miedo. De pronto, se quedó helada. Amor. No por Pedro, no podía ser. Imposible. No podía haber sido tan tonta como para enamorarse de ese forestal. Pero sabía que sí. Antes de que se le doblaran las rodillas, se sentó en la silla más cercana, que era la contigua a la de Bruno.
—Gracias a Dios —dijo él con media sonrisa, —por fin te has sentado.
Paula intentó sonreír, pero no pudo. Bruno se inclinó hacia ella y le dió una palmadita en la mano.
jueves, 11 de abril de 2019
Corazón Indomable: Capítulo 36
El aire libre era la salvación de Pedro, Siempre lo había sido y siempre lo sería. Ir de marcha por el bosque tenía una forma milagrosa de aclarar su cabeza y su alma. Ese día no era una excepción. Le costaba creer que su maquinaria y sus hombres siguieran parados. Aunque sólo habían pasado unos días desde el cierre, le parecían una eternidad. No estaba deprimido o nervioso. Estaba colérico. Las cosas habían pasado de buenas a malas en muy poco tiempo. Y no sólo en cuanto al trabajo. Paula. No sabía qué hacer respecto a ella. Había entrado en su corazón por la puerta trasera y se había instalado allí. No la amaba. No había llegado a eso ni por asomo. Pero sin duda le importaba y anhelaba volver a hacer el amor con ella. Era ardiente y deseosa, una rara combinación en una mujer. Pero pronto se iría. Aunque la idea le resultaba insoportable, no tenía solución para el problema. Incluso si lo deseara, un romance a larga distancia nunca funcionaba. Sabía que cuando se fuera, las cosas acabarían entre ellos. Regresaría a su trabajo en la gran ciudad y él se quedaría con el suyo en los bosques. Chica de ciudad y chico de campo no eran factores compatibles. Además, él no estaba interesado en una relación. Llevaba mucho tiempo solo y le gustaba su vida tal y como era. No veía la necesidad de un cambio permanente, aunque era muy agradable tener a una mujer bella en sucama.
Grant frunció el ceño y se recordó que había cosas peores que la abstinencia; por ejemplo, cargar con una esposa que era tan distinta de él como el día y la noche. Cabía la posibilidad de que hubiera llegado al punto de su vida en el que era capaz de enamorarse de una mujer. Esperaba que no fuese así. Además, había montones de mujeres dispuestas a calentar su cama. El problema era que no le importaban lo suficiente para invitarlas a ella. Entonces Paula Chaves había aparecido en su vida. Nadie habría podido adivinar que se quedaría embobado con ella.
—Maldición —masculló Pedro, continuando su paseo por el bosque.
Cerca de la zona de tala, se acercó a un gran árbol que estaba marcado para cortarlo. De repente, deseó hacer eso mismo. La idea de poner en marcha el equipo era estimulante, Pero igual que había surgido, el deseo se apagó. Sí lo pillaban terminaría en la cárcel, algo que no podía permitirse. Siguió apoyado en el árbol, sin moverse. Entonces fue cuando lo oyó. Gritó cuando algo atravesó los matorrales en dirección opuesta. Aguzó los oídos y escrutó los alrededores, sin ver nada. El bosque recobró el silencio. Entonces sintió un terrible dolor en el hombro. Giró la cabeza y vió, horrorizado, cómo la sangre empapaba su camisa. El estómago le dió un vuelco y cayó de rodillas. Le habían disparado.
Grant frunció el ceño y se recordó que había cosas peores que la abstinencia; por ejemplo, cargar con una esposa que era tan distinta de él como el día y la noche. Cabía la posibilidad de que hubiera llegado al punto de su vida en el que era capaz de enamorarse de una mujer. Esperaba que no fuese así. Además, había montones de mujeres dispuestas a calentar su cama. El problema era que no le importaban lo suficiente para invitarlas a ella. Entonces Paula Chaves había aparecido en su vida. Nadie habría podido adivinar que se quedaría embobado con ella.
—Maldición —masculló Pedro, continuando su paseo por el bosque.
Cerca de la zona de tala, se acercó a un gran árbol que estaba marcado para cortarlo. De repente, deseó hacer eso mismo. La idea de poner en marcha el equipo era estimulante, Pero igual que había surgido, el deseo se apagó. Sí lo pillaban terminaría en la cárcel, algo que no podía permitirse. Siguió apoyado en el árbol, sin moverse. Entonces fue cuando lo oyó. Gritó cuando algo atravesó los matorrales en dirección opuesta. Aguzó los oídos y escrutó los alrededores, sin ver nada. El bosque recobró el silencio. Entonces sintió un terrible dolor en el hombro. Giró la cabeza y vió, horrorizado, cómo la sangre empapaba su camisa. El estómago le dió un vuelco y cayó de rodillas. Le habían disparado.
Corazón Indomable: Capítulo 35
—Grr... —gruñó entre dientes, justo cuando empezó a sonar el teléfono.
Era Marta.
—Ven, Paula. ¡Ahora mismo!
Marta estaba tumbada en posición fetal en el sofá, dormida. Paula añadió otra manta a la que ya había sobre la anciana y volvió a sentarse en el sillón, cerca de la chimenea. Llevaba con Marta más de una hora, desde que habían regresado de la consulta del doctor Graham. Marta, por supuesto, había tenido un ataque cuando le dijo que fueran al médico. Pero cuando Paula llegó a su casa y encontró a la anciana comportándose de manera extraña, como sí hubiera sufrido un leve ataque de apoplejía o epilepsia, la preocupación le dió el coraje para enfrentarse a ella.
—¿Voy a morirme?
Paula se volvió hacía Marta, que se había recostado en la almohada. Sintió una oleada de pena, pero no permitió que se notara en su rostro.
—Desde luego que no. Estarás perfectamente, siempre y cuando hagas lo que mande el doctor Graham.
—Dime otra vez qué me ocurre.
—El azúcar de tu sangre se ha disparado. Si lo vigilas y controlas, no volverás a tener este tipo de episodios.
—¿En serio?
—En serio —Paula se inclinó hacia ella y la miró a los ojos. —A menos que desobedezcas al médico y comas tus pastas de té.
—¿Quieres decir que nunca podré volver a tomar una pasta? —preguntó Marta con la barbilla temblorosa.
—Nunca es mucho tiempo.
—Pero llevo mucho tiempo siendo vieja —contraatacó Marta.
Paula sonrió y se inclinó para besar su mejilla.
—No te preocupes por eso ahora. Sólo compórtate y veras que dentro de poco podrás al menos mordisquear alguna de tus delicias. Eso es mejor que nada.
—Eres una buena chica, Paula Chaves—Marta agarró su mano y se la llevó a la mejilla— Ojalá no tuvieras que dejamos e irte tan lejos. Voy a echarte de menos.
—Yo también te echaré de menos, Marta. Mucho —a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Entonces no te vayas.
—Tengo que hacerlo —Paula liberó su mano con suavidad. —Mi trabajo, mi vida, mis amigos... todo está en Houston.
—¿Y Pedro, Jimena y yo? ¿No somos tus amigos?
—Claro que sí, y pienso mantenerme en contacto.
—Mentira.
—Calla y descansa —dijo Paula, algo desconcertada, —o llamaré al doctor Graham y me chivaré.
—Chívate cuanto quieras —dijo Marta con algo de su energía habitual. —Quiero hablar contigo sobre Pedro.
—No hay nada que hablar —Paula deseó que fuera verdad.
Había montones de cosas que decir y ése era el problema. Pero hablar de Pedro sacaría a la luz la precaria intimidad que existía entre ellos y no quería hacerlo.
—Claro que hay —Marta sacó la lengua. —Sólo que los dos son demasiado cabezotas para verlo.
—Estás molesta porque quieres jugar a casamentera y no te está funcionando —dijo Paula, intentando quitar seriedad al momento.
—Puede que sea vieja, jovencita, pero no soy ciega, ni sorda.
—No he dicho que lo fueras.
—Claro que si —protestó Marta —Pero sí...
—Gracias —Paula la interrumpió con una sonrisa. —Será mejor que cambiemos de tema.
Marta la miró con dureza pero accedió, sobre todo porque se le cerraban los párpados. Paula se quedó un rato más y después salió de la casa con un peso en el corazón.
Era Marta.
—Ven, Paula. ¡Ahora mismo!
Marta estaba tumbada en posición fetal en el sofá, dormida. Paula añadió otra manta a la que ya había sobre la anciana y volvió a sentarse en el sillón, cerca de la chimenea. Llevaba con Marta más de una hora, desde que habían regresado de la consulta del doctor Graham. Marta, por supuesto, había tenido un ataque cuando le dijo que fueran al médico. Pero cuando Paula llegó a su casa y encontró a la anciana comportándose de manera extraña, como sí hubiera sufrido un leve ataque de apoplejía o epilepsia, la preocupación le dió el coraje para enfrentarse a ella.
—¿Voy a morirme?
Paula se volvió hacía Marta, que se había recostado en la almohada. Sintió una oleada de pena, pero no permitió que se notara en su rostro.
—Desde luego que no. Estarás perfectamente, siempre y cuando hagas lo que mande el doctor Graham.
—Dime otra vez qué me ocurre.
—El azúcar de tu sangre se ha disparado. Si lo vigilas y controlas, no volverás a tener este tipo de episodios.
—¿En serio?
—En serio —Paula se inclinó hacia ella y la miró a los ojos. —A menos que desobedezcas al médico y comas tus pastas de té.
—¿Quieres decir que nunca podré volver a tomar una pasta? —preguntó Marta con la barbilla temblorosa.
—Nunca es mucho tiempo.
—Pero llevo mucho tiempo siendo vieja —contraatacó Marta.
Paula sonrió y se inclinó para besar su mejilla.
—No te preocupes por eso ahora. Sólo compórtate y veras que dentro de poco podrás al menos mordisquear alguna de tus delicias. Eso es mejor que nada.
—Eres una buena chica, Paula Chaves—Marta agarró su mano y se la llevó a la mejilla— Ojalá no tuvieras que dejamos e irte tan lejos. Voy a echarte de menos.
—Yo también te echaré de menos, Marta. Mucho —a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Entonces no te vayas.
—Tengo que hacerlo —Paula liberó su mano con suavidad. —Mi trabajo, mi vida, mis amigos... todo está en Houston.
—¿Y Pedro, Jimena y yo? ¿No somos tus amigos?
—Claro que sí, y pienso mantenerme en contacto.
—Mentira.
—Calla y descansa —dijo Paula, algo desconcertada, —o llamaré al doctor Graham y me chivaré.
—Chívate cuanto quieras —dijo Marta con algo de su energía habitual. —Quiero hablar contigo sobre Pedro.
—No hay nada que hablar —Paula deseó que fuera verdad.
Había montones de cosas que decir y ése era el problema. Pero hablar de Pedro sacaría a la luz la precaria intimidad que existía entre ellos y no quería hacerlo.
—Claro que hay —Marta sacó la lengua. —Sólo que los dos son demasiado cabezotas para verlo.
—Estás molesta porque quieres jugar a casamentera y no te está funcionando —dijo Paula, intentando quitar seriedad al momento.
—Puede que sea vieja, jovencita, pero no soy ciega, ni sorda.
—No he dicho que lo fueras.
—Claro que si —protestó Marta —Pero sí...
—Gracias —Paula la interrumpió con una sonrisa. —Será mejor que cambiemos de tema.
Marta la miró con dureza pero accedió, sobre todo porque se le cerraban los párpados. Paula se quedó un rato más y después salió de la casa con un peso en el corazón.
Corazón Indomable: Capítulo 34
-Ya no falta mucho.
—Así que vas a concluir tus asuntos en Montana y volver a los bosques del este de Texas, ¿Eh?
—Correcto, así que aguanta un poco —Jimena se rió. —Sé que estás deseando volver a Houston.
«No necesariamente», estuvo a punto de decir Paula, pero no lo hizo por temor a las preguntas que seguirían. Sin duda Jimena se escandalizaría.
—Ha sido toda una experiencia, lo admito.
—Dios, estoy deseando que me lo cuentes todo. Sigue asombrándome que accedieras a hacerlo.
—A mí también, pero sabes que no tenía más opción que irme de Houston.
—Sí la tenías —intervino Jimena. —Podrías haber alquilado una casita en la playa o ir a Nueva York al apartamento de algún amigo para descansar y relajarte. No tenías por qué ayudarme.
—En eso te equivocas. Una buena acción merece otra. Haga lo que haga, nunca será suficiente para recompensarte lo que hiciste por mí cuando te necesité, hace cuatro años.
—Deja de insistir en eso. No me debes nada. ¿Cómo van las cosas?
Paula la puso al día lo mejor que pudo; incluso le contó los problemas de Pedro y su relación profesional, pero no mencionó la personal.
—Me alegro de que lo estés ayudando. Sí no sale de ese lío, acabará en la ruina.
—Sí está en mi mano, no perderá esa madera.
—Adelante, chica. Si alguien puede enderezar a esos palurdos, eres tú.
—Eh, que estás hablando de tus amigos.
—Oye, en el campo también hay idiotas —Jimena volvió a reírse.
—Tengo que dejarte. Llegan clientes. Hay que hacer dinero.
—Eso me parece muy bien. Ya te llamaré. Pero nos veremos muy pronto.
Esa conversación había tenido lugar hacía dos días, y desde entonces Paula había estado trabajando como una loca en la cafetería. Parecía que una nueva ola de frío había hecho que la gente tuviera más hambre de lo habitual, porque el negocio iba mejor que nunca. Había sido después de la avalancha de clientes de la mañana cuando había pensado en que no había visto a Pedro desde que hicieron el amor en su casa. Ni siquiera le había dicho que Julián Ross se había negado a hacerse la prueba del ADN. Sospechaba que él ya se lo temía, pero aun así la inquietaba no haberlo visto o hablado con él. Se preguntó si se arrepentía de haber estado con ella. Suponía que no, porque sabía que se iría pronto. Habían disfrutado de una noche de pasión, que ambos necesitaban, y eso era todo. Ni arrepentimiento. Ni compromisos, Ni futuro. El escenario perfecto. Sabía que eso era pura basura, o no estaría tan ansiosa por su ausencia. Ni enfadada. Se había atrevido a hacerle el amor con pasión y luego la ignoraba; no necesitaba ese tipo de agravios en su vida. Había ido allí a relajarse, no a estresarse más.
—Así que vas a concluir tus asuntos en Montana y volver a los bosques del este de Texas, ¿Eh?
—Correcto, así que aguanta un poco —Jimena se rió. —Sé que estás deseando volver a Houston.
«No necesariamente», estuvo a punto de decir Paula, pero no lo hizo por temor a las preguntas que seguirían. Sin duda Jimena se escandalizaría.
—Ha sido toda una experiencia, lo admito.
—Dios, estoy deseando que me lo cuentes todo. Sigue asombrándome que accedieras a hacerlo.
—A mí también, pero sabes que no tenía más opción que irme de Houston.
—Sí la tenías —intervino Jimena. —Podrías haber alquilado una casita en la playa o ir a Nueva York al apartamento de algún amigo para descansar y relajarte. No tenías por qué ayudarme.
—En eso te equivocas. Una buena acción merece otra. Haga lo que haga, nunca será suficiente para recompensarte lo que hiciste por mí cuando te necesité, hace cuatro años.
—Deja de insistir en eso. No me debes nada. ¿Cómo van las cosas?
Paula la puso al día lo mejor que pudo; incluso le contó los problemas de Pedro y su relación profesional, pero no mencionó la personal.
—Me alegro de que lo estés ayudando. Sí no sale de ese lío, acabará en la ruina.
—Sí está en mi mano, no perderá esa madera.
—Adelante, chica. Si alguien puede enderezar a esos palurdos, eres tú.
—Eh, que estás hablando de tus amigos.
—Oye, en el campo también hay idiotas —Jimena volvió a reírse.
—Tengo que dejarte. Llegan clientes. Hay que hacer dinero.
—Eso me parece muy bien. Ya te llamaré. Pero nos veremos muy pronto.
Esa conversación había tenido lugar hacía dos días, y desde entonces Paula había estado trabajando como una loca en la cafetería. Parecía que una nueva ola de frío había hecho que la gente tuviera más hambre de lo habitual, porque el negocio iba mejor que nunca. Había sido después de la avalancha de clientes de la mañana cuando había pensado en que no había visto a Pedro desde que hicieron el amor en su casa. Ni siquiera le había dicho que Julián Ross se había negado a hacerse la prueba del ADN. Sospechaba que él ya se lo temía, pero aun así la inquietaba no haberlo visto o hablado con él. Se preguntó si se arrepentía de haber estado con ella. Suponía que no, porque sabía que se iría pronto. Habían disfrutado de una noche de pasión, que ambos necesitaban, y eso era todo. Ni arrepentimiento. Ni compromisos, Ni futuro. El escenario perfecto. Sabía que eso era pura basura, o no estaría tan ansiosa por su ausencia. Ni enfadada. Se había atrevido a hacerle el amor con pasión y luego la ignoraba; no necesitaba ese tipo de agravios en su vida. Había ido allí a relajarse, no a estresarse más.
Corazón Indomable: Capítulo 33
—Le deseo muy buenos días, señorita Chaves.
—Buenos días, señor Mangunm —Paula hizo una pausa—.Qué formales estamos —dijo con sarcasmo; después se arrepintió de su falta de profesionalidad.
—Supongo que se debe a que lo que tengo que decirle es formal —Mangunm hizo una pausa y se aclaró la garganta. —Más o menos.
—Su cliente se niega a hacerse la prueba de ADN —no lo dijo como una pregunta.
—Correcto, y creo que es una buena decisión.
—Veremos si el juez está de acuerdo con eso.
—Buena suerte, jovencita.
Paula no se molestó en contestar al condescendiente imbécil. Colgó el teléfono y esa vez se alegró de su falta de profesionalidad. La llamada de Mangunm la había pillado entre las horas punta del desayuno y el almuerzo, aunque no podía decir que fueran tan punta. El negocio había bajado un poco y tenía la esperanza de que no tuviera nada que ver con ella. La gente del pueblo quería a Jimena y echaba de menos su sonrisa y su capacidad de charlar con ellos. Era obvio que no tenían problemas en contarle a Jimena todo lo que ocurría en sus vidas. Con ella era distinto. No conocía a los clientes, aunque había intentado aprenderse el nombre de los habitual es y creía haberlo hecho bien. Aun así, le quedaba mucho camino por recorrer para llegar a ser tan sociable como Jimena. Lo cierto era que nunca había querido serlo. Pronto estaría llenando el coche y de regreso a Houston. Sin Pedro.
De repente una desagradable sensación invadió su estómago. Se levantó de la silla del diminuto despacho de Jimena y fue hacia la ventana. Hacía sol y era un día perfecto para que Pedro estuviera en el bosque. Sabía que debía de estar volviéndolo loco no estar allí. Pero ella había hecho cuanto podía hacer por el momento. El siguiente paso le correspondía al tribunal. Se preguntó qué estaría haciendo él en ese momento y si pensaría en ella. Apenas había pensado en otra cosa desde que salió de su casa. Estar con él había sido increíble, y a pesar de que había amado su cuerpo de principio a fin, ansiaba más. Rió al pensar que Pedro la había convertido en una obsesa sexual.
Tras la muerte de Ariel, y hasta que conoció a Pedro, Paula no había deseado que un hombre volviera a tocarla, y menos hacerle el amor. De repente, era una adicta. Mala suerte. Tendría que superar esa adicción, porque volvería a Houston sola. Había sobrevivido al peor trauma que podía sufrir una persona. Como Pedro había dicho, seguía funcionando, aunque no tan bien como debería. Pero mejoraba poco a poco. Lo que más deseaba era regresar a Houston y a su empresa. Sintió un escalofrío de excitación. Ocuparse del caso de él le había recordado que adoraba ser abogada y estaba deseando volver al trabajo. Deseó no tener que sentir tristeza al pensar en marcharse de Lane, No quería sentir nada por ese pequeño pueblo y la gente que vivía en él. Por desgracia, ya no podía evitarlo. Le gustaba mucho doña Marta. Desde que había visitado a la anciana, se imaginaba haciéndose amiga suya. Y sus pastas eran para morirse. No se imaginaba no volver a comer otra nunca. Además de Marta, había llegado a conocer a otros clientes. Y estaba Pedro. No podía imaginarse dejándolo. Pero sabía que cuando llegase el momento podría y lo haría. Sin volver la vista atrás.
—Buenos días, señor Mangunm —Paula hizo una pausa—.Qué formales estamos —dijo con sarcasmo; después se arrepintió de su falta de profesionalidad.
—Supongo que se debe a que lo que tengo que decirle es formal —Mangunm hizo una pausa y se aclaró la garganta. —Más o menos.
—Su cliente se niega a hacerse la prueba de ADN —no lo dijo como una pregunta.
—Correcto, y creo que es una buena decisión.
—Veremos si el juez está de acuerdo con eso.
—Buena suerte, jovencita.
Paula no se molestó en contestar al condescendiente imbécil. Colgó el teléfono y esa vez se alegró de su falta de profesionalidad. La llamada de Mangunm la había pillado entre las horas punta del desayuno y el almuerzo, aunque no podía decir que fueran tan punta. El negocio había bajado un poco y tenía la esperanza de que no tuviera nada que ver con ella. La gente del pueblo quería a Jimena y echaba de menos su sonrisa y su capacidad de charlar con ellos. Era obvio que no tenían problemas en contarle a Jimena todo lo que ocurría en sus vidas. Con ella era distinto. No conocía a los clientes, aunque había intentado aprenderse el nombre de los habitual es y creía haberlo hecho bien. Aun así, le quedaba mucho camino por recorrer para llegar a ser tan sociable como Jimena. Lo cierto era que nunca había querido serlo. Pronto estaría llenando el coche y de regreso a Houston. Sin Pedro.
De repente una desagradable sensación invadió su estómago. Se levantó de la silla del diminuto despacho de Jimena y fue hacia la ventana. Hacía sol y era un día perfecto para que Pedro estuviera en el bosque. Sabía que debía de estar volviéndolo loco no estar allí. Pero ella había hecho cuanto podía hacer por el momento. El siguiente paso le correspondía al tribunal. Se preguntó qué estaría haciendo él en ese momento y si pensaría en ella. Apenas había pensado en otra cosa desde que salió de su casa. Estar con él había sido increíble, y a pesar de que había amado su cuerpo de principio a fin, ansiaba más. Rió al pensar que Pedro la había convertido en una obsesa sexual.
Tras la muerte de Ariel, y hasta que conoció a Pedro, Paula no había deseado que un hombre volviera a tocarla, y menos hacerle el amor. De repente, era una adicta. Mala suerte. Tendría que superar esa adicción, porque volvería a Houston sola. Había sobrevivido al peor trauma que podía sufrir una persona. Como Pedro había dicho, seguía funcionando, aunque no tan bien como debería. Pero mejoraba poco a poco. Lo que más deseaba era regresar a Houston y a su empresa. Sintió un escalofrío de excitación. Ocuparse del caso de él le había recordado que adoraba ser abogada y estaba deseando volver al trabajo. Deseó no tener que sentir tristeza al pensar en marcharse de Lane, No quería sentir nada por ese pequeño pueblo y la gente que vivía en él. Por desgracia, ya no podía evitarlo. Le gustaba mucho doña Marta. Desde que había visitado a la anciana, se imaginaba haciéndose amiga suya. Y sus pastas eran para morirse. No se imaginaba no volver a comer otra nunca. Además de Marta, había llegado a conocer a otros clientes. Y estaba Pedro. No podía imaginarse dejándolo. Pero sabía que cuando llegase el momento podría y lo haría. Sin volver la vista atrás.
martes, 9 de abril de 2019
Corazón Indomable: Capítulo 32
Paula captó el tinte risueño de su voz y sonrió. Era una pena que fueran tan distintos. Era un amante fantástico, pero ella no buscaba un amante. No buscaba un hombre, punto final. Había ido a Lane a sanar su mente y su cuerpo, para poder regresar al trabajo que amaba, en la ciudad.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Pedro.
—En lo cerca que estuve de perder la cordura.
—Como te dije antes, no sé cómo pudiste funcionar —hizo una pausa. —Eres demasiado dura contigo misma.
—Hay algo sobre mí que no sabes.
—No importa.
—A mí sí. En cierto sentido, te mentí.
—Te escucho.
—El tiempo que estuve de baja en el trabajo, lo pasé en una clínica especial —era incapaz de decir la palabra «institución», se le revolvía el estómago al pensarlo.
—¿Y eso te parece algo de lo que debas avergonzarte?
—Sí, supongo que sí.
—Pues yo te admiro por admitir que necesitabas ayuda y buscarla.
—En realidad no tuve elección. Cuando la empresa me mandó a casa esa primera vez, me derrumbé. Aunque estaba yendo a un terapeuta, no era suficiente. Tuve ataques de llanto, de rabia, y me dió por destrozar cosas. Entonces comprendí que estaba completamente descontrolada e ingresé en la clínica.
—Nena, lo siento mucho —susurró Pedro contra su cuello. —No te preocupes. Vas a ponerte bien, más que bien. Tienes lo que hace falta, créeme. Acabarás poniendo a tu empresa en el mapa.
Paula se volvió hacia él, consciente de que las lágrimas surcaban sus mejillas. Con un gemido, él lamió cuidadosamente las gotas según salían de sus ojos.
—Eres una mujer excepcional. No lo olvides nunca —le dió un golpecito en la nariz. —Apuesto a que un día Dios te dará otro hijo.
—No lo hará, porque no pienso casarme de nuevo.
—Nunca digas nunca jamás.
—¿Qué me dices de tí?
—¿Qué de mí?
—¿No deseas a veces un hogar permanente?
—Tengo uno —su voz sonó grave. —Sí no me equivoco, estás en él ahora mismo.
—Sabes a qué me refiero —escrutó su rostro, notando su sonrisa agridulce.
—Claro que sí —farfulló él. —Una casa en los suburbios con una esposa, dos o tres niños y un perro.
—Sí así es como quieres definirlo, sí, a eso me refiero —hizo una pausa intencionada y dijo. — Supongo que nunca deseas algo así.
—No puedo decir que no lo haya pensado. Pero desearlo, no, supongo que no.
—Lo que significa que nunca has estado loco por una mujer.
—Tuve una relación seria —dijo Pedro con dolor.
—¿Qué ocurrió? —presionó Paula.
—No salió bien.
Ella esperó a que le diera más explicaciones. Pedro suspiró, como si supiera que no tenía más remedio que explicarse.
—Quería que me uniera a la empresa de su padre, en Dallas.
—Es decir, ¿No quería vivir en la América rural?
—Acertaste.
Paula intentó captar cualquier deje de amargura en su voz, pero no lo encontró.
—¿Y las demás?
—O bien nos alejamos o nos convertimos en buenos amigos.
—Da la impresión de que nunca has sentido la necesidad de asumir el compromiso del matrimonio.
—Supongo que no. Al menos, no el tiempo suficiente para que llegara a ocurrir.
Estuvieron en silencio durante un largo momento.
—Sin embargo, en otras circunstancias, tú, Paula Chaves, podrías hacerme cambiar de opinión.
—Pero las circunstancias son las que son, y no podemos cambiarlas —replicó Paula, aunque la declaración la había sorprendido.
—Correcto —Pedro frotó los labios contra los suyos. —Pero esto no es una fantasía, tu cuerpo junto al mío, y eso significa que voy a poner en práctica una parte de mí sueño ahora mismo.
Dejando de lado el futuro que nunca llegaría a ser, Paula suspiró, colocó la pierna sobre su muslo y suspiró de nuevo cuando la penetró. Sus gritos rasgaron el aire al unísono.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Pedro.
—En lo cerca que estuve de perder la cordura.
—Como te dije antes, no sé cómo pudiste funcionar —hizo una pausa. —Eres demasiado dura contigo misma.
—Hay algo sobre mí que no sabes.
—No importa.
—A mí sí. En cierto sentido, te mentí.
—Te escucho.
—El tiempo que estuve de baja en el trabajo, lo pasé en una clínica especial —era incapaz de decir la palabra «institución», se le revolvía el estómago al pensarlo.
—¿Y eso te parece algo de lo que debas avergonzarte?
—Sí, supongo que sí.
—Pues yo te admiro por admitir que necesitabas ayuda y buscarla.
—En realidad no tuve elección. Cuando la empresa me mandó a casa esa primera vez, me derrumbé. Aunque estaba yendo a un terapeuta, no era suficiente. Tuve ataques de llanto, de rabia, y me dió por destrozar cosas. Entonces comprendí que estaba completamente descontrolada e ingresé en la clínica.
—Nena, lo siento mucho —susurró Pedro contra su cuello. —No te preocupes. Vas a ponerte bien, más que bien. Tienes lo que hace falta, créeme. Acabarás poniendo a tu empresa en el mapa.
Paula se volvió hacia él, consciente de que las lágrimas surcaban sus mejillas. Con un gemido, él lamió cuidadosamente las gotas según salían de sus ojos.
—Eres una mujer excepcional. No lo olvides nunca —le dió un golpecito en la nariz. —Apuesto a que un día Dios te dará otro hijo.
—No lo hará, porque no pienso casarme de nuevo.
—Nunca digas nunca jamás.
—¿Qué me dices de tí?
—¿Qué de mí?
—¿No deseas a veces un hogar permanente?
—Tengo uno —su voz sonó grave. —Sí no me equivoco, estás en él ahora mismo.
—Sabes a qué me refiero —escrutó su rostro, notando su sonrisa agridulce.
—Claro que sí —farfulló él. —Una casa en los suburbios con una esposa, dos o tres niños y un perro.
—Sí así es como quieres definirlo, sí, a eso me refiero —hizo una pausa intencionada y dijo. — Supongo que nunca deseas algo así.
—No puedo decir que no lo haya pensado. Pero desearlo, no, supongo que no.
—Lo que significa que nunca has estado loco por una mujer.
—Tuve una relación seria —dijo Pedro con dolor.
—¿Qué ocurrió? —presionó Paula.
—No salió bien.
Ella esperó a que le diera más explicaciones. Pedro suspiró, como si supiera que no tenía más remedio que explicarse.
—Quería que me uniera a la empresa de su padre, en Dallas.
—Es decir, ¿No quería vivir en la América rural?
—Acertaste.
Paula intentó captar cualquier deje de amargura en su voz, pero no lo encontró.
—¿Y las demás?
—O bien nos alejamos o nos convertimos en buenos amigos.
—Da la impresión de que nunca has sentido la necesidad de asumir el compromiso del matrimonio.
—Supongo que no. Al menos, no el tiempo suficiente para que llegara a ocurrir.
Estuvieron en silencio durante un largo momento.
—Sin embargo, en otras circunstancias, tú, Paula Chaves, podrías hacerme cambiar de opinión.
—Pero las circunstancias son las que son, y no podemos cambiarlas —replicó Paula, aunque la declaración la había sorprendido.
—Correcto —Pedro frotó los labios contra los suyos. —Pero esto no es una fantasía, tu cuerpo junto al mío, y eso significa que voy a poner en práctica una parte de mí sueño ahora mismo.
Dejando de lado el futuro que nunca llegaría a ser, Paula suspiró, colocó la pierna sobre su muslo y suspiró de nuevo cuando la penetró. Sus gritos rasgaron el aire al unísono.
Corazón Indomable: Capítulo 31
Paula fue la primera en despertar. Durante un momento se sintió completamente desorientada, pero luego recordó; estaba en casa de Pedro. En el suelo, ante un fuego que casi se había apagado. Debía de haber pasado allí toda la noche, como atestiguaba el increíble amanecer rosado que se veía por la ventana. La belleza del cielo le quitó el aliento, era espectacular. Nunca vería algo así en la ciudad. Miró a Pedro, que dormía, o simulaba dormir. No se movía, pero ya era hora de que lo hiciera. Y ella también. Tenía que abrir la cafetería. Daniela y Leandro tenían llaves para entrar, pero no les gustaba trabajar de cara al público excepto en situaciones de emergencia. Ésa no lo era.
Aun así, Paula no se movió. Se sentía demasiado cómoda y caliente. Demasiado amada. Un nudo de pánico le atenazó el estómago, y después se relajó. Se recordó que hacer el amor no era lo mismo que estar enamorada. No iba a martirizarse por lo ocurrido. Había disfrutado de cada segundo de pasión. Una experiencia asombrosa. Pedro era el amante perfecto; incluso mejor que Ariel, aunque admitirlo le doliera. Y había amado a Pedro sin restricciones. Eran adultos y no tenían que justificar sus acciones ante nadie. No estaban casados ni comprometidos. Se preguntó por qué, entonces, no eran la pareja perfecta.
—Vaya, parece que llevas el peso del mundo sobre los hombros.
Mientras Paula estaba absorta en sus pensamientos, Pedro se había despertado y la observaba.
—Estoy bien —dijo, con una sonrisa tentativa.
Él la atrajo hacia su cuerpo desnudo.
—Adoré cada segundo que estuve dentro de tí —le susurró, recorriendo el perfil de su oreja con la lengua.
—Yo también —dijo ella, estremeciéndose.
—Tienes un cuerpo fantástico —puso una mano entre sus piernas provocándole otra oleada de escalofríos.
—Cuando tengo tiempo, voy a un gimnasio que hay cerca de la oficina —Paula apenas podía hablar; se le había cerrado la garganta al sentir esa mano deslizarse por el interior de su muslo, deteniéndose en todos los sitios correctos.
—¿No te arrepientes? —preguntó él poco después.
—No me arrepiento —replicó Paula, sabiendo exactamente a qué se refería.
—Yo tampoco.
Siguió un breve silencio.
—No te hice daño, ¿Verdad?
—No, en realidad no.
—Pero debes de estar algo dolorida.
A pesar suyo, Paula notó que se sonrojaba, lo que, dadas las circunstancias, era ridículo. Se alegró de que él no pudiera ver su rostro. Pedro la apretó contra sí, para no dejar duda de que estaba tan duro como ella húmeda.
—¿No habías estado con nadie desde la muerte de tu marido?
—No —un nudo le atenazó la garganta.
—Sigo sin poder imaginar cómo es tener una familia un día y haberla perdido al siguiente — apretó una de sus manos. —Eres una mujer fuerte, Paula Chaves. Su voz había adquirido un tono tan espeso y ronco que ella apenas podía oírla. —Te admiro muchísimo.
—Por favor, no digas eso. Si tú supieras... —se le cascó la voz.
Percibiendo cuánto la afectaba el tema. Grant la apretó contra él y se situó entre sus muslos. Ella tragó saliva y no se movió.
—Podría acostumbrarme a esto —le susurró él.
—¿A... a qué?
—A despertarme contigo en mis brazos. Pero preferiría que fuese en una cama.
Aun así, Paula no se movió. Se sentía demasiado cómoda y caliente. Demasiado amada. Un nudo de pánico le atenazó el estómago, y después se relajó. Se recordó que hacer el amor no era lo mismo que estar enamorada. No iba a martirizarse por lo ocurrido. Había disfrutado de cada segundo de pasión. Una experiencia asombrosa. Pedro era el amante perfecto; incluso mejor que Ariel, aunque admitirlo le doliera. Y había amado a Pedro sin restricciones. Eran adultos y no tenían que justificar sus acciones ante nadie. No estaban casados ni comprometidos. Se preguntó por qué, entonces, no eran la pareja perfecta.
—Vaya, parece que llevas el peso del mundo sobre los hombros.
Mientras Paula estaba absorta en sus pensamientos, Pedro se había despertado y la observaba.
—Estoy bien —dijo, con una sonrisa tentativa.
Él la atrajo hacia su cuerpo desnudo.
—Adoré cada segundo que estuve dentro de tí —le susurró, recorriendo el perfil de su oreja con la lengua.
—Yo también —dijo ella, estremeciéndose.
—Tienes un cuerpo fantástico —puso una mano entre sus piernas provocándole otra oleada de escalofríos.
—Cuando tengo tiempo, voy a un gimnasio que hay cerca de la oficina —Paula apenas podía hablar; se le había cerrado la garganta al sentir esa mano deslizarse por el interior de su muslo, deteniéndose en todos los sitios correctos.
—¿No te arrepientes? —preguntó él poco después.
—No me arrepiento —replicó Paula, sabiendo exactamente a qué se refería.
—Yo tampoco.
Siguió un breve silencio.
—No te hice daño, ¿Verdad?
—No, en realidad no.
—Pero debes de estar algo dolorida.
A pesar suyo, Paula notó que se sonrojaba, lo que, dadas las circunstancias, era ridículo. Se alegró de que él no pudiera ver su rostro. Pedro la apretó contra sí, para no dejar duda de que estaba tan duro como ella húmeda.
—¿No habías estado con nadie desde la muerte de tu marido?
—No —un nudo le atenazó la garganta.
—Sigo sin poder imaginar cómo es tener una familia un día y haberla perdido al siguiente — apretó una de sus manos. —Eres una mujer fuerte, Paula Chaves. Su voz había adquirido un tono tan espeso y ronco que ella apenas podía oírla. —Te admiro muchísimo.
—Por favor, no digas eso. Si tú supieras... —se le cascó la voz.
Percibiendo cuánto la afectaba el tema. Grant la apretó contra él y se situó entre sus muslos. Ella tragó saliva y no se movió.
—Podría acostumbrarme a esto —le susurró él.
—¿A... a qué?
—A despertarme contigo en mis brazos. Pero preferiría que fuese en una cama.
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