–Oh, vamos. ¿Qué iba a ver Pedro en mí? No soy el tipo de mujer por el que un hombre se vuelve loco.
–¿Por qué dices eso?
–Veamos. Mi pelo tiene vida propia y cambia según varía la presión atmosférica. Tengo que adelgazar. Y la única persona famosa a la que me parezco es a Alberto Chaves, décimo Terrateniente de Aislin. Puedes verlo a mitad de escalera, con un marco dorado.
Marcela se rió.
–Estoy segura de que a Pedro le encanta tu sentido del humor.
–Eso es lo único que podría encantarle.
–¡Qué tontería! Aunque… –ladeó la cabeza y dijo–: Si no te importa que lo comente, veo alguna cosilla que se podría mejorar.
–Me temo que más de una.
–Eres encantadora tal y como eres, pero podrías serlo un poco más. Pasé un verano trabajando en un spa en Santa Bárbara. Allí aprendí un montón de trucos.
–¿Cómo cuál?
–Tu cabello. Lo tienes rizado, ¿Verdad?
–Creo que encrespado lo definiría mejor.
–No, en serio. ¿Te importa soltártelo un momento?
Paula se quitó la coleta dejando que la melena le cayera sobre los hombros.
–Oh, sí. Tienes unos tirabuzones preciosos. Sólo tenemos que liberarlos.
–¿Y cómo se hace?
Marcela sonrió.
–Tenemos que encontrar algunas herramientas.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando Marcela terminó su trabajo satisfecha. Habían pasado una hora al sol mientras le hacía la manicura a Paula y esperaban a que hiciera efecto el zumo de limón que le había puesto para aclararle el cabello. Después, le puso una mascarilla en el pelo y se la aclaró, haciendo que Paula le prometiera que no volvería a permitir que se le secara el cabello de esa manera. También revisó el armario de Paula y al final decidió llevarla de compras por Union Street, donde la animó a comprarse tres sujetadores caros y varias prendas de una boutique. Consiguió que Paula disfrutara de todo aquello. Se sentía como si fueran dos buenas amigas en lugar de dos mujeres que se habían conocido la noche anterior. Después de encontrar unos zapatos a juego, regresaron al departamento y le aplicó un poco de maquillaje en el rostro. También, sombra de ojos verde grisácea y una pizca de pintalabios de color rosa.
–Por fin se te ha secado el pelo. ¿Por qué no te miras en el espejo?
Un poco temerosa por lo que iba a encontrar, Paula cruzó el estudio con las botas de tacón que se había comprado después de que Marcela la hubiera convencido. Detrás de la puerta del baño había un espejo y ella respiró hondo antes de mirarse en él. Entornó los ojos y soltó una carcajada.
–¿Quién es la mujer que está en mi espejo?
–Eres tú, cariño.
–No es posible. Esta mujer es fina y elegante, y tiene unos tirabuzones sedosos con reflejos rubios.
–Eres tú. Y estás recta. Las chicas altas como tú a veces os encorváis porque tenéis miedo de destacar. Si una vez al día haces las posturas de yoga que te he enseñado, notarás una diferencia en tu postura.
–¡Nunca se me ocurrió pensar que la ropa de mi talla me haría parecer más delgada!
–Tienes una figura estupenda y deberías mostrarla.
–¿Quién lo sabía? –Paula sonrió ante el espejo–. Y prometo que nunca dejaré que mi pelo se seque otra vez.
–Esa es mi chica. Bueno, ¿Y cuándo vas a ver a Pedro otra vez?
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