Miró alrededor de la sala y se alegró al ver que Paula hablaba con Marcela con una copa de
vino en la mano.
–De hecho, me licencié en Filología Inglesa –Paula bebió un sorbo de su copa.
Elle le había pedido un vino blanco y la había llevado a un rincón tranquilo para que pudieran hablar. Al principio, Bree se sintió una pizca intimidada por ella. Marcela era una mujer elegante con el cabello liso y unos ojos azules llenos de inteligencia y buen humor. Sin embargo, al cabo de unos momentos, empezó a relajarse y contestó a todo aquello que Marcela le preguntaba con interés.
–Después incluso pensé en hacer el doctorado pero me tomé un tiempo libre para viajar y cambié de opinión.
–Qué bien. Mucha gente lleva a cabo un plan que tenía pensado desde hacía años y termina haciendo algo que no es su pasión. He de admitir que a mí siempre me ha encantado la fotografía. Recibí muchas clases en la universidad, pero supongo que nunca me he atrevido a intentar publicarlas o exponerlas. ¿Cómo empezaste a hacer fotografía?
–Me avergüenza admitir esto pero fue por pura casualidad. Mi padre me regaló una cámara por mi cumpleaños hace cuatro años. Creo que un cliente se la regaló a él. Era una Nikon con un juego de lentes. El tipo de cámara con la que incluso un profesional salivaría al verla. Empecé a jugar con ella sacando fotos a los robles del parque y a los edificios interesantes de Russian Hill y de Marina District.
Marcela asintió, mirándola con interés.
–Un día estaba sacando una foto de San Francisco de Asís en Vallejo Street.
–Ah, sí. La que tiene muchas puertas.
–¿Has visto a la mujer que lleva un abrigo azul y que a menudo está allí?
–Dando de comer a las palomas. ¡Sí, la he visto! –sonrió Marcela.
–Me intrigó algo de ella. No tengo ni idea de por qué está allí, y nunca se lo pregunté. Soy demasiado tímida. Pero quería ver si podía sacar una foto de esa pose de dignidad que tiene.
–¿Qué le dijiste?
–Sólo le pregunté si podía sacarle una foto –sonrió Paula–. Ahora sé que debería haberle ofrecido dos dólares y un formulario de autorización, pero en aquel momento no tenía ni idea.
–Y te dijo que sí.
Paula asintió.
–Así que tomé la foto. Sólo me llevó unos segundos. Ella estaba de pie frente a la puerta más pequeña, llevaba el abrigo abotonado hasta el cuello, como siempre, y había un montón de palomas a su alrededor. Las copias salieron muy bien, así que presenté una a un concurso de la biblioteca local. Gané y la gente comenzó a comentar mi fotografía, así que decidí seguir sacando fotos.
–Me encantaría ver esa foto.
–Puedes venir a mi estudio cuando quieras.
–¿De veras? ¡Me encantaría! Nunca he estado en el estudio de un fotógrafo de verdad.
–Bueno, yo no lo llamaría así –se sonrojó–. Pero tiene una vista estupenda de los tejados de la ciudad. Mañana estaré por allí, si quieres puedes pasar.
–¿Puedo? No tengo nada que hacer hasta las cinco. Estaría bien ver algunas fotos que no sean comerciales –le guiñó un ojo–. Si voy por la mañana puedo llevar café y pastas de Estela.
–Muy bien. Nunca puedo decir que no a esas pastas. La dirección es 200 Talbot Street. El edificio de piedra que tiene verjas de hierro. Si lo rodeas por la derecha hay una puerta que lleva a mi estudio.
–¿Están planeando una cita secreta? –la voz de Pedro hizo que Paula se volviera.
–Así es –dijo Marcela–. Quiero ver la obra de Paula antes de que se haga demasiado famosa como para hablar conmigo. ¿Sabías que le han pedido que haga una foto para la revista San Francisco?
–¿Es eso cierto?
–Lo es –Paula se sonrojó de nuevo–. Voy a retratar a Robert Pattison. Les ha costado decidir entre Analía Leibowitz y yo. Sospecho que yo cobro menos –vió que a Pedro se le formaban los hoyuelos–. Me han llamado de repente. Han visto mis fotos en Black Book.
–Es estupendo –dijo Pedro con admiración–. A mí también me gustaría ver tus fotos.
–Ponte a la cola –bromeó Marcela–. Ahora en serio, ¿A Robert Pattison? Me encantaría ser fotógrafa de famosos y no una humilde secretaria de administración –frunció los labios.
Paula dudaba de que Marcela fuera simplemente una humilde secretaria de administración. Saludaba y hablaba con todo el mundo como si fuera la dueña de la empresa, y no la mano derecha del dueño.
–Tranquila, Cenicienta. Algún día irás al baile. Entretanto, será mejor que encuentres a tu jefe. No lo he visto por ningún sitio.
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