martes, 30 de octubre de 2018

No Quiero Perderte: Capítulo 11

–¿Qué recomiendas?

–¿La Marina? O Painted Ladies… Las casas victorianas, por supuesto, no las prostitutas, de cerca del parque. Alcatraz es impresionante. ¿Has estado alguna vez?

–No, y ahora no puedo esperar a ir a todo esos sitios.

¿Por qué no la había besado todavía? Paula se miró en el espejo con detenimiento. Pedro estaba a punto de llegar otra vez. Durante las últimas dos semanas se habían visto día sí día no. Habían paseado por la ciudad y comido en montones de sitios, e incluso habían ido agarrados de la mano. Pero no habían compartido ni un solo beso. Él la besaba en la mejilla cuando se despedían, pero nada más. ¿Quizá no se sentía atraído por ella?

Ella debía de sentirse emocionada después de la sesión de fotos. A pesar de que se había retrasado el inicio todo había ido bien y las copias habían salido estupendas. El modelo era encantador y ella consiguió no sonrojarse ni tartamudear en su presencia. Incluso le había mostrado su carpeta para que se hiciera una idea de quién le estaba tomando las fotos. Él le había hecho un montón de preguntas y parecía interesado en su trabajo. Debería estar entusiasmada. Su primer encargo profesional había salido bien y tenía otra  cita con el hombre más atractivo de San Francisco. Entonces, ¿Por qué se sentía tan inquieta?

Pedro parecía interesado en ella. Le brillaban los ojos cuando la miraba y ella lo había pillado mirándole el escote de reojo. Él se reía con sus bromas y parecía intrigado con las anécdotas que ella le contaba de su vida. En un momento dado, en la penumbra de una de las celdas abandonadas de Alcatraz, ella tuvo la sensación de que él se disponía a besarla. Bree sintió que se le erizaba el vello del cuerpo y esperó a que él se acercara. Pero no lo hizo. Y una vez más, después del trayecto en ferry, se despidió de ella besándole la mejilla con delicadeza. Pobre Paula. Quizá la veía más como una amiga. O incluso como una hermana, tal y como había sugerido aquella mujer en la fiesta de su oficina. La llamada en la puerta hizo que regresara a la realidad. Paula sintió que se le aceleraba el corazón bajo la blusa. Se aplicó un poco más de pintalabios para que le diera suerte. Quizá él se fijara en ellos y quisiera besarla esa noche. Si no, tendría que ocuparse ella del asunto. Como si tuviera valor para hacerlo. Abrió la puerta y puso una amplia sonrisa.

–Hola, Pedro.

–Hola, Paula–la besó en la mejilla provocando que le flaquearan las rodillas.

¿Cómo un hombre podía oler tan bien después de pasar todo el día en la oficina? Olía a viento, brisa marina y aventura. Se había vestido con una camisa azul y unos vaqueros que resaltaban sus piernas musculosas.

–¿Te apetece caminar hasta Coit Tower en Telegraph Hill?

–Estupendo –«sí, estupendo».

Era un lugar famoso por ser donde las parejas se proponían matrimonio, y ella iba a ir con Pedro y, si tenía suerte, harían manitas.  A menos que… Tragó saliva. No. Pedro Alfonso no iba a proponerle matrimonio aquella noche. Era el siglo XXI y ningún hombre le pedía matrimonio a una mujer tras haber salido a pasear del brazo varias veces.

–También hay un pequeño restaurante italiano donde podemos cenar algo.

–Suena muy bien –su respuesta parecía algo forzada.

–¿Estás segura? Porque no hace falta que vayamos si no te apetece.

–No, en serio, me encantaría –agarró su bolso.

–Se me había ocurrido que después, si te apetece, podrías venir a mi casa para tomar una copa.

–Oh, claro. Será estupendo –de pronto mostraba pura excitación.

Tenía las mejillas coloradas. Él no iba a invitarla a su departamento a menos que… Sintió un nudo en el estómago. ¿Qué era lo que tenía en mente? Probablemente algo más que un beso.

–Vamos –le tendió la mano y ella la aceptó antes de cerrar la puerta.

Caminaron hasta Telegraph Hill, donde el capitel de la torre se elevaba sobre las casas de alrededor. El ascenso por la colina hasta la torre dejó a Paula jadeando.

–No puedo creer que ni siquiera estés sudando.

–Entreno habitualmente –Pedro le apretó la mano–. Me gustan las subidas. ¿Quieres que te lleve en brazos? –arqueó una ceja.

–La situación no es tan desesperada. Pero en la torre también hay escalones. Puede que ahí te tome la palabra.

Cuando llegaron a la cima, contemplaron la vista de Bay Bridge y Pedro sugirió que quizá ya habían subido bastante.

–De ninguna manera. Crees que no puedo más, ¿No es eso? –flexionó los brazos bajo la blusa de rayas–. Sería terrible si ni siquiera llegáramos a ver todos los murales. ¿Has oído el rumor de que la torre se diseñó para que pareciera la boquilla de una manguera de incendios gigante? Aparentemente, la mujer que donó el terreno y el dinero para construir la torre era una gran admiradora del parque de bomberos local.

Pedro se rió.

–Veo cierto parecido. Estoy seguro de que Sigmund Freud habría encontrado otros parecidos.

–No eres la primera persona que ha hecho esa observación. Un gran símbolo fálico se erige sobre San Francisco. ¿Entramos? –sonrió y Pedro se rió.

Una vez dentro de la torre él la rodeó por la cintura y miraron los murales que se habían pintado durante la crisis. Había escenas de agricultores recogiendo la cosecha, una calle de San Francisco con un accidente de tráfico y un carterista, una familia pobre buscando oro mientras una familia rica los miraba…

–Todos se encargaron durante la depresión económica, para dar trabajo a los artistas bajo el programa del Work Progress Administration.

Paula disfrutaba al notar el calor del brazo de Pedro a través de la blusa.

–Lo sé. ¿No son impresionantes? Supongo que siempre se saca algo bueno incluso de los peores desastres.

–Es una visión muy positiva. Estoy de acuerdo –la estrechó una pizca contra su cuerpo mientras se volvía para contestar.

Sus rostros estuvieron muy cerca durante un instante. Paula contuvo la respiración, sin duda iba a besarla… Pero él retiró el brazo de su cintura y se acercó a ver un detalle del cuadro. Ella respiró hondo. Si él no daba el paso pronto, iba a volverse loca.

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