Paula negó con la cabeza y Pedro le hizo el amor con total inhibición, sin dejar de besarla en la boca mientras la llevaba hacia la cima, que ella alcanzó antes que él. Poco después jadeaban ambos satisfechos, abrazados con fuerza, hasta que una llamada en la puerta hizo que Pedro saltara de la cama y se pusiera el albornoz que había quitado antes a Paula. Ésta se subió la sábana hasta la barbilla y permaneció inmóvil oyendo las instrucciones que daba Pedro al camarero. Saltó de la cama para dirigirse al baño, pero él la atrapó antes de que consiguiera llegar.
—Demasiado tarde para sentirse tímida, querida.
—No soy tímida, necesito otra ducha.
—La compartiré contigo. También he soñado con eso.
La dejó en la ducha, se quitó el albornoz y se reunió con ella. Paula casi esperaba que volviera a hacerle el amor, pero Pedro se limitó a abrazarla bajo el chorro del agua y después se apartó para buscar las toallas. La envolvió en una de ellas y rio cuando a ella le sonó el estómago.
—Siento ser tan poco romántica —dijo ella—, pero tengo hambre. Esta mañana no he podido desayunar gran cosa.
Él la miró.
—¿Te entristecía irte de la Estancia?
—Sí. Ha sido duro decir adiós.
—Me complace oír eso —declaró él con satisfacción—. Ponte un albornoz mientras me visto y vamos a comer.
Paula se puso la ropa interior y el albornoz, se peinó y lo siguió a la sala de estar, donde esperaba el almuerzo en una mesa al lado de las ventanas. Pedro destapó una bandeja y mostró una gran ensalada acompañada de langostinos.
—¿Ves? Los gauchos no comemos siempre carne. Vamos, come. Tienes que recuperar fuerzas.
Paula enarcó las cejas.
—Me refiero a que has sido muy valiente al volar hasta aquí conmigo como piloto —le aseguró él.
Disfrutaron de un almuerzo lento delante de ventanas con una vista espectacular de la laguna. La única nube en el horizonte de Paula era que pronto tendría que dejar todo aquello atrás y volver a su vida normal. Pero decidió mirarlo por el lado bueno y se recordó que había pasado unas vacaciones gloriosas con Pedro en un país que siempre había anhelado visitar, aunque su concepción anterior de Brasil fuera básicamente la de Río de Janeiro y el carnaval, y supiera muy poco de los vastos espacios abiertos de la zona gaucha de Rio Grande do Sul, que había aprendido a querer durante su corta estancia. Cabalgar por esa tierra con Pedro había sido una experiencia muy satisfactoria. Había disfrutado con la camaradería de sus hombres y alcanzado un buen entendimiento con su caballo.
—Cuando vuelvas a la Estancia, acaricia a Garoto de mi parte y dile que lo echaré de menos.
Pedro respiró hondo. La tomó en vilo y la sentó en su regazo.
—Necesito abrazarte —dijo.
Colocó la cabeza de ella en su hombro y Paula se relajó, feliz de estar a solas con él.
—Cuando dices esas cosas —musitó él—, casi me haces llorar. Y un hombre macho no llora.
—¿Y tú quieres ser macho? —preguntó ella.
—Pues sí. ¿Qué hombre no quiere? Cuando me dejaste en Portugal, quería llorar, pero ejercí una gran fuerza de voluntad para no decepcionar a Jorge.
—Yo lloré muchísimo —comentó ella con franqueza.
Pedro rió y la abrazó con fuerza, pero ella se estremeció por dentro. Dentro de poco volvería a llorar camino de casa.
—¿Quieres un té?
Ella negó con la cabeza y reprimió un bostezo. Pedro le tomó la mano y la puso de pie.
—Ahora a descansar —ordenó.
—¿Y qué harás tú?
—Descansar contigo. No te haré el amor ahora, tienes que dormir. Hay sombras bajo esos hermosos ojos verdes. Solo quiero tenerte de la mano mientras duermes y luego saldremos a ver la ciudad.
Ella sonrió y apoyó la cabeza en la almohada.
—Me ha encantado la Navidad en Estancia Grande, pero también me alegro de estar aquí a solas contigo antes de marcharme.
Él se tumbó a su lado y le besó la mano.
—Ha sido una idea brillante mía, ¿Verdad? ¿Tu antiguo amante protestó cuando viniste?
—No se lo dije. Andrés y yo ya no somos amigos —Paula hizo una mueca y le contó el desagradable encuentro en su casa.
Pedro juró con violencia en portugués.
—¿Pretendía forzarte?
—No creo que hubiera llegado a eso, pero la llegada de Rodrigo y Fabián lo interrumpió. Le dije a Andrés que todo había terminado y no he vuelto a verlo.
—A mí me gustaría verlo —comentó Pedro con aire amenazador.
—No creo que eso suceda.
—Yo jamás te forzaría, Paula.
Ella le sonrió.
—No hace falta. Una mirada tuya y me derrito en tus brazos.
Pedro se inclinó a besarla y después se acomodó a su lado.
—Ahora cierra los ojos y duerme.
Cuando Paula despertó más tarde, en el dormitorio entraba luz suave de las lámparas de la sala y estaba sola en la cama. Se incorporó para mirar el reloj y Pedro llegó enseguida y se sentó en la cama.
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