—La doctora Chaves de Inglaterra.
Todos a una se quitaron el sombrero y sonrieron a Paula. Uno de ellos tomó las riendas del caballo de Pedro y el grupo dió media vuelta y se alejó al galope. Ana Alfonso sonrió a su esposo.
—Ven, querido; iremos nosotros delante. No tarden mucho, Pedro.
Éste tomó las manos de Paula en las suyas.
—Has venido.
—Ya ves que sí.
—¡Gracias a Dios! Tengo muchas ganas de besarte, pero no lo haré hasta que estemos solos —la miró a los ojos—. ¿O tú no quieres besarme? —apretó el paso a su lado hasta que ella alzó la mano para detenerlo.
—¡Ya no cojeas!
—Por fin te das cuenta.
Paula le miró la cara.
—Y la cicatriz ya se nota muy poco.
—¿Pero aún no soy lo bastante guapo para besarme?
Paula se echó a reír y le dió la mano. Avanzaron juntos hacia la gran casa blanca y ella vió entonces que del edificio principal salían dos alas de un solo piso.
—¿Te gusta nuestra casa? —preguntó Pedro.
—Es preciosa.
Pedro cruzó con ella una larga veranda de columnas hasta un vestíbulo amplio donde había una escalinata y un árbol de Navidad alto y brillantemente decorado. Entraron en una habitación cómoda, amueblada con sofás de piel y sillones más pequeños y femeninos tapizados en terciopelo y telas estampadas, donde los esperaba Ana.
—¿Quieres té o café, Paula?
—Té, gracias, pero primero me gustaría refrescarme un poco.
—Ven conmigo. Horacio ha ido a los corrales. Vendrá luego.
Paula siguió a su anfitriona hasta un cuarto de baño situado en el vestíbulo debajo de la escalera. Volvió al poco rato a la sala, donde Ana le sonrió con calor y Pedro se sentó con ella en un sofá.
—¿Estás muy cansada? —preguntó.
—Un poco. Tengo la sensación de llevar días viajando.
—Conozco esa sensación —comentó Ana—. Y Pedro también. Cuando llegó, tenía muchos dolores —sonrió a su hijo con orgullo—. Ahora parece otro hombre.
—Pero Paula dice que yo le gustaba antes a pesar de la cicatriz —intervino él.
—Porque es una mujer inteligente —Ana sonrió a su huésped con gratitud—. Fue una gran suerte que el señor Massey te enviara a la Quinta. Tengo mucho que contarte de mis últimos descubrimientos. Pero todavía no. Primero tienes que recuperarte de tu viaje. Y Pedro tiene que subir a bañarse. Huele a caballo.
Él miró a Paula.
—¿Te ha gustado el pequeño espectáculo que te he preparado?
—Inmensamente. Ha sido toda una muestra de maestría. ¿Los hombres visten así siempre?
Pedro asintió.
—Para montar con el ganado, sí, porque es la ropa más práctica. Pero aparte de eso, los jóvenes llevan vaqueros, montan en moto y conducen todoterrenos como en el resto del país.
Ana se levantó.
—Ven, Paula. Te acompañaré a tu habitación —movió la cabeza cuando Pedro se levantó a su vez—. Tú ve a bañarte. Yo me ocupo de nuestra invitada.
Él sonrió e hizo una pequeña reverencia.
—Dense prisa.
Ana llevó a Paula al segundo piso.
—Espero que te guste tu habitación.
La introdujo en una estancia amplia situada al final del pasillo. Estaba amueblada de un modo similar al de la Quinta, pero con madera más clara, a juego con el tono cobrizo dorado de la madera del suelo. Las ventanas daban a un jardín lleno de flores rodeadas de setos grandes.
—Es precioso —la joven sonrió a Ana—. No esperaba un jardín así en un rancho de ganado.
—Es obra mía —dijo su anfitriona—. Cuando Horacio me trajo aquí, solo había hierba, árboles y el corral con los caballos.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó Paula, atónita.
La mujer se echó a reír.
—Tengo ayuda, pero el diseño es mío y trabajo en él casi todos los días. El cuarto de baño está en esa puerta, pero ahora tenemos que volver con mi impaciente hijo — se detuvo antes de salir—. ¿Te gusta Pedro? —preguntó.
Paula asintió.
—Mucho.
Ana sonrió con malicia.
—Es evidente que tú también le gustas mucho.
Cuando bajaron, Horacio charlaba con su hijo y ambos tenían un vaso de cerveza en la mano. Tomaron una copa en la veranda, pero después Horacio fue a su despacho a trabajar un rato y sugirió que Pedro enseñara la estancia a su invitada.
—Quizá Paula quiera descansar en su cuarto —protestó Ana.
—Pues la llevaré a su cuarto —Pedro se levantó—. Después exploraremos el exterior.
Cuando llegaron a la habitación, él cerró la puerta y la abrazó.
—Por fin puedo besarte. Si quieres, claro.
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